8. PENSAMIENTO POLÍTICO
AUN en ausencia de toda realización propia, todo contacto, siquiera leve, con la realidad ajena, puede dar origen a un con tenido del filosofar. Contenido que —paradójicamente— extrae alimento y pasión de lo faltante. De esto cobré conciencia particularmente viva en lo político. Sería demasiado pretencioso decir que en mi caso la reflexión suplía la acción; pero lo cierto es que algo de esto ocurría, en un plano modesto.
Desde niño oí hablar de política. Mi abuelo, mi padre y dos hermanos de mi madre eran diputados a la Dieta de Oldemburgo, todos ellos “liberales”, a la vez demócratas y conservadores. Mi padre fue durante décadas presidente del Concejo Municipal de Oldemburgo. En ese entonces se trataba, en un todo, de tareas administrativas, escuelas, obras públicas, calles, canales, líneas férreas, etc. Se produjo una formidable conmoción cuan do a cierto ministro cuya gestión no había sido satisfactoria se le echaron en cara sus desaciertos y el Gran Duque, no obstante, no lo destituyó. Se trató, por cierto, de un caso excepcional. Casi siempre era posible arreglar las cosas mediante tratativas. A mi padre le gustaba debatir y negociar. Cierta vez, empero, se opuso a que varios partidos, al no lograr ponerse de acuerdo sobre un común candidato a diputado de la Dieta del Imperio, lo proclamaran a él, por ser un hombre público que gozaba de estimación en todos los sectores de la población. Declaró que antes que pronunciar y escuchar discursos en Berlín, prefería hacer cosas más útiles en Oldemburgo; que aquel simulacro de Parlamento no lo atraía en absoluto. Presenciaba con fastidio la invasión de Oldemburgo por el prusianismo, mezcla de arrogancia y exagerada marcialidad, la que se había iniciado en 1866 y se intensificaba enormemente después de 1870. No obstante su oposición al anciano Gran Duque, éste le merecía respeto por ser un hombre digno, culto y decente. No se sentía a gusto mi padre en el imperio alemán. En el noventa del siglo pasado, un día que se paseaba conmigo en el dique del río Weser, me dijo: —Es una lástima que Holanda no se extienda hasta el Weser (esto es, que Oldemburgo no sea territorio holandés)—. En el ejército era mi padre un oficial de la reserva capaz pero con íntimos reparos. Cuando, a los 45 años, en una comida de camaradería fue informado por el jefe del regimiento que estaba propuesto para ser ascendido a capitán (lo que en ese entonces era un inusitado honor para un civil), dijo que el ascenso difícilmente se concretaría, y al insistir el jefe militar en una explicación, le manifestó que no permanecería en el ejército ni un día más del tiempo reglamentario, pues no se sentía cómodo en el ambiente castrense y todo superior se le aparecía, en cierto modo, como un enemigo personal. La íntima aversión de mi padre al estado de cosas políticas imperante a la sazón en Alemania se iba acentuando. Estaba encariñado, mientras las circunstancias lo permitían, con el circunscrito ámbito oldemburgués administrado como si de cuidar un jardín se tratase. Mas advertía el giro funesto que tomaban las cosas, sin poder hacer nada por impedirlo; salía de caza, pintaba a la acuarela y cumplía con sus obligaciones. Cuando cumplió ochenta años (1930), la ciudad ofreció bautizar una calle con su nombre, pero en una amable carta de agradecimiento declinó este honor (muy contento de haber sido consultado antes) y en el seno de la familia declaró: —No voy a permitir que pongan mi nombre a una calle gobiernos que cada tanto cambian, no respetan ninguna tradición y al cabo de unos años sustituirán mi nombre por otro.
Un hombre muy distinto era el hermano menor de mi madre, Theodor Tantzen, quien me llevaba sólo seis años. Habiéndose criado en la casa de mis padres, pues fue a la escuela en Oldemburgo, ya a los 18 años empezó a actuar como orador público en las filas del partido Liberal de Eugen Richter. Tenía condiciones de tribuno, capacidad práctica y mucha iniciativa y energía. Desde 1919 hasta 1924 presidió el gabinete oldemburgués y en 1945 volvió a ser instalado en dicho cargo por las autoridades británicas de ocupación. En la época del nacional-socialismo vino periódicamente a Heidelberg a discutir con nosotros la situación y fue arrestado varias veces por la Gestapo, la última inmediatamente después del atentado cometido el 20 de julio de 1944 contra Hitler, recobrando la libertad en cada oportunidad gracias a su propia habilidad y buena suerte y la intervención de amigos que se habían plegado al régimen. Murió en los días que el País de Oldemburgo fue integrado por la potencia de ocupación en la Baja Sajonia y la sede del gobierno trasladada a Hanóver.
Yo asistía a todo eso como simple espectador, aun cuando en ocasiones participaba con vehemencia en las discusiones en el seno de la familia. Hasta 1914 la mía era una postura fundamentalmente apolítica. Todo parecía definitivo. Las preocupaciones se referían a un futuro que nosotros no alcanzaríamos. Mi pensamiento era en ese entonces de orientación más bien estética: ¡Cómo íbamos a deshacernos jamás de esos ridículos príncipes (el joven Gran Duque era despreciado por mí), del káiser dado a los discursos y actos provocativos! El emperador, los gobiernos, los estados de cosas existentes en la Alemania imperial eran ocasionalmente el blanco de mis burlas; el "Simplicissimus” me parecía ser la revista adecuada a las circunstancias. Me concentraba en los quehaceres intelectuales. Para éstos había libertad, que dábamos por sobreentendida. Lo demás había que aguantarlo; la verdad, no era una carga muy pesada que digamos.
