7. LA UNIVERSIDAD
INMEDIATAMENTE después de la primera y de la segunda guerras mundiales publiqué un trabajo sobre la “Idea de la Universidad”, con objeto de que dicha idea se perfilara más nítida en mi propia conciencia y la de los estudiantes y los docentes. En 1946, el trabajo apareció con el mismo título e inspirado en la misma orientación de la primera vez, mas refundido con miras a promover la restauración de las Universidades alemanas. En una y otra oportunidad mi palabra no surtió efecto; mas igual me alegro de haberla dicho, en el sentido de nuestra magna tradición y con inquebrantable esperanza en la resurrección de la idea. En lo que sigue me referiré a las experiencias y posturas en que se originaron los dos escritos en cuestión.
Desde mis tiempos de estudiante era la Universidad para mí la institución con la cual me sentía identificado. A los profesores eminentes los veneraba y todos los docentes incluso los que personalmente repudiaba me merecían respeto por las funciones que desempeñaban. Rendía culto al establecimiento, a sus recintos y a las formas de su tradición.
Aún no tenía clara idea de lo que en definitiva aureolaba a todo eso de un brillo aún visible; mas el clima en que se desenvolvía la labor en ese mundillo, la actitud hacia las instancias que representaban esa autoridad y el recuerdo de las generaciones que allí habían precedido me volvían consciente, no ya del orden, sino de las tareas grandes y plenas de sentido de las profesiones intelectuales llamadas a sustentar y moldear la vida toda de la sociedad.
No faltaron, empero, las decepciones. La mayoría de los estudiantes no estaban en absoluto a la altura de la idea. Las asociaciones de estudiantes, tal como entonces habían llegado a ser, se me aparecían como la encarnación de una vida antiespiritual e impersonal caracterizada por francachelas, duelos y pautas de conducta mecánicamente impuestas y observadas y que por su vinculación con los que habían precedido en aquellas asociaciones garantizaba perspectivas privilegiadas en la vida posterior a quien respondía a las normas convencionales de capacidad de trabajo, nacionalismo y obediencia. Me sentía un extraño entre los estudiantes, salvo contadas excepciones. Me tenían simpatía, no obstante, y mi interés sobrio en las cosas si bien los sorprendía, les merecía respeto, pues me desenvolvía serenamente, sin meterme con nadie.
Sin embargo, las asociaciones de estudiantes se me convirtieron en un agudo problema, puesto que daban la pauta en la vida universitaria y estaban rodeadas de máximo prestigio. Se me planteó la cuestión de la libertad del estudiante en su vivir y su estudiar. Esta libertad suponía la espontaneidad de la amistad personal y la conciencia de la propia personalidad forjada en la propia trayectoria espiritual; y me parecía amenazada por los convencionalismos carentes de auténtico sentido de una asociación que hacía perder tiempo y fuerzas en naderías y promovía una arrogancia que se basaba en la afiliación, exhibida por la cinta de color. En vez de vivir en la aventura espiritual y en la responsabilidad personal por la orientación del estudio, se aceptaba como patrones los objetivos fijados para la vida por una clase privilegiada de la sociedad, haciendo suyas las nociones de felicidad juvenil que tenían los que en épocas anteriores habían pasado por la Universidad. En lugar de pensar por cuenta propia, los estudiantes se sometían a los criterios convencionales, manteniéndolos con un fanatismo que encubría una efectiva inseguridad interior. El hecho de que eran ajenos a las corrientes espirituales de la época parecíame prueba de que no eran estudiantes verdaderos. Las experiencias de mi juventud y mis observaciones posteriores me han llevado a considerar a esas asociaciones estudiantiles como un grave mal de las Universidades alemanas. Ya no alentaba en ella ni pizca de aquel espíritu que después de las guerras de liberación había presidido la fundación de las Burschenschaften. La auténtica educación había cedido el paso a la formación mecánica de un tipo convencional. Y este tipo me resultaba odioso.
