No me hagas ir a por el otro termómetro (enfermedades varias)
Te traeré una sopita de pollo, te sentará bien
La penicilina no se descubrió hasta 1928, cuando Alexander Fleming la usó por primera vez para matar bacterias de estafilococos. Pero la «penicilina judía», también conocida como sopa de pollo, lleva mucho más tiempo combatiendo enfermedades. El texto médico del siglo IV a. C. titulado en latín De internis affectionibus, y que algunos atribuyen a Hipócrates, recomienda el pollo hervido «en caso de catarro purulento y también para enfriamientos graves». Varios siglos después, Dioscórides, médico militar del emperador romano Nerón, prescribía «el caldo de un pollo aliñado con sencillez… para la astringencia de fluidos perniciosos, y para aquellos con las tripas ardientes».
Podría pensarse que las propiedades medicinales de la sopa de pollo son sobre todo psicológicas: está calentita y reconforta, se digiere fácilmente, recuerda a la madre, al hogar, y es lo bastante salada como para poder saborearse incluso durante los peores episodios de congestión nasal que el invierno pueda depararnos. Pero, de hecho, se han llevado a cabo algunos estudios a pequeña escala sobre la eficacia de la sopa de pollo en el tratamiento de los catarros, y las investigaciones resultan prometedoras. En 1978, unos investigadores del Mount Sinai Medical Center, en Miami, se dedicaron a estudiar las narices de quince personas a las que dieron de comer sopa de pollo, y descubrieron que el flujo de aire por ellas no se veía afectado, pero que ingerir sorbos de sopa caliente llevaba a un aumento de la «velocidad del moco nasal» hasta los 9,2 milímetros por minuto, lo que hacía que sonarse la nariz resultara más eficaz que si los sorbos eran sólo de agua, ya fuera ésta fría o caliente. Los autores del trabajo consideraban que ello se debía, tal vez, al «aroma… o a algún mecanismo relacionado con el sabor» de la sopa de pollo.
Un resultado todavía más sorprendente fue el del Nebraska Medical Center donde, en el año 2000, el doctor Stephen Rennard realizó un estudio a partir de muestras de sangre de voluntarios a quienes se habían administrado distintos tipos de sopa de pollo, entre ellos una casera, de tradición judía, que incluía bolas de miga de pan y que había preparado la esposa del doctor Rennard a partir de una receta que ésta había heredado de su abuela lituana. En todos los casos, la sopa inhibió la migración de neutrófilos, los glóbulos blancos que atacan las bacterias (y eso es bueno, puesto que, cuando se trata del tratamiento del resfriado, el alivio de los síntomas constituye gran parte de la batalla). El doctor Rennard no ha profundizado más en los ensayos clínicos, pero sus resultados sugieren que la sopa de pollo podría ser un antiinflamatorio que alivia la irritación de garganta y la congestión.
Y, según parece, la sopa a la que recurrimos en caso de catarro no tiene siquiera por qué ser demasiado elaborada. Si la sopa casera de la marca Old World puntuó bien en los tests —mejor que la sopa vegetariana del grupo de control, y mucho mejor que otra confeccionada simplemente con agua del grifo de Nebraska, algunas de las sopas industriales, de sobre, obtuvieron incluso mejores resultados. Pero eso no se lo digas a tu abuela.
VERDADERO
No te aguantes un estornudo. Es malo para los oídos
¿Qué resulta más molesto al ser humano? ¿El graznar reprimido, agudo, anticlimático de quien se aguanta un estornudo, o el «achú» estentóreo, profundo, del que estornuda a pleno pulmón? Se trata de una cuestión de gustos para la que la ciencia no dispone de respuesta fácil. Ahora bien, parecería que la ciencia sí tendría algo más que decir sobre las consecuencias para la salud de esas dos maneras de estornudar. A pesar de que los padres y los maestros tienden a advertir a los niños de los peligros de reprimir los estornudos, la investigación en ese campo resulta asombrosamente escasa.
Como ocurre en el caso de la anticoncepción, parece que la forma más segura de reprimir un estornudo es la abstinencia. No estornudar impidiendo que llegue a producirse el estornudo —sonándose la nariz, presionándose el labio superior, o recurriendo a cualquier truquito que se le ocurra a uno— es seguro al cien por cien, carece de efectos perjudiciales —más allá de los ojos llorosos y, tal vez, de las ganas de estornudar de nuevo transcurrido un minuto. (¡La metáfora de la abstinencia también funciona en este último caso!). Pero cuando se trata de aguantarse un estornudo que ya se ha iniciado, ya sea presionando con fuerza la nariz, ya sea haciéndolo mientras se cierra la garganta, los doctores tienden al escepticismo. El estornudo proyecta partículas al exterior de la nariz y la boca a más de 150 kilómetros por hora. ¿Qué ocurre si optamos por absorber toda esa presión y dirigirla hacia los tejidos de la cabeza, en lugar de liberarla?