Cambió esto en 1914, al estallar la guerra (tenía yo a la sazón 31 años). Los cimientos históricos se estremecieron. Todo lo que había parecido firme y seguro por mucho tiempo por venir, de golpe, corrió peligro. Nos sentimos arrastrados a un proceso incontenible e inescrutable. Desde entonces nuestras sucesivas generaciones viven conscientes de una secuencia de acontecimientos catastróficos, que hoy continúa con ritmo vertiginoso. Este destino de la humanidad contemporánea, luego he tratado de verlo, no como la inexorabilidad tangible de un inaprehensible proceso histórico que se operara en un plano suprahumano, sino como una situación cuyos resultados eran determinados decisivamente por el libre albedrío de los hombres, sobre la base de cosas perfectamente aprehensibles, siempre de carácter particular.
El pensamiento político suscitado en mí en 1914 por la conflagración mundial fue plasmado por Max Weber. Hasta entonces la idea nacional me había sido ajena; Max Weber me enseñó el pensar político, al que di cabida en mi intimidad. Según Weber, la situación mundial situaba a un pueblo convertido en gran potencia por su Estado ante una responsabilidad ineludible; si llegaban a repartirse el mundo el látigo ruso y el convencionalismo anglosajón, las generaciones futuras nos responsabilizarían a nosotros, los alemanes, y no al minúsculo Estado suizo, por ejemplo, el que tenía un sentido diferente, uno sumamente deseable (la máxima libertad del individuo en el Estado mínimo), no la responsabilidad (del poder). Nuestra misión y oportunidad era salvar, entre lo uno y lo otro, lo intermedio, a saber: el espíritu de la libertad y multiplicidad de la vida personal, de la grandeza de la tradición occidental. Tal era el pensamiento de Max Weber, con el que yo me identifiqué entonces.
Aquello había menester una política grande, esto es, una política de mesura, de autolimitación y de efectuación juiciosa y categórica; una política orientada hacia la totalidad del acontecer humano y que por sus actos, propósitos y manifestaciones se granjeara la confianza del mundo.
Por eso Max Weber estaba en contra de la realidad política del imperio alemán guillermino, de la confusión del pensamiento político, de la ficción del seudoconstitucionalismo, de las fanfarronadas del emperador en la política exterior y las intervenciones arbitrarias. Antes de 1914 sufría lo indecible política mente, en tanto su enfermedad le impedía cualquier actividad, incluso la docencia. Se daba cuenta de que Alemania se estaba enajenando la confianza del mundo entero; de que la estupidez política, no la presunta belicosidad del emperador y su camarilla, terminaría por desencadenar la guerra, que era una amenaza terrible para Europa. Cierta vez, en 1913, que mi mujer lo encontró en el tren, lo notó excitadísimo; había estado le yendo el diario, y casi gritando le dijo: —¡Fíjese usted que ese histérico nos va a hundir en la guerra!
Desde 1917, Max Weber, restableciéndose lentamente, publicó escritos políticos, aferrado a la esperanza de que a pesar de todo los alemanes lograrían tomar el camino de la auténtica democracia, superando el odioso militarismo a lo Ludendorff que quería sojuzgar a toda Europa, el egoísmo de los grandes terratenientes prusianos, la insensatez política de los magnates de la industria y la estrechez de miras de los socialdemócratas, los sindicatos y los dirigentes obreros que, ajenos a la concepción elevada de la política grande, no comprendían de qué se trataba y se empeñaban, ilusionados, en esquemas ruinosos. ¿En quién, en qué fuerzas cifraba sus esperanzas o basaba sus cálculos Max Weber, empero? En algo que aún no existía en Alemania, no obstante parecer lo más natural y razonable.
En consonancia con su pensamiento político, desde el comienzo de la guerra insistió Max Weber en todo momento, aun en el apogeo de las victorias alemanas, en que no debía anexarse un solo metro cuadrado de territorio ajeno; que para Alemania sería suficiente haberse mantenido firme; que si ella demostraba que no tenía ambiciones territoriales y que estaba en condiciones de hacer frente al mundo entero, cumpliría su trascendental misión histórica de salvar lo “intermedio”. Abogó, pues, sin cesar por una paz sin vencedores ni vencidos, sin recíprocas exigencias, algo así como el mutuo reconocimiento del error de haberse metido en esta guerra fratricida.
Formuló la tesis de que aun en el caso de ser ocupado el territorio alemán por los anglosajones y los franceses, no perderíamos nuestra específica esencia, por cuanto no querrían ni podrían destruirla, pero que bajo la dominación rusa sí dejaríamos de ser alemanes, lo mismo que cualquier otro pueblo dejaría de ser tal bajo régimen semejante. En este orden de ideas, para él, el único mérito contraído por Alemania en la guerra era haber contenido por esta vez el poderío ruso.
Era Max Weber el último auténtico alemán nacional; auténtico por cuanto en el magno sentido del barón von Stein y de Gneisenau, esto es, no como voluntad de establecer a cualquier precio y a expensas de los demás el poder del propio Estado, sino como voluntad de realizar el tal ser espiritual-moral, el cual se mantiene por el poder pero a este poder mismo lo sujeta a sus condiciones. Max Weber, quien desde temprano se percataba del tremendo peligro que entrañaba para los ale manes el rumbo del imperio guillermino, sabía que había un límite y que una vez alcanzado este límite se produciría el hundimiento, después del cual los sobrevivientes vegetarían sin sentido político y, por ende, sin común grandeza. Sólo en la libertad cabía una política. Perdida aquélla, no quedaba más que la vida privada, en la medida en que fuera tolerada. Cuando, en enero de 1919, le pregunté qué debería hacerse si los comunistas llegaban al poder, su respuesta fue: —De suceder esto, la cosa ya no me interesaría.
