CAPITULO II

Ken Palmer dirigió una mirada a su caballo. Todavía no había muerto.

—Capataz —dijo—. Si me llevan al bosquecillo, mi caballo no podrá ver cómo me ahorcan. Ya no hace falta que el animal continúe sufriendo.

—Eres un tipo con muy buenas sentimientos.

—Déjeme que yo lo mate.

—¿Quieres sacar el revólver?

—No puedo matar a mi caballo de otra forma que con el revólver.

—Te crees muy listo, ¿verdad, muchachito? Sacas el revólver supuestamente para matar a tu caballo, pero de pronto lo moverás contra nosotros y nos mandarás plomo. Es eso lo que piensas, ¿verdad, muchachito?

—Sólo quiero matar a «Dick».

—Nosotros tenemos el arma en la mano. Y te vamos a estar apuntando. De modo que voy a dejar que saques el «Colt». Atrévete a moverlo hacia nosotros y te cosemos con nuestras balas.

—No es mi intención.

'Ken sacó el revólver. Tuvo cuidado en hacer los movimientos lentos y precisos para que ninguno de los jinetes se equivocase y se pusiese a gatillear con él. Apuntó a la cabeza de «Dick».

—Lo siento, amigo —y disparó.

«Dick» movió un poco las patas y luego se relajó. Había muerto.

Los ojos de Ken Palmer se llenaron de lágrimas.

—Lo siento, «Dick». De veras que lo siento —murmuró.

El capataz rió.

—¿No os conmueve, muchachos? Estas son las escenas que me parten el corazón. El forastero quería a su caballo como si fuese su hermano. Quizá tuvieron el mismo padre.

Ken lo miró furioso, abrasados los párpados por las lágrimas calientes.

—¿Qué clase de tipo es usted? ¿Por qué me ofende? Me va a matar. ¿No tiene ya bastante?

El capataz lo miró en silencio durante unos instantes.

—Cállate, víctima.

—Tengo la boca para hablar.

—Muy pronto te vas a quedar mudo.

—Si ello llega a ocurrir, alguien les ajustará las cuentas.

—¿Quién, muchachito? ¿Vas a decir que no viajas solo? ¿Qué tienes un amigo que se quedó atrás? ¿Que de un momento a otro se reunirá contigo? Sólo falta que agregues una cosa. Que tu amigo es Buffalo Bill.

Los cowboys rieron las palabras del capataz.

Ken Palmer no tenía ningún amigo, ¿Lo había tenido alguna vez? Quizá sí. Pero los hombres que él tenía como mejores amigos le habían fallado cuando los necesitó.

Estaba solo. Completamente solo en aquel lugar de Texas donde él iba a morir.

El capataz interrumpió sus pensamientos.

—¿Por qué no te atreves a disparar contra nosotros?

—No me gusta correr riesgos innecesarios. Son cuatro contra uno.

—Una gran ventaja, ¿eh?

—Sí, capataz. Es conceder demasiada ventaja. Pero le sugiero algo.

—¿Qué cosa, muchachito?

—Lucharemos uno contra uno. Y le concedo el puesto de honor a usted, capataz. Pelee conmigo de hombre a hombre. Cara a cara. Como debe ser.

—¿Te crees un gun-man?

—No.

—Debes tener mucha fe en tu rapidez. Pero la pelea no va a ser como tú quieres. ¿Lo ves, muchachito? Voy a aceptar que nos enfrentemos cara a cara antes de ahorcarte.

Pero no será con el revólver. No te conozco. Yo manejo bien el «Colt». Pero no sé cómo lo manejas tú. Podrías ser un buen gun-man y yo tampoco corro riesgos innecesarios.

Pero voy a darte la satisfacción. Pelearemos con los puños.

—De acuerdo.

—Tira el revólver.

Ken arrojó el «Colt» a unos tres metros de él. Estaba pensando muy aprisa. Pelearía con el capataz, pero en un momento propicio, trataría de alcanzar su revólver y lo usaría sorpresivamente. Y entonces quizá tendría una probabilidad de escapar de aquella trampa que el destino le había tendido.

El capataz bajó de la silla. Arrojó su revólver hacia uno de sus jinetes.

—Toma, Alan.

El llamado Alan cazó el revólver al vuelo.

El capataz se escupió en las manos. Era fornido, un poco más alto que Ken Palmer y le aventajaba también en peso.

—Ataca, muchachito.

Ken levantó los puños y se dirigió hacia el capataz, el cual dijo: —Me llamo Richard Benson, Palmer. Puesto que vamos a medir nuestras fuerzas, quiero que sepas que Richard Benson es el hombre que te dará la gran paliza de tu vida. Y eso no te salvará de la horca. Te colgaremos convertido en un pingajo.

Palmer tiró el puño derecho, pero no llegó a alcanzar a Richard Benson, porque éste le burló con habilidad. Y el capataz replicó con un tremendo puñetazo en la cara.

Palmer rodó por el suelo. No lo hizo en la dirección que le convenía, donde estaba su revólver.

Se levantó escupiendo sangre.

Benson rió.

