CAPITULO IX
Rock Sterling entró en el hotel. En el registro estaba el hombre de pelo canoso.
—¿Es usted el dueño del hotel?
—Sí.
—¿Cuál es su nombre?
—Henry Malden.
—Estoy investigando la muerte de Nancy Diamante.
Malden entornó los ojos.
—¿Por cuenta de quién, señor Sterling?
—Por cuenta mía.
—Ah, ya.
—Quiero que conteste a mis preguntas.
—No puedo.
—¿Por qué no puede?
—No es usted el representante de la ley.
—¿Tiene buena dentadura, señor Malden? —sonrió Rock. —Sí, estoy orgulloso de mis dientes.
—¿Son postizos?
—Naturales.
—Los tendrá postizos muy pronto, a menos que acepte contestar a mis preguntas.
Henry Malden se impresionó ante aquellas palabras.
—¿Qué quiere saber, señor Sterling?
—Una empleada de usted, Sandra Barnes, encontró muerta a Nancy Diamante.
Estrangulada.
—Está bien informado.
—Usted o Sandra Barnes me podrían informar acerca de los hechos.
—Sandra no puede informarle.
—¿Murió?
—No, se marchó de aquí hace unos meses.
—¿Adónde?
—A San Francisco.
—¿Cuánto tiempo llevaba trabajando en el hotel?
—Dos años.
—Es curioso que, estando trabajando aquí durante dos años, se marchase después de la muerte de Rex Harris.
—Sandra estaba ahorrando para marcharse a California. Me lo dijo cuando entró aquí.
—¿Y cuánto ahorraba?
—Unos diez dólares mensuales.
—O sea, que se debió marchar con unos doscientos dólares teniendo en cuenta el ahorro que pudo hacer durante dos años.
—Así es.
—A menos que alguien le soltase una cantidad extra.
—¿Por acusar a Rex Harris?
—Por no decir que vio a otra persona entrar en la habitación donde estaba Nancy Diamante, después que salió Rex Harris.
—No sé nada de eso.
—¿Está seguro de que no lo sabe?
—Señor Sterling, yo no descubrí el cadáver de Nancy. Fue Sandra.
—Y debo ir a San Francisco a preguntarle a ella. ¿Es eso lo que quiere sugerir, Malden?
El dueño del hotel se humedeció los labios.
—No me gustan los líos.
—El lío ya está hecho. Y precisamente yo he venido a Pulver City para aclarar muchas cosas que estoy encontrando confusas.
Rock subió la escalera y entró en la habitación número 9.
Ken Palmer dormía y Rock se tendió en la cama.
Se estaba adormilando cuando la puerta se abrió bruscamente. Pensó que el hombre que entraba dispararía inmediatamente porque tenía el «Colt» en la diestra. Pero no lo hizo. Detrás de aquel hombre entró otro que también manejaba el revólver.
Ken despertó de golpe al abrirse la puerta y se restregó los ojos.
—Palmer, tenemos visita —dijo Rock.
Se incorporó. Pero tuvo buen cuidado en mantener la mano alejada de la funda para no dar oportunidad a que los dos pistoleros iniciasen la masacre.
Ken Palmer terminó de frotarse los ojos y dijo: —Rock, no me hablaste de que tuvieses en Pulver City dos amigos.
El pistolero que había abierto la puerta sonrió.
—No somos amigos de Sterling, rubio.
—¿Y qué son?
—Sepultureros.
—Están muy lejos del cementerio.
—De vez en cuando bajamos a la ciudad para llevarnos los cadáveres que huelen mal.
—Pues nosotros olemos a rosas, ¿verdad, Rock?
—Seguro.
El otro pistolero olfateó el aire, y dijo:
—Yo diría que aquí huele muy mal. ¿No es verdad, Jack?
—Sí, huele a muerto.
Sterling pensó que estaban en muy mala situación. Los dos pistoleros habrían cobrado una gran ventaja, puesto que conservaban el arma y tanto él como Ken la tenían en la funda.
—Muchachos —dijo Rock—, les apuesto doble contra sencillo a que sé quién es el amo del cementerio.
—¿Quién? —preguntó el primer pistolero.
—Jeff Paget.
—Te crees muy sabihondo.
