A
l despertarse, no tenía ni idea de dónde se hallaba. Eso en cierta manera no era del todo extraño, pero esa mañana tardó algo más de tiempo en encontrarse. Los rayos de luz se filtraban por las rendijas de la pared y caían sobre los cachivaches a su alrededor, pero solo cuando las campanas de la iglesia Sofia dieron las siete recordó dónde se hallaba.
Se incorporó y sacó su último plátano de la mochila.
El suelo a su alrededor estaba cubierto de serrín, y la noche anterior había colocado unas maderas sobre el suelo para poder extender su saco de dormir. El dolor de garganta había desaparecido. Mientras comía vio arremolinarse el polvo en torno a la luz de las rendijas. Después de esta noche necesitaba una ducha. Pero no se atrevía a bajar a Centralen. Ni tampoco a ir a Klaragården.
Después de olvidar su agenda en el Grand Hôtel no había tenido un verdadero control del transcurso del tiempo, pero si no se equivocaba, la ayuda habría llegado hoy. Sin embargo, antes que nada debía hacer algo con su pelo. Si tomaba prestado dinero de su bolsa para el tinte de pelo, luego podría ir a Drottninggatan y recoger el dinero.
El 76 la llevaría hasta Ropsten. Solía evitar el autobús. Era más fácil pasar los tornos del metro sin pagar. Sacó un billete de veinte coronas de su bolsa y se colocó en la parada del autobús en Renstiernas Gata.
Por primera vez en seis años había cogido dinero de la bolsa.
Joder.
Al principio estuvo sola en la parada de autobús, pero después de un par de minutos llegó compañía. Nadie la miró; no obstante, ella intentó evitar encontrarse con cualquier mirada.
Cuando llegó el autobús, había plazas de sobra a pesar de que era plena hora punta. Catorce coronas por un viaje... una auténtica fortuna.
Se sentó al fondo, con la mochila en el asiento de al lado. Hasta que no llegaron a Slussen no se ocuparon todos los asientos, y una mujer miró irritada su mochila. Generalmente eso no le hubiese importado, pero ahora no deseaba que nadie la mirase.
Colocó la mochila sobre sus rodillas; la mujer se sentó a su lado y sacó un periódico de su maletín.
Sibylla miró a través de la ventanilla. Ahora se encontraban en Skeppsbron. Pasaron una tabaquería, y el autobús se detuvo en el semáforo en rojo, justo enfrente. El tabaquero colocaba las carteleras de los periódicos del día; en el mismo instante que reanudaban la marcha, el texto quedó claramente visible.
Sus ojos leyeron por su cuenta y enviaron, sin ser requerida, la información al cerebro.
¡No podía creerlo!
Durante un buen rato permaneció inmóvil sentada, mirando fijamente al vacío. El miedo y la confusión le invadieron todo su cuerpo. Como si una cuerda se tensara lentamente alrededor de su cuello.
Un rostro del autobús la miró y rompió la parálisis. Sibylla colocó instintivamente la mochila como una barrera entre ellos. El movimiento hizo que entonces pudiese ver el periódico extendido sobre las rodillas de la mujer a su lado.
No deseaba ver, pero una vez más sus ojos se independizaron de su voluntad.
El titular hizo que sintiera náuseas.
No tuvo fuerzas para leer más. El resto del viaje clavó la mirada en su mochila y solo cuando la mujer cerró el periódico y se apeó del autobús, se atrevió a moverse de nuevo.
Ella era la única pasajera al llegar a la estación final. Cuando se levantó para apearse observó que la mujer había dejado el periódico en el asiento.
No quería.
Pero sabía que debía.
Joder.
Se bajó del autobús y guardó el periódico en la mochila.
De camino a Nimrodsgatan entró en Konsum y compró un paquete de Casting Negro. Abrió por segunda vez la bolsa y sacó parte de su preciado tesoro. Tan pronto como llegara a correos y retirase su ayuda retornaría hasta el último céntimo.
El edificio de vecinos de Nimrodsgatan era un recurso inestimable para ella y unos cuantos más en su misma situación. En su círculo se guardaba silencio sobre una joya así; y hacía tiempo que había tenido que pagar caro por la información. Pero no con dinero. La puerta de la calle estaba abierta todo el día. Los apartamentos del edificio no tenían ducha y por esa razón había unas cuantas duchas bien equipadas en el sótano. Finamente alicatadas y con agua caliente ilimitada y retretes con papel higiénico.
Y cerradura.
Pero ella era uno de los privilegiados que sabía dónde estaba la llave de reserva. En un semisótano, junto a la puerta del sótano que era la entrada a un auténtico paraíso, había una vieja trampilla de hierro. Ahí dentro los inquilinos guardaban una llave de repuesto que tenía adosado un trozo de madera de medio metro de largo para que a nadie se le ocurriera guardársela en el bolsillo.
Esa llave valía su peso en oro. Quizá más.
Y una vez que uno estaba dentro se podía correr el cerrojo. Por dentro.
Primero llenó de agua el lavabo del cuarto de baño y puso sus bragas en remojo. Unas gotas de champú servirían como detergente. A continuación se desvistió y abrió el agua caliente de la ducha. Tuvo suerte. Alguien había olvidado una botella de suavizante.
Cerró los ojos, pero incluso así lo único que tenía enfrente era la imagen de la página del periódico que había visto en el autobús.
¿Cuándo acabaría todo esto?