Significaba eso la resignación ante la realidad de la fuerza bruta, frente a la cual el individuo queda reducido a la impotencia. Postura ésta acorde con que Alemania no podía ser liberada del nacionalsocialismo por sus propios medios sino únicamente desde afuera; que ningún totalitarismo puede ser derrotado desde adentro sino, en todo caso, tan sólo transformado en otro por sangrientas revueltas. Cuando la auténtica política desaparece, se extingue el interés por la política. Mas la auténtica política sólo es factible si se produce un efecto por persuasión a través de la discusión, en la cual tiene lugar la educación de una conciencia pública por la libre pugna de los espíritus.
Lo cierto es que, no obstante todo lo desarrollado por Max Weber en vaticinios de posibilidades futuras, no pudo él sospechar, siquiera, realidades tales como el exterminio de millones de judíos por la Alemania hitleriana, el terrorismo organizado y total encaminado a la transformación del hombre y su reducción a una mera función en el Estado nacional-socialista de los campos de concentración.
El pensamiento político de Max Weber moldeó el mío propio. Quizá nunca coincidí enteramente con él en el enfoque fundamental. En mí no alentaba la conciencia de la grandeza de Prusia y Bismarck, que yo reconocía teóricamente, pero con íntima repugnancia. Estaba ausente en mí el rasgo heroico, la grandeza en la desmesura, que en él admiraba profundamente, sin embargo. Mas sus nociones básicas las aprendí e hice mías. Me referiré a continuación a algunas experiencias políticamente relevantes que revistieron significación para mí.
Ya en 1908, cuando con motivo de la primera vuelta aérea del Zeppelin la población alemana fue presa de un arrebato de exaltación, no obstante mi admiración por la proeza técnica, no participé en el entusiasmo general, cuyo carácter me infundió sobresaltada inquietud. Se repitió esto en 1914, al estallar la guerra: el delirante fervor bélico, mezcla de júbilo y de fe en una presunta misión (muy pronto, en el apremio, este fervor resultó ser humo de paja) fue para mí una cosa incomprensible e inquietante. Experimenté una gran satisfacción cada vez que entré en contacto con alguien que no participaba en él. Tal el caso de un joven campesino oldemburgués disgustado con un discurso del emperador en defensa de la guerra por la cultura alemana. —¡Qué tanto hablar de la cultura alemana!— dijo—. Los otros tampoco son unos bárbaros. Hemos sido atacados y resistimos, esto es todo—. Tal exaltación colectiva volvió a producirse en 1918, cuando, en los días del derrumbe, el entusiasmo revolucionario generó la convicción de que ahora al fin iban a crearse condiciones ideales de la existencia humana. Y otra vez, tomando formas grotescas, en el año 1933, con todas las características del histerismo colectivo. Cada vez más dudoso me parecía aquello de que la voz del pueblo es la voz de Dios si había de hablar por conducto de masas. No podía por menos de despreciar en mi fuero interno a los que participaban en tales desbordamientos de un sentimiento exaltado.
En la época de la primera Guerra Mundial se fundó entre los profesores de todas las facultades de la Universidad de Heidelberg un club político, el que se reunía con frecuencia, en los períodos lectivos a veces semanalmente, para debatir los acontecimientos políticos y militares, escuchar y discutir conferencias de sus miembros. Entre éstos se contaban en un principio casi todos los profesores prominentes; constituyendo, no obstante, una selecta minoría. Alfred Weber no figuraba entre ellos, pues estaba en el frente. En cuanto a Max Weber, el único de auténtica conciencia política, pensamiento superior y saber universal, no se le había invitado; pasaba por derrotista, se afirmaba que trataba de dominar en las discusiones y se temía su desmesura. La verdad era que la presencia de una personalidad superior como la suya resultaba incómoda en ese círculo de profesores que se halagaban recíprocamente y tenían un alto concepto de su propia jerarquía. A Max Weber le dolía la exclusión, por el aislamiento que le imponía su enfermedad y porque era un hombre sociable, sin pizca de arrogancia.
Al cabo de algún tiempo fui invitado a ingresar en el club, a pesar de que no era más que un profesor suplente. Desde 1915 hasta 1923 asistí a las reuniones. Allí, pues, conocí el pensamiento político del mundo universitario alemán en el más alto nivel posible. No era uniforme, ni mucho menos, y se discutía muy acaloradamente. La libertad de expresión casi no tenía límite en ese círculo; podía yo expresar sin reservas mis cambiantes pareceres, sin que ello me atrajera ataques personales. En julio de 1918, por ejemplo, cuando no obstante las informaciones tendientes a restar gravedad a la situación se hizo evidente que la llamada Ofensiva Ludendorff no sólo había fracasado sino que se había trocado en un formidable contraataque de los aliados, expuse los siguientes razonamientos: Nuestra derrota era inevitable; pero a lo mejor el día aún estaba lejos. Habíanse producido motines en el ejército francés, no en el nuestro. Estábamos justo a tiempo de formular una proposición de paz. Debíamos renunciar a todo, no obstante lo cual salvaríamos muchísimo en comparación con lo que quedaría en caso de una efectiva derrota. Era, pues, menester también renunciar a Alsacia-Lorena y reconocer la violación de la frontera belga, vale decir: indemnizar a Bélgica. Por lo demás, nada de reparaciones, pero sí restablecimiento de las fronteras de preguerra en el Este no obstante nuestra actual ocupación de Rusia, y por último, implantación de un régimen democrático parlamentario en Alemania. Tales pareceres equivalían entonces a alta traición en Alemania y sólo podían ser expresados entre hombres decentes como eran los que integraban aquel círculo. Oncken, el eminente historiador, con la nobleza que lo caracterizaba contestó: —Tal punto de vista me parece inaceptable, pero es muy digno de consideración que hoy pueda verse así la situación.
