KA ‘ĀINA HĀNAU

La tierra donde uno nace

Los días eran tan húmedos que veían sus rostros reflejados en sus antebrazos. Unos hawaianos enormes que emitían un olor dulce y dejaban marcas de sudor en el suelo y fantasmales siluetas mojadas de sus cabezas y sus hombros en las paredes acamparon descalzos en el vestíbulo del despacho de Krash. Susurraban en una mezcla de jerga y su lengua materna, y de vez en cuando apoyaban la mejilla sudorosa contra una puerta solo para sentir el beso frío del pomo. Esperaban su turno durante días, a veces durante semanas.

En el despacho de Krash se quedaban callados, como si tuvieran la lengua atada, mientras observaban hileras de gruesos libros de leyes y paredes enteras cubiertas de archivos amarillos. Miraban fijamente los ventiladores del techo, que repetían en un eco su hablar inculto al intentar explicar cómo todo se derrumbaba, cómo la vida se volvía dura e insoluble.

Como no tenían dinero, traían cuencos de koa o medio marrano. Una vez le llevaron a Krash una barracuda entera. Él se sentaba con ellos con las piernas cruzadas en esterillas de lau hala, y bebían guayaba en vasos de papel. Al airear sus penurias, su rabia, la profunda humillación que sentían, las voces de los hawaianos subían y bajaban de volumen constantemente. Movían los brazos al ritmo de sus palabras, como bailarines, y de pronto un puño golpeaba el suelo con énfasis. Acompañaban sus relatos con movimientos irreverentes y ágiles de su cabeza, sus piernas y sus pies, de modo que Krash quedó atrapado en el drama que vivían.

Ellos eran ancianos contando historias y él volvía a ser un niño en trance. A veces lo que oía le provocaba la risa, pero con frecuencia eran lágrimas lo que soltaba. Cuando se inclinaba y se frotaba los ojos, sus clientes lo envolvían con sus enormes brazos y le canturreaban en voz baja. Por su naturaleza compasiva y generosa, olvidaban quién buscaba consejo legal y quién consolaba a quién.

—No, Krash, chico, no llores más. ¡Se acabó el llorar! —Lo abrazaban como a un niño—. Es muy triste que estés tan solo, que tu mujer se fuese. Vente con nosotros. Te cocinaré un cerdo con ñame delicioso. ¡Enseguida verás cómo te sienta realmente bien!

Pero al escuchar las mismas historias día tras día, Krash se dio cuenta de que los hawaianos estaban siendo lentamente borrados del mapa, recluidos en guetos. Ahora, ante la perspectiva de convertirse en Estado, la gente comenzaba a cuestionar el término «igualdad como americanos». En todas las encuestas, los extranjeros asentados en las islas votaban a favor de ser un Estado, mientras que la mayoría de los nativos, que ahora eran una minoría en sus propias tierras, votaban en contra.

Semana tras semana, Krash hablaba ante las multitudes y animaba a su gente a mantenerse firme y votar NO.

—¡Quieren drenar el océano de nuestras venas, convertir nuestra sangre en piedra para que olvidemos lo que nos hicieron!

—¡No estoy de acuerdo contigo! —le gritó una mujer—. Es mejor convertirse en Estado, eso nos daría voz. Además, ¿cómo vamos a conseguir buenos trabajos, cómo vamos a educar a nuestros hijos? ¿Te gustaría que siempre necesitásemos asistencia social?

—¿Te has olvidado de nuestra historia? —repuso Krash, esforzándose por mantener la paciencia—. En 1893, los magnates blancos del azúcar derrocaron a nuestra reina y nos robaron nuestras tierras… sin el conocimiento del Congreso de los Estados Unidos. Cinco años más tarde, el presidente de Estados Unidos anexionó ilegalmente todo Hawái. Convertirnos en Estado no nos dará mejores puestos de trabajo. Ni educará a nuestros hijos. Lo único que hará será darles a ellos el poder total sobre nosotros.

Los blancos permanecieron gritando, y un tipo enorme y corpulento con botas de obrero subió al escenario, le arrancó el micrófono de la mano a Krash y comenzó a gritar:

—¿Estáis todos lōlō o qué? ¡Queréis votar a favor de ser un Estado, pues votad! Olvidaos de este tío que sabe hablar tan bien. Nada hará que vuelva la reina Lili‘uokalani. ¡Es hora de pasar página! ¡Es hora de convertirnos en Estado!