Otro problema relativo a la libertad de estudio era el auge de los reglamentos y controles del mismo. En el siglo XIX el estudiante se había desenvuelto en una atmósfera de auténtica libertad. De no estudiar debidamente, terminaba por fracasar en los exámenes. De niño aún fui testigo de la situación por demás penosa que se le creaba al estudiante de derecho obligado a elegir una profesión no universitaria al no haber alcanzado la meta. Ahora, empero, se introducían en el estudio de la medicina reglamentaciones que, en definitiva, garantizaban el éxito en los exámenes, en todo caso por un examen ulterior en alguna materia. Ocasionalmente se debatían los problemas emergentes de este estado de cosas. En Gotinga me alojaba en una casa de huéspedes donde una matrona cuidaba de un pequeño número de estudiantes recomendados, en un ambiente acorde con la tradición profesoral. Yo era el más joven. Cierta vez que hablé del estudio y de la vida de estudiante recalcando que su plena libertad era indispensable para la misma debida aprehensión espiritual, un estudiante de medicina adelantado me replicó: —Todo esto es muy lindo, pero está usted en un error. Así no hay caso. Al estudiante medio hay que conducirlo—. Aún me parece sentir el impacto de la perplejidad que hizo presa en mí ante estas palabras. Contesté que me refería, precisamente, a lo que estaba al alcance de cada cual; que no era cuestión de condiciones intelectuales, las cuales bastaba con que fueran medianas, sino de sincero anhelo de verdadero saber y, por ende, de aventurarse espiritualmente y estar atento con sincero afán a los requerimientos del estudio. Las Universidades, dije, no eran simples escuelas. Kuno Fischer de Heidelberg había recalcado que la Universidad no era un colegio. Si la Universidad no era para todos, todo el mundo tenía derecho a optar por los estudios universitarios si sabía los renunciamientos que tal opción imponía. Quien estudiara nada más que para rendir exámenes y lograr ventajas en la vida posterior, en otras palabras, quien en vez de adquirir auténtico saber pretendiera hacerse meter datos para los exámenes, estaba fuera de lugar en la Universidad. —Entonces la mayoría de los estudiantes están fuera de lugar en la Universidad —declaró mi interlocutor. Mi respuesta fue: —De ser así, la cosa es grave, pues será el fin de la Universidad.
También los docentes universitarios me decepcionaron. Pocos eran los profesores que daban fe de la idea de la Universidad y estaban a la altura de ella. Algunas figuras prominentes me parecían tener méritos, poseer una prodigiosa capacidad de trabajo y cumplir una eficaz labor de orientación de los estudiantes en sus respectivas disciplinas, y sin embargo, en cierto modo, ser ajenos a la idea de la Universidad y su contenido espiritual. Su desenvolvimiento tenía un aire de rutina y ostentación, amén de intrigas y propaganda. Su formidable diligencia parecía encubrir un vacío y una confusión existenciales. Pretendían el máximo para su jerarquía. Los rodeaban multitudes de discípulos, que acrecentaban su prestigio y de rebote se prestigiaban a sí mismos. Su verdadero ser se me reveló más tarde, particularmente en el período de 1914-1918, en situaciones concretas. Eran, lo que en la casa de mis padres se calificaba, peyorativamente, de “nacional-liberal” (nombre de un gran partido alemán de ese entonces), o sea hombre sin carácter y sin dignidad cívica.
Desde que, de niño, con la imaginación encendida, oí hablar de ella, la Universidad era para mí una instancia de la verdad absoluta. Más tarde esto tomaba la forma de la idea supranacional occidental. Una de mis más profundas decepciones fue, en 1914, la actitud partidista que tomaron las Universidades, las del mundo anglosajón no menos que las del ámbito alemán. Me parecieron traicionar la idea eterna de la Universidad. Para mí la Universidad había sido aquello que podía preservar la verdad frente a la realidad del Estado. Culminaba un estado de cosas que ya antes de 1914 se había evidenciado: en todas partes se claudicaba ante esa realidad, aceptándola y justificándola. Las Universidades habían perdido la responsabilidad implícita en su carácter de instancia occidental, situada por encima de los Estados y las nacionalidades.
