HONOLULÚ

Puerto seguro

HONOLULÚ, 1956

Las cumbres azul celeste del hogar, inefables y tiernas. El aire era un bálsamo. La gente cargaba con el equipaje por las pasarelas hasta el muelle, donde pequeños grupos de familiares saludaban y parloteaban como monos. Ella permanece quieta, observando. En este preciso momento solo le quedan fuerzas para eso. Cojea levemente, apoyada en un bastón, el ritmo de sus pasos es lento, medido, no parece una mujer, sino solo una sombra siguiendo el avance del bastón. Hay en torno a ella una sensación de serenidad, la espiritualidad de quien vive con un dolor constante.

Mira fijamente el puerto, el movimiento de las olas hacia la orilla, makai y makai y makai. Su mirada se adentra hacia los Ko‘olaus, en la distancia, con la vacía indiferencia de quien no está seguro de dónde está, o, sabiendo en efecto dónde está, no está seguro de que importe. De que nada importe. Exceptuando eso, al inhalar dulces aromas florales, algo se viene abajo. Ecos de inocencia, de juventud, de risas caprichosas.

Carga con su única maleta hasta el muelle, cruza una calle y se sienta en un banco. Diecisiete años. No puede absorber los cambios. Hay demasiados turistas, quemados y pelados por el sol, como refugiados de ciudades incendiadas. Edificios altos y resecos subiendo poco a poco hacia la luz, como una extraña y gigantesca vegetación que intenta conectar. No obstante, ella sabe que algún lugar, en valles oscuros y húmedos, en los bosquecillos, las cosas siguen siendo primitivas. En algún lugar las cosas continúan brotando de la niebla y el moho. Lo huele en el terreno húmedo y oscuro, en el aire impregnado de agua. Hay tantas cosas húmedas que la luz del sol siempre será derrotada. Eso la excita ligeramente.

Al salir de los túneles de Rabaul, todo lo que quedaba de ella era sed. Durante las largas semanas de cuarentena, lo único que quería era agua. Luego llegaron sacerdotes con agua bendita, pidiéndole que se confesase. Ella confesó su pecado: sobrevivir. Cogió un vial de agua bendita y se lo bebió hasta no dejar ni gota.

La muchedumbre pasa lentamente a su lado, los hombres la miran fugazmente. Ella baja los ojos, aterrorizada. Como si fueran a tragarse su corazón crudo. Incluso ahora, ella todavía se siente como algo que va a ser sacrificado. Cuando los hombres pasan demasiado cerca, su espina dorsal produce un zumbido, dándole la impresión de que las vértebras formaban una hilera de calaveras que le mordisqueaban. Gime y la gente se aparta.

En algún punto del pasado, un pasado perdido hace mucho tiempo, un oficial del ejército de Estados Unidos, un interrogador, le había pedido que hablase sobre Rabaul y sobre lo que les habían hecho. El hombre era blanco, bien alimentado. Había pasado la guerra detrás de una mesa. Ella le contó todo cuanto podía soportar decir, y cuando terminó, el tipo sugirió en voz baja que las chicas-pi habían sido demasiado pasivas, demasiado tolerantes. Sunny tembló de rabia.

—¡Nunca fuimos sumisas o pasivas! Éramos mujeres con palos de bambú. Ellos eran soldados con metralletas.

Nunca volvió a hablar de ello. Después de eso, se volvió silenciosa. No era nadie. Entre el pasado y el presente se abrió una hendidura y ella se metió dentro. Ahora la vida ya no significa vivir. El tiempo ha dejado de ser tiempo.

Algunos días resulta posible recuperarse durante una hora. Apartar las cortinas de la ventana. Ungir con aceite las bisagras artríticas. Darse el placer de saborear el gusto inocente de una infusión de raíz de campanilla. O ‘awa, el té que cura las penas, que ella toma en pequeños tragos. Durante varios años, en los días en los que se siente con las fuerzas suficientes, ha caminado hasta el océano allí donde haya estado, sumergiéndose lentamente, dejando que el mar se abra paso a través de las hebras de su ser. A veces recibe información de parte de esa gran inteligencia húmeda.

E hulihuli ho’i mai. Date la vuelta y vuelve.

En momentos semejantes, durante instantes fugaces, se siente entera. Se encoge en un ovillo, como una niña, y piensa en su hogar, en el archipiélago donde comenzó a vivir. Por un momento, cree en lo que le dijeron los médicos.