—¡Tú eres un maldito loco! —le gritó un anciano chino—. Si nos robaron las tierras, ¿cómo puede ser bueno que nos convirtamos en Estado? ¡Eso solo beneficiará a los ricos, y enterrará a los kānaka! Y a nosotros, los pobres, también.

El obrero de la construcción se movió por todo el escenario, gesticulando y sermoneando. Krash le concedió sus cinco minutos y luego intentó recuperar el micrófono. Cuando el tipo lo apartó de un empujón, Krash suspiró, dio un paso atrás y cortó el aire con su mano, asestándole un golpe de kárate en el cuello. El otro se plegó sobre sí mismo como un muñeco de papel, Krash hizo una reverencia ante los vítores y aplausos del público, y prosiguió con su charla:

—Aquí mi hermano tiene algo de razón. No podemos hacer que el reloj se mueva hacia atrás. Pero podemos exigir disculpas, e indemnizaciones. Estados Unidos dice que si nos convertimos en Estado mejoraremos nuestras vidas. Si quieren mejorar nuestra vida, ¡que nos devuelvan nuestras tierras! Que nos den un par de millones de dólares en efectivo, por los años que se han aprovechado de esas tierras. Entonces hablaremos de convertirnos en Estado.

Mientras ayudaba al obrero a ponerse en pie y bajarse del escenario, un sacerdote tomó la palabra:

—Krash, no estoy de acuerdo contigo. Un ciudadano de Estados Unidos tiene derechos. La gente tiene que escucharle. El Congreso tiene que escucharle. Si somos un Estado, podemos votar a los nativos hawaianos para que accedan a puestos de poder. Nos darán una representación en la legislatura estatal y federal.

Krash bajó la mirada al suelo y negó con la cabeza.

—Padre, le garantizo que, incluso siendo un Estado, en los próximos cuarenta o cincuenta años no habrá ningún hawaiano en el Congreso ni en el Senado. Ni uno.

Keo estaba entre el público, convencido solo a medias de que Krash tenía razón. Fueran cuales fueran las desventajas, ser un Estado les daría a los hawaianos dignidad y voz en la política de Estados Unidos. Algunos hawaianos consideraban que eso era importante. Le escupían a Krash por la calle. Alguien había llegado a tirar una piedra contra su ventana.

Ahora le gritaban:

—¡Eh, hermano! ¿Cómo es que de repente estás en contra del progreso? Tú que tienes estudios, ahora piensas que eres demasiado bueno para formar parte de un Estado. ¿No será que te gustaría que Hawái volviese a ser una monarquía? ¿Te gustaría ser tú el rey?

Krash se rio, agotado. Ganarse la confianza de los demás era como hacer nudos con una sola mano, una maniobra que requería una paciencia infinita. Avanzó hasta el borde mismo del escenario, dobló las rodillas y se inclinó hacia la muchedumbre.

—¿Me recordáis? Empecé de la nada, era un holgazán de Wai‘anae. Luego el ejército de Estados Unidos me envió al extranjero. Me dijeron que luchase por la libertad. Luché tan bien que perdí un pulmón. Después regresé a casa y miré a mi alrededor… —Extendió los brazos en un gesto dramático—. ¿A esto lo llamáis libertad? ¿Queréis pasaros cincuenta años en chozas medio derruidas? Conozco a gente mayor, familiares y amigos, que hace treinta y cinco años solicitaron un pedazo de tierra al Departamento del Territorio Hawaiano. Tierra que se suponía que estaba reservada para los nativos hawaianos, a cambio de un dólar por parcela al año. En lugar de eso, esa tierra es alquilada a corporaciones extranjeras, a los militares norteamericanos. Después de todos estos años, esa gente sigue estando en una lista de espera. —Su voz reverberó por el local—. Os garantizo que, incluso convirtiéndonos en Estado, dentro de otros treinta años, cuando esa gente tenga ya los noventa, algunos continuarán en la lista de espera para que les entreguen una parcela. Por eso la llaman «la lista de la muerte».

La gente continuaba hecha un lío, confundida. Necesitaba creer, tener algo en lo que creer. Para entonces ya habían visto cómo los valles eran atravesados por autopistas y cómo los pueblos pesqueros desaparecían ante la construcción de hoteles turísticos. Y en la ciudad aumentaban los guetos.

Amigos y familiares discutían con fervor, creyendo unos que al convertirse en Estado se salvarían y los otros que se extinguirían. En Palolo, una mujer enfadada le arrancó de un mordisco media mejilla a su marido. Un tipo le afeitó todo el pelo al perro de caza de su vecino en Nanakuli. Cerca del parque ‘A‘ala, el propietario del bar Mango, que estaba a favor de que Hawái fuese un Estado, vio cómo su primo abría su propio negocio al otro lado de la calle, el bar Anti-Mango. Día tras día, la gente vociferaba desde uno y otro lado de la calle: «¡VOTA NO!», «¡VOTA SÍ!».

