MAKA HAKAHAKA

Ojos hundidos

Endo se irguió con un sonido de tela que se rasga. Se inclinó hacia la ventana, haciendo un esfuerzo por recordar quién era. Fue luego hacia un espejo, tratando de controlar el temblor de sus piernas. Cada día parecía más azul. Se sentó en una silla y empezó a tocar su saxofón, lo único que le quedaba que seguía siendo real para él. Preparó té y cogió la tetera con ambas manos para servirse una taza. Le temblaban tanto las manos que apenas podía sostener su instrumento musical. Apenas controlaba su respiración.

Lo único que lo calmaba era caminar entre la muchedumbre. Analizar cuellos. Había muy pocos que se le antojasen deseables. De vez en cuando descubría uno perfecto, delicioso, y las muñecas empezaban a sudarle. Sentía una leve erección. Algunos días resultaban miserables y llenos de disgustos, una multitud tras otra con cuellos imperfectos. Cuellos zenzen dame, verdaderamente terribles, gruesas tajadas de grasa amarillenta y marrón. O cuellos como clarinetes de bambú, delgados tallos de hueso. En días como esos regresaba a casa tambaleándose, débil y famélico.

Ahora había gigantescas multitudes en las calles con cánticos estúpidos. Desfiles, carteles, discursos. La ciudad entera se había sumido en un estado febril provocado por las votaciones de si Hawái debía ser un Estado o no. Keo decía que Washington podría pasar la cuenta en cualquier momento. En su propio interior, en el subsuelo de su ser, Endo sentía repugnancia. Allí había gente con casas, con familias a las que amar, con comida para comer. Y, sin embargo, su avaricia les hacía querer más. ¿Qué sabían ellos de lo que era la necesidad? ¿Del sufrimiento? ¿Qué sabían de ciudades incineradas? ¿De orígenes reducidos a cenizas…? ¡Madre! ¡Padre!

Daba paseos bajo la luz de la luna cuando el Barrio Chino estaba en silencio. Levantaba la vista hacia las estrellas e intentaba recordar cómo era ser normal. Pero luego le sobrevenía la sensación de estar acosado, el olor a herrumbre, a arcilla húmeda. Una noche, desorientado, se detuvo en una tienda para preguntar la dirección correcta. Bajo una luz deslumbrante un carnicero golpeaba con su hacha, ¡pa! ¡pa! ¡pa! Trece cabezas de pato seguidas. Los cuerpos se sacudían y agitaban. Endo miró la pirámide de cabezas y soltó un grito. El carnicero se limpió las manos y lo sacó a empujones de la tienda.

Tal vez fueran imaginaciones suyas. El único momento en el que no se sentía acosado por el olor de la arcilla mojada era cuando estaba con Keo. Como si Keo fuera un escudo, algo que mantuviera el olor a raya. En el Swing Club, la forma de tocar de Endo se había reducido prácticamente a la imitación. Ya no realizaba solos. No obstante, acudía cada noche, sostenía su saxofón y escuchaba atentamente. La música era lo único que le quedaba. Su temor era que llegase el día en que sus sentidos se distorsionasen y el jazz no fuera para él más que simple ruido.

Cada vez más, su vista le fallaba, y el sol resultaba un tormento. Recorría el Barrio Chino con unas gafas de sol redondas que, unidas a su piel azul, traían a la mente la imagen de una mosca grande escapada de alguna fábula. Los productos químicos del plomo le afectaban cada vez más, causando estragos en su sistema nervioso. La comida que ingería la devolvía teñida de colores chillones. Sus extremidades se movían de manera independiente. Tenía convulsiones. Los dependientes de las tiendas en las que entraba cogían siempre algún lápiz para evitar que se arrancase la lengua de un mordisco si le daba un ataque, y reñían a los críos que se le quedaban mirando.

Un día se detuvo en una tetería en la que se estaba fresco y en penumbra, las pantallas de las lámparas decoradas con borlas, los periódicos del día enganchados a cañas de bambú. Se tomó un té con una pajita y leyó los periódicos extendiéndolos sobre la mesa para que sus manos no los hicieran sonar al pasar las páginas. Por todo el local, entre débiles espirales de polvo, la gente bebía de tazas de porcelana y leía. Alguien entró por detrás de Endo. Pese al calor sofocante, de repente sintió un escalofrío, como si unas manos diminutas le hubieran tocado la columna vertebral. En una mesa distante se sentó una mujer vieja, con bastón y unos feos zapatos ortopédicos, y pidió un té de jazmín.