Ni durante la primera Guerra Mundial ni después de ella toqué en mis clases ni en escritos a cosas de la política. No me parecían bien, por no haber sido combatiente. Pues en la política se trata de algo muy serio: el poder basado en vida que se arriesga. Yo carecía de esta calificación. Con los años, empero, este escrúpulo cedía; sobre todo porque en la década del veinte era testigo de la evidente falla política de los militares, dándome cuenta de la sinrazón de sus pretensiones políticas.
Lo que me llevó a discurrir públicamente sobre política fue una tarea que se me encomendó: Se me pidió que escribiera el milésimo tomito de la Colección Göschen. Para ello se me pro puso el tema: las corrientes espirituales de nuestro tiempo, pero lo cambié en seguida por: la situación espiritual de nuestro tiempo, queriendo significar con ello que no abarcaba las corrientes, no estaba al tanto del acontecer en su conjunto; que sólo podía exponer la situación y sus aspectos; que estaba en condiciones de atraer el interés del lector, de llamar su atención, de hacerle ver, pero no de dar una visión histórica del presente.
El tema me interesaba por varias razones. Me permitiría hablar de lo político sobre el fondo del panorama global de la situación moral y espiritual de nuestra época. De mi “Filosofía”, cuya elaboración iba progresando, podría extraer todo lo relativo al presente (ya había extraído todas las disquisiciones filosóficas suplementarias para una obra posterior). Reunidas las cuartillas, aún faltaba ordenar el todo y complementarlo en amplia medida, pero en principio el trabajo ya estaba hecho cuando, en 1929, acepté el encargo. En septiembre de 1930 quedó terminado el tomito, justo cuando se conocieron los resultados de las elecciones alemanas, en las cuales por primera vez logró éxito el nacionalsocialismo. Cuando compuse el trabajo, sabía algo del fascismo y muy poco del nacionalsocialismo cuya locura aún me parecía imposible que pudiera cuajar en Alemania. Guardé el manuscrito en el cajón de mi escritorio, pues tras un paréntesis tan prolongado deseaba reanudar la publicación de libros míos con la “Filosofía”, y no con un trabajo de alcance modesto que sin la “Filosofía” no "tenía propiamente fundamento. Hice, pues, arreglos de acuerdo con los cuales el tomito "La situación espiritual de nuestro tiempo” no apareció hasta un año más tarde, a principios de octubre de 1931, seguido dos meses después de mi “Filosofía”.
A partir de 1933 hubo que hacer frente a experiencias insospechadas. Cuánta monstruosidad cabe en el ser humano, cuánta aberración en personas inteligentes, cuánta perfidia y alevosía en gente aparentemente buena, cuánta irreflexión, miopía y pasividad egoísta en las masas, se convirtió en realidad en un grado que por fuerza cambiaba el conocimiento del hombre. En síntesis, lo que antes no se había concebido siquiera, era ahora, no ya una posibilidad, sino un hecho. Parecía que la historia diera un salto. Claro que a la luz del conjunto de la historia universal mostraba la posterior recapacitación que esas cosas imposibles no eran nuevas en su raíz sino tan sólo en sus formas; que, no obstante la latitud espiritual de la conciencia de nuestro tiempo, el espíritu de la época había hecho que no se dirigiera allá la mirada.
Al mismo tiempo, la inquebrantable entereza de tales o cuales, la lealtad a toda prueba de algunas almas amantes, la fuerza del ayudar, arriesgarse e inmolarse, la circunspección y cautela en medio de la impotencia resplandecían con su recóndito brillo de íntima identificación. Todo esto llegaba a ser, como nunca antes, una suerte de garantía de que la auténtica condición humana no había de desaparecer jamás. Registrábanse casos de rebeldía heroica, aunque tardía, torpe, inadecuada a las circunstancias y por lo tanto equívoca, que si bien no alcanzaban a ser representativos de una conciencia colectiva eran como un grave interrogante que se nos planteaba. Y de tanto en tanto, desde la diabólicamente impuesta invisibilidad de innumerables seres humanos librados a una muerte anónima, se filtraban noticias de hombres y mujeres que habían sabido morir en la humillante indignidad de los sufrimientos y las torturas, privados de la más mínima capacidad de resistencia por el hambre y el veneno. Entre los judíos, según se contaba, los había habido que, desnudos, librados al exterminio cual bichos, afrontaron la muerte fervorosamente seguros de Dios y testimoniándose unos a otros con sencillez su amor, como aquellos cuarenta legionarios ro manos representados conmovedoramente en una placa de marfil bizantina. Y no menos piadosamente habían muerto no pocos de los que obedeciendo a un ineludible imperativo moral hicieron frente al régimen imperante, jugándose la vida (por aquellos años tuvimos noticias concretas en particular sobre los hermanos Scholl y el general von Tresskow); de quienes por una palabra o un acto imprudente fueron arrojados al campo de concentración; de los decapitados y los ahorcados, los deportados y los masacrados de entre las poblaciones sojuzgadas.
Lo cierto es que el mundo estaba tan cambiado que los que éramos testigos de todo ese acontecer aún no podíamos comprender lo que había ocurrido, en definitiva, y qué significaba el estado de cosas sobrevenido. Las profecías, sobre todo las de Nietzsche, eran como visiones abstractas que se desvanecían, porque aún no se había dado la correspondiente realidad nihilista y porque, justamente, lo que ahora estaba ocurriendo, no estaba previsto en ellas. Acaso algo mudable nos apartaba de nuestros orígenes, cuyo sentido no podía ser alterado por ninguna catástrofe histórica; no obstante lo cual, lo mudable debía ser hecho objeto de nuevo enfoque y aprehensión a la luz de lo inmutable. Ante esta tarea se estaba —interrogando y escuchando, debatiéndose en ignorancia y alentando esperanzas—, en tanto la fatalidad estaba suspendida sobre cada cual.
