10. TEOLOGÍA Y FE FILOSÓFICA

CUANDO empecé a filosofar no imaginaba que jamás pudiera interesarme la teología. Mis clases de psicología de las religiones (1916) me pusieron en contacto con la teología y para informarme estudié una dogmática de Martensen (máxime como éste era el gran adversario de Kierkegaard), pero la materia no llegó a captar mi interés verdaderamente.

Cuando era un niño, la religión representada por la Iglesia significaba poco en mi vida. En la escuela se impartían clases de religión, Historia Sagrada, catequismo e historia eclesiástica, e insensiblemente se grababan en el alma infantil determinadas nociones, las cuales, si bien no tenían mayor efecto inmediato, no eran olvidadas. Mi confirmación tuvo las características de un acontecimiento tradicional, sin ningún acento religioso; fue un día de fiesta que me trajo regalos exclusivamente profanos. La instrucción previa nos pareció divertida y ridícula (el pastor describió la topografía del Infierno; haciendo alarde de una imaginación grotesca, contó que el Papa todos los días se trasladaba al Castillo de San Ángel para tocar el oro allí acumulado; afirmó que el hecho de no producirse colisiones entre los astros era prueba de que Dios gobernaba el Universo, que gracias a la crucifixión de Jesucristo gozaríamos de la bienaventuranza, etc.). Mis padres hacían caso omiso de la esfera eclesiástica. Lo que sigue servirá para caracterizar la atmósfera en que me criaba:

Cuando era alumno del último grado del colegio —años después de la confirmación— se me ocurrió que un imperativo de veracidad me exigía separarme de la Iglesia. Cuando le hablé a mi padre sobre el particular, me dijo más o menos lo que sigue: —Naturalmente, si te parece, puedes dar este paso, hijo mío. Pero aún no tienes clara idea del sentido de lo que te propones hacer. No estás solo en el mundo: Cada cual también es responsable ante los demás, y esto significa que uno no debe hacer lo que se le antoja. La convivencia exige que nos atengamos a determinados órdenes. También la religión representa tal orden. Si la destruimos, abrimos la puerta al mal. Estoy contigo en que a la Iglesia, como a todas las instituciones humanas, va ligada mucha mentira. La cosa cambia acaso cuando uno tiene setenta años. Antes de morir, cuando uno ya no lleva una vida activa en el mundo, está bien que haga tabla rasa y se separe de la Iglesia.

Así lo hizo, en efecto, mi padre cuando tenía más de setenta años. En la oficina eclesiástica rogó que el asunto fuera tratado en forma reservada. Unos días después se presentó el pastor. —Vea usted — le dijo mi padre—, por usted y por mí mismo es mejor no hablar de esto. Mis argumentos podrían herir sus sentimientos. Total, mi decisión es irrevocable—. Y como el pastor insistiera, mi padre le declaró: —Soy viejo y antes de morir arreglo mis cosas. Lo que enseña y hace la Iglesia rara vez lo he aprobado. Le voy a citar un caso: Hace poco se suicidó un joven. La Iglesia dio una declaración repudiando el suicidio y el pastor denegó un entierro cristiano. Entonces pensé: ¿Qué lo autoriza a adoptar tal actitud, que al muerto ya no lo alcanza y lo único que consigue es mortificar a los deudos? Comprenderá usted que yo quiera evitar toda publicidad innecesaria en conexión con mi decisión de separarme de la Iglesia. Es un asunto estrictamente personal—. A nosotros nos dijo que había escuchado a pastores decir tantas cosas poco delicadas en los entierros que deseaba evitárselas a sus familiares en el suyo propio. Cuando, a los 90 años, estaba por morir y se despedía de nosotros, le dijo a su doctora, mujer creyente, muy allegada a él: —Dicen que nuestro lema debe ser fe, amor y esperanza, ¿no?... Pues lo de la fe no lo suscribo.