Durante un buen rato reinó el silencio en la tetería, alejada de las calles ruidosas, solo se oían toses ocasionales que removían el polvo que flotaba en el aire. Un chiquillo se presentó en el umbral pregonando ciruelas pasas de Java. El propietario lo echó con delicadeza. Luego sonrió, mostrando sus grandes colmillos amarillos, y miró fijamente la piel de Endo mientras rellenaba su tetera. En el otro extremo de la estancia, una mano cubierta de piel curtida cambió de posición el bastón.

Cada treinta segundos, un cartel de neón en el exterior de la ventana teñía a Endo de rosa. Su resplandor intermitente puso nervioso a un guacamayo encerrado en una jaula oxidada que colgaba del techo. Quizá le recordase las junglas de acuarela de sus orígenes, cuando podía extender sus alas en libertad. Empezó a agitarse, tirando su comida por todas partes, volcando su platillo de agua y haciendo que la jaula se balancease como un péndulo.

Los clientes levantaron un instante la mirada y luego volvieron a concentrarse en sus periódicos. El agua del guacamayo cayó al suelo, al lado del bastón de Sunny. Sintió el impacto de una gota en su tobillo. Con movimientos pequeños y medidos, dio un sorbo a su taza de té. Pero había algo en sus gestos que transformaba el aire, los elementos. El ave se quedó quieta. En el otro lado del local, Endo dejó caer la cabeza y emitió un gemido. Un hombre azul que intermitentemente se volvía rosa. Percibió un olor que se extendía por la tetería: el olor a herrumbre de la arcilla húmeda.

La gente se agolpó a su alrededor, sin saber cómo podían conseguir que se calmase. Sus gritos volvieron a asustar al guacamayo. El cuerpo de Endo empezó a temblar y dar sacudidas. Alguien le ofreció un lápiz para la lengua. Él intentó explicar que no eran convulsiones, que era aquel olor que lo volvía loco. ¿Acaso no lo olían ellos? Ahora aquel olor se le acercó más. Le puso la mano en el hombro. El olor se apoyaba en un bastón. Endo dio un salto y salió tambaleándose del local.

A su lado se marcharon los recuerdos, como un demonio morboso.

… Kilómetros de cámaras excavadas en la arcilla. Cámaras en las que la gente moría de hambre. En las que uno se ahogaba. Cámaras llenas de mosquitos que propagaban la malaria, con su zumbido incesante. Como kamikazes que volasen a la muerte. Millones de jóvenes sacrificados…

Echó a correr en mitad del tráfico, gritando:

—¡EL EMPERADOR LO HA ORDENADO!

A medida que la salud de su amigo iba declinando lentamente, Keo pasaba cada vez más tiempo con él, viéndole beber con una pajita y comer de su plato como un perro, pues ya no confiaba en sus manos si sostenían cuchillos y tenedores. Semana tras semana, su piel se hacía más azul. Sus ojos se hundieron, convertidos en oscuras y profundas simas. Keo empezó a pensar que la cabeza de Endo era una de esas calaveras en las que los investigadores introducían su bolígrafo para indicar algo.

—Tenemos que encontrarte un especialista.

—Ya te lo he dicho —repuso Endo, negando con la cabeza—. No terminaré convertido en un microbio, en un espécimen sujeto en un cristal para que lo pinchen y lo examinen.

—Pero mírate. Estás empeorando.

—No estoy empeorando. Estoy muriéndome. —Endo miró fijamente a Keo, miró su cuello, un buen cuello. Sentía un gran afecto hacia él—. No te pongas triste. He vivido bastante. Tú has sido un buen amigo. Me has animado. —Ahora volvió a mirarle, directamente a los ojos—. Eres un trompetista de primera clase. Eres como el mismísimo Clyde McCoy. Te deseo el reconocimiento que mereces.

Keo apartó la mirada, sonrojándose.

—Ya no pienso en eso. Son sueños del pasado. Ahora están pasando demasiadas cosas, hay mucho por lo que luchar. Un día Krash me dijo que había perdido el toque, que mi música carecía del grito de nuestra gente. Apoyar a mi gente me parece ahora más importante que obtener reconocimiento.

—Siempre hay voces gritando —suspiró Endo.