Lo peor ha pasado.

Sin embargo, incluso mientras lo decían, había mujeres a las que se les amputaban órganos infectados, dedos gangrenados. Ella perdió su útero. El corazón de algunas de las chicas, hinchado hasta límites inimaginables, había estallado, como bebés demasiado grandes para su edad que se cayeran de su cuna.

Lo peor ha pasado.

El corazón humano no tiene huesos.

Ahora se sienta en Honolulú, preguntándose qué hace aquí. Qué sentido tiene. Se queda sentada durante horas, dudando de si simplemente morirá ahí, en un banco. El mar le había dicho «vuelve a casa». Ahora aguarda nuevas instrucciones. Un trozo de papel revolotea en el banco a su lado. CATEGORÍA DE ESTADO: MILES DE PERSONAS SE MANIFIESTAN A FAVOR. Las palabras no tienen ningún significado para ella. Ha eliminado las palabras impresas. Los libros y los periódicos son para ella como documentos medievales, objetos que pertenecen a un pasado lejano.

Dormita, imagina que es una figura bordada en un viejo kimono que ha sido hecho a la manera antigua, con una esquirla del esternón de una grulla. En el barco que le había llevado a Honolulú había soñado que era parte del sueño de otra persona, y en ese sueño estaba avanzando muy lentamente, como algo que se va bordando despacio, hacia un lugar en el que todo sería al final entendido. Se despierta sentada en el banco, en ese puerto seguro que es Honolulú.

Se levanta, coge su maleta y mueve los labios. Siempre ensaya antes de hablar.

¿Cuánto cuesta un peine? ¿Una combinación? ¿A qué distancia queda la clínica?

Porque parece vieja y débil, la gente da por hecho que está sorda y le contestan a gritos. Sus voces son como balazos. Lo único que le sirve de escudo contra el resto de los seres humanos es su piel. Intenta parar un taxi, y luego un autobús. La ignoran como si fuese transparente. Camina con la cabeza gacha, con gesto ausente, está tan delgada que la luz del sol parece darle de lado. Se descubre a sí misma en el Barrio Chino, en el vestíbulo del Hotel Liebre de Jade, cuyo mobiliario es elegante pero está sucio y grasiento. En una habitación monástica, poco acogedora, abre con un chirrido los postigos de las ventanas.

El exterior está casi en penumbra, es hora de que una mano invisible corra unas gruesas cortinas desde las profundidades de oriente. El día siempre le resulta repulsivo: la cuchillada del despertar, el abismo del mediodía, las horas repitiéndose y repitiéndose como cristales rotos. Prefiere la noche, un oscuro promontorio en el que se alza para llamar a ejércitos de mujeres muertas.

Sin embargo, a veces, al atardecer, se siente enferma. La penumbra excita a los locos. Era a esa hora cuando se presentaban en manada en los barracones. Ahora se tumba, amurallada por el verde lunar de las liebres de jade. Su espina dorsal produce un zumbido, las diminutas calaveras parecen cantar a coro. El pasado forma espirales en su mente, divaga. Chicas desnutridas, atadas por los tobillos. Chicas fusiladas por pura diversión. Pechos cortados. Una granada insertada en una vagina.

Recuerda que incluso mientras los Aliados avanzaban hacia Rabaul, incluso cuando él le arrastraba hacia los túneles, hacia el laberinto de las pesadillas, Matsuharu le prometía:

Todo esto pasará. Será un sueño que no hemos soñado.

… Y en los túneles de arcilla roja, finalmente se apoderó de ella, la abrió como un ojo cansado. No fue duro ni brutal, para entonces ella ya no existía para él. No existía nada. La atravesó. Solo su espada existía, siempre cerca, brillando en el fondo. Matsuharu interpretó el terror que ella sentía como si fuera pasión, y la igualó, montándola como un demente día y noche, intentando que ambos muriesen de agotamiento.

Ella se acostumbró a él. Dejó de estremecerse y de sentirse ultrajada. Solo soñaba con matarlo.

De vez en cuando él se marchaba, adentrándose en los túneles, en cámaras más grandes y con diseños más elaborados, reforzadas con sacos de tierra, con las paredes cubiertas de la seda de los paracaídas, cámaras en las que se reunían los oficiales, enloquecidos, y bebían sake y planeaban sus suicidios. Durante días ella yacía casi a oscuras en una cámara que parecía una celda de arcilla roja, oyendo lamentos de gente hambrienta, oliendo a hongos.