En forma más concreta cobré conciencia de ello en 1919 a raíz de la necesidad de tomar una decisión personal. Profesor suplente a la sazón, de resultas de los cambios introducidos con intención revolucionaria en el régimen universitario había sido elegido miembro del consejo académico, el que un día debió considerar una invitación que el rector de la Universidad de Berlín dirigía a todas las Universidades alemanas para que adhirieran a una nota de protesta contra las cláusulas divulgadas del posterior Tratado de Versalles. Cuando me tocó dar mi opinión, aconsejé no solidarizarse con la protesta. Estábamos todos de acuerdo, dije, sobre las consecuencias funestas y la injusticia de aquella cláusula. No se trataba de discutir lo que cada cual, como ciudadano alemán, debía hacer. Ahora bien, cuanto más claramente, como ciudadanos alemanes, veíamos el apremio extremo que nos deparaba el futuro, tanto más decididamente debíamos preservar en la medida de lo posible la esfera cuyo sentido iba más allá de todos los Estados y pueblos. Estábamos aquí reunidos como representantes de la Universidad. Si bien ésta, al igual que las Iglesias, era mantenida por el Estado, con dinero de los contribuyentes, su tarea específica, como la de aquélla, era de carácter supranacional. Sólo con ésta teníamos que habérnosla aquí como consejo académico. Éramos Universidad occidental antes que alemana. Nuestro origen debía buscarse en la Edad Media europea, no en los Estados territoriales, que simplemente nos heredaron. Nos incumbía preservar nuestra tarea en cabal pureza y no meternos en cuestiones que no nos competían; de lo contrario menoscabaríamos la realización de nuestra idea. Nunca como en estos momentos había sido tan necesario salvaguardar una instancia supranacional de comunidad humana. Por lo demás, la protesta, por ser puramente formal, era inútil; la autoridad pretendida para emitir tal declaración carecía de base, por cuanto el mundo no le reconocía en absoluto tal autoridad a la Universidad.— Estas palabras del joven profesor suplente causaron extrañeza en el seno del consejo académico. Después de mí aún hablaron algunos otros. Gradenwitz, un jurista judío y antisemita, hizo caso omiso de mí y mis manifestaciones para dar a entender que un profesor suplente no tenía derecho a opinar en esta reunión. Dibelius, el renombrado teólogo, sí hizo referencia a lo manifestado por mí; negó que la Universidad pudiera ser comparada con las Iglesias y concluyó afirmando que no deshonrábamos a la Universidad si hacíamos nuestra la protesta. Mi moción fue rechazada por unanimidad, absteniéndose de tomar parte en la votación el patólogo suizo Ernst, quien luego, en el camino de regreso, me dijo cálidamente: —Usted tuvo razón; sólo me abstuve de votar porque soy suizo y por lo tanto no me correspondía intervenir en el asunto—. Contesté que no se trataba de un asunto de los alemanes ni de los suizos, ni tampoco de los aliados, sino de la idea de la Universidad occidental. —Quizá debiera ser así —comentó Ernst—, pero lo cierto es que la realidad es muy distinta.
En 1924, un episodio que durante años hubo de agitar al ámbito universitario, me hizo ver que ya por entonces la libertad espiritual de la Universidad corría gravísimo peligro. Un profesor suplente de estadística, de nombre Gumbel, que había adquirido prestigio por sus trabajos científicos, llevado de un apasionado interés político había publicado folletos, con cubiertas truculentas, en los cuales denunciaba la existencia de un ejército clandestino, y los esfuerzos que a la sazón se hacían por restaurar las fuerzas armadas alemanas, anticipando con clarividencia las consecuencias. Se dirigía Gumbel como pacifista a la población en discursos públicos, donde decía: —...los. hombres que cayeron, no diré que en el campo del deshonor, pero sí en circunstancias terribles—. En esta frase se cebó la ira hacía tiempo encendida de profesores nacionalistas: Gumbel, se clamó, agraviaba el honor de los soldados alemanes muertos en la guerra; esto era intolerable; había que retirarle la venia legendi, pues desprestigiaba a la Universidad. Se abrió contra él un procedimiento disciplinario con el fin de suspenderlo como docente. Se creó una comisión de investigación, integrada por un jurista, un representante de los profesores suplentes y yo en representación de los catedráticos de la Facultad de Filosofía, cuyo dictamen debía servir de base para el fallo de la Facultad, sobre el cual resolvería en definitiva el Ministerio competente.
