Estos niños de hoy… (tecnología y vida moderna)
No metas el tenedor en la tostadora o te electrocutarás
Tu madre tenía motivos para poner el grito en el cielo cuando te veía intentando rescatar con un cuchillo de la mantequilla una Pop-Tart que se hubiera quedado atrapada en la tostadora. Estos electrodomésticos, incluso hoy en día, son aparatos bastante simples que, básicamente, calientan el pan produciendo un cortocircuito controlado y breve. Contienen un cable de aleación de níquel y plomo envuelto alrededor de un elemento calentador, por lo general una plancha de mica (que es un mineral resistente al fuego), y por ella se hacen pasar unos pocos amperios de corriente. La resistencia del cable es lo bastante elevada como para que los filamentos se pongan al rojo vivo, lo que tuesta el pan.
Acercar un pedazo grande de metal a un cable conectado y expuesto es, claro está, algo problemático, y durante gran parte del siglo XX, que los cortocircuitos de las tostadoras causaran muertes no era algo desconocido. Sin duda tus padres leían aquellas noticias que, en muchos casos, tenían como protagonistas a niños, y por eso su manía con las tostadoras quedaba grabada en ellos para el resto de sus vidas. Pero la tecnología moderna en materia de seguridad está llevando a una evolución del cortocircuito, de manera que resulte más difícil morir por imprudencias con la tostadora. Actualmente existen en la mayoría de cocinas enchufes que incorporan unos dispositivos de detección de fallo de tierra capaces, como su nombre indica, de detectar un desequilibrio peligroso en la corriente (porque la corriente se dirige hacia un lugar al que no debe, como hacia un tenedor y un brazo, por ejemplo), y de bloquear el enchufe antes de la descarga.
Pero no hay nada que sea totalmente a prueba de irresponsables. Los estadounidenses siguieron acudiendo a urgencias médicas 354 veces en 2010 por lesiones causadas por tostadoras. En la mayoría de casos se trataba de quemaduras, pero los informes médicos muestran que uno de cada diez tenía que ver con descargas eléctricas. Así pues, mucha gente sigue enfrentándose a tostadoras defectuosas, o a cables defectuosos, o ambas cosas. Si no quieres correr ningún riesgo, ponte siempre en lo peor: tal vez el enchufe esté mal instalado, por ejemplo. O, tal vez, sin querer, le des al botón de encendido y apagado mientras intentas pescar algo del interior del electrodoméstico. Ten cuidado incluso si usas utensilios de madera, o cuando la tostadora está desconectada: meter algo ahí dentro podría causar un daño en el elemento que se calienta (la mica es bastante frágil), o producir un cortocircuito entre el cableado y el marco metálico. No te electrocutarás en ese momento, pero la próxima vez que la enchufes, podrías ser tú quien acabara tostado.

MAYORMENTE VERDADERO
¡No desenchufes tirando del cable!
Ésa era una obsesión constante de los padres de un amigo mío: los cables eléctricos había que desenchufarlos retirando las clavijas de la pared directamente, y nunca tirando del cable. Yo, interiormente, imaginaba consecuencias apocalípticas si se desenchufaba «mal»: un arco voltaico parecido a un relámpago saldría del enchufe de la aspiradora y daría vueltas lentamente por los aires, seguido de un chasquido ensordecedor y, posiblemente, todas las bombillas de la casa, y tal vez del barrio entero, se apagarían al momento. Debo confesar que la idea me fascinaba bastante.
Pero la verdad es bastante menos espectacular. Si tiras de un cable para desenchufar algo no pondrás en marcha ninguna pirotecnia, pero sí podrías dañar la clavija, la toma de corriente. Si ésta está firmemente empotrada en la pared, tal vez no se suelte inmediatamente al tirar del cable. Pero lo que puede ocurrir es que se separe el aislante o el cableado del final del cable, que se doblen las clavijas o que los tensores de la toma de corriente se separen.