A lo largo y ancho de pasadizos en zigzag se extendía el olor de aire contaminado por las lámparas de gas, los hornillos, los excrementos humanos. Aire viciado de conductos llenos de humo. El gas se filtraba con regularidad en las galerías, y los soldados y las chicas-pi morían asfixiados. Matsuharu le llevaba exquisiteces: ratas asadas a la parrilla de los cuartos de los oficiales, donde ellos comían a la luz de los generadores. Donde veían películas y leían poesía como si fueran personas cultas. Donde se preparaban para el suicidio…

En aquella pesadilla subterránea había cámaras dispuestas como hospitales, cocinas, barracones en los que se amontonaban miles de hombres. Cámaras del tamaño de estadios de fútbol para alojar tanques, aviones, cañones antiaéreos. Cámaras para las chicas-pi, para las letrinas. Incluso había cementerios temporales. Cuando esas cámaras de muertos se iban llenando, pasaban a enterrarlos en vertical, en posición fetal a lo largo de los túneles, cubriéndolos con arcilla o zarzo. Cuando los cubos de las letrinas estaban llenos, hasta los bordes de excrementos, la gente empezó a excavar agujeros con las manos y tirar arcilla sobre la suciedad como hacen los animales.

Los bombardeos Aliados aumentaron, provocando que secciones enteras de los túneles se vinieran abajo, enterrando vivos a soldados y mujeres. La caída incesante de bombas sobre sus cabezas causaba una lluvia de polvo y escombros que terminó por bloquear los conductos de aire. La gente comenzó a ahogarse en masa. Y en la humedad del subterráneo triunfó la infección. Las chicas-pi morían y morían…

Él siempre regresaba, tomándola como un demente, borracho de sake y drogas. Pero en los momentos de fiebre, cuando ella le suplicaba que la matase, ¡Hazlo, con la espada! él la cuidaba, la alimentaba, le inyectaba morfina robada.

Una noche plantó su semilla en ella. Una cosa combada y tenaz. Luego se marchó otra vez. No había forma de seguir el ritmo del tiempo, vivían bajo la luz de lámparas de aceite y cerillas. Pasaron meses, ¿quizás años? Pensó que estaba muriéndose, hinchada porque se pudría por dentro. Entonces algo cayó de ella, a medio formarse, ciego y con el cráneo blando. Escupió sobre aquella cosa y luego la abrazó convulsivamente.

—¿Anahola? Pequeña Anahola.

Cuando Matsuharu vio su estómago liso, levantó esterillas cubiertas de suciedad buscando al bebé. Ella le mostró sus manos, como si él pudiera recuperar el aliento del bebé de entre los sucios pliegues de su piel. Se limpió el cuello, esperando la espada. Él se sentó y la miró fijamente.

—Moriko —puesto que ese era el nombre japonés que le habían dado—, ¿tal vez no has asfixiado a nuestro bebé? Tal vez está perdido en algún túnel, dando sus primeros pasos a solas.

Ella saltó sobre él.

—¡Estás loco!

—Era nuestro bebé. Nacido del amor. De la pasión. —El cuerpo de Matsuharu temblaba sin tregua. Sus ojos no lograban enfocar.

—¿Para qué querrías tú un bebé? ¿Para divertirte? —Hizo un gesto hacia la espada, señalando su punta brillante—. No era humano. Era otra cosa. ¿Por qué no me matas ahora? Estoy muy cansada.

Haciendo un gran esfuerzo para mantener la calma, él la rodeó con sus brazos.

—Llévame con el bebé. Luego dormiremos. Todo será un sueño.

Agradecida por que al fin se le permitiría morir, le mostró el lugar, en la pared del túnel. Con las manos desnudas, escarbó la arcilla dura, sintiendo que algunos trozos se le clavaban entre los dedos, hasta que desenterró el pequeño nicho. El bebé estaba envuelto en trapos sucios, un icono diminuto.

