OLA HOU
Resurrección
—¿Quién sabrá nunca lo que fue realmente aquel horror? Fue hace tanto tiempo. Y fue ayer. Ahora solo hay recuerdos. Ya ves, después de sobrevivir, eso es todo lo que queda. Recuerdos. Componer los detalles. Esperando a olvidar…
»Cuando los soldados aliados nos sacaron de las galerías subterráneas, nos dijeron que la guerra había terminado. Yo no lo entendía. Si todo había acabado, ¿por qué seguía viva? Rabaul había sido prácticamente arrasado por las bombas. Los médicos nos despiojaban en enfermerías improvisadas, nos rapaban la cabeza y nos bañaban. Nos pusieron en cuarentena. Los oficiales venían y nos contemplaban a través del cristal, y recuerdo haber pensado en un zoo, en el cuento contado desde el punto de vista del mono.
»Una vez que nos habíamos recuperado en cierto modo, cuando ya no había riesgo de que los infectáramos de tifus, los oficiales se sentaron con nosotras. Hablaban en voz baja, intentando ser amables. Nosotras no les respondíamos. No podíamos, ¿sabes? Pensábamos que nos estaban diciendo que iban a fusilarnos por haber colaborado con los japos. Algunas chicas se habían quedado ciegas. Los médicos decían que no tenían ningún problema en los ojos. Simplemente habían dejado de ver. Habían visto demasiado. Unas cuantas mujeres blancas, holandesas y australianas, sufrieron ataques de nervios. Yo las vi llorar. El sonido de su llanto se me antojaba música herida. Me pregunté qué era lo que quedaba en su interior que les importase tanto…
»Mientras nos recuperábamos, veíamos a prisioneros japoneses bajo el sol abrasador, limpiando las pistas de despegue con cepillos de alambre. Algunos tenían tanta sed que se desmayaban. Para coger agua tenían que correr, beber rápido y volver otra vez corriendo. No se les permitía andar. Muchos murieron de golpes de calor, con la piel llena de ampollas gigantes como burbujas de jabón.
»Cientos de prisioneros de guerra aliados habían sido llevados bajo tierra, a los túneles, y retenidos como rehenes hasta que los japos comprendieron que todo estaba perdido. Ahora los japos estaban encerrados en aquellas mismas celdas, en condiciones propias de bestias, rodeados de inmundicia. Se les obligó a tumbarse en los mismos camastros donde habían fallecido algunos de los prisioneros. Y se les despojó de toda prenda de ropa a excepción de un taparrabos con el que tenían que desfilar día y noche. Los veíamos limpiando las letrinas. Los veíamos siendo pateados y golpeados por soldados aliados.
»Los americanos y australianos estaban ahora cómodamente instalados en los pocos edificios de oficiales que quedaban en pie. Los mandos militares masticaban chicle y nos miraban fijamente. Algunos parecían aburridos. Habían visto tantas cosas que qué podía importarles un puñado de putas enfermas. Todavía no comprendían que habíamos estado retenidas contra nuestra voluntad, que algunas de las chicas habían sido niñas de once o doce años cuando fueron secuestradas, antes siquiera de que tuvieran su primera menstruación. Aquellos hombres pensaban que nos habíamos ofrecido voluntarias, que éramos prostitutas…
»Unos cuantos de los oficiales incluso coquetearon con chicas que comenzaban a coger peso y parecer algo humanas. Algunas de ellas, temiendo que volverían a violarlas, perdieron la razón. Otras agachábamos la cabeza. Eso confundía a los Aliados. Pensaban que nos avergonzábamos porque Japón había perdido la guerra. Solo cuando las mujeres blancas comenzaron a hablar y a contar lo que nos habían hecho, los oficiales empezaron a sentirse incómodos. Nos interrogaron a todas por separado.
»Cuando llegó mi turno, mis labios se separaron, pero no pude pronunciar palabra alguna. Las visiones hacían que mi lengua pesase toneladas: habitaciones con ganchos en las paredes, chicas colgando del cuello como piezas de caza. Barcos cargados de chicas explotando por los aires para que no hubiera testigos para los Aliados.