Siempre puede argumentarse que, por razones de seguridad, todos los cables deberían desenchufarse siempre separando la clavija de la toma de corriente, para evitar que la gente y los aparatos caigan al suelo si alguien tropieza con un cable. Los conectores de corriente MagSafe, patentados por Apple, se enchufan magnéticamente, por lo que no hay problema en desenchufarlos tirando del cable, ya que en ese caso no se fuerzan ni conectores ni hilos eléctricos. En el futuro, este tipo de cables que se separan solos podrían conseguir que no pasara nada si desenchufáramos nuestros coches voladores o nuestros robots domésticos tirando de sus cables. Pero, por ahora, vamos a seguir teniendo que acercarnos a la toma de corriente, suspirar, y extraer la clavija.

VERDADERO
Empieza a ahorrar de niño y los intereses compuestos te harán rico
Hace más de doscientos años, un filósofo galés llamado Richard Price descubrió por primera vez el interés compuesto, y en sus ojos, literalmente, se dibujaron aquellos símbolos de dólar que le salían al Tío Gilito en los dibujos del Pato Donald (mientras sonaría el clink-clink de una caja registradora. Sobre ello la historia no aporta datos). El hombre escribió que «un penique, ingresado el día en que nació Nuestro Señor Jesucristo a un interés acumulado del cinco por ciento se habría incrementado a día de hoy, en 1781, hasta alcanzar una suma en oro macizo que ni doscientos planetas Tierra podrían contener. Pero, si ese mismo penique se ingresara a interés simple, en el mismo periodo de tiempo apenas habría dado siete chelines con seis peniques».
Doscientas veces la masa de la Tierra en oro suena bien, pero ¿dónde lo guardarías? En cualquier caso, los cálculos de Prince eran correctos, y Benjamin Franklin, al hacer testamento a finales de esa misma década, decidió realizar un experimento sobre el principio del interés compuesto aplicado a la vida real. A su muerte, pidió que se destinaran mil libras para las ciudades de Boston y Filadelfia, pero con la condición de que no podían tocar el dinero en un siglo, y de que no podrían retirarlo todo en dos siglos. Y, sí, cuando se acercaba el primer centenario de la muerte de Franklin, Boston y Filadelfia recibieron medio millón de dólares para proyectos de obras públicas y, en 1990, cuando el largo experimento de Franklin llegó a su término, las ciudades se encontraron con unos fondos de siete millones de dólares.
Historias como éstas suelen usarse para explicar a los niños, en las escuelas, los poderes aparentemente mágicos de los «intereses compuestos». Expliquémoslo un poco: «interés simple» significa que, a intervalos estipulados, ganas un porcentaje adicional sobre la cantidad inicial de dinero que hayas invertido en algún valor. Pero, con el interés compuesto, la tasa se calcula sobre la cantidad inicial invertida más cualquier nuevo interés devengado desde entonces. Durante los primeros años, la diferencia es apenas perceptible, pero el capital creciente convierte gradualmente la inversión en un tren expreso imparable de ahorros.
Se trata, de hecho, de un dato cierto, y es una manera de lograr que los niños tengan un aliciente para ahorrar su semanada, en lugar de salir inmediatamente a gastársela en chucherías y tonterías de un dólar compradas en tiendas chinas. También funciona para que alumnos universitarios se pongan a ahorrar más en serio si ven que existe una diferencia sustancial entre el poder de un dólar invertido en un plan de pensiones a los veinticinco años y ese mismo dólar invertido a los cuarenta y cinco.
Pero mi queja sobre el interés compuesto es que la gente lo explica recurriendo a ejemplos muy anticuados y, por tanto, se exceden con promesas de resultados asombrosos. Si ibas a quinto de primaria en la década de 1970, tal vez los tipos de interés estuvieran al 20 por ciento, lo que sin duda se traduciría en unos ejemplos de inversión bastante impresionantes. Si usamos el atajo conocido como «regla del 72» para los intereses compuestos (consistente en dividir el número 72 por tu tipo de interés para averiguar el tiempo que tardaría tu dinero en duplicarse), descubrimos que podríamos duplicar nuestra inversión de 1979 en ¡sólo tres años y medio! (Bien, eso si pasamos por alto la recesión de principios de la década de 1980.) Los enunciados de los problemas de mi infancia tendían a usar unos tipos de interés del seis por ciento (con los que el dinero se duplicaba en un decenio), o la tasa de rentabilidad histórica de la bolsa, de alrededor del 10 por ciento (con lo que el dinero se duplicaría cada siete años).