Matsuharu apartó el envoltorio y lo sostuvo contra su pecho, riendo y llorando, viéndolo como algo querido y perfecto, excepto por los ojos ciegos, las extremidades deformes, la cabeza blanda, apepinada. Lo devolvió suavemente a su nicho, volvió a cubrirlo con arcilla y apretó los labios contra la pared. Luego cogió a Sunny por el brazo, como un caballero, y la condujo de vuelta a su cámara. Hizo que se tumbase. Ella esperó. La cámara entera parecía esperar…

Él se movía dentro de ella, sobre la esterilla sucia, riendo sin hacer sonido alguno. Cuando terminó se derrumbó, agotado. Ella cogió la espada y la extrajo de su funda. Deseaba con todas sus fuerzas estar muerta. No tenía fuerzas para levantarla. A lo lejos, atravesando el laberinto de túneles, se oía el eco de muertes piadosas. Suicidios. Las fuerzas Aliadas abriéndose paso…

Algo apestaba, una nueva y pesada plenitud la entumecía, convertía sus extremidades delgadas como palillos en piedra. Un grupo de soldados atravesó su cámara arrastrándose, cubriéndose la nariz con trapos empapados de orina. Las bombas habían roto una tubería y el gas estaba invadiendo los túneles. Los gritos despertaron a Matsuharu. Tuvo la fuerza suficiente para tirar de ella y obligarla a respirar muy despacio, cogiendo aire de la capa cada vez más fina que quedaba entre el suelo y la nube de gas.

—La muerte será lenta… —su voz parecía llegar desde muy lejos—, asfixia.

A lo lejos oyó a hombres haciendo esfuerzos por vomitar. Después ya solo quedó la negrura horrible de la arcilla húmeda…

Para cuando los Aliados penetraron hasta los túneles más profundos, avanzando centímetro a centímetro (desarmando minas), ambos se habían desmayado. Un indígena de Papúa vestido con una túnica de colores frutales y con una máscara antigás le dio en el hombro con la punta de una lanza. Un soldado australiano, también con máscara, parecía agitar un rifle.

—¡Dios santo! ¿Está viva? No parece humana. Eh, ¿hablas inglés?

Solo huesos y polvo, tan cubierta de roña y suciedad que parecía negra. Cruzó de la muerte a la vida, tambaleándose por pasadizos cuyas paredes de arcilla presentaban textos escritos con bayonetas. MADRE, TENGO HAMBRE. MADRE, REZA POR MÍ. HE MUERTO CON HONOR POR EL EMPERADOR. Epitafios para hijos silenciosos. Algunas cámaras se habían convertido en habitaciones de hambruna. Habitaciones letrina. Una habitación con cadáveres en los que se apreciaban marcas de dientes humanos. Los soldados australianos se quitaron las máscaras, buscaron el apoyo de los muros y vomitaron.

Avanzaron durante kilómetros, recorriendo aquel fétido y vasto subterráneo a paso de caracol, mientras los guías indígenas y los soldados Aliados cargaban con chicas medio muertas. Detrás de ellos, otros soldados obligaban a los japos a seguir adelante pinchándoles con las bayonetas. Cuando ya no pudo caminar más, un indígena la levantó en vilo, sin siquiera flexionar sus músculos. Siempre recordaría su olor a pantera sana, el sudor en su pelo ondulado formando lo que parecían perlas, una diadema goteando por sus hombros…

Durante horas los túneles doblaban, subían y giraban, como cánticos repetidos y repetidos sin fin. Luego sintió la brisa, el sacramento del aire. Después fragmentos quebrados de luz de luna. Estrellas, magníficas, en ruinas. Cuando se despertó, con el cielo rojo, líquido en el este, unas manos enguantadas le cortaban el pelo lleno de piojos. Unas enfermeras que se cubrían el rostro con mascarillas raspaban la carne cubierta de costras. Médicos, también con mascarillas, examinaban microbios y parásitos. Como si fueran ganado.

Rayos X, inyecciones, vacunas. Períodos de atontamiento, luego violencia, ira. Porque había vivido ya bastante. Pero quería que todo terminase, y ellos no le hacían caso. Un día alguien le entregó un espejo. Sus ojos carecían de pestañas, sus dientes estaban llenos de caries. Los huesos de su rostro parecían bultos brillantes que estaban a punto de romper el pergamino amarillento de la piel. Sus brazos de niña acribillados con marcas de jeringas. Tenía cardenales, como si la hubieran abofeteado. En sus muñecas había círculos rojos, rastros de las correas con que la habían atado. Habían tenido que reducirla. No podían entender por qué la rabia salía a la superficie como un brote de locura. Se producían apuñalamientos en los pabellones. Suicidios.

—Un día —le prometió uno de los médicos— las heridas cicatrizarán. Lo olvidarás.