—Ven aquí, muchachito, y seguirás recibiendo la lección.

Palmer se abalanzó sobre Benson, pero éste lo detuvo con un golpe seco entre los dos ojos. Luego le golpeó el estómago.

Palmer cayó de rodillas y Benson le pegó dos veces en la cara, en la nariz y en la boca Palmer rodó otra vez por el polvo. Pero esta vez lo hizo en la dirección que le convenía.

Ya iba a atrapar el revólver, cuando sonó un estampido y el «Colt» voló por el aire, lejos de su alcance.

Benson se echó a reír.

—Como ves, mis hombres estaban preparados, muchachito. Todos sabíamos que tratarías de usar el «Colt». Pero ahora estás tan indefenso como una hormiga. Y voy a hacer contigo lo que haría con una hormiga. Aplastarte.

Palmer trató de librarse del puntapié que Richard Benson le dirigía y lo consiguió. Y en la siguiente fracción de segundo atrapó el pie de Richard y tiró de él con fuerza.

El capataz perdió el equilibrio.

—¡Ayudadme, muchachos! —gritó.

Palmer le soltó un puñetazo en la cara.

Dos hombres habían saltado de la silla y ya estaban corriendo hacia Ken Palmer, Este trató de levantarse, pero ya estaba muy tocado.

Los cowboys alcanzaron a Palmer con sus puñetazos en el vientre, en el hígado, en la cara...

El capataz se levantó, gritando:

—¡Dejádmelo a mi! Soltadlo, este tipo me las tiene que pagar. ¡Es cosa mía!

Los dos cowboys atraparon a Ken por los brazos y el capataz empezó a golpear a Ken a placer.

Las piernas de Palmer se doblaron porque ya no podían sostenerle. Pero los cowboys le sujetaban con firmeza y, de esa forma, lo mantuvieron un buen rato, hasta que Benson se cansó de pegar.

—Dejadlo ya —dijo Benson.

Los cowboys soltaron su presa.

Ken Palmer se derrumbó.

—Bien, muchachos —dijo Richard Benson—, Hay que llevarlo hasta el bosquecillo para ahorcarlo.

Los cowboys cogieron a Palmer y Jo depositaron cruzado sobre una silla.

—Vamos allá —dijo el capataz—. Terminemos de una vez el espectáculo.

Fueron al otro lado de la colina, donde estaban los árboles a que Benson se había referido.

Ken recuperó el conocimiento.

Se dio cuenta de que ya tenía la soga en el cuello y de que dos hombres lo levantaban.

Le habían atado las manos a la espalda. Su ojo derecho estaba cerrado, completamente negro, la boca partida, y por las narices seguía arrojando sangre. Respiraba fatigosamente.

—Capataz —llamó.

—¿Qué quieres, muchachito?

—Es usted un canalla.

—Eso es según se mire.

—¡Es un gusano!

—Sólo soy tu juez.

—Alguien acabará con usted. Y no será ningún amigo, porque yo no tengo ningún amigo.

Seguirá viviendo, capataz. Pero algún día alguien se las hará pagar. Porque nadie se larga de este mundo sin haber recibido el castigo.

—¿Ya terminaste, reverendo?

—Sólo me falta agregar unas palabras.

—Dilas cuanto antes. No te quedes con ellas en el buche.

—¡Es usted un puerco! ¡Un cerdo!

El capataz Benson rompió a reír.

—He visto a tipos como tú, que estaban en las últimas y, como no podían hacer nada, me insultaban.

—¿A cuántos ha asesinado como a mí?

—Cierra el pico, muchachito.

—¿Por qué no contesta a esa pregunta, capataz? Usted es un bicho, un tipo sin entrañas.

Apuesto a que tiene sobre su conciencia más crímenes de los que se puedan contar con los dedos de las manos y los pies. Ahora comprendo qué clase de asesino es, capataz.

—Ya está bien.

—Estará bien para usted, pero yo me voy al otro mundo.

—Buen viaje. ¿Lo ves? Soy un tipo educado. Te deseo buen viaje.

—Algún día cambiarán los papeles y alguien lo enviará al otro mundo a usted.

—Eso está muy lejos.

—Puede que esté más cerca de lo que usted cree.

—¿Listo, Alan?

Alan, el cowboy, sujetaba la cuerda por el otro extremo, después de haberla pasado por la fuerte rama del árbol. Montaba en su caballo.

Palmer comprendió que testaría que Alan palmease la cabalgadura para que ésta galopase y tirase de la cuerda. Y entonces el lazo se cerraría sobre su cuello y sentiría un tirón y todo él se levantaría en el aire y sus vértebras crujirían, y de sus pulmones huiría todo el aire...

Ese sería su final. Y nadie podría cambiar el curso de los acontecimientos.

—Estoy listo, Benson —contestó Alan.

—Pues adelante.

Alan sonrió a su víctima.

—Hasta nunca, muchachito —dijo.

Ya se disponía a espolear el caballo, cuando se oyó una voz.

—Si ese hombre es ahorcado, mancho esta tierra con vuestros sesos, verdugos.