Pero avancemos hasta el presente, en que los intereses oscilan entre el 1 y el 2 por ciento, sin motivos para considerar que vayan a modificarse en un futuro próximo. El principio del interés compuesto sigue aplicándose hoy en el mundo económico, claro está, pero un interés del 10 por ciento implica que si inviertes 1.000 dólares hoy y el interés se suma al capital inicial con una periodicidad anual, en veinte años habrás ganado… 1.220 dólares. ¡Qué poco! No es exactamente esa cantidad asombrosa que recordamos de nuestra clase de economía del instituto, ¿verdad? Y no nos olvidemos de la inflación: con nuestros 1.220 dólares tendremos un poder adquisitivo menor dentro de veinte años del que tenemos hoy, debido al aumento de precios. Incluso cuando los tipos de interés estaban más altos, en torno a 1980, la inflación también escaló aproximadamente hasta alcanzar el 13 por ciento. De hecho, no ha habido muchos momentos en el último siglo en que la tasa de rentabilidad de inversiones tradicionales, como cuentas de ahorro y depósitos a plazo fijo, hayan superado la tasa de inflación. De hecho, es bastante posible perder dinero a través del milagro de los intereses compuestos.
Randall Munroe, el programador informático metido a dibujante de cómic, hacía referencia a este problema en su conocida entrega de 2011 de su webcomic xkcd. «De modo que el interés compuesto no es ninguna fuerza mágica», concluye uno de sus personajes en la última viñeta, tras hacer unos cálculos. «Sí, voy a intentar ganar más dinero», replica el otro. Eso me ha dado que pensar. Cuando enseñamos a nuestros hijos el principio del interés compuesto, ¿les estamos inculcando, como creemos, la cultura del ahorro, o les decimos que el universo va a acumular dinero para ellos de un modo místico a lo largo de toda su vida, independientemente de su capacidad de ganarlo? Dadas las incertidumbres presentes a la hora de invertir, tal vez no estaría de más que hiciéramos hincapié, también, en que la mejor manera de ganar dinero sea, probablemente, prepararse para ejercer una profesión que dé dinero y (lo más importante) gastar menos de lo que se gana.
Lo siento, niños, el interés compuesto no significa que uno va a vivir como un ricachón a partir de los cuarenta, viendo cómo el mayordomo le enciende las chimeneas con billetes de cien dólares. El hombre cuyo rostro aparece en ellos, Benjamin Franklin, tal vez fuera uno de los primeros defensores de los intereses compuestos, pero incluso él tenía sus dudas. «Considerando los accidentes a los que todos los asuntos y proyectos humanos están sujetos en un periodo de tiempo tan extenso —escribió—, tal vez me haya infundido a mí mismo la vana esperanza de que esos depósitos, si se mantienen hasta su ejecución, mantendrán sin interrupción sus beneficios y producirán los efectos propuestos.» Es posible que los intereses compuestos funcionen, pero Benjamin Franklin tenía razón: a causa de los «accidentes a los que todos los asuntos y proyectos humanos están sujetos», no son la panacea.

POSIBLEMENTE VERDADERO
No enciendas y apagues las luces muchas veces: malgastarás dinero
A los niños les encanta jugar con los interruptores (hacer ruidos con la boca imitando truenos es opcional). Los padres no lo soportan y les gritan. Es una de las eternas luchas del universo. Creo haber visto un documental sobre ello.
Sin duda, encender y apagar repetidamente la luz va a consumir más electricidad y más vida de las bombillas que no hacerlo. La comparación más interesante es la que se establece entre dejar la bombilla encendida durante, digamos, un minuto ininterrumpidamente, y una luz que permanece encendida durante un total de un minuto mientras unos niños se dedican a encenderla y a apagarla durante dos. ¿Se consume la misma electricidad, y se gasta lo mismo en bombillas, o no?
