1. INFANCIA Y JUVENTUD.

NACÍ el 23 de febrero de 1883 en Oldemburgo, cerca de la costa del Mar del Norte. Mi padre (1850-1940) perteneció a una familia de comerciantes y agricultores que desde generaciones atrás ha estado radicada en la comarca de Jeverland. Fue jurista, Jefe de Distrito y más tarde director de un Banco, desempeñándose siempre con circunspección, lealtad y devoción al deber. Mas sus ocupaciones dilectas eran la pintura y la caza. Por su ejemplo y por sus juicios en momentos decisivos me crió en el espíritu de la razón y la responsabilidad. Mi madre (1862-1941) descendía de un linaje de campesinos establecidos desde tiempos inmemoriales en Butjadingen. Su infinito amor transfiguró la niñez y ulterior vida de sus hijos. Su carácter indómito nos alentó; la actitud comprensiva con que más allá de todos los convencionalismos acogía nuestros afanes fue para nosotros una fuente de estímulo y nos desenvolvimos amparados en su sabiduría.

En el colegio, choqué con el director, pues me negaba a acatar ciegamente disposiciones que me parecían insensatas. Desde temprana edad mi padre me tenía acostumbrado a obtener res puestas a mis preguntas y a no tener que hacer nada sin antes haber comprendido su porqué, así fuera el poder suasorio propio de lo procedente. Aleccionado así por mi padre, sostenía que debía distinguirse entre el orden de la enseñanza y la disciplina militar, que a mi juicio debía quedar excluida de la escuela. Según un día me declaró solemnemente el director, en mi actitud se expresaba el espíritu de la oposición, característica de mi familia, que él debía repudiar. Culminó el conflicto cuando me negué a ingresar en una de las tres asociaciones de colegiales autorizadas por el director (calcadas sobre el modelo de las asociaciones de estudiantes), alegando que traducían una discriminación según la posición social y la profesión de los padres y no se basaban en amistad personal. Mis compañeros de clase, después de haberme asegurado que comprendían mi actitud, de hecho la repudiaron también. Cuando un amigo mío pasó conmigo una semana en la montaña, su asociación le exigió que rompiera conmigo, amenazándolo con la expulsión. Me consultó al respecto y le aconsejé seguir en la asociación. Así lo hizo. El director, por su parte, me dijo que los profesores me vigilarían. Me quedé solo. Para compensarme lo perdido, mi padre arrendó un extenso coto de caza. En adelante, me era dable pasar a sabor mis ratos libres en el variado marco de un paisaje espléndido.

Cabe reseñar sucintamente los jalones externos de mi ulterior vida. Una vez bachiller, durante tres semestres estudié derecho, después medicina. En 1908 rendí el examen oficial y al año siguiente me recibí de doctor. Luego fui asistente científico voluntario en la Clínica de Psiquiatría de Heidelberg. En 1913 pasé a ser, allí, profesor suplente de psicología en la Facultad de Filosofía y en 1921, tras haber declinado sendos llamamientos desde Greifswald y Kiel, profesor titular de filosofía. En el año 1928, no acepté una cátedra que se me ofreció en la Universidad de Bonn. En 1937 el Estado nacionalsocialista me privó de mi cátedra en Heidelberg, a la cual fui reintegrado ocho años después, con la aprobación de las autoridades de ocupación estadounidenses. En el año 1948, por último, acepté un llamamiento de la Universidad de Basilea.

La historia interior de mi juventud es, a grandes rasgos, la siguiente: A los 17 años leí obras de Spinoza, quien pasó a ser mi filósofo dilecto. Pero no resolví hacer de la filosofía el objeto de mis estudios y mi profesión, sino que estudié derecho, con miras a hacerme abogado y actuar como tal en la vida práctica. Al mismo tiempo, empero, el desengaño que causaban en mi ánimo las abstracciones referidas a la vida social, que sin embargo aún no conocía, me llevaba a interesarme en la poesía, el arte, el teatro, la grafología. Así mariposeaba entre las cosas, sintiéndome desgraciado en medio de tanta dispersión, pero sin que faltaran momentos de felicidad deparados por el goce de lo sublime, particularmente en el dominio del arte.