—Tal vez. Yo solo sé que tenía músculos y nervios, que estuvieron muertos durante años. Ahora me duelen, siento un hormigueo constante. Me siento vivo. Al enseñar a los jóvenes me siento conectado con ellos. Cuando mi madre murió, vi que la vida se aceleraba, que nuestros mayores empezaban a desaparecer. Nosotros éramos la nueva generación de gente mayor. Pero yo continuaba viviendo en el pasado, mientras el presente se cerraba justo delante de mis ojos. He perdido la necesidad de ciertas cosas. Incluso la necesidad de viajar.

—Y… ¿qué pasa con la chica a la que intentabas encontrar?

—Un amigo muy sabio me dijo que la vida la encontraría. Ahora, cuando pienso en ella, siento el recuerdo, pero no el dolor. —Se quedó un rato contemplando el océano, y luego dijo—: A veces, su recuerdo es tan vívido que creo que puedo oír los latidos de su corazón.

—Una vez sentí un amor como ese. Bueno, una pasión. Una chica de Mongolia llamada Udbal. —Endo sonrió—. Ella me enseñó lo que es la concupiscencia. Yo era virgen hasta que la conocí.

Keo frunció el ceño.

—No eras virgen. ¿Después de todas aquellas chicas de París?

—Eso era un juego de niños. En realidad fui un crío hasta la guerra. Udbal me hizo un hombre, como se suele decir. Ella me introdujo en… en una adicción muy particular. —Cerró los ojos para recordar su primera y breve incursión en la Manchuria ocupada.

… el invierno era tan frío que los dientes se rajaban. Los lobos peleaban por los cadáveres. La pequeña belleza de Udbal. Capturada con catorce años, cuando sus soldados masacraron su aldea. Cada vez, antes de violarla, la obligaba a cantar. Se decía que la música había nacido en Mongolia. A veces, mientras estaba dentro de ella, oía gritos. Prisioneros de guerra que eran utilizados en experimentos (los cortaban y los infectaban con el bacilo del cólera o de la peste bubónica). Un día descubrió úlceras de sífilis en el cuerpo de la chica. Se miró el pene y lo imaginó cubierto de pústulas. Se puso a llorar, sintiendo un poco de amor por ella. La sacó fuera y la obligó a arrodillarse sobre la nieve. El arco de su espada. La joven cabeza de Udbal brincando por el aire. Más tarde no quedó nada aparte de huellas de lobos. Vinieron como relámpagos plateados.

Udbal, su primer éxtasis. En dos meses mató a otras cinco chicas enfermas de sífilis. Comenzó a estudiar los cuellos, incluso los de otros oficiales, colegas suyos, mientras inclinaban la cabeza meditando sobre un movimiento de ajedrez. Un capitán se inquietó, pues los ojos de Endo tenían un brillo demasiado punzante. Le enviaron a Rabaul, en las profundidades del Pacífico…

Abrió los ojos de nuevo.

—Supongo que recordar nuestro primer amor es un modo de mantener la inocencia a salvo del deterioro. No puede pudrirse antes de que lo hagamos nosotros.

A Keo le resultó difícil imaginarse a Endo dominado por la pasión o la adicción. Era un hombre tan dañado que sus exhalaciones olían a metal ardiendo.

—¿Qué le ocurrió a la chica, a Udbal?

Endo desvió la mirada y sus labios se movieron para pronunciar en susurros:

—Gomen nasai. Gomen nasai.

—¿Qué estás diciendo?

—Una simple frase. Significa lo mismo que vuestro kala mai. «Perdonar.»

Keo le dio una suave palmada en el brazo y suspiró.

—Esa guerra nunca nos abandonará. Pero a mí me parece que tú ya has sufrido bastante. En cuanto termine el jaleo de si somos o no un Estado, te buscaremos un especialista. Puede que todo lo que necesites sean vitaminas.

Endo echó la cabeza hacia atrás y se rio histéricamente.

—¡Vitaminas! Oh, amigo mío, tú sí que eres original. —Luego la expresión de su rostro cambió y se inclinó hacia Keo—. Deberías empezar a pensar en mis restos. Incinéralos. Después, si quieres, entierra mis cenizas en los Ko‘olaus, donde la tierra está en calma. ¡Keo, te lo suplico! No los arrojes al océano. El océano me horroriza, me trae recuerdos espantosos. Incluso mis cenizas lo sabrían. Sería como hervir eternamente en un infierno rojo y húmedo.