E

sa noche durmió junto a la puerta del desván de una casa de vecindad. Primero se alejó de la bonita zona de chalets de Lena Grundberg y se dirigió hacia el centro. La puerta había quedado abierta. Era una de las ventajas de salir de Estocolmo: allí uno solo podía frecuentar las casas de cuyas puertas sabía el truco.

La despertó un niño gritando unos pisos más abajo. Oyó abrirse una puerta y una voz irritada de mujer diciendo que si gritaba así, se quedarían en casa. La puerta volvió a cerrarse y se hizo el silencio de nuevo. Miró el reloj. Seguía parado. Los relojes eran caros, pero realmente necesitaba comprarse uno.

Al levantarse de su colchoneta se le nubló la vista y tuvo que apoyarse en la pared un rato hasta que desapareció el mareo.

Tenía que conseguir comida.

 

La estación se encontraba a unas manzanas de su refugio nocturno. Se metió en el lavabo de señoras, se lavó, se pintó los ojos y los labios, se cepilló el cabello. El traje verde se había arrugado en la mochila, pero daba igual. Sin él, se quedaría sin desayuno. Después de ponérselo se humedeció las manos y las pasó por el tejido. De esta manera desaparecerían las peores arrugas.

Dejó la mochila en la consigna. Cómo la pagaría sería una cuestión que se plantearía más tarde.

Ahora la prioridad era comer.

Salió de la estación y se detuvo en la escalera. El hotel City se hallaba a un trecho de la estación. Apresuró el paso y entró en el vestíbulo. Inmediatamente apareció un hombre detrás del mostrador, y ella se dirigió hacia él.

—Jo, ¡qué frío hace hoy! —tiritó ella.

Él le sonrió. Ponía Henrik en su chapa dorada.

—Solo bajé a la estación a ver el horario de los trenes, pero debí haber cogido la chaqueta.

—La próxima vez pídanoslo a nosotros aquí, en recepción. Tenemos todos los horarios.

Ella se acercó al mostrador.

—Si te soy sincera, también aproveché para fumar un pitillo; pero no se lo digas a nadie.

Él asintió benévolamente para asegurarle que su secreto estaba en buenas manos. El cliente siempre tiene la razón...

Eso estaba bien.

La llave de la habitación 213 no estaba, pero la 214 colgaba de su gancho. Ella miró su reloj.

—¿Puede llamar a la habitación 214?

—Sí, claro.

Le alargó el auricular y ella marcó el número.

—Gracias.

El teléfono dio señal, pero no respondió nadie. El hombre que se llamaba Henrik se dio la vuelta y comprobó las llaves.

—La llave está aquí. Quizá el cliente esté ya en el comedor desayunando.

Indicó con la cabeza hacia el pasillo.

—Vaya, nunca se me adelanta. Pero alguna vez ha de ser la primera... Gracias. ¿Tiene algún periódico matutino?

Le dieron el Dagens Nyheter y se dirigió hacia el pasillo donde, al parecer, se encontraba el comedor.

No le resultó difícil encontrarlo.

 

Media hora después se recostaba en una silla, llena y bastante satisfecha. Había otros cuatro clientes en la sala, todos absortos en algún periódico matutino que había sobre su mesa. El Dagens Nyheter solo tenía una pequeña reseña en una de las columnas de la izquierda en la que constaba que la policía estaba recabando información sobre la mujer que se había escapado del Grand Hôtel.

Se acercó al espléndido bufet de desayuno para tomar más café y consiguió al mismo tiempo, sin que nadie la viera, introducir unos panecillos y tres plátanos en su bolso. Se sentó de nuevo.

Okey. ¿Qué hacía en realidad en Eskilstuna? ¿Qué había pensado conseguir con este viaje? ¿Qué había sacado, aparte de que la ofendiera la viuda de Jörgen Grundberg?

Le dio un trago a su café y miró a través de la ventana.

 

En realidad, ella sabía perfectamente qué hacía aquí. Había creído que solo con recibir algo de información de primera mano, que hablando con alguien que hubiese conocido a Jörgen Grundberg, quedaría aclarada su situación y se resolverían los malentendidos. Podría dejar el asunto atrás.

En cambio, había ocurrido lo contrario. Se habían puesto realmente de acuerdo en que era ella quien había asesinado al hombre. Eso era lo único que había conseguido yendo allí. ¿Qué iba a hacer ahora?