Estaba yo descontento de mí mismo y de las condiciones en que se desenvolvía la sociedad, de las ficciones consagradas en su seno. En lo más profundo de mi ser sentía que algo debía andar mal conmigo mismo y con el mundo. ¡Qué bello y portentoso, en cambio, era el otro mundo, el de la naturaleza, el arte, la poesía, la ciencia! Privaba en mí, a pesar de todo, una fundamental afirmación de la vida, inculcada por padres queridos y amparada por su amorosa solicitud. Era una senda privada la de mi iniciación en la vida.

Gocé con la soledad en el marco de naturaleza no hollada por el hombre: en el valle suizo de Engadina y en la costa del Mar del Norte. Me extasié en la contemplación de lo bello en Italia. Mis viajes quedaron jalonados por experiencias inefables.

¡Cómo dolía la soledad, empero, después de haberme entregado a ella durante un tiempo! Anhelaba el calor del contacto humano. ¿Qué debía hacer? Era preciso encontrarle un cauce a la vida, pues tanta dispersión, aunque abarcaba cosas maravillosas, resultaba destructiva. Era menester tomar un camino concreto de propia vida; ante todo, fijarle una meta al estudio. Me propuse adquirir el máximo saber posible; para cuyo fin la medicina me pareció ofrecer el campo más amplio, como que su objeto eran la totalidad de las ciencias naturales y el hombre. Como médico había de serme posible hallar mi justificación en el seno de la sociedad.

Esta decisión fue tomada por mí en 1902. En una memoria que desde Sils-María, en Engadina, dirigí a mis padres solicitando su conformidad con mi resolución de trocar el derecho por la medicina, escribí en mi torpe estilo de aquel entonces: “Mi plan es el siguiente: Después de estudiar el número reglamentario de semestres, rendiré el examen oficial en medicina. Si para entonces sigo creyendo, como creo ahora, tener las condiciones requeridas, me especializaré en psiquiatría y psicología. Por lo pronto me haría médico de manicomio. Más adelante quizás optaría por la carrera universitaria, como psicólogo; como Kraepelin en Heidelberg, por ejemplo. Pero ahora no quiero ser positivo al respecto, a causa de la incertidumbre y la dependencia de mis aptitudes... Lo mejor, pues, será formularlo así: estudiaré medicina, para ser médico de balneario o especialista, alienista acaso. Lo ulterior lo agrego mentalmente; ya se verá a su debido tiempo. En fin, si llegado el momento de elegir una carrera universitaria no me animara, desesperando de mis aptitudes, tampoco estaré insatisfecho, ni mucho menos.”

En la elección de la medicina era mi consideración primordial que ella ofrecía la posibilidad de conocer la realidad. Por realidad me afanaba yo por todos los medios a mi alcance. Estudiaba con ahínco y aprovechaba con sumo deleite las múltiples oportunidades de adquirir conocimientos. En mis viajes, procuraba aprehender por modo inmediato lo más que podía, ver paisajes, ciudades históricas, obras de arte.

Seguía en pie, empero, la cuestión fundamental de la manera de vivir. El estudio era una cosa momentánea; era útil como preparación para una carrera profesional, pero no era la vida. Sin leer obras filosóficas, dedicando mi tiempo al estudio concreto de materias me lo pasaba filosofando, aunque sin método. Pronto dejé de asistir a clases de filosofía en las universidades, toda vez que no trataban de aquello que para mí era lo importante. Les tenía antipatía a los profesores de filosofía, pues personalmente se me antojaban pretenciosos y presumidos. Sólo Theodor Lipps, en Munich, me impresionaba como personalidad. Pero lo que exponía no me interesaba —excepción hecha de las ilusiones geométrico-ópticas—, cuyo conocimiento había promovido él ingeniosamente; mas ése era un asunto que no pasaba de ser un aspecto especial de la psicología.