»Recordaba cubos bajo la luz del sol, cubos de los que se sacaba agua a cucharadas para verterla sobre el filo de una espada que era una bella reliquia familiar. La espada se alzaba en un amplio arco, como en una órbita alrededor del brillante planeta peludo que era la cabeza de una chica. Al intentar describirlo, articularlo en palabras, babeaba. Alguien me limpió la boca con delicadeza. Alguien me tendió un espejo, diciendo: “Mira lo que han hecho.” Tenía veintiséis años, pero daba la impresión de tener setenta. Volví a intentarlo y lo conté entonces todo, porque ya nada importaba…
»Con el tiempo, los Aliados comprendieron lo que habíamos sido. Estábamos gastadas y rotas. Un día, cuando algunas de nosotras estábamos lo suficientemente fuertes, nos llevaron a un salón dispuesto especialmente para nosotras. Nos sentamos ante mesas con manteles. Había pescado y carne. Verduras y pan. Había vino. Tenedores y cuchillos. Y servilletas. Nos sirvieron comida como si fuéramos humanas. Algunas mujeres se reían estúpidamente, planeando ya su suicidio…
Sunny movió la cabeza, recorriendo con ojos ciegos la habitación de Leilani, sorprendida de poder recordar. Sorprendida por estar aún allí para recordar.
—… Llegaron a Rabaul barcos-hospital llenos de médicos de la Cruz Roja que atendían a prisioneros de guerra Aliados. Había miles de ellos, muchos de los cuales fueron subidos a bordo en camillas. Estaban tan mal que gritaban. Algunos estaban enfermos de beriberi húmedo y tenían las extremidades hinchadas como globos. Algunos estaban ciegos, algunos saltaban con una sola pierna. Nosotras nunca habíamos visto a aquellos prisioneros, y ellos nunca nos habían visto a nosotras, las chicas-pi. Éramos dos horrores mantenidos separados. Pero ellos decían que a veces nos habían oído gritar. Y nosotras habíamos oído cómo los torturaban. Los barcos partieron y llegaron otros para llevarse a más prisioneros.
»Las enfermeras de la Cruz Roja nos bañaban con frecuencia. Nos rociaban una y otra vez con DDT. Luego nos dieron ropa de verdad y cortes de pelo de verdad, y nos entregaron tarjetas de identificación. Nos hacían preguntas sin parar. Un día me senté en una habitación con un oficial de la Armada, mientras su secretaria grababa todo lo que yo decía. Hablé durante horas. Cuando terminé, el hombre se frotó los ojos. Me cogió la mano como si fuera mi padre. “La guerra ha terminado”, dijo. “Has sobrevivido. Ahora puedes olvidar, volver a tu casa, a tu verdadera vida”. Me eché a reír. La vida me parecía insoportable, porque, de repente, lo único real era Rabaul.
»Me acordaba de la pequeña Kim, de cómo nos abrazábamos la una a la otra en la oscuridad, viviendo de nuestra fantasía. ¡Honolulú! ¡París! A veces, desde más allá de nuestro recinto oíamos cantar canciones lastimeras y evocadoras al son de una armónica que nos producía un breve instante de paz. Incluso ahora, de vez en cuando oigo una débil melodía deslizándose sobre la jungla, sobre las vallas de alambre de espino. Y el viento silbando entre las palmeras. Oigo a los jóvenes pilotos kamikazes en su última noche, sollozando, pidiendo tan solo que los abrazasen. Nos escribían poemas y morían. ¿Lo ves? Estoy vinculada para siempre a ese lugar. Estoy grabada en la piedra de Rabaul.