¿Por qué creían que ella quería olvidar? ¿Por qué creían que cualquiera de las chicas-pi quería olvidar?

Más tarde, después de lo que los médicos llamaban «recuperación», lo que descubrió fue que todo era lo mismo. Lo único que variaba eran los rostros. Ahora eran las tropas Aliadas las que necesitaban salones de baile, nightclubs, sexo…

Lleva en Honolulú varias semanas. Ahora está sentada en el Parque ‘A‘ala, al oeste del centro de la ciudad.

—¿Lo ves, Lili? En nuestras islas, los árboles están llenos de pájaros que hablan en jerga. Los llamamos mynah.

Escucha con la quietud de los ciegos. Incluso los que hablan inglés aquí lo hablan con la boca suave y rápida de quienes acostumbran a hablar jerga. Resulta tan reconfortante que ella sonríe, y luego entrecierra los ojos ante el brillo rojizo de las flores.

—Esto es jengibre antorcha, Lili. Y esto, hibisco.

Diecisiete años. Siente en los leves presagios de su cuerpo, en sus pequeños temblores, una relajación, un reconocimiento fundente.

Se mira las manos. Esas manos que solían llevar libros y tocar los hombros de hombres jóvenes. Sabe que son sus manos porque están pegadas a los extremos de sus brazos. Pero de repente no sabe nada sobre ellas, nada de lo que han hecho, de lo que han tocado. No puede comprender cómo han adquirido un aspecto tan estropeado, tan huesudas y llenas de venas. Por un momento está amnésica, perdida. Luego toca su bastón, ve en sus pies unos feos zapatos ortopédicos, ve cómo la mira la gente. Recuerda quién es, y lo que es.

Levanta la cabeza, huele el aire y le explica a su hermana:

—Esto es humo de pollo hulihuli de un puesto de barbacoa. Y allí, amenazantes en las alturas, están los majestuosos Ko‘olaus.

Y justo detrás de ella, detrás de Iwilei, está el mar, un paisaje tan bello que está a punto de provocar las lágrimas. Este es un lugar en el que, si uno estuviera listo, la vida podría eliminar la inmundicia. Todo lo que hay a su alrededor son promesas, consuelos. Niños de rodillas, riendo, jugando. Mujeres haciendo guirnaldas de flores. Delicadas ancianas chinas y japonesas sentadas en cálidas hermandades de cháchara. Obreros fornidos y oscuros, con cascos metálicos, comiendo sus almuerzos en fiambreras mientras unos colmillos blancos asoman entre sus labios al reírse.

—Y, Lili, ¿puedes oír a las mujeres hablando en la lengua nativa de Hawái? La lengua en la que yo pensaba, y con la que dormía cuando era niña, la lengua de la mitad de mi genealogía.

Ahora, intentando recordar, tiene que buscar palabras comunes. Abuela… tñtñ. Madre… makuahine. Profesor… no puede recordarlo. Hablar con su hermana le hace pensar en la familia que ya no tiene. A veces, por las noches, contempla desde el exterior la casa de su padre, en el barrio de Alewa Heights.

—Mamá, estoy cansada. Papá, ahora lo comprendo. Dejad que me siente y hable con vosotros. Oh, acogedme.

Los ve a través de las ventanas, huérfanos de hijos. Ve con qué dulzura su padre toca a su madre. Con qué ternura la peina. La pena lo ha humanizado. Como ella, se han vuelto frágiles y han envejecido. Verla acabaría con ellos.

Un día, cerca del centro urbano, ve a gente desfilando en una especie de manifestación. Se aproxima. Hay cientos de personas marchando y gritando. No ve sus carteles: CATEGORÍA DE ESTADO PARA HAWÁI. El miedo y el instinto superan la lógica. Imagina que esa multitud se manifiesta para echarla a ella de Honolulú. Para mantenerla fuera de allí. Saben lo que ella es, lo que ha sido. Conocen su sucio e innombrable pasado.

Pronto llegará la policía y le pondrá las esposas. Permanece clavada al suelo. Después, aterrorizada, se da la vuelta y se aleja antes de que puedan cogerla, golpeando hojas y arbustos con su bastón, cojeando con tal rapidez que va dando traspiés. Una mujer rota entre muchas mujeres. Después de un rato frena el ritmo, siente que se ahoga. Nadie la ha seguido. Se apoya contra una puerta, limpiándose la cara con un pañuelo, limpiando el sudor del mango del bastón.