En todas las decisiones de mi vida era un factor determinante un hecho fundamental de mi existencia: el de que desde niño sufría de dolencias orgánicas (bronquiectasis e insuficiencia cardíaca secundaria). Cuando estaba de caza, a veces las fuerzas me flaqueaban y me sentaba en algún paraje solitario del bosque, llorando a lágrima viva. Sólo cuando tenía 18 años fue establecido el diagnóstico por Albert Fraenkel, de Badenweiler; hasta entonces había padecido frecuentes accesos de fiebres como con secuencia de un tratamiento equivocado de mi estado morboso. Aprendí, entonces, a organizar mi vida bajo las condiciones de mi enfermedad. Leí un trabajo de R. Virchow que describía hasta en los detalles la enfermedad que me aquejaba y formulaba el pronóstico de que las víctimas de dicha dolencia sucumbían en la cuarta década de su vida, a más tardar, a una supuración generalizada. Me percaté de cuál era el tratamiento decisivo. Poco a poco aprendí los procedimientos, en parte de mi propia invención. Mas su aplicación correcta era imposible si yo llevaba la vida normal de una persona sana. Si quería trabajar, tenía que aventurar lo perjudicial; si quería prolongar mi vida, tenía que ajustarme a un orden estrictísimo, evitando lo perjudicial. Entre estos dos polos se desenvolvía mi existencia. Eran inevitables postraciones frecuentes por dejar que el cuerpo se cansara y se infectara; y era preciso recuperarme de ellas siempre de nuevo. Debía yo impedir que la enfermedad, a fuerza de ser motivo de preocupaciones, se convirtiera en el contenido propiamente dicho de mi vida. Era cuestión de tratarla correctamente en forma casi subconsciente y de trabajar como si ella no existiese. Todo debía ajustarse a la enfermedad, pero sin quedar sujeto a ella. Menudeaban los errores. Las necesidades emergentes de la enfermedad incidían en todo momento y en todos los planes. Me abstengo aquí de entrar en pormenores concretos para otro lugar de mi historia clínica.

Mi dolencia me impedía participar en los placeres propios de la juventud. Ya al comienzo de mi época estudiantil se acabaron las excursiones. Me estaba vedado practicar equitación, nadar, bailar. Por otra parte, la enfermedad me eximía de la obligación del ciudadano y varón de hacer el servicio militar, excluyendo el peligro de morir en el campo de batalla. Dice un proverbio chino: “Hay que ser enfermo para llegar a viejo.” Es asombroso el amor a la salud que genera un estado morboso en sí estacionario. La salud precaria que en éste subsiste se torna más consciente, más preciosa, acaso más sana casi, que la normal.

Otra consecuencia de la enfermedad era una postura íntima que determinaba la manera de trabajar. A causa de las constantes interrupciones era necesario organizar la vida en forma racional. Tenía yo que estudiar de manera elástica, concentrarme en lo esencial, valerme de repentina intuición y de rápido combinar. Era cuestión de aprovechar con tenaz empeño todo momento propicio y llevar adelante el trabajo a todo trance.

Asimismo, mis actuaciones en público debían ajustarse a requisitos estrictos y ser de corta duración. Sólo viajaba en casos importantes, excepcionales, para dar conferencias y participar en debates públicos; en cada oportunidad al precio de trastornos de mi estado de salud “normal”.

Por último, en todos mis tratos dependía yo de la cordial indulgencia de quienes me permitieran prescindir de las normas de la vida social, viniendo a verme a mi casa y aviniéndose a limitar la duración de sus visitas a una o dos horas. Eran frecuentes los casos de incomprensión, interpretándose como arrogancia y retraimiento lo que era inescapable necesidad.

A la claridad de mi mente no afectaban las trabas y los estados de cosas que traía consigo mi enfermedad. Sí afectaba a mi psique la soledad, no obstante mis múltiples contactos, y pese a mi amigo Fritz zur Loye. A menudo se insinuaba en mi ánimo la melancolía. En tales momentos pensaba que pronto todo se acabaría. Aun más a menudo, empero, me estimulaba una maravillosa esperanza en lo que, a pesar de todo, aún podría ser posible para mí.

Durante los primeros años de estudios universitarios estuvo estrechamente ligado a mí mi amigo Fritz zur Loye, muerto prematuramente, que era oriundo de la misma comarca que yo y compartía mi manera de sentir y pensar. Las cosas relativas al estudio eran el objeto de nuestros comunes afanes. Juntos trabajábamos al microscopio y hacíamos experimentos. Nuestro trato se caracterizaba por sobriedad. Era confortante para mí la manera franca como, lejos de guardar un compasivo silencio ante mi enfermedad, la tomaba como un factor que debía ser tenido en cuenta en todo. —Hoy iré a un baile a Mariaspring. Tú no puedes venir conmigo... es cansador, ¿sabes?— ; o antes de una excursión organizada por los estudiantes para botanizar: —Va a durar bastante; tus fuerzas no dan para tanto. .; así trataba él los renunciamientos que mi dolencia me imponía. Por otra parte, me contaba, escuetamente, lo visto y experimentado por él. Nos unía un mutuo afecto firme y leal. Juntos estudiamos en Munich, Berlín y Gotinga y asistimos a un curso de grafología dictado por Klages. Íbamos al teatro y jugábamos al ajedrez. Le complacía la actividad que yo desplegaba pese a mi enfermedad. Una cordial ironía situaba las cosas en la justa luz y perspectiva. En Gotinga asistimos a las clases del físico Riecke, autor de un manual en dos tomos, quien nos merecía respeto pero, por lo demás, un concepto más bien pobre. Lo que Riecke puede —dijo un día Fritz zur Loye—, lo puedes tú también. Escribirás manuales y serás profesor.