No debería ser demasiado difícil mantenerse escondida. Lo había conseguido durante casi quince años. Nadie la reconocería por la fotografía de los periódicos, y no había otra más reciente disponible. Su nombre era naturalmente un problema, como de costumbre. Había personas que sabían por dónde solía andar, pero esas personas no eran muy amigas de la policía.

Con solo evitar ciertos lugares durante algún tiempo hasta que detuvieran al asesino de verdad, todo se arreglaría.

Todo volvería a ser como antes.

Nunca en la vida, ni en la más loca de sus fantasías, hubiese imaginado que alguna vez esa pudiera ser su meta.

Dio un trago al café y comprendió qué era lo que más le irritaba.

La humillación.

No dejarse tratar así nunca más.

No aguantar más mierda.

Podía ver a su madre frente a ella. Enfurecida porque ella, una vez más, había deshonrado el apellido familiar. ¿Cómo podía hacerles eso?

Pero, al mismo tiempo, con la mirada heredada en los ojos.

¡Ya te lo había dicho!

Y la murmuración extendiéndose por todo Hultaryd.

La hija de los Forsenström. ¿Os habéis enterado de que es la asesina?

Y su padre... No, ella no se podía imaginar lo que él sentiría. Nunca lo llegó a conocer de veras.

Y ahora ya no le interesaba.

Se puso de pie y regresó a la recepción. El hombre que se llamaba Henrik estaba al teléfono, y ella le indicó que pensaba salir de nuevo para fumar a escondidas.

Este la saludó con la mano al pasar.

No fue difícil recoger la mochila. El mostrador de la consigna estaba vacío, de modo que ella misma entró y lo cogió.

Nadie la vio.

Se dirigió de nuevo al lavabo de señoras y se puso los vaqueros y el jersey. Era una tontería estropear el traje: solo lo podía limpiar en la tintorería, y ese era un lujo que no se podía permitir.

El tren que la llevaría a la Estación Central de Estocolmo salía a las 10.48. Se sentó en un banco a esperarlo.

 

 

 

E

n el mismo instante en que cruzó esa tarde el umbral sintió que algo iba mal. Nadie respondió a su saludo.

Continuó por el vestíbulo y vio la espalda de su madre, que estaba sentada en el sofá leyendo.

—Ya estoy aquí.

Ninguna respuesta.

El corazón comenzó a latirle con más fuerza.

¿Qué habría hecho?

Colgó su chaqueta y entró con sigilo en el salón. Aunque no alcanzaba a ver el rostro de su madre, podía imaginar la cara que tendría justo en ese instante.

De enfado.

Enfadada y desilusionada.

Sibylla notó cómo la bola del estómago se hacía más grande. Rodeó el sofá. Beatrice Forsenström no levantó la vista del libro que sostenía entre sus manos.

Sibylla tomó impulso.

—¿Qué pasa? —preguntó con un hilo de voz.

Su madre no respondió. Continuó leyendo como si Sibylla no estuviera en la habitación. Ni siquiera le había dirigido la palabra.

—¿Por qué estás enfadada?

Ninguna respuesta.

La bola del estómago hizo que sintiera náuseas. ¿Cómo se habría enterado? ¿Quién la había visto? Había sido muy cuidadosa...

Tragó saliva.

—¿Qué he hecho?

Ninguna reacción. Beatrice Forsenström pasó la hoja. Sibylla bajó la mirada a la alfombra. Los dibujos orientales empezaron a emborronársele e intentó que las lágrimas cayeran al suelo para no dejar rastro en sus mejillas. Le zumbaban los oídos.

Vergüenza.

Salió de nuevo al vestíbulo y subió por la escalera. Sabía lo que le esperaba. Horas de angustia esperando la explosión. Horas de culpa, vergüenza, arrepentimiento y deseos de ser perdonada. Por favor, Dios mío, que el tiempo pase rápidamente. Por favor, Dios mío, haz que venga pronto y me diga qué pasa para que yo pueda pedir perdón. Por favor, Dios mío, no me quites esto.

Pero Dios no siempre es magnánimo. Cuando sonó el timbre en la planta baja para anunciar que la cena estaba servida, Beatrice Forsenström aún no había aparecido por la habitación de Sibylla.

Sintió náuseas. El olorcillo de las patatas asadas le dio ganas de vomitar.

Sabía lo que le esperaba. Tendría que implorar y rogar para saber qué había hecho mal.

Y cuando Beatrice Forsenström pensara que ya había rogado de sobra, entonces lo sabría.