Si las luces son fluorescentes, el resultado resulta bastante dispar. Las luces fluorescentes precisan de una corriente breve pero potente para encenderse. Esa descarga inicial de corriente dura sólo medio ciclo, una centésima vigésima parte de un segundo, pero, dependiendo del tipo de cebador electrónico de la lámpara, puede consumir más de cien veces más electricidad que en un proceso de iluminación alternativo. Como hay que compensar el coste de la luz (que es inferior si se deja encendida) con el coste de sustituir la bombilla o el tubo (que es inferior si se apaga), la ecuación exacta dependerá de las tarifas de cada zona, pero el Departamento de Energía recomienda que, por lo general, es de entre cinco y quince minutos. Si vamos a salir de una habitación más tiempo, es mejor apagarla. Si no, de hecho sale más a cuenta dejarla encendida. (Ni que decir tiene que la práctica infantil de encender y apagar los interruptores se da en unos intervalos muy superiores al de 5-15 minutos).
El cálculo varía en el caso de las viejas bombillas incandescentes, porque son, a la vez, menos caras y menos eficientes (hasta el 90 por ciento de la electricidad que consume una bombilla incandescente se destina a producir calor, no luz). Como consecuencia de ello, el Departamento de Energía recomienda apagar esas luces siempre que no se usan, por breve que sea el intervalo. Pero si lo que nos interesa es prolongar la vida de la bombilla, lo cierto es que sí, que éstas también tienen una «corriente de encendido» durante un breve periodo. Y como las mayores corrientes y temperaturas se producen inmediatamente después de que se encienda una bombilla, el interés se centra en los filamentos de tungsteno que llevan en su interior. Seguramente te habrás fijado en que las bombillas tienden a fundirse cuando se encienden, y no cuando llevan horas encendidas, ¿verdad? Eso es así porque las altas temperaturas requeridas para el encendido pueden derretir las partes del filamento que han adelgazado y se han debilitado tras largas horas de uso. Supuestamente, encender y apagar repetidamente un interruptor puede hacer que ese desgaste se produzca más deprisa, y sin duda acelera la llegada de ese último momento en que la bombilla, al fin, se funde.
Comparado con otras cosas que hacen nuestro hogar más eficiente desde el punto de vista energético (aislamiento térmico, nuevos electrodomésticos y calderas, apagado de calefacción en horas nocturnas), encender y apagar los interruptores es un error, sí, pero un error menor que apenas se traduce en unos dólares al año, por más insistentes que sean tus hijos. Pero bueno, vosotros lo preguntáis, y yo contesto.

VERDADERO
No combines distintas clases de pilas
«No combines pilas nuevas con pilas viejas», aconseja Duracell en su lista de preguntas más frecuentes sobre pilas. Y prosigue denunciando la mezcla de pilas con el fervor de un gobernador segregacionista de la década de 1960. «Las distintas pilas están diseñadas para propósitos distintos. Combinar una de litio con una alcalina no se traduce en una mejora de rendimiento… Y no hay que mezclar distintas marcas en un mismo aparato.»
Espero que me perdonéis por arquear una ceja, escéptico, al leer eso. Sí, claro, Duracell quiere que nos limitemos a una sola clase de pila… y si seguimos leyendo… ¡seguramente será de las suyas! Por lo mismo, también saben que comprarás más pilas si siempre tienes que reemplazar todas las que contiene un aparato concreto en lugar de ir cambiándolas una a una. Lo admito: dudo de los consejos de Duracell.
Y, sin embargo, Duracell y nuestros padres están en lo cierto: combinar pilas no es bueno, de hecho es tan malo como mezclar cerveza y vino o religión y política. Si una de las pilas de un aparato tiene una celda más fuerte que las otras por ser de otra marca o estar más gastada, o ser de otra clase, o por lo que sea, puede recalentarse rápidamente en un intento de compensar por la carencia de la otra, la que funciona peor. (Eso también puede ocurrir en las relaciones de pareja. Pero me estoy yendo del tema.) La Oficina de Salud y Seguridad del Departamento de Energía publicó en 2008 que un empleado del Laboratorio Nacional de Oak Ridge había combinado dos marcas de pilas de litio —una que incorporaba un diseño con ventilación y otra que no— en una linterna. La linterna sufrió una combustión espontánea, chamuscando tanto al trabajador que la manipulaba como el bolsillo de su camisa. Dado que Oak Ridge es una instalación nuclear, el accidente se tomó muy en serio, aunque doy por sentado que, en vuestras casas, con vuestros juguetes y mandos a distancias, también querréis evitar esa clase de infierno.
