CAPITULO VI

Rock Sterling y Ken Palmer entraron en el saloon Texas. El local estaba muy animado.

El mostrador aparecía lleno de clientes.

Las girls hacían su trabajo.

Junto al mostrador había una puerta en la que ponía la palabra «Dirección». Y ante la puerta hacía guardia un hombre grande como un oso que medía dos metros y poseía puños como melones.

Los dos amigos caminaron hacia aquella puerta.

El oso se les puso delante.

—No pueden entrar.

—¿Está ahí Robert Gaynor? —preguntó Rock.

—Sí.

—Quiero hablar con él. Soy Rock Sterling.

—El señor Gaynor está ocupado. Lo recibirá mañana.

—Me recibirá ahora.

—Un valentón, ¿eh?

—Apártate.

El oso metió una de sus manazas en el bolsillo y sacó una porra de perdigones que bamboleó de arriba abajo.

—Casco cabezas como si fuesen nueces.

—¿Ah, sí?

Ken Palmer intervino:

—Chiquitín, no deberías decir eso.

Los dos amigos se pusieron en acción.

Sterling pegó un puñetazo al oso en el estómago, y cuando éste se arrugaba, Ken Palmer le quitó la porra y se la incrustó en la boca. Inmediatamente, Rock le pegó en la porra con la palma de la mano y el oso desorbitó los ojos porque se estaba comiendo el instrumento de trabajo con el que cascaba cabezas como nueces. Luego, Ken Palmer sólo tuvo que impulsar al grandullón quien cayó al suelo a cuatro patas.

Rock Sterling entró en el despacho donde había un hombre con una rubia en las rodillas.

La joven decía:

—¿Te vas a casar conmigo, Robert?

—No, cariño. Soy un hombre que no se casará nunca. Me. gusta la libertad.

Robert Gaynor era un hombre bien vestido, con cara de facciones correctas. Dio un beso a la rubia y dijo:

—La felicidad entre un hombre y una mujer la mata el matrimonio.

Todavía no se habían dado cuenta de la presencia de un extraño y fue éste quien se hizo notar.

—Le salió una fiase redonda, Robert.

El aludido miró al joven y vio entrar a otro.

—Eh, ustedes, ¿por qué infiernos se colaron aquí? ¿Dónde está Pat?

—imagino que se refiere al oso que tiene para guardar la puerta.

—Desde luego.

—Se está comiendo la porra de perdigones.

Rock caminó hacia el asombrado Robert Gaynor.

—Apártate, rubia.

La girl saltó de las rodillas del dueño del saloon.

Rock Sterling rodeó la mesa y entonces Robert Gaynor abrió un cajón y metió la mano en él, cero no llegó a sacar nada.

Rock pegó un rodillazo al cajón y lo cerró, atrapando la mano de Gaynor, el cual lanzó un aullido de dolor

—¿Qué iba a hacer, Gaynor?

—¡Maldita sea! ¡Me ha quebrado la mano! ¡Me la ha quebrado!

—Eso le pasa por ser un mal chico.

—¿Quiénes son ustedes?

—Sabe perfectamente quiénes somos. Los dos muchachos que usted quería dejar sin muelas. Pero no le dio resultado. Nosotros molimos a sus compinches.

—No sé de qué me habla.

Rock le soltó una bofetada que sonó como un cohete.

Los ojos de Robert Gaynor se llenaron de lágrimas.

—¡Maldita sea! ¡No consiento que nadie me pegue en la cara —Se cree muy guapo, ¿eh? Pues yo le voy a poner feo en pocos instantes. Tan feo que la rubia no volverá a desear sus besos.

—Está mal de la cabeza.

—Usted está peor. Pero yo lo voy a arreglar.

Rock le soltó otra bofetada.

Ken Palmer abarcó por la cintura a la rubia.

—Eh, nena, ¿por qué no aprovechamos el tiempo y bebemos un trago?

La rubia pegó un chillido y quiso salir corriendo del despacho, pero Ken la detuvo.

—Quiero irme con mi mamá —dijo ella.

—Tu mamá debe estar muy lejos. Y aquí tienes al primo Ken que se ocupará de tí.

Sterling atrapó a Gaynor por las solapas de la chaqueta y lo zarandeó.

—Usted era el patrón de Nancy Diamante, Gaynor.

—Sí.

—¿Quién la estranguló?