 

 

 

E

l reloj de la Estación Central de Estocolmo marcaba la una menos veinticinco cuando regresó. A un chimpancé que había pasado unos años de su vida en Suecia lo habían metido en una jaula demasiado pequeña en un parque zoológico de Tailandia, algo que al parecer había desencadenado un pequeño escándalo nacional, de modo que por el momento el asesinato del Grand había desaparecido de los carteles del Pressbyrån. Subió por la escalera mecánica, salió por las puertas de Klarabergsviadukten y comenzó a caminar hacia Sergels Torg. Generalmente solía pasar unas horas en la sala de lectura de Kulturhuset, pero hoy no tenía ganas de leer ningún periódico.

Nunca le habían interesado los monos y deseaba saber tan poco como fuera posible del asesinato del Grand. Sin embargo, un poco más tarde se encontró a sí misma sentada en un banco en el muelle del Ström dándole la espalda al agua y con la fachada del Grand frente a sus narices.

El cordón policial había desaparecido. Estaba exactamente igual que hacía tres días, cuando traspasó sus puertas sin tener ningún mal presentimiento. Había una limusina en la puerta, y el portero y el chófer hablaban entre sí.

—Aquí estás sentada, contemplando tus pecados.

Dio un respingo como si alguien la hubiese golpeado. Tras ella estaba Heino arrastrando todas sus pertenencias. En algún lugar, bajo todas esas bolsas de plástico llenas de latas vacías, se ocultaba un Emmaljunga marrón orín, ella misma estuvo presente cuando él lo encontró, pero todo lo que ahora se veía eran las ruedas.

—¡Dios, qué susto me has dado!

Él esbozó una sonrisa y se sentó a su lado. El olor a suciedad rancia pronto se impuso a los otros olores del entorno. Ella se separó un poco, pero no tanto como para que él lo notara.

Este miró hacia la fachada del Grand Hôtel.

—¿Lo hiciste tú?

Sibylla lo miró. El rumor corría de boca en boca porque no se imaginaba a Heino leyendo un periódico.

—No.

Heino asintió. Con eso quedaba claro que el asunto estaba zanjado.

—¿Tienes algo?

Ella negó con la cabeza.

—Nada de beber, pero te puedo dar un panecillo.

Se frotó las palmas negras de sus manos y sonrió expectante hacia ella.

—Un panecillo. Eso no es despreciable.

Ella abrió la mochila donde había guardado los restos de su desayuno. El hombrecillo se lo comió ávidamente.

—Un pequeño trago con esto y me hubiera sentido como un príncipe.

Ella esbozó una sonrisa. El bollito había ofrecido mucha resistencia a los escasos dientes que quedaban en su boca. Deseó haber tenido algo de beber para él.

Se aproximaron dos damas de Östermalm con un perro parecido a una rata enfundado en cuadritos escoceses. Una de las señoras murmuró algo al oído de su amiga al ver a Heino, y apretaron el paso. Heino las miró y se levantó justo cuando pasaron.

—Buenos días. ¿Gustan?

Les alargó su panecillo ahora a medio comer. Ellas simularon no oír nada y les costó encontrar el camino en su afán por marcharse de allí sin necesidad de humillarse corriendo.

Sibylla sonrió. Heino se volvió a sentar.

—Cuidado —les gritó—. Llevan una rata detrás.

Las señoras se apresuraron hacia las escaleras del Nationalmuseum; una vez allí se detuvieron para asegurarse de que nadie las perseguía. Ahora hablaban alteradas entre ellas. Un coche de policía apareció por el puente de Skeppsholmen. Sibylla vio por el lenguaje corporal de las señoras que pensaban detenerlo. El corazón se le desbocó en el pecho.

—Heino, tengo que pedirte un favor —dijo rápidamente.

El coche se había detenido, y ahora las señoras señalaban hacia su banco.

—No me conoces.

Heino la miró. El coche de policía se puso de nuevo en marcha.

—Sí, todos te conocen. Sibylla, la reina de Småland.

Sibylla, antes de proseguir, miró fijamente hacia delante.

—Ahora no. Por favor, Heino. Finge que no me conoces.

El vehículo se detuvo justo frente a ellos, y los dos policías se apearon, un hombre y una mujer. Dejaron el motor en marcha. Heino los observó y se metió el último resto del panecillo en la boca.

—Hola, Heino. ¿No te estarás portando mal con las señoras?

Heino giró ligeramente la cabeza y clavó los ojos en las señoras que permanecían de pie junto al Nationalmuseum. Sibylla bajó la vista hacia su mochila con la esperanza de evitar encontrarse con la mirada de los policías.

—No, estoy comiendo un panecillo.