Durante largos años mi mujer y yo tuvimos que enfrentar en nuestra intimidad esta amenaza brutal e irresistible contra nuestra existencia física; amenaza que, felizmente, no se concretó. Según la información que por las habituales indiscreciones nos llegó de la policía, para el 14 de abril de 1945 estaba prevista nuestra deportación; en el curso de las semanas precedentes ya habían tenido lugar tales transportes. Quince días antes los americanos entraron en Heidelberg. Un alemán no podrá olvidar nunca que él y su mujer deben a los americanos su vida amenazada por alemanes que querían darles muerte en nombre del Estado alemán nacionalsocialista.
No he de referirme aquí en detalle a mis experiencias correspondientes al período de 1933-1945. En el año 1933 fui excluido de toda participación en la administración de la Universidad, en 1937 privado de mi cátedra y desde 1938 se me prohibió publicar nada. La experiencia fundamental era la pérdida del amparo de la ley en el propio Estado. La realidad de este desamparo no podía ser compensada ni por la solidaridad de quienes no rompían con nosotros, de los amigos que, con una sola excepción, no nos abandonaban y los comerciantes y los artesanos que prestaban ayuda a mi mujer, ni por el afecto de los familiares. Solidaridad y afecto que, ciertamente, nos hacían mucho bien, preservando la unión con los alemanes y la conciencia de comunidad, por más que esos alemanes, que para nosotros pasaban a ser los auténticos, constituían una exigua minoría. Las circunstancias obligaban a invertir, aunque a regañadientes, la exclusión de la comunidad alemana de que habían hecho víctima los nacionalistas y los nacionalsocialistas a esa minoría y a nosotros tanto en teoría como en la práctica. Aceptaba yo la ayuda personal intentada, aunque en vano, por algunos nacionalsocialistas cuando invocando derechos teóricos me dirigí a las autoridades públicas; mas en varios casos renuncié tácitamente a ella, por ejemplo, cuando uno de los profesores nacionalsocialistas me contestó que en principio la acción contra los judíos estaba justificada, pero que vería lo que podía hacer por mi mujer, o cuando otro me preguntó si mi mujer no había cometido alguna falta.
Así pasamos doce años, en cuyo transcurso nuestra situación se tornaba cada vez más crítica, reducidos a impotente espera basada en cautela meditada, cuidadosos en nuestros contactos con la Gestapo y las autoridades nacionalsocialistas, resueltos a no hacer ni decir nada incompatible con la integridad moral, mas aviniéndonos, sí, a pasividad culpable.
Había tiempo para meditar, tanto más cuanto que las condiciones materiales continuaban siendo buenas. El mecanismo burocrático no sólo me pasaba una jubilación sino también me proveía de alimentos y combustible. No había esperanzas concretas de supervivencia y porvenir, pero, ¡nunca se sabe! Cuando, en 1938, un joven amigo me dijo: —Pero, ¿por qué escribe usted? ¡Total, no lo podrá publicar y un día todos sus manuscritos serán quemados!—, le contesté: —Y, ¡quién sabe! Me gusta escribir; me ayuda a pensar con claridad. Y además, suponiendo que algún día el régimen desaparezca, no quiero presentarme con las manos vacías.
Hasta la primavera de 1939, época en que la presión lo obligó a emigrar con su familia, por lo pronto a Inglaterra y luego a Estados Unidos, me fue dado disfrutar de la amistad del indólogo Heinrich Zimmer. Las conversaciones amplias y hondas con él fueron mis últimas con un hombre en Heidelberg. Me brindó él su inmenso saber, quiso cuidar de mí y me trajo muchos trabajos y traducciones relativos a China y la India.
Aquellos doce años marcaron, por cierto, una etapa muy particular de mi vida. Por un lado, en mi fuero interno me distanciaba de Alemania como realidad política. Salvo muy contadas excepciones, los alemanes, incluso mis amigos de antes, anhelaban la victoria final de Alemania; en cambio yo, alentado por la actitud y los discursos de Churchill, de septiembre de 1940, en medio del júbilo general por los triunfos alemanes ansiaba indicios de un posible vuelco. Ya en 1936 había esperado la entrada de los aliados en Alemania, deseada por mí desde el advenimiento de Hitler al poder, ahora cifraba todas mis esperanzas en la derrota y el derrumbe de la Alemania hitleriana, para que los alemanes sobrevivientes pudieran forjarse una vida nueva, decorosa, que expresase su auténtica esencia.
Forzosamente se planteaba la pregunta acerca de lo que significaba ser alemán. Los otros pueblos nos reprochan que constantemente pongamos sobre el tapete la cuestión de la esencia alemana y vivamos pendientes de la tarea de realizarla, que de algo natural, sobreentendido, hagamos una cosa artificial, forzada. No es inevitable que así ocurra; sí es inevitable, desgraciadamente, que el alemán se plantee la cuestión, máxime cómo sus compatriotas se encargan de que constantemente resuene en sus oídos la palabra “alemán”.
Lo alemán natural, sobreentendido en que yo me desenvolvía, era la lengua, la patria, la ascendencia, así como la magna tradición espiritual de la que desde temprana edad participaba. No el poder en sí mismo, sino el poder puesto al servicio de la idea moral-política era una tarea. Max Weber jamás hubiera vendido el alma alemana por el poder, como hizo en 1933 la mayoría de la población alemana.
De ahí que en 1933 y durante los años subsiguientes desesperáramos del alemán. ¿Qué era ser alemán? ¿Quién era alemán? Cuando en 1933 mi mujer, una judía alemana, repudió a la Alemania que la había traicionado, a la que ella tal vez había amado más que yo, le respondí: —¡Haz de cuenta que yo soy Alemania!
Mi distanciamiento radical del Estado alemán, a partir de 1933, me hacía ver, sin embargo, que mi mujer y yo inescapablemente éramos alemanes. No había solución para las cuestiones que ello planteaba.