Dos calles más arriba del bar Anti-Mango, Sunny observó a una vieja kahuna lapa‘au, una curandera, mientras machacaba raíces de dondiego con sal marina. Luego, murmurando un cántico, la mujer envolvió la pierna de Sunny con una hoja de ti, extendiendo el emplasto de dondiego. La hoja de ti evitaba que la raíz quemase. Por último, cubrió la hoja con kapa.

La kahuna olía a alcanfor, un olor que siempre llevaba a Sunny de vuelta a Shanghái. Luego había otro olor que la llevaba a Rabaul. El hedor húmedo a podredumbre. En Rabaul, los gusanos se habían comido la carne infectada que rodeaba la herida que le había producido la metralla. La herida había cicatrizado, pero los huesos también habían sufrido la infección. Cada año, cuando sonaban las calabazas (cuando el viento, presagiando las tormentas del invierno, hacía tamborilear las calabazas secas que colgaban de redes), el dolor de su pierna se hacía más intenso, todo su cuerpo se estremecía e incluso el pelo le temblaba.

—Espero a la muerte —susurró—. ¿Qué sentido tiene tanto sufrimiento si no conduce a la muerte? Pero la vida no me hace el favor de acabarse.

—La vida —suspiró la vieja kahuna—. Es tan corta que apenas hay tiempo de reírse.

Sunny escuchaba a la multitud en la calle. Si una empezaba a reírse, ¿cómo podría parar?

La mujer le dio un toque en el hombro.

—Ahora voy a traer la mejor medicina para los huesos. —Volvió un momento después con un cuenco de poi—. Come, estás tan flaca que casi pareces bruma.

—Ese es mi nombre hawaiano. Uanoe. «Bruma creciente».

Hundió el dedo en el contenido del cuenco, lo removió y se lo llevó a los labios. La pasta balsámica de ñame se deslizó por su garganta; tenía el cuello tan delgado que la mujer pudo ver perfectamente cómo tragaba. Cuando ya estaba llena, la curandera le dio té ‘awa. Sunny se lo bebió con pequeños tragos de abuela, y sintió una tibia modorra al tiempo que el dolor se deslizaba por la estancia.

—Ahora descansa. ¿Ves ese cocotero de ahí fuera? Cuando su sombra sea más larga que el propio árbol, te despertaré.

Sus ojos se fueron abatiendo. En el exterior, una niña se balanceaba en una cuerda atada a un árbol. Estaba sentada en un travesaño en el extremo de la cuerda y se agarraba con fuerza con las manos y los pies mientras su hermano la empujaba por detrás. Ambos cantaban «Pūhenehene no’a no’a» («Ven a jugar al juego de las piedras»).

Sunny se quedó dormida y soñó que su hermano Parker y ella eran pequeños y estaban cantando.

Qué valientes éramos. Volábamos cometas de dragón y rezábamos para que el viento nos levantara de los acantilados.

Parker se había hundido con un navío de guerra al este de Okinawa. La misma semana que a ella le extirparon el útero, un oficial del ejército le mostró el nombre de su hermano en un listado. Ella leyó el nombre y parpadeó. Ahora, zambulléndose en la profundidad del sueño, Sunny soñó que encontraba su cuerpo en el barco sumergido. Lo envolvía en hojas de té y lo cubría con sal marina caliente para que eliminase la muerte con el sudor. Luego le ponía una taza llena en los labios.

—Hermano, aquí tienes jugo de algas marinas. Para fortalecerte y traerte de vuelta a la vida. Para que puedas conocer a nuestra hermana, Lili. Y a la pequeña Anahola. Las he traído a casa…

Parker apartaba la taza.

—¡Vete! Yo estoy en paz. Aquí, entre los atunes.

Sunny despertó llorando.

—Llorar es muy bueno —murmuró la vieja kahuna—. ¿Cuántos años hace que no lloras? ¡Enseguida la araña que bebe la lluvia se beberá tus lágrimas! Ha tejido catedrales con tu pena.