En la literatura médica se refieren casos de heridas físicas causadas por la represión de un estornudo, como hernias, aneurismas cerebrales y lesiones en nervios. En 2004, el jugador de béisbol de los Cubs Sammy Sosa fue noticia por perderse una jugada contra los Padres a causa de unos espasmos de espalda causados por dos estornudos que se había aguantado inmediatamente antes del inicio del partido. Pero, de hecho, los casos más graves que he encontrado al respecto tienen que ver con estornudos no reprimidos, sino emitidos de manera violenta. Alan Wild, cirujano de cabeza y cuello y profesor de otorrinolaringología de la Universidad de Saint Louis, compartió con los blogueros de «Life’s Little Mysteries» que un estornudo reprimido podía, en teoría, causar heridas en el diafragma, los oídos o los vasos sanguíneos de los ojos y el cerebro, pero que se trataba de extremos altamente improbables. «Las lesiones que pueden producirse son impredecibles, y están relacionadas con alguna rareza anatómica subyacente», afirmó. Así que a menos que sufras alguna lesión preexistente, o te hayan intervenido quirúrgicamente en la cabeza o el cuello, no existen pruebas de que un estornudo reprimido vaya a resultarte más peligroso que su equivalente más escandaloso.
En numerosas guías médicas se desaconseja a los pacientes aguantarse el estornudo, argumentando que la materia que se pretende expulsar podría causar infecciones al propulsarse hacia atrás y alcanzar las fosas nasales y los oídos. En realidad, algo así parecería más plausible que, pongamos por caso, un ojo rojo a causa de un estornudo, pero lo cierto es que nunca se ha estudiado de manera concluyente. Yo, particularmente, llevo toda la vida aguantándome los estornudos y no he sufrido ni una sola infección de oído, pero, claro, estoy hablando de una muestra con un solo individuo. Es posible que, al reprimir los estornudos, se propaguen menos gérmenes y se revienten menos vasos sanguíneos, pero hace falta realizar más estudios antes de que yo me lance a organizar talleres sobre «Estornudo Seguro» en colegios de secundaria.
MAYORMENTE FALSO
Es mejor que cojas la varicela de niño: ve a jugar con tu primo enfermo
Durante siglos, los mismos padres que, angustiados, abrigan a sus hijos para protegerlos de los resfriados, los envían deliberadamente a que se contagien de enfermedades mucho más peligrosas. Si el hijo de un vecino llegaba con la varicela —o con las paperas o el sarampión—, niños de muchos kilómetros a la redonda hacían cola para entrar en la habitación del enfermo con la esperanza de enfermar ellos también. Antes de la aparición de las vacunas, esa práctica era al menos defendible, porque muchas de esas enfermedades resultan más severas durante la edad adulta. Si eres demasiado mayor cuando las contraes, las paperas pueden dejarte estéril, y el sarampión puede causarte una encefalitis, mientras que la varicela desemboca, a veces, en hepatitis o neumonía. Todas ellas eran —y en algunos casos excepcionales todavía lo son— en ocasiones mortales para los adultos, por lo que podía tener cierta lógica dotar a los niños de inmunidad cuanto antes. (Aunque conviene no olvidar que aquellas exposiciones forzadas, sin duda, habían conducido a alguna que otra muerte trágica también). Si no para otra cosa, aquello servía para que los padres tuvieran a todos sus hijos enfermos a la vez, a su conveniencia. Sólo hay una cosa peor que una enfermedad infantil: una enfermedad infantil poco organizada.
Sorprendentemente, este tipo de guerra bacteriológica entre padres sigue existiendo en el siglo XXI, a pesar de que desde hace más de quince años existe una vacuna eficaz contra la varicela. Entre los detractores de la vacunación son populares las llamadas «fiestas de la varicela». Éstos propician, orgullosos, la infección de sus hijos, y los condenan a una semana de síntomas parecidos a la gripe a los que se suma una erupción cutánea con prurito y dolor, y lo hacen en nombre de la «inmunidad natural». Aun así, cada vez lo tienen más difícil, pues la vacunación está haciendo que abunden mucho menos los casos de la enfermedad. Por eso las fiestas de la varicela han entrado en la era de internet. En 2011 saltó la noticia de que existía una red de padres en Estados Unidos que recurrían a un grupo de Facebook para intercambiar y vender piruletas que hubieran sido chupadas por niños con varicela. Las autoridades vieron con malos ojos ese caso de «bioterrorismo al estilo Jenny McCarthy», y señalaron que enviar virus por correo constituye un delito grave, y que comprar fluidos corporales contaminados de un perfecto desconocido es, cuando menos, una mala idea. ¿Quién lo habría dicho?