Al levantar la mirada ve, pero no ve, un cartel en una pared. Vuelve a limpiarse la cara. Entonces le parece que el cartel la mira a ella, que atrae sus ojos. El sudor chorrea por sus mejillas y cae por su cuello. Un efecto de resaltado dobla la profundidad de la superficie de su piel caoba, de modo que su cara, sus manos e incluso su brillante trompeta parecen saltar hacia ella. Extiende el brazo y toca aquella cara. Su mano parece atravesar la cara y el cartel, atraviesa la puerta y la pared, y se interna más y más en los vapores del pasado.

—Keo.

El nombre se mueve con suavidad en su interior, recordándole la inocencia, las riquezas ordinarias. La vida aún inexplorada, desconocida.

Vuelve a mirar el cartel con detenimiento. La forma del cuerpo, la curva de los brazos oscuros. El recuerdo de noches en las que él se sentaba en una canoa, haciendo sonar su trompeta sobre el mar como un loco, sin saber que ella lo estaba observando. Apoya la cabeza contra la pared, recuerda el vuelo de los delfines saltando y saltando, sus cuerpos centelleando con joyas de sal. Keo de pie, tocando para ellos. El feroz sonido de la nostalgia. Recuerda a los delfines, atentos como humanos animados por su trompeta.

Durante semanas pasa una y otra vez por esa calle. Observa a otras personas que vienen y van, oye sus risas. Han pasado tantos años que se pregunta cómo será reírse a carcajadas. ¿Cómo para uno de hacerlo? Una noche entra en el Swing Club cuando es muy tarde y el local está abarrotado. Atraviesa el mar de algas que forma el público y encuentra un rincón junto a la pared.

Al mirarla, medio divertidos, los demás ven a una mujer vieja con un cárdigan y feos zapatos de cuero. Alguien de una limpieza que resulta pedante. El pelo gris cortado al estilo paje, gafas que le aumentan el tamaño de las pupilas. Quizás una cara que una vez fue preciosa (la forma de la barbilla y los pómulos son impecables), pero en la que ahora las arrugas, las cicatrices y las venas explotadas han hecho estragos. Los labios están contorsionados en una sonrisa paralítica.

En la penumbra, un camarero le ofrece una silla. Ella niega con la cabeza, quiere ser una figura más, de pie, sin rasgos. Al principio está entumecida por el ataque que sufren sus sentidos: el destilado de ron, tabaco, colonias tropicales. El sudor cáustico de seres humanos, la febril emoción de la multitud. Pero ha aprendido a aislarse de todo, a ser invisible y a observar.

No se desvanece cuando él sale al escenario. Su respiración no cambia. Y cuando él empieza a tocar, ella no siente náuseas al recordar. Cierra los ojos y retrocede a través de los años. La vida se abre ante ella como un libro. No siente pena. Se limita a mirar con asombro. Se marcha y regresa otra noche, y luego otra y otra, siempre cuando ya es tarde. Y siempre se coloca de pie junto a la pared.

A veces pasa varias semanas sin ir. A veces Keo cambia de club. Pero Honolulú es una ciudad pequeña, y ella siempre lo encuentra. Algunas noches, cuando él realiza uno de sus solos, se descalza y avanza hasta el borde del escenario, inclinándose hacia el público, y distingue formas de cabezas al fondo del local. De vez en cuando, en la oscuridad, sus ojos se encuentran, pero nunca el tiempo suficiente. La mirada de Keo pasa sobre ella, su trompeta lanza llamaradas, añadiendo pequeños toques metálicos cuando se le une el resto de la banda, amenazando con exagerar las cosas, con volverse comerciales o sentimentales. Por sus nombres, ella sabe que el percusionista es filipino, el bajo y el pianista hawaiano-portugueses. El relevo del saxo, ese tipo de extraño color de piel, es, por su nombre (Arito), japonés.

Al escuchar, ella aún oye ese dolor que hay en Keo, ese dolor que siempre amenaza con engullirlo, un dolor abrasador que brota de su trompeta. Algunas noches su música es la ejecución de demonios secretos, cada uno de los cuales trata de resistirse valientemente. Él los encanta, los desmenuza o los calma para transformarlos en baladas aquiescentes. Su cuerpo se dobla en torno a su trompeta, carente de huesos, como un guante.

Ve que sigue siendo pulcro y aún se mantiene en forma, pero de algún modo también está gastado. Detecta en su música que ha pasado ya la cumbre de su talento. No obstante, sigue poseído por la excelencia, pues cuando toca no imita a nadie, no imita el sonido de ningún otro.