—En nuestro recinto, por las noches, oía silbatos de tren. Ese sonido me hacía llorar, me recordaba el silbato de trenes de caña de azúcar entrando con estruendo en Honolulú durante la cosecha. Le pregunté al oficial americano cómo era posible. ¿Dónde podía haber trenes en la jungla? Dijo que quizá fuesen barcos. O quizá fueran imaginaciones mías. Me habló de una chica que había estado prisionera durante dos años en Filipinas y que había soñado con lo que su madre cocinaba en el horno. Las enfermeras decían que aquella chica olía a flan. Otra chica, encadenada en una jaula de bambú, soñaba con su bebé, al que habían matado con una bayoneta. Cuando los Aliados la liberaron, pesaba treinta y seis kilos. Los huesos de las rodillas y los codos le habían atravesado la piel. Había perdido los ojos. Sin embargo, cuando la enterraron, los soldados decían que olía a polvos de talco…
Sunny bajó el ritmo mientras frotaba las manos de Leilani. El movimiento le ayudaba a recordar. Leilani tenía los ojos abiertos; la parte blanca estaba tan inmaculada que parecía que los hubieran limpiado desde dentro. Lo que ahora sentía era una pena atroz que daba paso a un amor maternal. A lo largo de su vida había tenido que llorar por dieciséis bebés. Al menos le habían dejado la capacidad de sentirse desolada. Pero a aquella chica que tenía delante se lo habían quitado todo, todo, ni tan siquiera le habían dejado el impulso de seguir viviendo. Volvió a sumergirse en el relato.
—… Un día los policías militares nos metieron en un barco y nos llevaron a un lugar llamado Okinawa. Nos tumbamos en las cubiertas como si fuésemos palos. Hicimos escala en Guam, en Saipán, en Iwo Jima, para recoger a varios centenares más de chicas-esqueleto. Los japoneses habían secuestrado y esclavizado a mujeres por toda Asia y por todo el Pacífico, por todas partes donde su ejército había invadido. Comencé a ver la magnitud de lo ocurrido. Me pregunté qué nos pasaría. Qué más podría pasarnos. En Okinawa, nos pidieron que mirásemos a grupos de oficiales japoneses detrás de unas vallas de alambre. Para identificarlos. Me dijeron que me desmayé, pero lo oí todo. Solo perdí la visión. Me avergonzaba señalar a mis verdugos, me avergonzaba reconocer un rostro entre todos aquellos. Eso es lo que hace la vergüenza, esa era la parte brillante de su plan…
»En Okinawa los hospitales eran inmensos. Los cirujanos tenían experiencia en purgar, extirpar y limpiar cosas enfermas y heridas. Mi útero, por ejemplo. Después me sentí más ligera, llena de aire. Mi compañera de habitación era una chica china de Honolulú, que estaba en la Universidad de Pekín cuando llegaron los japoneses. Hablamos de nuestros úteros como si fuesen viejos bolsos que habíamos dejado olvidados en algún lugar. Allí había también otras mujeres de Honolulú (una misionera, la mujer de un médico) que habían estado prisioneras en campos de China. No intenté encontrarlas. ¿Qué podíamos decirnos las unas a las otras?
»Nos hicieron más pruebas, como si fuéramos ratones de laboratorio. Rayos X, corazón, pulmones, sangre. Nos pusieron otra vez en cuarentena. Los médicos eran amables, pero nosotras recelábamos de ellos, pues aún creíamos que nos dirían que iban a fusilarnos.
»En aquel lugar, Okinawa, fue donde oí a un médico decir que la mayoría de nosotras no sobreviviría. Incluso las que estaban más sanas. Ya nos estaba enterrando. “La mayoría de estas mujeres”, dijo, “no puede regresar a su pueblo. Sus familias las lapidarían. Especialmente las que fueron secuestradas en Corea, porque la suya es una cultura que exige la virginidad de las mujeres. La voluntad tiene sus límites. Muchas de ellas descubrirán que aquello para lo que han sobrevivido no merece la pena. Esconderse en nuevas ciudades, en nuevos países. No les queda nada, ni familia ni dignidad. Solo enfermedad, deterioro físico y mental. Y recuerdos devastadores. Muchas descubrirán que han vivido lo suficiente. No tendrán ganas de más”.