—Rex Harris.

Rock le soltó otra bofetada.

—No me gusta esa respuesta, Gaynor.

—¿Qué quiere que le diga? ¿Que fui yo?

—Quizá fue usted.

—No diga tonterías.

—Entonces, ¿por qué nos mandó a esos tipos?

—Aquí viene mucha gentuza. Supe que entraron en el almacén. Y pensé que no podía dejarles seguir adelante...

Dos hombres entraron en la habitación. Tenían la pistolera muy baja.

Al verlos, Gaynor gritó:

—¡Muchachos, despachadme a esos dos fulanos!

—Será servido —dijo uno de los tipos, huesudo y de ojos saltones.

Sterling se apartó de Gaynor.

La rubia volvió a chillar.

—¡Quiero salir de aquí!

Ken la dejó libre.

—Sí, nena. Te conviene salir porque aquí se va a repartir plomo.

La rubia se marchó corriendo.

Ojos Saltones señaló con la mano a Sterling y a Palmer.

—Hicieron mal en entrar en esta habitación estando prohibido, payasos.

—Queríamos hablar con tu jefe —contestó Sterling—. Seguiremos hablando después.

—No habrá después para vosotros, payasos. Os vais al cementerio. ¡Duro, Slim!

Los dos pistoleros tiraron del revólver.

Sterling y Palmer sacaron también.

Se produjeron varios estampidos.

Los dos empleados al servicio de Robert Gaynor se desplomaron sin emitir un solo quejido. Estaban muertos antes de tocar el suelo.

Rock se volvió con el revólver humeante hacia Robert Gaynor, cuyo rostro tenía la blancura del yeso.

—Gaynor, ¿tiene algo que decir antes de que le meta una bala por las narices? Si no me deja otra opción, apretaré el gatillo.

—Yo no sé nada de Rex Harris.

—¿Que no sabe nada?

—Quiero decir que no sé si Rex Harris estranguló a Nancy Diamante.

—Usted formó parte del jurado. ¿Por qué falló en contra de Rex Harris si tenía la duda?

—Tuve que hacerlo.

—¿Por qué?

—Rex Harris no era un tipo popular.

—Se equivoca. Tenía que ser un tipo popular cuando lo eligieron para ser sheriff.

—Era sólo popular entre la gente de aquí que no pinta nada.

—Entiendo, era candidato a ser sheriff de los pobres y desgraciados. Pero ustedes, los ricachones y poderosos tenían ya su sheriff, a James Farrell. Y quisieron ‘continuar con él. ¿Es eso lo que quiere decir, Gaynor?

—Oiga, Sterling, no busque complicaciones. Usted no le devolverá la vida a Rex Harris.

Rock le pegó con el cañón en la oreja.

—¿Por qué me maltrata ahora? —chilló Gaynor.

—Por la basura que acaba de soltar por la cloaca de su boca. Según usted, si Rex Harris era inocente y murió ahorcado, nadie debe ocuparse del asunto, Con esa doctrina se podrían cometer las mayores canalladas impunemente. Tengo la impresión de que aquí se cometió una canallada de gran tamaño. Pero yo voy a arreglar las cosas. Y ya he empezado con usted, Gaynor. Siga contestando a mis preguntas o se gana su ración de plomo.

La cara de Robert Gaynor estaba cubierta de sudor.

—¡Yo no sé nada! ¡Le juro que no sé nada! —gimió.

—¿Quién era el presidente del jurado?

—Jeff Paget.

—¿Y qué cargo ocupa en esta comunidad Jeff Paget?

—Es el dueño de la mina «Patricia», la más rica de plata del territorio.

—¿Fue él quien les obligó a votar la culpabilidad de Rex Harris?

—Sí.

—¿Por qué?

—Yo no pregunté el porqué.

—¿Y los demás?

—Nadie preguntó nada.

—De modo qu4T Jeff Paget estableció la culpabilidad de Rex Harris y ustedes, los restantes miembros del jurado, once nada menos, le obedecieron como ovejitas.

—Puede llamamos así.

—Los llamo así porque se comportaron como animales. Y soy demasiado benévolo al llamarles ovejas.

En aquel momento entró el sheriff James Farrell. Tenía el revólver en la funda, pero apoyó la mano en la culata y dijo:

—Sterling, Palmer, los detengo en nombre de la ley.