Aún después de la primera Guerra Mundial la teología me interesaba bien poco. Salvo en la medida en que era investigación científico-histórica y, como tal, en realidad podía ser materia de la Facultad, se me aparecía como una cosa tan inconsistente que podía importarme como un síntoma de la época pero no en sí misma. Sin embargo, a la larga resultaba imposible hacer caso omiso de la teología; a cada paso ella se ponía en evidencia como realidad concreta. Un día hasta cobré conciencia de que trataba de cosas que la teología reclamaba para sí. Fue cuando al final de un curso dictado por mí sobre metafísica (1927/28) vino a verme un cura católico que dijo haber asistido a mis clases, me dio las gracias y tras manifestar su acuerdo me declaró: —Mi único reparo es que la mayor parte de lo que expuso usted es a nuestro modo de ver teología—. Estas palabras del inteligente e impresionante joven me dieron que pensar. Evidentemente yo disertaba sobre cosas que otros tenían por materia teológica, no como teólogo, sino filosofando. Esto había que ponerlo en claro.

En el filosofar, no es posible dejar de lado la realidad de la Iglesia y la teología. Pensamos desde un origen autónomo que las Iglesias no reconocen y que, en sí mismo, no se halla en relación alguna con ellas. Pues bien, este origen, frente a su negación por parte de las Iglesias, debía cobrar conciencia de sí y mantenerse como verdad. Estaba yo cada vez más consciente del poder autónomo de la filosofía a lo largo de los milenios, mucho antes del cristianismo y, asimismo, al margen de él. No como racionalista enfrentaba a la Iglesia y la teología, para repudiarlas, pero sí como adepto de aquella verdad más grande y autónoma. En consideración de mi origen histórico, y por respeto a las grandes potencias forjadoras del orden occidental, aceptaba ser integrante de una comunidad religiosa; pero debía afirmar el sentido vital de la filosofía, el cual no debía ser impuesto a nadie, declarado válido para todo el mundo, pero que sí había de revelarse a todos los que estuvieran predestinados a hacerlo suyo y lo buscaran con sincero afán.

Fue en mis clases de historia de la filosofía donde por primera vez me vi precisado a tratar de la teología; mas lo hice como hombre que hablaba de algo que no era desde siempre parte integrante de su vida sino a lo cual era llevado en la edad adulta por el filosofar, con el asombro, la emoción y el respeto que suscita tan portentoso fenómeno conforme se ahonda en él. No tuve que superar, por serme desde un principio totalmente ajena a la específica fe confesional, eclesiástica. Si Kierkegaard, preguntado por qué creía en Dios, contestó: —Porque me lo dijo mi padre—, a mí el mío me dijo otra cosa. De la fe filosófica sólo con el tiempo cobré cabal conciencia. Nadie me enseñó a rezar. Sí, nuestros padres nos inculcaron con rigor el espíritu del respeto reverente, de la veracidad y la lealtad, el hábito de la actividad inteligentemente orientada y la receptividad para todo lo bello y portentoso en la naturaleza y para los contenidos de las creaciones del espíritu, criándonos en un mundo pleno.

Cuando, a los 18 años, inicié mis estudios universitarios, asistí a clases de filosofía; pero quedé decepcionado, pues no encontré allí aquello para lo cual habían sido echadas las bases en la casa de mis padres. Sintiendo el mayor respeto por la filosofía remota que había llegado a percibir en las obras de Spinoza, pero aún no conocía, y no dispuesto a transigir con que se la confundiera con lo que desde la cátedra se enseñaba como tal, a través del estudio de la medicina me volví a la realidad. Cuando luego, paso a paso, llegué —retorné, diré mejor— a la filosofía y por último entré en contacto, siquiera desde afuera, con la teología, la circunstancia de no haberme ellas acompañado desde siempre, precisamente, me permitió acaso abordarlas sin ideas preconcebidas, vale decir, con agilidad de enfoque. Carecía yo de la base sobreentendida que parecía sustentar a los demás. Llegué a las tradiciones del fondo histórico de Occidente desde otro fondo más profundo para mi conciencia.