De entrada comprendí que estaba en juego la libertad de cátedra, cuya base quedaba socavada también si se establecía un control sobre la postura ideológica de los docentes. Estaba yo hacía mucho familiarizado con la historia de nuestra Universidad y con el régimen de 1803 inspirado en el espíritu de la época del clasicismo alemán. Entonces aún se había tenido clara idea de la esencia de la Universidad y de los peligros que la acechan. Había una disposición, suprimida en regímenes universitarios posteriores del siglo XIX, según la cual la habilitación para enseñar sólo podía ser revocada por actos que configuraban un hecho delictivo según el Código Penal; o sea que no podía dar lugar a su revocación una concepción del mundo, ni una falta de tacto, ni menos una ideología política.
Señalé en seguida en el seno de la comisión estas condiciones reales de nuestra libertad, recalcando que si hoy un docente era hecho objeto de medidas disciplinarias por su ideología política, pacifista, y por actos encaminados a denunciar la violación de un tratado por el Estado (así se tratara de una de las cláusulas impuestas por los aliados en Versalles), con el argumento falaz de que se trataba de un agravio, mañana podrían tomarse idénticas medidas contra otro docente por ser un ateo y pasado contra otro por no estar de acuerdo con el régimen político imperante. Pero aquella disposición de antes ya no regía.
Ahora, hablando de democracia, se denunciaba que las palabras de Gumbel eran lesivas para el honor del pueblo alemán en general y de los ex combatientes en particular. Aunque no hice mía esta tesis, la acepté; pero sostuve que el hecho del agravio debía ser confirmado por declaraciones de testigos y que los legítimos testigos eran los que habían escuchado aquel discurso de Gumbel, ex combatientes todos ellos. Así, pues, se oyó a gran número de tales, con el sorprendente resultado de que casi todos, lejos de sentirse agraviados por las manifestaciones de Gumbel, las aprobaban.
El procedimiento disciplinario dio como resultado un dictamen unánime de la comisión de investigación en el sentido de que no correspondía revocar la habilitación de Gumbel. Aun antes de llegar oficialmente a la Facultad, empero, su tenor trascendió entre los profesores, suscitando una ola de indignación. Cierto teólogo a primera hora de la mañana fue a ver al jurista integrante de la comisión y se lo hizo saber, subrayándolo por su propia protesta airada.
Entonces mis dos colegas de la comisión me solicitaron mi conformidad con la anulación del dictamen ya firmado por nosotros y su sustitución por otro distinto. Les dije que no me oponía a que ellos retiraran su firma, pero pedí que el dictamen redactado fuera sometido como mío propio a la consideración de la Facultad y ellos presentaran otro bajo su exclusiva responsabilidad. Así se hizo.
Tras una deliberación prolongada durante cuatro horas, la Facultad resolvió por todos los votos contra el mío que correspondía la suspensión de Gumbel. Este fallo debía ser elevado al Ministerio. De acuerdo con la usanza, la Facultad lealmente dejó librado a mi criterio elevar un dictamen propio contrario al fallo; pero renuncié a ello, alegando que el gobierno socialista, cuya postura era conocida de todos nosotros por sus declaraciones y sus actos, de cualquier forma no confirmaría el fallo, aunque en absoluto por respeto a la libertad de enseñanza en la Universidad, sino por parcialidad ideológica en favor de Gumbel. Subrayé que a mí no me interesaba Gumbel, sino la libertad de enseñanza, y que si la Facultad no se daba cuenta de que ella misma, por su actitud, la ponía en peligro, no la salvaría el rechazo del fallo por parte del gobierno.