Para los pocos de quienes yo formaba parte era desde 1933 probable que los acontecimientos acarrearían el fin de Alemania, probabilidad que a partir del año 1939 se transformaba en certeza. Secretamente pasaba de boca en boca la frase: Finis Germaniae . Triunfara o fuera derrotada la Alemania hitleriana (hasta el otoño de 1941 no estuvimos seguros de que sería derrotada), de cualquier forma Alemania dejaría de existir. Sobrevivirían, empero, multitudes de alemanes, que hablarían alemán, habrían vivido los acontecimientos y procederían del perdido Estado alemán. ¿Qué deberían hacer? ¿En virtud de qué tendría valor su existencia? ¿Seguirían siendo alemanes? ¿En qué sentido tendrían una tarea que cumplir? He aquí los interrogantes que forzosamente debían de llevar a meditar sobre la esencia alemana. Perdido lo alemán tradicional, era preciso dirigir la mirada a los orígenes, para ser otra vez auténtico y digno de los antepasados. La cuestión sigue en pie hasta el día presente: la recapacitación alemana todavía no se ha concretado. Pero a todo alemán serio se le plantea en su fuero interno con punzante urgencia.
Desde 1933, mi conciencia de alemán se asentaba en el siguiente fundamento sobreentendido: la Alemania política, fundada como Pequeña Alemania por Bismarck de acuerdo con las tendencias de 1848, envuelta en el ropaje de la idea medieval de imperio por una fatal falta de veracidad y establecida como Segundo Imperio con la misma inautenticidad con que en aquellos años se construía estaciones de ferrocarril en estilo gótico, esta Alemania no era la verdadera Alemania sino, desde la perspectiva de la historia universal, un pasajero episodio político. Desde hacía mil años, Alemania era algo muy distinto, algo mucho más substancioso. La estupenda idea occidental de imperio había muerto ya en el siglo XIII. Lo único en que se asentaba lo alemán eran la lengua alemana y la vida espiritual y realidad religioso-moral que por conducto de ella se expresaban. Esta esencia alemana se prestaba a muchas definiciones. Lo político en ella no era más que una de las tantas dimensiones, constituyendo una historia desgraciada, jalonada de catástrofes. Lo alemán vivía en el vasto ámbito del espíritu; creaba y luchaba en el plano espiritual; no tenía por qué llamarse alemán, no sabía de intenciones alemanas ni de orgullo alemán, sino que vivía espiritualmente de las cosas, de las ideas, de la intercomunicación universal.
Prueba de que cabe en eso algo sólido y auténticamente político fue, en la Edad Media, la libertad difundida por Occidente. Como evolución y transformación de la Edad Media, subsiste ella hasta el día presente en Holanda y Suiza. En el ámbito prusiano-alemán sucumbió en el siglo XVII.
Tiene, pues, la palabra “alemán” un doble sentido. Uno es el que sobre la base del imperio fundado por Bismarck le asignan los alemanes de dicho territorio y el resto del mundo, consistiendo en que esta realidad estatal de la llamada unidad alemana es la esencia alemana. El otro es el que le otorgaba Burckhardt cuando a principios de la década del cuarenta del siglo pasado escribía que consideraba como su tarea mostrar a los suizos que eran alemanes. (Frase ésta que Burckhardt jamás repitió, al percatarse, ya antes de 1848, de que Alemania no tomaba por el camino de la libertad federal de carácter conservador sino por el del Estado centralizado y autoritario de carácter tecnológico-racional.) Este sentido burckhardtiano hoy ya no es entendido por nadie. Sin embargo, aun dentro de las fronteras del antiguo imperio bismarekiano, es el último refugio para dar con aquello de lo que podrá desarrollarse de nuevo una existencia política decorosa. Cuando en 1914 la propaganda extranjera pretendió escindir a Alemania en Weimar y Potsdam, protesté. En la situación de entonces, el propósito subyacente era minar la fuerza de un Estado. “Weimar” no era en absoluto la Alemania espiritual-política íntegra y grande de mil años de existencia; no era sino un componente significativo de ella. Y en cuanto a "Potsdam”, nosotros mismos lo repudiamos, pero no era la Alemania que entonces empuñaba las armas. El que hoy, en el interés fundamental de los propios alemanes, no por voluntad ajena de debilitarnos, haya que entenderla a Alemania en doble sentido no debe confundirse con aquella antítesis superficial. Hoy, esta distinción significa que la existencia política de Alemania ya no puede ser fundada moral y espiritualmente en tendencias restaurativas, ni en recuerdos de los últimos mil quinientos años, sino que tras las tremendas catástrofes tanto internas como externas, ella debe ser creada de nuevo, desde su base, en función de la situación mundial y compartiendo la responsabilidad dentro de ella. Su base se la ilumina proyectando plena luz sobre el fallido episodio histórico.
Al mismo tiempo que me hacía tales reflexiones, me sentía en creciente medida impulsado hacia el cosmopolitismo. Parecíame que lo esencial era ser primordialmente hombre y, sobre esta base, integrante de un pueblo. Buscaba anhelosamente una instancia supranacional, un derecho que por encima de los Estados pudiera amparar al individuo lanzado al desamparo por su propio Estado. Debía haber protección contra cualquier Estado que pisoteara la dignidad humana. Únicamente la solidaridad de todos los Estados podría ser tal instancia superior. Con el principio de no intervención en los asuntos internos de un Estado se dejaba el campo libre a la iniquidad y el atropello. La pretensión de soberanía absoluta implicaba la de poder también cometer crímenes en nombre de ella, pues según un inveterado principio para el rey (ahora para el Estado o la dictadura) no regía la ley. Frente a esta soberanía estaba la responsabilidad que tenían todos los Estados de no tolerar en ninguno las prácticas inicuas y el desamparo ante la ley, puesto que a la larga constituyen una amenaza para ellos mismos.