Un poderoso impulso de plantearme la cuestión de la fe me llegó de parte de mi mujer. Temprano, sin propiamente romper con su origen, permaneciendo substancialmente fiel a él, ella había transformado en su intimidad el credo judío ortodoxo en filosofar nutrido de la Biblia. Estaba su vida toda signada por reverencia hacia lo religioso. Donde quiera que lo encontrara, lo respetaba. —Desde que Gertrud está con nosotros —comentó cierta vez mi padre— la Navidad cada año es más cristiana—. Esa vida sin dogma y sin ley, rozada desde la infancia por el aliento de los profetas judíos, era regida por un inconmovible imperativo moral. Me sentía íntimamente afín a ella y alentado a llevar al plano de la conciencia lo que detrás del velo de la razón estaba operante pero oculto.

La ascensión de la filosofía a la categoría de credo autónomo, no ya para mí mismo, que desde siempre lo era, sino para la enseñanza pública de la filosofía, de ninguna manera era en todo momento cosa sobreentendida para mí. Se trataba de una pretensión tremenda que no estaba respaldada por una comunidad. En las "Rencontres Internationales” que en el año 1949 congregaron en Ginebra a un número de representantes del comunismo, de la teología católica y la protestante y la filosofía para un debate sobre el humanismo, me tocó darme cuenta con punzante claridad de que los otros podían todos hablar como portavoces de formidables potencias sociales, derivando de ellas sostén y seguridad de sí mismos, en tanto que un representante de la filosofía se halla sustentado por nada más que una historia de la filosofía, si espiritualmente de una grandiosidad sin par, sociológicamente inexistente. Al verme allí completamente solo, por así decirlo, se me planteó con toda crudeza este interrogante que desde hacía mucho se insinuaba en mi mente: los representantes de la filosofía ¿no estamos empeñados en algo que dada nuestra efectiva impotencia resulta absurdo e ilusorio, en flagrante contraste con nuestras propias firmes convicciones?

En tales momentos de duda, recuperaba la seguridad de mí mismo recordando los principios de la filosofía y restaurando en mi conciencia la idea de la Universidad como institución de la verdad filosófica autónoma.

Primero: Desde siempre, hasta en mi íntima disposición mental, me era ajena una manera de pensar como la que ve a la filosofía como una ciencia que, englobada por el credo eclesiástico, que la guía y la limita, por obra de él se expande, para resolverse en el mundo de la fe situado por encima de todas las ciencias. No menos ajena me era la postura sólo en apariencia opuesta según la cual la filosofía es una “concepción del mundo científico”. En uno y otro caso, ya se la defina como præambulum fidei o como cosmovisión científica, la filosofía viene a ser un saber en el sentido de aprender hechos que son aprehensibles y tienen validez universal, algo que, como toda ciencia, se explora e investiga.

Cada vez más substanciosa y verdadera se me presentaba la filosofía propiamente dicha que atraviesa los milenios y en sus cúspides —Platón y Kant— cobra conciencia de sí en este sentido.

Lo esencial son los pensamientos filosóficos en su significación no derivable de nada, de origen propio. Son ellos potencias realizadoras de vida. La filosofía no proporciona resultados que sean medios de obrar planeados en el mundo; sí echa luz sobre el fondo de la conciencia desde el cual los resultados de las ciencias y las posibilidades del obrar planeado tienen límite y sentido.

La elaboración del filosofar en escritos procura la comunicación de la fe filosófica tal como se da en el respectivo molde histórico del autor que la piensa en el contexto de la tradición. Esta comunicación contiene lo indirecto insalvable en contraste con lo directo de las ciencias. Se logra al impulso de la voluntad de máxima “directicidad”, donde el tema se vuelve absoluto y, así, filosóficamente vacío. La comunicación indirecta de Kierkegaard, que repudiamos en cuanto a intención, como conciencia metodológica ha patentizado lo inescapable de la comunicación filosófica.