—El señor Paget y yo tenemos una cita, de modo que ya os podéis largar. Decidle que le iré a ver esta noche.
El segundo pistolero se echó a reír.
—Jack, estos tipos me están haciendo cosquillas.
—Ya van a terminar de hacernos reír.
Ken levantó una mano.
—Un momento
—¿Qué te pasa a ti, rubio?
—Quiero decir algo.
—¿Crees que vale la pena?
—Tengo cincuenta dólares en la bota izquierda y quisiera mandárselos a mi madre.
—Te haremos ese favor. Te quitaremos el dinero de la bota y se lo mandaremos a tu mamá.
—No me fio de vosotros. Prefiero que sea el sheriff quien haga el envío.
Ken se inclinó para quitarse la bota.
Sterling estaba muy atento y supo que el rubio hacía aquello para distraer a los dos asesinos.
Saltó de la cama, y en la siguiente fracción de segundo, ya estaba disparando Ken tampoco estaba en el lecho. Al hacer el gesto de quitarse la bota, saltó y rodó por el suelo.
Sterling no dejó que les dos pistoleros pusiesen en marcha demasiadas balas y luego le llegó el turno de recetar plomo, y lo hizo de una forma eficaz porque los dos fulanos se atropellaron en la puerta y se derrumbaron, arrojando sangre por los agujeros.
Ken, que no había llegado a disparar, se levantó dando un suspiro.
—Buen trabajo, Rock.
—Lo hiciste tú todo.
—Esta ciudad es cada vez más peligrosa para nosotros. Si no nos damos prisa en aclarar la muerte de Rex Harris, tendrás que venir a aclarar la nuestra.
—No creo que a nadie le interesase lo que sea de nosotros —repuso Rock, y pensó en la hermosa Eleanor.
Ken bostezó.
—Vamos a comer, Rock. Se me ha abierto el apetito.
—A mí también.
Salieron de la habitación.
Se encontraron con el sheriff que subía la escalera.
James Farrell entornó los ojos.
—Imaginé que también estarían metidos en ese tiroteo.
—No nos privamos de nada, sheriff
—¿Qué fue esta vez?
—Lo mismo de antes. Dos fulanos entraron en nuestra habitación sin pedir permiso y quisieron liquidamos.
—¿Por qué?
—No sea ingenioso, sheriff. Querían nuestra muerte. Y ya basta de preguntas. Mi amigo y yo vamos a comer.
Farrell no dijo nada y Rock Y Ken bajaron la escalera y salieron a la calle.
Eligieron un restaurante que respondía al nombre de Wanda.
Se sentaron en una mesa e hicieron el pedido a un camarero.
Después de comer. Rock dijo:
—Nos vamos a casa de Paget.
—Estupendo. Ya tengo ganas de verle la cara al mandamás. No me gusta pelear con pigmeos cuando hay un gigante que les da órdenes.
—Lo mismo me pasa a mí. Pero tengo que hacerte una advertencia.
—¿Otra, papaíto?
Bebían café mientras fumaban un cigarrillo.
—Cada vez estoy más seguro de que Rex Harris fue inocente. Le prepararon el crimen, Ken.
—¿Quieres decir que alguien mató a Nancy Diamante y le endosaron la faena a Rex Harris?
—Sí, Ken. Así pasaron las cosas.
—¿Por qué?
—El mandamás Paget no podía consentir que hubiese otro sheriff más que Farrell —Entonces, Farrell puede estar al corriente de esos pistoleros que nos mandan.
—Quizá sí, quizá no. No le veo categoría a Farrell para eso. De todas formas, a nosotros no nos importa. Debemos enfrentamos con el gigante, como tú dices, Ken. ¿Listo?
—Listo.
—Pues en marcha.
Rock abonó el importe de la comida y los dos salieron del restaurante.
Farrell estaba al otro lado de la calle.
Los dos amigos miraron al representante de la ley por unos instantes.
Ken dijo, en voz baja:
—¿Quieres que me lo despache, Rock?
—No, todavía no.
Echaron a andar y fueron al establo.
No estaba Coley, de modo que prepararon los caballos y poco después emprendían el viaje hacia la casa de Jeff Paget, el cacique de Pulver City.