Estas reflexiones me las hice por primera vez cuando, en 1933, el Vaticano celebró un concordato con Hitler, con lo que no sólo acrecentó sobremanera el prestigio de éste, sino propiamente consagró su régimen en el plano internacional. Se renovaron, intensificadas, en el año 1936, cuando todo el mundo apoyó al régimen hitleriano al participar en los juegos olímpicos de Berlín. Y volvieron en 1939, cuando el Congreso Internacional de Evian, que debía crear posibilidades de radicación para los judíos que huían de Alemania, dio como resultado una sensible agravación de la situación de los judíos alemanes en tal sentido.
Cuando, el 1º de abril de 1945, los americanos hubieron ocupado Heidelberg; cuando me pareció como si se hubiese convertido en realidad aquel cuento de hadas donde de la noche a la mañana el mundo cambia radicalmente; cuando en la fachada del ayuntamiento leí los primeros bandos y en ellos percibí de nuevo un tono decente, occidental, que en adelante también entre nosotros debía imperar otra vez, alenté encendidas esperanzas. Ya a los tres días integraba una comisión de 13 profesores creada a mi propuesta para que preparara la restauración de la Universidad, que por el momento estaba cerrada. La CIC, una organización policial que yo aún no conocía y que a la sazón estaba representada por dos jóvenes inteligentes, cultos y bien dispuestos, nos autorizó por escrito a celebrar reuniones y sin tardanza pusimos mano a la obra. Me sentía identificado con la Universidad y calificado para opinar y desarrollar iniciativas en este terreno. No olvidaré jamás el afecto y la confianza que me testimoniaron unos pocos colegas. Sin poder nunca llegar a ser decano o rector, hice gestiones y proposiciones y pronuncié discursos, comprometiéndome en una empresa que mis fuerzas no me permitían, sin embargo, llevar a cabo cabalmente.
Para la tarea de encarar los nuevos problemas que entonces se nos planteaban, mi mujer y yo contamos con la colaboración que Hannah Arendt Blücher nos brindó en testimonio de un viejo afecto mantenido vivo a lo largo de decenios. En esos años siguientes a la contienda, su solidaridad filosófica y humana fue para nosotros el hecho más grato. Vino ella, que pertenecía a la joven generación, a aportarnos a nosotros, los viejos, sus pasadas experiencias. Habiendo emigrado en 1933 y desde entonces rodado por el mundo, sin que las adversidades sin cuenta consiguieran abatir su ánimo, sabía ella de los terrores elementales que rodean nuestra existencia cuando, cortada del Estado de origen y desamparada, se halla reducida a la condición subhumana de apátrida. No obstante su siempre renovado y logrado intento de rehacer su vida en un nuevo medio, en ninguno había llegado a arraigar hasta el punto de aceptarlo sin reservas. Su íntimo sentimiento de independencia había hecho de ella una ciudadana del mundo, su fe en la fuerza única de la Constitución americana (y en el principio político que se había mantenido como el mejor de todos), una ciudadana de Estados Unidos. Gracias a ella adquirí una noción más clara que antes había sido posible de ese mundo del máximo ensayo de libertad política y, por otra parte, de las estructuras del totalitarismo; si ocasionalmente experimenté una leve vacilación, fue porque ella aún no se había asimilado los modos de pensar, los métodos de investigación y las comprensiones de Max Weber. A partir de 1948 nos visitó de vez en cuando para mantener conversaciones intensivas con nosotros y cerciorarse de una coincidencia que escapaba a toda fijación racional. Con ella podía yo, una vez más, discutir en la forma que toda la vida he anhelado pero que, en rigor, desde mis años juveniles —abstracción hecha de las personas más estrechamente unidas a mí por comunidad de destino— sólo me ha sido deparada en el trato de algunos hombres: o sea con la absoluta franqueza que veda segundos pensamientos; con la libérrima despreocupación de quien sabe que no debe tener cuidado de no equivocarse, porque el error será corregido e indicará algo que vale la pena; en la tensión de discrepancias, acaso hondas, mas envueltas en una confianza a toda prueba que permite que incluso ellas se manifiesten, sin que por ello se resienta el afecto, en un radical mutuo brindarse y el cesar de demandas abstractas por cuanto se extinguen en la lealtad de hecho.
A partir del año 1945, en mayor grado aún que en el ámbito universitario, me estaba vedada toda cooperación activa en el terreno político. Vinieron a verme algunos americanos en busca de información y para consultarme. Cuando los americanos establecieron gobiernos provisionales, me preguntaron si aceptaría ser ministro de Culto e Instrucción Pública. Con profundo pesar tuve que declinar el ofrecimiento. Consultado sobre mis opiniones —se trataba siempre de conversaciones libres con los primeros hombres, en parte eminentes, enviados a Alemania—, yo escuchaba y decía muchas cosas, tan pronto estimulado por las posibilidades que se presentaban como desalentado por las realidades existentes.