¿Cuándo finalizaría la pesadilla?
La mujer del Grand asesina de nuevo. Nuevo asesinato ritual en Vastervik.
¿D
esde hace cuánto tiempo dura esto? Por una vez era su padre quien le dirigía la palabra.
Sibylla tragó. La mesa frente a ella era aún un oleaje.
—¿Qué?
Beatrice Forsenström resopló.
—No te hagas la tonta, Sibylla. Sabes muy bien a qué nos referimos.
Sibylla lo sabía. Alguien la había visto en el coche de Micke.
—Nos conocimos en primavera.
Sus padres se miraron el uno al otro a través de la mesa. Parecía como si hubiera unas cintas elásticas entre ellos.
—¿Cómo se llama?
Fue de nuevo su padre quien preguntó.
—Mikael. Mikael Persson.
—¿Conocemos a sus padres?
—No lo creo. Viven en Varnamo.
Guardaron silencio durante un rato. Sibylla intentó descansar un instante.
—¿Cómo se gana la vida en Hultaryd? Porque me imagino que tendrá un trabajo.
Sibylla asintió.
—Es mecánico. Lo sabe todo sobre coches.
—¡Vaya!
Sus padres se miraron de nuevo. Había más y más cintas elásticas entre ellos. Cintas verdes y rojas agitándose. Pero ahora ya no tenían rostro. Sibylla bajó la mirada y miró hacia la mesa.
—No queremos que nuestra hija vaya en un coche de raggare.
Era un De Soto Firedome del cincuenta y nueve.
—No queremos de ninguna manera que te relaciones con esa gente.
La cabeza parecía un pedazo de plomo. Cayó hacia un lado y no pudo enderezarla.
—Son mis amigos.
—¡Siéntate bien mientras hablamos contigo!
La cabeza se enderezó automáticamente, pero el cuello no pudo mantenerla erguida. Cayó hacia atrás y golpeó el alto respaldo de la silla.
—¿Qué te pasa, Sibylla? ¿Qué estás haciendo?
Su madre se había levantado de la silla; Sibylla vio con el rabillo del ojo que se acercaba. La cabeza estaba pegada al respaldo. En el mismo instante que su madre estuvo a su lado, sintió cómo la cabeza caía hacia un lado y cómo el cuerpo la seguía al suelo.
—Sibylla. ¿Cómo te encuentras, Sibylla?
Yacía en un lugar blando y era la voz de su madre la que se oía en la habitación. Tenía algo frío y húmedo sobre la frente y abrió los ojos. Estaba tumbada en una cama y su madre estaba sentada en el borde. Su padre estaba de pie en medio de la habitación.
—Criaturita, nos has asustado.
Sibylla miró a su madre.
—Perdón.
—Ya hablaremos de eso.
Henry Forsenström se acercó a la cama.
—¿Cómo estás? ¿Llamo al doctor Wallgren?
Sibylla meneó la cabeza. Su padre confirmó que había comprendido su respuesta con un cabeceo y abandonó la habitación. Sibylla miró a su madre.
—Perdóname por desmayarme.
Beatrice retiró el paño húmedo de su frente.
—Eso no se puede evitar, Sibylla. No hay que pedir perdón por eso. Pero por lo que se refiere a lo que hablamos antes, se hará lo que tu padre y yo hemos decidido. No vas a volver por allí.
Sibylla notó que pronto rompería a llorar.
—Por favor, madre.
—No te va a servir de nada montar una escenita. Es por tu propio bien, lo sabes.
—Pero son mis únicos amigos...
Su madre irguió la espalda. Sibylla comprendió que se acercaba al límite de la paciencia de su madre. Ahora la discusión había llegado a su fin.
Igual que todo lo demás.
U
na larga y tranquila ducha solía ser una buena solución cuando se trataba de recuperar la alegría de vivir.
Esta vez no sirvió de nada.
Al salir y secarse se sintió aún más desalentada que antes. Como si la esperanza se hubiera ido por el desagüe.
Retorció sus bragas recién lavadas y se dirigió a la lavandería al otro lado del pasillo del sótano. La llave también la abría. Después de meter las bragas y la toalla en el secador se volvió a encerrar en la ducha para acometer el proyecto de nuevo peinado.
El cabello largo hasta los hombros se desparramó por el suelo. Era difícil cortarlo en la nuca y comprendió, cuanto más lo cortaba, que en el futuro le sería muy difícil poder coquetear a cambio de unas noches gratis de hotel.
De todas formas, esa posibilidad ya se la habían arrebatado.
Siguió detalladamente las instrucciones adjuntas y se tiñó las mechas restantes de negro. Cuando estuvo lista vio que tenía el aspecto de una punk entrada en años.
Ahora ni siquiera la reconocería Uno Hjelm.
Fue muy cuidadosa limpiando su rastro. Era un asunto de honor entre los elegidos que conocían la lujosa institución, ya que la menor señal de su presencia haría que los vecinos ocultaran la llave en otro lugar.
Una vez que estuvo lista y vestida se sentó en la taza del retrete para esperar a que se secara su ropa. El periódico estaba abierto por la última página en el suelo al otro lado de la puerta del lavabo. Aún no se había atrevido a leerlo, había hecho todo lo posible por retrasar su lectura; pero ahora había llegado el momento. Respiró profundamente, se inclinó hacia delante y lo cogió.
Páginas 6, 7, 8 y central.