Incluso para los parámetros del movimiento en contra de la vacunación (cuestionado por la ciencia), la vacuna de la varicela ha resultado ser todo un éxito. A principios de la década de 1990, más de 100 estadounidenses —casi todos personas con problemas de inmunidad— morían cada año como consecuencia de la varicela. La cifra se redujo a catorce en 2007, y podría seguir disminuyendo, porque actualmente a los niños se les inyecta una segunda dosis a los cuatro años, lo que hace que la eficacia de la vacuna aumente al 98 por ciento. El efecto secundario más común es una erupción leve en la piel, que afecta a uno de cada veinticinco niños, y a pesar de que se han administrado más de cuarenta millones de dosis, ni una sola muerte se ha atribuido a la vacunación.
Ello no ha impedido que haya grupos que se opongan a ella sobre la base de que tal vez sus efectos no duren tanto como los de la inmunidad natural, o de que pueda ser la causante de brotes más frecuentes de culebrilla cuando la persona llega a adulta. (La culebrilla es una erupción cutánea dolorosa causada por la recurrencia del mismo virus que causa la varicela). Pero la vacuna lleva administrándose en Japón desde 1988, por lo que ya se sabe que su efectividad supera los veinte años y según el Centro de Control de Enfermedades, la vacuna ha demostrado ser más eficaz que la inmunidad natural en la prevención de la culebrilla. Así que hay buenas noticias para los amantes de las fiestas de la varicela: ya podéis dejar de echaros el aliento los unos a los otros y de miraros luego en el espejo por si os han salido granos. La ciencia lo ha hecho posible.
FALSO
No, sólo refrescos con gas. Son buenos para el estómago
Cuando mis hermanos y yo teníamos la gripe intestinal, mi madre se mostraba inflexible: si nos hacía falta rehidratarnos tras vomitarlo todo, lo único que nos dejaba beber eran refrescos con gas. Y al parecer se trata del código universal de las madres. Cuando te duele la barriga, los refrescos con gas —sí, esos monstruos clásicos que agitan los padres para amenazarnos con caries, obesidad y pérdida de esmalte dental— parecen convertirse de pronto en un curalotodo.
Llamamos a casi todas las molestias estomacales infantiles «gripe intestinal», pero en realidad no se trata de la gripe, la epidemia estacional que presenta elevados índices de mortalidad entre los no vacunados, los ancianos y los personajes de Downton Abbey. En la mayoría de casos, la «gripe intestinal» de los pequeños es gastroenteritis, la segunda enfermedad más común en Estados Unidos tras el resfriado común. Mantener los niveles de hidratación es una de las partes más difíciles y a la vez más importantes del proceso de curación —hace treinta años, la deshidratación por diarrea mataba a 4,5 millones de niños al año en los países en vías de desarrollo, cifra que se ha reducido a la mitad gracias a las terapias de rehidratación oral, que consiste en administrar agua, azúcares y sales a los pacientes que sufren vómitos y diarrea. Cuando los niños tienen «dolor de barriga» necesitan el mismo tratamiento, pero el Centro de Control de Enfermedades no recomienda las bebidas con gas como remedio. «Deberían evitarse cantidades significativas de bebidas azucaradas y gasificadas… así como otros líquidos con alto contenido en azúcares», aconsejan, porque un exceso de azúcar en el tracto gastrointestinal puede causar ósmosis y hacer que la diarrea empeore. Soluciones como el Pedialyte resultan ideales, pues no son dulces y sustituyen los electrolitos que necesitamos. Si un niño vomita, hay que empezar con poca cantidad, unas cucharaditas, e incrementar la dosis paulatinamente si vemos que la acepta. Los zumos de frutas también son adecuados, pero conviene diluirlos con agua o rebajar la cantidad de azúcar, y evitar irritar el estómago. Ah, y es mejor que los zumos no sean muy espesos, por si vuelven a salir por donde han entrado… sobre un sofá blanco, por ejemplo.
Un poco de refresco con gas no mata a nadie, pero los médicos aseguran que no tiene efectos beneficiosos y que el gas, lejos de curar, puede en realidad causar hinchazón, que es lo que menos necesitamos cuando sentimos náuseas. Los padres, a veces, juran y perjuran que el ginger ale cura la barriga, y es cierto que numerosos estudios han demostrado que el jengibre (raíz que interviene en su formulación) es un buen antídoto contra la motilidad intestinal y las náuseas provocadas por los tratamientos contra el cáncer. Pero una lata de ginger ale industrial incorpora apenas una pequeña dosis del jengibre requerido para que resulte eficaz. Si el ginger ale te alivia cuando te encuentras mal, perfecto, pero se trata de un efecto mental, no intestinal.
El mismo informe «aguafiestas» del Centro para el Control de Enfermedades que disuade del uso de los refrescos con gas también ataca la muy recomendada dieta BRAT (por sus siglas en inglés) a base de plátanos, arroz, zumo de manzana y pan tostado como remedio contra el dolor de tripa. Se trata, según ellos, de un régimen alimentario «innecesariamente restrictivo… que puede causar deficiencias nutricionales». Lo que hay que dar a los niños es su dieta habitual, o al menos aquello que no acabe salpicando los lados externos de la papelera situada junto a sofá en el que se sientan para ver Bob Esponja.
FALSO