Para demostrar lo que acababa de decir abrió la boca de par en par para enseñar lo que tenía en ella.

—Está bien, Heino. Sigue así.

Heino cerró la boca y continuó masticando. Rió.

—Eso es fácil decirlo.

Sibylla buscó en uno de los bolsillos exteriores.

—¿No le habrá molestado?

Sibylla comprendió que se dirigían a ella. Alzó la vista y fingió tener algo en el ojo.

—¿A mí? No, en absoluto.

Abrió otro de los bolsillos exteriores y continuó rebuscando en su mochila.

—Yo no molesto a las reinas —dijo Heino con énfasis—. En especial, a las reinas de Småland...

Sibylla cerró los ojos, pero mantuvo aún la cabeza agachada sobre la mochila.

—Está bien, Heino —dijo la mujer policía—. Así me gusta.

Sibylla oyó aliviada cómo daban media vuelta y volvían al coche. Levantó la vista y vio que el policía apoyaba la mano en el tirador de la puerta.

—Mira que molestar a la gente honrada cuando está tranquilamente sentada en un banco comiendo un panecillo... ¿Es culpa mía que esa vieja salga a pasear con una jodida rata? ¿Eh? ¿Es culpa mía?

—Ahora cierra el pico —murmuró Sibylla.

Pero Heino continuó exaltándose. Los policías se habían detenido y se habían dado la vuelta.

—No, diré algo. Por ejemplo, el veintitrés de septiembre de mil ochocientos ochenta y cinco. Entonces sí hubierais sido de gran ayuda aquí.

El policía abandonó el coche y se acercó de nuevo. La mujer se había sentado en el asiento del copiloto. Sibylla comenzó a cerrar su mochila. Era hora de irse. Heino se puso de pie y señaló hacia la fachada del Grand Hôtel.

—Entonces ella estuvo en ese balcón...

Sibylla se quedó petrificada.

—Desde aquí abajo hasta Kungsträdgarden estaba lleno a rebosar de gente que deseaba oírla cantar.

Sibylla lo miró fijamente. El policía parecía interesado.

—¿Quién cantaba en el balcón?

Heino suspiró y extendió las palmas negras de sus manos.

—Christina Nilsson, por supuesto. El ruiseñor de Småland.

Heino hizo una pausa artística. La mujer del coche comenzó a impacientarse, se apoyó en el asiento del conductor y bajó la ventanilla.

—¡Janne!

—Espera un momento.

Heino asintió. Se encontraba como pez en el agua.

—Más de cuarenta mil varones y hembras se reunieron aquí para oírla cantar. Había tanta gente que no se veía nada. Muchos habían trepado a las farolas y a los coches; sin embargo, había un silencio sepulcral. ¿Sabéis que la canción se escuchó hasta el puente de Skepholm? ¿Veis? En aquel tiempo la gente sabía guardar silencio.

—¡Janne! Venga.

Heino acaparaba toda su atención. Lo mejor que Sibylla podía hacer era permanecer sentada y dejar que todo siguiera igual. Miró de reojo hacia el Nationalmuseum y vio que las señoras habían desaparecido. Heino levantó el índice. El movimiento hizo que una nueva tufarada abandonara su raído abrigo. Sibylla intentó contener la respiración.

—Pero después de cantar, la gente comenzó a aplaudir como loca, y entonces alguien gritó que el andamio de la casa Palmgren se estaba cayendo. Sí, en aquella época estaba en construcción. A continuación la muchedumbre empezó a huir en estampida. Dieciséis mujeres y dos niños murieron pisoteados. Casi cien tuvieron que ser asistidos en el hospital.

Heino asintió.

—Entonces sí que deberíais haber estado aquí. Quizá esas personas ahora estarían vivas. En lugar de molestar a la gente por comer un panecillo.

El policía que se llamaba Janne asintió y sonrió.

—Sí, Heino. Tienes razón. Cuídate.

Esta vez se metió en el coche y arrancó antes de que a Heino se le ocurriera añadir algo más.

Sibylla lo miró fijamente y agitó la cabeza.

—¿Cómo sabes todo eso?

Heino rió.

—Uno tiene preparación. Quizá yo sea algo sucio, pero soy culto.

Después de ponerse de pie, acomodó su gran equipaje para regresar y continuar su búsqueda de latas en Kungsträdgarden.

—Gracias por el panecillo.

Sibylla esbozó una sonrisa y asintió. Heino comenzó a alejarse. Ella miró hacia arriba, al balcón donde Christina Nilsson había estado ciento quince años atrás. Con el ruido que ahora dominaba la ciudad, ella no habría tenido la menor oportunidad.