A veces quiere gritar:

—Frena. Frena.

Recuerda a un hombre llamado Dew Baptiste, recuerda cómo explicó él una vez lo que era el jazz. No era una caligrafía cuya esencia fuese la velocidad. El jazz tenía que ver con el regodeo. Tenía que ver con realizar un solo, la travesía y la vuelta a casa, con abrazar ecos de otras trompetas y tambores y cuerdas y teclas de modo que la audiencia tuviera la impresión de estar dentro de un gran reloj que se balancease en una cadena sujeta al monumental contorno de algún dios oscuro, y en el interior de ese reloj había ruedas que giraban y chirriaban y ronroneaban a diferentes ritmos a pesar de estar todas ellas relacionadas, a pesar de trabajar todas con un propósito común, para tocar el fondo del alma humana.

A veces ella siente una suerte de resurrección, se siente escuchada por la trompeta de Keo, como si el instrumento comprendiera y cantase todo lo que ella no puede decir. Si permanece en esta ciudad el tiempo suficiente, quizá la trompeta lo contará todo. Será purgada, olvidará. Pero las cicatrices poseen una ingenuidad propia. Cuando mira por la ciudad, ve masas de turistas y militares. Todavía hay demasiados hombres, lo cual siempre hace que comience el zumbido en su espina dorsal, que las pequeñas calaveras empiecen a morder en su interior. Durante una temporada evita los clubes de jazz, se retira a su poco acogedora habitación de hotel, preguntándose por qué permanece allí. No hay nada aquí para ella. No hay nada para ella en ninguna parte. La persona que fue ya está muerta.

Comienza a sentirse acechada, siente que algo se arrastra tras ella. Algo lento e invisible que, una vez que esté suelto, conseguirá lo que quiere. Siente que se ahoga. Algo le chupa el oxígeno, le hace jadear, algo le roe las células. Se hurga con las uñas los brazos huesudos, le susurra a su hermana.

—Lili, tengo miedo.

Cada mañana mira la depresión de su almohada para ver si se ha llenado con sus sesos. Espera a Satán, espera oír sus pisadas. Porque tiene claro que está en esta ciudad.

Dejará este lugar. Cada avenida, cada calle le recuerda lo que fue, lo que perdió. Lo que le ocurrió. Sea lo que sea lo que la llamó para que volviese no tiene la suficiente fuerza para retenerla aquí. Hace su única maleta y va a oír a Keo una última vez. En un futuro manchado de fiebres y medicinas, él será su bálsamo, su mar interior.

Esa noche su forma de tocar está descentrada. Su labio está dañado y Keo se refugia en las sombras. Quizá sea la muchedumbre, el humo, la iluminación, lo que hace que ella gire su atención hacia el relevo del saxo. Su actuación suele ser mediocre. Cuando se levanta para tocar, Sunny siempre se concentra en sus dedos sobre las teclas, el azul que tiñe las puntas de esos dedos. Nunca ha distinguido bien sus rasgos. La luz rebota en su piel color jacaranda y siempre deja un brillo que emborrona su rostro.

Pero ahora, cuando él se lanza a interpretar «I Wished on the Moon» moviendo la cabeza arriba y abajo, el foco le ilumina la oreja, encerrada en un puzle de cartílago azul. Se pone de perfil. Ella se acerca más al escenario. Un nervio empieza a temblar en la unión del cuello y la mandíbula del hombre, con el movimiento de aleteo de la garganta de una rana. Un nervio que vibraba ante los ojos de ella durante todos los meses de noches teñidas del color rojizo de la arcilla en las que él la forzaba. Montándola, y montándola. Sunny se da la vuelta y se tambalea al exterior. Se dobla por la cintura y vomita sobre su bastón.

Baja por calles deshidratadas mientras todas las pequeñas calaveras castañetean haciendo que su espina dorsal chasquee y se curve. Se sienta entre el brillo de las paredes de color de jade, temblando tan violentamente que su silla se mueve por el suelo. Se mete trozos de papel en la boca para que sus dientes no se rompan de tanto castañeteo. Hunde el rostro entre sus manos y grita. Después de un rato, levanta la cabeza y se alisa el pelo. Alisa también su vestido y su cárdigan. Coge la maleta y, despacio, con meticulosidad, va sacando la ropa.