»Para mí, eso empezó allí en Okinawa. Porque la luz del día me resultaba repulsiva. No estaba acostumbrada a tanta luz. En Rabaul, los barracones estaban en penumbra. Apenas había luz en las letrinas. Incluso en los días más soleados, el follaje de la jungla nos rodeaba. Aquel año infernal en los túneles vivimos a la luz de las velas y el queroseno. Ahora rehuía la luz del sol. Sin embargo, la noche traía consigo a los fantasmas. Se alzaban con una risa que brotaba de mi garganta. Y empecé a entender que era cierto que ya nada importaba. Todo había terminado. ¡Había muerto tantas veces…!
»Mi cuerpo no parecía comprenderlo. Continuaba resistiéndose. Siempre cojeaba a causa del dolor, pero las úlceras de mi piel comenzaron a curarse, y las cicatrices, a desaparecer. Gané un poco de peso. Decidí que si mi cuerpo iba a vivir, me reinventaría a mí misma. ¿Cómo podía volver a Honolulú? Les dije a las autoridades que era coreana, que había vivido en Shanghái, en la Ciudad Vieja. Hablaba el suficiente coreano y el suficiente chino como para convencerlos. Pedí que me repatriasen a Shanghái. Muchas mujeres hicieron lo mismo. Si volvían a su hogar en Seúl o Panmunjom, las apedrearían como a prostitutas. Algunas incluso pidieron que las llevasen a Japón.
»Mientras se arreglaban los documentos necesarios, nos investigaron, y cientos de nosotras fuimos llevadas a la isla de Tokashiki, cerca de Okinawa. Nos metieron en barracones al lado de campos de prisioneros japoneses. Aunque a nosotras no nos llamaban prisioneras, nos mantenían bajo vigilancia. Algunas fueron interrogadas repetidamente, porque se sospechaba que habían colaborado con los japos y se habían convertido en espías.
»Nos mantuvieron detenidas en Tokashiki durante casi un año. Lo llamaban “rehabilitación”. Algunas de las mujeres fueron entrenadas para ser ayudantes de enfermeras o mecanógrafas. Muchas todavía recibían tratamiento contra la sífilis, contra la tuberculosis o contra experimentos químicos y quirúrgicos que los investigadores y médicos japoneses habían realizado en ellas. Seis chicas se suicidaron. Como éramos las únicas mujeres que había allí, los oficiales aliados más jóvenes eligieron a aquellas de nosotras que éramos menos feas y teníamos menos cicatrices. Nos dieron medias de nailon y cosméticos. Nos ofrecieron compasión y quisieron oír nuestras historias. Nos ofrecieron dinero a cambio de sexo. Las que decían que no eran forzadas. Pero ¿cómo podía una mujer decir no a quienes la habían liberado?
»Puesto que ahora nos proporcionaban alojamiento y comida las fuerzas de ocupación, nos consideraban propiedad de la Base de Operaciones Navales de los Estados Unidos en Okinawa. Ellos eran los vencedores, y nosotras éramos parte del botín. Los guardias comenzaron a entrar en nuestros barracones a todas horas. Cuando algunas ofrecían resistencia, eran golpeadas. Los soldados empezaron a venir. Siempre preguntaban primero, siempre pagaban. Algunos querían sexo, otros solo querían hablar. Eran chicos jóvenes que tenían miedo de volver a sus casas en Estados Unidos. Habían visto demasiada guerra y no encajarían en casa. Yo cerraba los ojos y los abrazaba. Japoneses, americanos, ya no me importaba.
Sunny levantó la mirada. Sus ojos eran como ascuas que buscaban algo más allá de la habitación, más allá de la noche, buscaban a aquella joven a la que ya nadie podía juzgar, una chica a la que no debía perder de vista.