Cuando volví a casa de esa reunión rompí a llorar y, desesperado, le dije a mi mujer: —La libertad de la Universidad ya no existe más; ya nadie sabe lo que es. Abandonaré la lucha y en adelante me dedicaré exclusivamente a la filosofía—.— ¿Cómo? —contestó ella entre preocupada y amonestadora—. ¿Vas a dejarte desanimar?
No me referiré en detalle a las ulteriores alternativas del asunto. Gumbel, mantenido en su cargo, volvió a hacer declaraciones provocativas. Ya al año siguiente la Facultad tuvo que expedirse de nuevo y esta vez, como consecuencia de una situación compleja y a raíz de un discurso fascinante del decano, Ludwig Curtius, sobre la libertad de enseñanza, resolvió, a la inversa, que Gumbel no debía ser separado. Pero la Facultad no le estaba agradecida a su decano por haberla llevado a tomar la resolución que correspondía. Algunos catedráticos consideraban que habían sido engañados. Reinaba una confusión de ribetes grotescos. Años más tarde volvió a haber un procedimiento disciplinario, en el cual yo ya no tuve intervención alguna. Por entonces cundían en el ámbito universitario las nociones y actitudes irreflexivas que, sin que la gente se lo propusiera, ni siquiera lo sospechara, pronto hubieron de llevar al poder al nacional-socialismo, ante el cual aquellas luchas quedaron reducidas a meras bagatelas y que de un golpe borró a la Universidad como realidad del espíritu libre.
La idea de la Universidad vive decisivamente en los estudiantes y los profesores y sólo secundariamente en las formas de la institución. Si aquella vida se extingue, la institución no la puede salvar. Ahora bien, debe ser generada de hombre a hombre y vuelta consciente y más operante por escritos nuevos, ajustados a la situación específica del momento. El estudiante busca la idea, está pronto a hacerla suya y, en el fondo, queda desconcertado si no la encuentra realizada por los profesores, debiendo entonces realizarla él mismo.
Dentro del ámbito de la Universidad, la idea del profesor de filosofía llegó a ser para mí el sentido de mi vida. Mientras hay libertad de la Universidad occidental, la realización de esta idea depende única y exclusivamente del individuo que la recoge y es el encargado de realizarla. En su carácter de profesor de filosofía es dueño y señor entre las cuatro paredes de su actividad docente. La puede organizar a su antojo. Debe cumplir con la juventud, la que siente más vivamente la verdad que las personas de mayor edad. Le incumbe poner delante de ella a los grandes filósofos e impedir que los confunda con los de categoría inferior. Entonces las ideas fundamentales, eternas, se manifiestan en sus exponentes insignes. Debe él abrir los espíritus a cuanto puede saberse, al sentido de las ciencias y a la realidad de la vida. A todo esto debe englobarlo y penetrarlo por las operaciones básicas del pensar, que nos elevan. Debe desenvolverse identificado con la idea de la Universidad y, así, asumir la responsabilidad por una labor fructífera, constructiva, realizadora de sentido. No debe soslayar los límites, mas sí enseñar mesura.
Personalmente, debo muchísimo a la idea de la Universidad occidental y su realidad, por más que deformada, en Alemania. Considerando los tiempos en que vivimos, es francamente fabuloso lo que me ha brindado: plena libertad; un modesto existir consagrado a la exclusiva tarea de pensar; las condiciones externas necesarias para poder cumplir esta tarea.
Son grandes, pero pueden ser resistidas, las tentaciones de la institución: la dispersión, el vacío que se produce después de haberse estado un tiempo metido en la huella de la rutina, la diligente holgazanería. La libertad en que se desenvuelve el profesor universitario y que no debe quedar sometida a ningún control puede seducir a la haraganería, mas es también la libertad de entregarse a una ociosidad tan sólo aparente. Aquí reside la raíz de todo lo esencial. Quien no esté dispuesto a aceptar que fallen algunos, con la libertad tendrá que destruir la productividad y, así, el espíritu de la Universidad.