Pero yo sigo cuestionando la omnisciencia de mi madre («mamisciencia», la llamo yo) por lo que se refiere a las pilas, y lo hago por una razón. Aún hoy las guarda en la nevera, detrás de los condimentos, porque insiste en que conservarlas en frío les alarga la vida. Los de Duracell dicen que poner las pilas en hielo no es necesario y no lo recomiendan, y los de Energizer van más lejos y aseguran que resulta perjudicial, porque la condensación, cuando una pila refrigerada se calienta, puede dañar la cubierta o corroer los contactos. Además, una pila no funciona bien recién salida de la nevera, por la misma razón por la que a un coche le cuesta más arrancar en invierno. Los tests de producto revelan una ligerísima ventaja de las pilas refrigeradas para almacenajes de larga duración (transcurridos cinco años, las pilas refrigeradas mantenían el 93 por ciento de la carga, un tres por ciento más que las almacenadas a temperatura ambiente), pero yo, en esto, me inclino a coincidir con los fabricantes: por esa mínima ventaja no merece la pena correr el riesgo de que las pilas sufran o se deterioren al salir del frío.

VERDADERO
Nunca enciendas el microondas sin nada dentro
Respuesta corta: depende. «Hay hornos que no deberían activarse cuando están vacíos —recomienda la FDA—. Lea el manual de instrucciones de su horno.»
Para ti, poner en marcha el microondas sin nada dentro no tiene nada de peligroso —ni vas a adquirir superpoderes, ni vas a convertirse en tu propia luz nocturna, ni nada por el estilo—, pero sí podría resultar perjudicial para el propio horno. Como ya vimos en la página 176, el interior del microondas está forrado de metal para impedir que la radiación que emite pueda escapar y se dedique a vagar por la cocina. Pero ello también implica que las ondas seguirán reflejándose por esas paredes de la cámara de cocción hasta que algo (comida, casi siempre) las absorba. Si no hay restos de pizza que atraigan esa energía, las ondas seguirán rebotando como pelotas de goma, calentando lo que no deben. La bandeja giratoria de cristal podría derretirse; o, si quedara aunque fuera el más mínimo elemento metálico en algún punto de la cámara, podría generarse un arco eléctrico parecido al de un soplete, que podría acabar incendiando el electrodoméstico. (Sí, tus padres también tenían razón sobre lo de meter objetos metálicos en el microondas. No te dejes nunca un cubierto en el plato.) En todo caso, lo que suele ocurrir es que las ondas vuelven a entrar en la guía por la que han venido y sobrecalientan el magnetrón, la cosa esa que convierte la electricidad en microondas. El resultado: un horno estropeado.
La mayoría de microondas nuevos cuentan con un fusible, o con un termostato, que evita que ello ocurra apagando el horno antes de que se estropee el magnetrón. Es decir, que es muy posible que al tuyo no pueda ocurrirle nada de eso. Aun así, si tu microondas es lo bastante nuevo como para contar con ese dispositivo, dispondrá también de un temporizador, por lo que ya no tiene sentido usar un microondas vacío como si de un cronómetro se tratara. Ya lo sé, ya lo sé, yo también pulso de vez en cuando el botón de «añadir 30 segundos». Pero los hornos cuentan con quince botoncitos más. Id probándolos. Tienen que servir para algo, digo yo.

MAYORMENTE VERDADERO
No saques los brazos por la ventanilla del coche: es peligroso
Lo reconozco. Me habría encantado que ésta fuera falsa. ¿Hay algo más divertido cuando uno es niño y viaja en coche que sacar la mano al viento y sentir ese chorro fresco en la piel suave, sin vello? Tal vez imaginas que tu mano es Superman, o un caza de combate, una majestuosa águila calva. No puede haber tantos accidentes como consecuencia de sacar los brazos por la ventanilla del coche. ¿O sí?