—Un día me trasladaron al Japón ocupado y allí me entregaron una documentación que me permitía «volver a casa en Shanghái». Allí, los Aliados realizaban juicios por crímenes de guerra. Los más importantes eran aquellos contra los oficiales japoneses que habían estado al mando de los campos de prisioneros en las afueras de la ciudad. Nunca se llamó a testificar a las «mujeres consuelo», las chicas-pi, lo que los japos llamaban oficialmente jugun ianfu, las miles de mujeres encerradas como esclavas sexuales. Los crímenes realizados contra nosotras fueron borrados.
»Los juicios tenían lugar en todos los países que Japón había invadido. En China, Indonesia, Malasia, las islas del Pacífico. Pero nosotras, supervivientes de las cientos de miles de mujeres mutiladas y asesinadas, nunca fuimos llamadas a testificar. Fuimos las olvidadas, los objetos desechables de la guerra…
»Sorprendentemente, Shanghái volvía a ser la misma de antes de la guerra. Los extranjeros paseaban por el Bund. Había nightclubs y cabarets. Apuestas, opio. Los callejones seguían siendo sórdidos y peligrosos. Continuó así hasta 1949, cuando los comunistas acabaron con todo. Entonces me mudé a Hong Kong y viví en una habitación minúscula, durmiendo todo el día y ocupando las noches en dar clases de inglés y subirme al Star Ferry para recorrer todo el Puerto Victoria de un extremo a otro…
»Una vez seguí a Keo en Hong Kong. Me senté cerca de él en el ferry, y en un parque de Kowloon donde él hablaba con desconocidos. Estaba buscando a la chica a la que él conocía, a Sunny. La chica que ya llevaba tanto tiempo enterrada…
»Pero me estoy adelantando. Ahora era 1947, había sido “liberada” desde Okinawa a Japón, me habían entregado mis documentos y había ido a Shanghái. En lo profundo de mi corazón estaba el deseo de encontrar a mi hermana y a mi bebé. La esperanza de que, contra toda opción, hubieran sobrevivido. Tenía veintisiete años. El mundo era nuevo. Comenzaría mi vida de nuevo. Pero ¿cómo empieza una desde cero?
»Un día me tomé un té en una terraza soleada. Una casa de té cerca del Puente de los Nueve Giros, en un pequeño lago. A mi alrededor había mujeres jóvenes y soldados. La escena resultaba tierna. Todo el mundo parecía algo avergonzado, sorprendido de que la guerra hubiera terminado y ellos hubieran sobrevivido. Hablaban en diferentes idiomas y se oían muchas risas. Las parejas se marchaban en coches descapotables. Me bebí el té mientras la luz del sol me hacía daño.
»En ese momento, la certeza de estar viva, la certeza de la vida misma, resultó tan clara, tan aplastante que comprendí que ya no poseía la fuerza para ello. Solo me quedaban fuerzas para recordar. Rabaul. Las noches, los años. Había visto a chicas morir y había sentido envidia de ellas. Incluso de aquellas que eran decapitadas. Supongo que pensamos que todas moriríamos. De lo contrario, habría habido muchos más suicidios. Al final, ni siquiera tuvimos la fuerza necesaria para eso…
»En Shanghái no hice amigos. Viví momento a momento, buscando fantasmas. La existencia tenía la extraña y distante agudeza de los sueños. No me encariñé con nada. Salía de las habitaciones que ocupaba dejándolo todo atrás. Atravesaría los años de ese modo, sin atarme a nada. Hasta que un día me di la vuelta, y estaba mirando hacia mi hogar.
»Y aún… pese a todo, pese a todo… hubo un tiempo de belleza que continúa conmigo. Un talismán que froto una y otra vez.
»Fue después de los Aliados, después de las galerías subterráneas, cuando comenzamos a recuperarnos en Rabaul. Un día nos duchamos por primera vez solas, sin médicos ni enfermeras. En duchas limpias, amplias, desinfectadas. Nos desvestimos y entramos lentamente, como hacen los ciegos. Tocamos los azulejos blancos, los grifos blancos. Pastillas enteras de jabón. Nos sentíamos mareadas y nos entraron ganas de divertirnos. Nos pusimos a cantar, con voces patéticas que parecían graznidos. Fue entonces, en aquellas duchas, cuando el amor, la capacidad de amar, renació. Podías verlo en los ojos que miraban fijamente desde nuestros rostros destrozados. Cada una de las mujeres que había allí lo sintió por las demás.