Particularmente arduas se volvieron las reflexiones políticas cuando se encaró la reestructuración de la administración inicial de Alemania, contemplándose la sustitución de las personalidades alemanas que las autoridades de ocupación habían nombrado oportunamente por un gobierno de partido surgido de las urnas, como régimen democrático alemán de responsabilidad propia. Dije entonces a cierto americano: —Ustedes toman un camino que es funesto para Alemania. Las mejores personalidades que hay en el país serán reemplazadas por los viejos hombres de partido que antes de 1933 demostraron su ineptitud. Gobernarán no solamente alemanes de valía sino, sobre todo, alemanes políticamente corrompidos. En última instancia la soberanía seguirá siendo ejercida, de hecho, por las autoridades de ocupación. Esta realidad será soslayada por una independencia ficticia. Debieran ustedes administrar abiertamente a esta Alemania bajo su propia responsabilidad, por conducto de los alemanes de mayor capacidad, cordura y patriotismo. Así el proceso educativo que nos ha sido negado por la historia podrá, al menos, comenzar por cierto grado de independencia alemana desde abajo. Esta educación no se logra aleccionando, dando conferencias y editando escritos que ensalzan las excelencias de la democracia, sino única y exclusivamente por la práctica. Pero ésta debe comenzar en el plano comunal. Le voy a citar un ejemplo: Actualmente se está protestando en Heidelberg por el precio exorbitante de las papas; los campesinos, por su parte, claman que no cobran, ni con mucho, el precio justo (creo recordar que cobraban tres marcos por quintal y que éste se vendía en la ciudad a razón de doce marcos). Bueno, ¿qué pasa? Pasa que todo el mundo pide que el Estado tome medidas (sin embargo, aún no existe un Estado). Lo atinado sería que las comunas de campesinos por conducto de representantes elegidos trataran con Heidelberg con miras a alcanzar bajo su propia responsabilidad, una solución razonable. Resolviendo problemas concretos es como se aprende la forma de hacer las cosas y que cada cual comparta la responsabilidad. Entre nosotros aún rige el principio de que la autoridad manda y la masa obedece. Dejen ustedes que las comunas se ejerciten en arreglar sus asuntos en creciente escala por sí mismas. Así la gente aprenderá a pensar políticamente. De ella surgirán entonces, en la discusión pública, los hombres que al formarse de nuevo partidos políticos afirmarán su personalidad e inspirarán confianza. No sé cómo ha de procederse en detalle, pero lo cierto es que hoy por hoy Alemania no puede ser gobernada por sus mejores hombres políticos, los que sólo al cabo de años podrán surgir de elecciones libres. Las facultades y responsabilidades de las autoridades de ocupación deben reducirse paulatinamente, para dar tiempo de que madure la fuerza de los hombres cuerdos que me consta que hay en alto grado y en gran número en Alemania. Implantar desde arriba la democracia basada en el juego de partidos políticos, ahora que falta su premisa en la conciencia de la población y la abrumadora mayoría de los alemanes ni siquiera saben qué quieren realmente, ni qué y a quién deben elegir, significaría poner en lugar de la autoridad de los alemanes escogidos por ustedes la de dirigentes y burocracias de partido y sus dictadores.
—Tal vez tenga usted razón— me contestó el americano—. Me inclino a creer que la tiene. Pero no podemos proceder así. En primer lugar, porque nuestro pueblo americano repudia la administración colonial, en todas sus formas; y lo que usted propone se parece a tal. Y en segundo lugar, porque los rusos lo tomarían como un ejemplo de administración dictatorial y en seguida se aprovecharían para hacer lo mismo en Alemania Oriental, pero con muy otros propósitos y en forma mucho peor.
En distintas oportunidades hablé a propósito de tales experiencias y eventualidades. En el año 1946 publiqué un trabajo sobre “La cuestión de la responsabilidad”, basado en el curso que en el invierno de 1945/46 dicté sobre Alemania.
Como me estaba vedada toda participación en la política activa, sólo me quedaba meditar, escribir y pronunciar discursos. Se me planteaban los interrogantes fundamentales de la historia, la cuestión de la historia mundial y de nuestra situación dentro de ella. (“Del origen y la finalidad de la historia”, 1949.)
En el campo filosófico, mi tarea era alcanzar una noción precisa de los supuestos morales y condiciones reales de la política y, en segundo término, fijar mi pensamiento político en función de la anticipada posición cosmopolita.
Donde quiera que percibiera en el mundo el aliento de un pensamiento político consciente de responsabilidad por la humanidad, esto es, por la libertad del hombre y los derechos humanos, y conjugadas con él la fuerza y valentía del sacrificio y la devoción por la idea una y grande, buceé y extraje esperanza. Personalmente reducido a la impotencia, sentía que debía al menos meditar y recoger lo que por este camino pudiera servir para promover la conciencia política.
Lo decisivo es esto: no existe una ley natural, ni histórica, que rige la marcha de las cosas en su conjunto. Lo que determina el futuro es la responsabilidad de las decisiones y actos de individuos y, en definitiva, de cada uno de los millones de hombres.
Cada cual comparte esta responsabilidad. Por su conducta, sus pequeños actos cotidianos y sus grandes decisiones testimonia él ante sí mismo lo factible; a través de esta realidad suya del momento participa, imperceptiblemente, en la construcción del futuro. Desempeña, así, un papel cuya importancia, como la de su voto, no debe desconocer.
En esa década llegó a privar en mi pensamiento una verdad sobreentendida desde hacía miles de años y sólo olvidada pasajeramente: que la filosofía no deja de tener consecuencias políticas. Con sorpresa percibí en la historia toda de la filosofía esta conexión evidente. Ninguna filosofía grande es huérfana de pensamiento político; ni aun la de los grandes metafísicos, en absoluto la de Spinoza, quien incluso prestó colaboración activa, de efecto espiritual. De Platón a Kant, y a Hegel, Kierkegaard y Nietzsche va la grande política de los filósofos. Lo que una filosofía es se evidencia en su faz política. Esto no es accidental, sino que reviste una significación central. No es una casualidad que el nacionalsocialismo y el bolcheviquismo hayan considerado a la filosofía como su enemiga mortal en el plano espiritual.
Parecíame advertir que sólo en virtud de mis inquietudes políticas alcanzaba mi filosofía cabal lucidez, incluso hasta el fondo de la metafísica.
Desde entonces, a todo filósofo le pregunto por su pensar y obrar político y veo la línea sublime, honrosa y operante del pensamiento político correr a través de la historia del espíritu filosófico.