Mis contactos humanos se caracterizaban por la reserva propia del alemán del Norte; reserva que por otra parte se nutría de una íntima actitud que esperaba poco de los hombres y aun era acentuada por ocasionales desengaños. Pero esta reserva era para mí una dolorosa traba; en mi alma había otra cosa.

Soledad, melancolía, autoconciencia, todo esto se transmutó cuando, a los 24 años, en 1907, conocí a Gertrud Mayer. No olvidaré jamás el instante en que con su hermano entré por primera vez en la habitación de ella. Estaba sentada ante un gran escritorio. Se levantó, aún dándonos la espalda, cerró lentamente un libro, y se dio vuelta. Observé atentamente cada uno de sus movimientos, cuya claridad serena exenta de exageraciones y convencionalismos, me parecieron trasuntar la esencia íntima, la nobleza de su alma. Pronto, como si fuese la cosa más natural del mundo, la conversación derivó hacia problemas fundamentales de la vida, como si desde hacía mucho nos hubiésemos conocido. Desde la primera hora había entre nosotros dos una afinidad inconcebible, jamás creída posible.

Sin embargo, su situación existencial difería sobremanera de la mía. Gertrud tenía el ánimo ensombrecido por infortunios que no lograba integrar en su vida, la que sin embargo debía seguir su curso. Su única hermana era víctima de una enfermedad mental perniciosa y siniestra que requería su internación permanente. Un amigo filósofo, el poeta Walter Calé, se había suicidado. De otro modo que a mí, que sólo sufría de mi propia enfermedad, a Gertrud se le había desgarrado el fondo del Ser, planteándole interrogantes sin respuesta posible. En ella percibía yo la realidad de un alma que no sabía de ilusiones. Tenía ella una capacidad inmensa para sufrir calladamente. Mi, pese a todo, franca afirmación de la vida topaba con el espíritu que de ahí en adelante habría de vedarme todo fácil conformismo. De una manera nueva la filosofía comenzaba a ser cosa seria. En ella comulgábamos; pero sin llegar jamás a meta alguna. Así ha sido hasta el día presente, en un largo camino que hemos recorrido juntos por la vida.

Las sombras y la conciencia de un peligro constantemente en acecho traían consigo una inescapable gravedad de enfoque. Mas sobre este fondo florecía la dicha infinita de la realidad cotidiana. Me era dado experimentar la inefable dulzura del amor que a cada día otorgaba un sentido.

Pertenece Gertrud a una familia judía ortodoxa radicada desde el siglo XVII en la Marca de Brandeburgo. Guando nos conocimos, en 1907, se estaba preparando para el examen del bachillerato, que pensaba rendir como alumna externa, para estudiar filosofía. Sus experiencias en la atención de enfermos nerviosos y mentales la habían decidido a abandonar dicha profesión. Estudiaba diariamente griego y latín. Después de nuestro casamiento, celebrado en el año 1910, me unían a mis suegros lazos de mutua simpatía y confianza. El padre se había sobrepuesto a su inicial amargura por el matrimonio de su hija con un hombre que no era judío; la madre, por su parte, encontraba cumplidos sus anhelos por el amor de su hija.

En los años del nacionalsocialismo nos tocó presenciar en nuestro contorno inmediato y mediato catástrofes, que una y otra vez parecían a punto de abatirse sobre nosotros también, casi irremisiblemente, pero sin que en momento alguno abandonáramos todas las esperanzas. Nos sentíamos milagrosamente amparados, ya que nos salvábamos de lo peor. En lo más íntimo, el hecho de nuestra supervivencia se nos tornaba complicidad en lo ocurrido; haciéndonos sentir doblemente obligados a cumplir al máximo en la vida y en el trabajo.