»Nos enjabonamos, nos pusimos champú y nos frotamos con ternura las unas a las otras, como madres. Algunas chicas seguían estando débiles y tenían que sentarse en el suelo. Las demás las bañamos como a niñas pequeñas. Las sostuvimos para ducharlas, las ayudamos a levantar la cara hacia el chorro de agua, las muñecas. Sus costillas sobresalían como ramas de árboles. Durante ese rato nos olvidamos del mundo exterior. En ese momento (unidas por nuestro sufrimiento, llenas de miedo por encontrarnos ante seres humanos “normales”), fuimos amantes en el sentido más puro.
»Nos abrazamos unas a otras, riendo, llorando, sin necesidad de palabras, ni siquiera de gestos, y sin querer soltarnos. Nos abrazamos en aquellas duchas, con el agua ablandando los cadáveres que había en nuestro interior. Nadie nos conocería nunca tan bien, nadie volvería a entrar en ese lugar, en la habitación silenciosa que había en nuestro interior y en la que cada una de nosotras alojó aquella inmensa sensación que estábamos sintiendo. En muchos sentidos, ninguna de nosotras volvería a amar…
»Después, nos miramos en los espejos. Nuestras piernas parecían cerillas, en nuestros brazos no había musculatura. La cabeza parecía enorme sobre el cuello, que era delgado como el tallo de una flor. Vistas desde atrás parecíamos chicos sin trasero. Desde delante éramos mujeres viejas, con el cabello gris con aspecto de ser una tela de araña. Nuestras calaveras se traslucían como bulbos.
»Después de las duchas, nos tumbamos sobre sábanas limpias. La liberación nos dejó exhaustas. Y en algún lugar en mi interior había un deseo que no podía pronunciar en voz alta, ni siquiera a mí misma: que la ruptura de nuestras vidas podía ser pospuesta por un tiempo. ¿No podíamos vivir un poco más en nuestro mundo propio y único? Había tanto de nuestras vidas, toda nuestra juventud, enterrado en Rabaul. El mundo había cambiado, había seguido adelante sin nosotras. Lo único que nos quedaba éramos nosotras mismas. Todo lo que conocíamos estaba aquí. ¿Cómo podíamos dejarlo tan repentinamente?
Inclinó la cabeza sobre la cama y se quedó ensimismada durante un rato. Una mano, descolorida y temblorosa, se movió hacia ella. La mano de Leilani se posó en la cabeza de Sunny.
—… Sueño con Rabaul. Dependo de ello. ¿Puedes entenderlo? Vallas de alambre de espino a la luz de la luna. Torres de vigilancia. Puertas que chirrían abriéndose para tragarnos. Letrinas hechas de planchas de madera, bajo las que se amontonan los excrementos. Puedo olerlo mientras duermo. Oigo pisadas que corren. Veo luciérnagas entre el pelo tupido de los indígenas que nos miran a través de la alambrada. Nos tiran comida, sostienen a sus bebés en brazos para que los veamos…
»Incluso cuando estoy despierta, por las noches, a veces oigo ruidos y sé que una pitón ha atrapado algún animal, o a un niño. Oigo que alguien agita las sábanas y sé que los murciélagos vuelven a casa al amanecer para descansar. Huelo el moho en las paredes de mi habitación como el vaho de los barracones. Recuerdo cómo, cuando tenía sed, lamía aquellas paredes…
»Sueño con el calor del ecuador, que producía ampollas en la piel. Me despierto con las piernas y los brazos ardiendo. ¡Los sueños pueden ser tan reales! Sueño con las lluvias, las lluvias torrenciales y sin fin de la jungla. Sé que acabarán. Siempre lo hacían. Sé que las estrellas volverán otra vez. Si tan solo pudiera quedarme tumbada, quieta…