Pues la verdad es que sí. La herida por colisión de tráfico en antebrazo o en codo es un traumatismo tan frecuente que cuenta con una sección propia en los manuales de medicina. Suele producirse cuando el conductor apoya el codo izquierdo en la ventanilla abierta (o el derecho en los países en los que se conduce por la derecha) en el momento en que otro coche lo adelanta y colisiona con él lateralmente o, de manera menos frecuente, cuando un conductor pierde el control del vehículo y choca con algún elemento fijo, como puede ser un árbol o un poste. Los resultados van de rozaduras graves en la piel —tan serias que pueden causar importantes hemorragias— hasta fracturas múltiples, llegando a lo que, inquietantemente, se denomina «codo flotante», e incluso la amputación.
La leyenda urbana por antonomasia de esa pesadilla es la de la decapitación en el autobús escolar, que de hecho no ha ocurrido nunca, a pesar de que al menos cuatro niños en Estados Unidos han fallecido en los últimos años a causa de las heridas sufridas al impactar sus cabezas contra árboles y postes. (Los momentos en que es más probable que los escolares asomen las cabezas por las ventanillas —para llamar a amigos que en ese momento suben o bajan— son, por desgracia, los mismos en los que es más probable que el autobús pase más cerca de postes o ramas de árboles).
Os aseguro que, en su mayoría, la literatura médica sobre heridas causadas por impactos laterales de tráfico data de una o dos generaciones atrás, de cuando los coches eran más pequeños, las carreteras, más estrechas, y eran más los conductores que bajaban las ventanillas en días calurosos —porque no tenían aire acondicionado— y apoyaban los codos en ellas. Pero en un informe de 2006 publicado en Australia se apunta a que incluso en ese país, en el que sacar el codo por la ventanilla de un vehículo es ilegal, los servicios hospitalarios se encuentran con esa lesión una o dos veces al mes, y en casi todos los casos exige cirugía. «Una mayor conciencia del problema, y las recomendaciones más frecuentes sobre la conveniencia de no sacar los brazos por las ventanillas» se citaban como los factores más importantes que explicarían el «descenso en la frecuencia de esa lesión devastadora pero fácil de prevenir».
Podría argumentarse que los niños tienen los brazos más cortos, y que es menos probable que los mantengan fuera del vehículo tanto rato como el conductor, pero si se analizan las cifras, se ve que los pequeños no son los mejores jueces de la seguridad en las ventanillas de los vehículos. Según la Administración para la Seguridad del Tráfico en las Vías Rápidas Nacionales, unos mil niños resultan heridos anualmente por ventanillas eléctricas, y cinco de ellos, de hecho, mueren. Un accidente típico implica que un niño se apoya o se arrodilla sin querer sobre el botón que cierra la ventanilla eléctrica cuando alguna parte de su cuerpo está asomada por ella. Si es la cabeza la que asoma, el menor puede asfixiarse y morir. Existen grupos sin ánimo de lucro que presionan desde hace años para que los fabricantes incorporen sensores automáticos de cierre en las ventanillas eléctricas, pero hasta el momento sólo el 20 por ciento de los vehículos nuevos cuentan con el dispositivo.
Como mínimo, actualmente es obligatorio que todos los coches en Estados Unidos tengan botones que se accionan levantándolos, y no de los que se presionan o se empujan, de modo que no pueda cerrarse una ventanilla al pisarlos sin querer.
Así que, además de resultar más que molesto que los niños se dediquen a subir y a bajar las ventanillas del coche («¡Parad ya! ¡Las vais a estropear!»), resulta que también existen muchas razones de seguridad para activar ese seguro situado junto a los mandos del conductor y que bloquea las ventanillas traseras, y una de ellas es conseguir que los brazos y las piernas de los más pequeños estén en todo momento en el interior del vehículo. Yo, personalmente, creo que seguiré dejando que mis hijos experimenten sus momentos de mano-Superman, pero los escogeré con mucho cuidado.

VERDADERO