Al girar la cabeza, Sunny vio una araña elegante, del rojo de los rubíes, remendando los aparejos de su telaraña. Se inclinó hasta quedar muy cerca de ella, y la araña, oliendo sus lágrimas, se quedó un instante quieta y luego se aproximó con cautela, con sus minúsculos y dorados ojos. Entonces, siguiendo una corazonada propia de un joyero, saltó desde su telaraña y corrió por la mejilla de Sunny, arrimándose a una lágrima. Al bebérsela, su color rojo se volvió más brillante. Luego, como si estuviera borracha, corrió de vuelta a su tela y se dispuso a tejer la tristeza humana en los arcos y recovecos de su universo. Sunny se tocó la mejilla y se quedó mirando.

Con qué tranquilidad va tejiendo. Con qué paciencia aguarda su oportunidad.

Krash y Keo se dirigieron a una zona de impactante belleza natural, a treinta kilómetros al oeste de Honolulú. Kilómetros y kilómetros de campos de caña de azúcar y sombríos valles color esmeralda. En lo alto de la afilada cordillera de los Montes Wai‘anae (que iban en paralelo al este de los Ko‘olaus) había cumbres escarpadas y bosques tropicales cuyos árboles formaban bóvedas con sus ramas. Allí estaban los templos sagrados y las cuevas donde moraban los espíritus de los jefes muertos. Había también un barrio en el que la gente vivía con el peligro de que las casas se les cayeran encima. Eso era lo que hacía que Krash volviera una y otra vez a Wai‘anae, el lugar donde había nacido, en la costa árida a sotavento de la isla.

Habló en voz baja, recordándole a Keo que a principios del siglo XX, a medida que el precio de la tierra iba en aumento, los nativos hawaianos habían sido expulsados a la fuerza de Honolulú y Waikiki. Muchos se habían mudado de vuelta a las llanuras y valles de la aquella costa rural. Salpicada de poblaciones llamadas Nanakuli, Lualualei, Ma‘ili, Wai‘anae, Makaha, Mākua, era un refugio en el que las montañas y el mar guarecían a los granjeros y a los pescadores de los foráneos. Pero aquella no había sido una tierra fácil. Buena parte de ella era estéril y estaba cubierta de roca coralina. Había poca agua.

Con el transcurrir de las décadas, el amor por la tierra había transformado lentamente la costa de Wai‘anae de estéril a fértil. Crecieron los jardines, y los árboles frutales, campos enteros con hojas de ñame en forma de corazones cubrían los valles. Día tras día los granjeros vadeaban ricas parcelas regadas, arrancando malas hierbas, abonando y rezando sobre los tiernos brotes de ñame.

La vida se basaba una vez más en la vieja tradición de compartir las cosas e intercambiar una por otra. Seguía siendo una tierra dura que suponía todo un reto. Hacía que la gente fuese dura y recelase de los que venían de fuera. Los haole veían la costa de Wai‘anae como un lugar primitivo y peligroso en el que los rebeldes kānaka vivían en chabolas hechas de madera desvencijada y placas de hojalata oxidada. Pero aquella costa poseía algo codiciado por muchos: amplias playas de arena blanca y el mar puro y limpio.

Mientras conducían, Krash habló de espías que eran enviados por especuladores de la propiedad y constructores.

—Si los cogen, les vuelcan el coche y le prenden fuego. Una vez uno de esos tipos intentó volver a la ciudad haciendo autostop y lo recogió una pareja que parecía muy agradable. ¡Lo dejaron tirado en la autopista de Farrington en pelotas! —Señaló hacia las montañas—. Aún sigue habiendo mucha miseria por aquí. ¿Ves aquellos prados exuberantes, Keo? El ñame es muy sediento, necesita mucha agua para irrigarse. Los granjeros necesitan millones de litros todos los días, o las raíces del ñame se pudren. Ya se aprecian malas señales. Llegará el día en que los granjeros sufran racionamiento. El ñame, nuestro alimento de primera necesidad, estará amenazado.

Esa noche se quedaron con la familia de Krash y sus primos les contaron que habían tenido que esperar quince años para recibir dos acres de terreno. Luego otros cinco años antes de que les concedieran préstamos para construir su casa (préstamo que estaba sujeto a los contratos que Hawaian Homelands tenía con empresas de poca calidad). Las construcciones eran tan malas que en menos de un año los desagües se atascaron y las aguas residuales salieron a la superficie. Su casa olía tan mal que se veían obligados a dormir en el exterior, en tiendas de campaña. Contaron que otra gente también se había visto forzada a recurrir a las mismas empresas de construcción y sus casas se habían convertido en auténticas trampas a causa de la deficiente instalación eléctrica. Un perro había muerto electrocutado. Y un crío había encendido una radio y le había explotado en la cara.