Segundo: El aplomo de la filosofía era recuperado por mí siempre de nuevo como asunto e idea de la Universidad. Esta institución, en su modalidad moderna, es la transformación del saber guiado teológicamente en autónoma voluntad de saber cuyo sentido no reside en el imperio de filosofía alguna sino en la palpitante penetración del todo por el filosofar.

La Universidad, como tal, ya no es una institución cristiana, y menos una confesional. No perdería su sentido, sino por el contrario lo ampliaría, si la Facultad de Teología se compusiese de varios departamentos donde hombres creyentes enseñaran el credo bíblico (católico, protestante y judío) y el budista, respectivamente.

La conducción del hombre cognoscente por la fe puede tener lugar desde las religiones, mediante la comunicación teológica en específica forma histórica, o bien, con miras a aquellas otras posibilidades, remotas y latentes, de manera directamente filosófica. Es propia de la Universidad la polaridad religión-filosofía.

Lo que como filosofía, lejos de combatir necesariamente a la religión, viene a complementarla es, al mismo tiempo, para la mayoría de los estudiantes, el fundamento posible de su vida. Hoy en día debe contarse con la vasta masa de jóvenes confesionalmente no creyentes. Quiérase o no, para esta juventud es la filosofía la única iluminación de sus posibilidades de fe y el pensamiento en el cual puede cobrar conciencia de sus ataduras reconocidas absolutas.

Esta conducción filosófica puede ser dilucidada. Es de otro carácter que la conducción dogmática por parte de las teologías. Para el filosofar rige que cada cual es remitido a sí mismo; que no hay guías humanos análogos al sacerdote; que la enseñanza obra a modo de motor pero no proporciona certeza; que no existen escrituras sagradas sino la magna tradición filosófica milenaria de Occidente, la India y China.

Tanto para la filosofía como para la teología, la ciencia en el sentido estricto de la palabra es un medio y un campo. Fundamentalmente, se halla ella más próxima a la filosofía, pues sólo ésta entiende y quiere la ciencia ilimitada e integral. Siempre ha estado pronta a justificar y amparar la “ciencia moderna” frente a las potencias ajenas a la ciencia.

Cierto que la filosofía con frecuencia, entendiéndose mal a sí misma, se ha identificado con la ciencia moderna o ha pretendido, en estos últimos siglos, ser "a su vez una ciencia”. Se plan tea, hoy, la tarea de rescatarla de modo claro y puro de esta aberración.

El filósofo no es un profeta. No se erige en paradigma. Eso sí, representa la condición humana a su manera, que es, a menudo, una manera equivocada. Quiere recordar, transmitir, invocar, exhortar. No pretende que se lo emule, sino que de salir bien la cosa hace que “el otro” llegue a sí mismo. No es poseedor de la verdad, mas vive en el rigor de la búsqueda en el tiempo.

La Universidad filosófica es el ámbito del conocer en infinito avance. En él, entran en contacto en recíproca percepción los múltiples supuestos del pensar correspondientes a la multiplicidad de los modos de la fe, para interrogarse y ponerse en tela de juicio entre sí. Subyacente al todo alienta una fe fundamental y envolvente que nadie puede reclamar para sí en una forma determinada: la fe en el camino de la verdad en el cual cabe el encuentro de todos los que la buscan con sincero empeño. Mantienen éstos abierto su pensamiento; no se cierran a los demás. No excluyen ningún modo de fe distinto del suyo propio, teniendo tal actitud por indicio de fe no verdadera. Este ámbito de la Universidad comprende todas las posibilidades de investigación científica especializada. Su vida espiritual, que todo lo abarca y penetra, tienen lugar en la polaridad teología-filosofía.

Desde mi “Filosofía” (1931) he venido destacando públicamente la fe filosófica como el sentido de la enseñanza de la filosofía. En mi escrito titulado “La fe filosófica” (1947) la he formulado expresamente.