—Ocurre lo mismo en todas estas malditas parcelas —dijo uno de los primos—. ¡La gente tira de la cadena del retrete y la casa entera se viene abajo!

—El padre de Krash y yo —dijo su madre, con visible desaliento— estuvimos diez años en la lista de espera. Por fin conseguimos nuestra parcela en 1931, y luego construimos nuestra casa…

Hundió la cabeza y Krash tomó el relevo.

—La primera noche, después de mudarnos, la pared de mi dormitorio se vino abajo. Luego las luces dejaron de funcionar. Durante meses nos movíamos por la casa con cascos de mineros. Ahora, veintiocho años más tarde, a mis padres aún les salen llagas en la boca por beber agua en mal estado. Viven en esta casa con resfriados que les duran todo un año.

Todos los años, cuando llegaban las lluvias, sus padres tenían que ponerse botas de goma y tratar de esquivar el agua que se filtraba por las goteras del techo y las juntas mal selladas de las paredes. El agua formaba embalses en todas las habitaciones.

—Como un río interior —dijo su padre—. Hay veces en las que aparecen lombrices grandes como nunca las había visto. Geniales para cebo de pesca.

Había gente que había esperado diez años para que les instalasen un pozo o la conexión eléctrica. Ahora, temiendo por sus vidas, dormían en camiones aparcados junto a sus casas, que amenazaban con venirse abajo. Cuando se manifestaban para protestar, eran desalojados por alguaciles y agentes armados. Despojados de sus tierras y sus esperanzas, los hawaianos comenzaron a ocupar playas y puentes, a vivir en cajas de embalaje y en coches abandonados.

Esa noche los dos amigos se sumieron en el silencio.

—Sé lo que estás pensando —dijo Krash—. Si me hubiera casado con Malia, ella habría acabado aquí, con un casco de minero y botas de agua.

Keo negó con la cabeza.

—No, ella no habría acabado así. Y eso no es lo que estaba pensando.

—¿Entonces?

—Me estaba preguntando qué puedo hacer para ayudarte… para ayudar a nuestra gente.

A la mañana siguiente, subieron por los campos hasta llegar a una parcela de ñame.

—Vamos —dijo Krash, remangándose los pantalones—. Esta es la comida sagrada que trajeron nuestros primeros antepasados. No puedes comprender los derechos sobre la tierra, o los derechos de agua, ni nada de aquello por lo que luchamos hasta que te hundes en cuclillas en el barro para plantar y abonar el ñame y arrancar las malas hierbas.

Keo soltó un aullido, se descalzó y se quitó la camisa y los pantalones. Se puso en marcha, hundiéndose hasta las rodillas en barro negro. ¿Cuántos años habían pasado desde que se había metido dentro de un terreno plantado de ñame y había sentido cómo la tierra húmeda le recubría las extremidades? No lo había hecho desde que era niño. Ahora, inclinado, con un codo en la rodilla y el otro brazo estirado para arrancar las malas hierbas entre las plantas, recordó a su madre contando historias, hablando de cómo los antepasados habían usado sus fuertes manos y simples palos para construir vastos sistemas de riego para sus cosechas. Incluso en la actualidad, en algunos valles, se podían distinguir terrazas y terrazas de antiguos cultivos de ñame.

Pasaron las horas, aunque Keo no tuvo conciencia de ellas. No sentía ningún dolor de tanto inclinarse y arrancar hierbas, ni sed ni calor. Después de un rato no sentía nada, había dejado de existir como un ser individual. Él y la tierra, y las hierbas que arrancaba y las hojas brillantes de ñame con forma de corazón y el barro y el mismo aire parecían una sola cosa. Miraba su mano y ya no la sentía, ya no podía llamarla por su nombre. Su mano fluía en las hojas que fluían en la tierra que vertía el corazón de lava de su isla y se fundía con el mar.

Se sentó en el barro, con las manos llenas de tierra húmeda. Lo había olvidado, pero, quizá, le había estado esperando todo el tiempo. ‘Āina. La tierra. Había tenido que dejar que la tierra decidiera cuándo reclamarle, había tenido que dejar que la tierra volviera a por él, sabiendo cuándo estaba preparado. Se quedó sentado durante un buen rato, con el sol cayendo sobre sus hombros oscuros y el barro secándose sobre su piel como guantes, y el resto de su cuerpo, de cintura para abajo, hundido en la tierra negra y húmeda. Las montañas estaban a su espalda, el océano delante, formando una cuna. Así fue como Krash lo encontró al final del día. Convertido en un niño que se balanceaba en su cuna de campos de ñame.