Volvió la cabeza y vio desaparecer a Heino por Kungsträdgårdsgatan. Durante un segundo sintió deseos de levantarse y correr tras él para evitar quedarse sola un rato más, pero no pudo.

Permaneció sentada.

Hasta que se hubiese calmado lo peor del revuelo era mejor que estuviese sola.

Como de costumbre.

 

 

 

C

asi todos los fines de semana, después del primer paseo en coche, pasaba un rato con Micke en el patio de la AJM. Los momentos se hicieron más y más largos hasta que, al final, ella abandonó por completo los paseos y adquirió la costumbre de ir allí directamente. Conocía a los otros socios; todos eran chicos de la misma edad que Micke, y por primera vez se sintió aceptada en un grupo. Micke la había traído. Eso bastaba para que la aceptasen sin más. Ni siquiera parecía importarles que fuera la hija de Forsenström.

Pero lo mejor era cuando estaban a solas en el garaje. Micke actuaba de forma diferente con ella y le enseñaba todo lo que sabía sobre motores y coches. A veces la llevaba a dar un paseo en coche y, cuando estaba de muy buen humor, le dejaba conducir un rato por algún camino forestal. La primera vez ella se sentó sobre sus rodillas. Notó los muslos de él bajo los suyos y el vientre de él contra sus nalgas. Se sintió muy rara. Cálida y nerviosa al mismo tiempo. Sus manos sobre las suyas en el volante.

Después de aquel día escribió su nombre debajo de la silla de su escritorio. Su secreto. Un secreto que le daba una extraña fuerza. Quizá se le notaba o era que ya no los oía, pero el caso es que los gritos que la seguían en la escuela fueron a menos y la existencia se hizo más fácil.

Todo el día era una larga espera para verlo de nuevo. Su olor, cuando él estaba junto a ella y mostraba algún detalle bajo el capó. La admiración sobre su inmenso conocimiento. Ver sus manos moverse de forma experta entre las piezas del motor.

El deseo de poder encontrarse en la misma habitación.

Que él.

 

Después del verano comenzó el primer curso del bachillerato, y entonces se vio obligada a ir a Vetlanda. Si hubiese podido elegir, habría elegido la rama técnico—mecánica, pero había sido lo suficientemente prudente como para no comentar esto con nadie a excepción de Micke. En especial, no lo comentó con Beatrice Forsenström. Su madre deseaba que siguiera la rama económica de tres años de modo que, poco a poco, pudiese ayudar en la empresa familiar. Además, esta daba posición social.

Por supuesto, se hizo como deseaba su madre.

A veces, cuando Micke tenía algo que hacer en la ciudad, la recogía después de la escuela. Ella se entretenía en secreto para perder el autobús escolar y se alejaba un par de manzanas de la escuela para, llena de fervor y orgullo, escabullirse en el De Soto. Felizmente apretujada en el asiento del copiloto se dejaba llevar los cuarenta kilómetros hasta Hultaryd, pero nunca hasta su casa. Nunca hasta donde la pudiesen ver.

Una vez, en uno de esos viajes, él había girado en uno de los caminos forestales cerca de Vetlanda. Ella lo miró, pero él mantuvo la vista fija en el camino. Ninguno de los dos dijo nada.

Algo en su interior le dijo que sucedería. Ella lo estaba esperando.

Él detuvo el coche, se apearon y se miraron el uno al otro. Ella lo recibió con un sentimiento total de arrobamiento y fidelidad.

Ella era la elegida.

Cuidadosamente, él la penetró sobre la manta de cuadros marrón.

Solo de él. Solo de ella.

Miró el rostro de él a hurtadillas y se sorprendió del placer que le estaba proporcionando. Era como si ella lo devorara. Todos los pensamientos de él confluían en ella. Su cuerpo agitándose sobre ella. Por ella.

Ambos, entrelazados.

Juntos.

Cualquier cosa a cambio de un segundo de esta intimidad.

Cualquier cosa.

 

Las patatas asadas aumentaban de tamaño en su boca. Sus padres comían en silencio.

La angustia ante el estallido.

No puede tragar.

Dos tenedores en la mano. Tres.

La mesa haciendo olas.

Tenía que tragar.

El miedo del estómago quiere subir.

Por Dios, traga. ¡Traga! No lo hagas peor de lo que es.

Perdóname. Perdón. Dime qué tengo que hacer para que me perdones. No me hagas esperar más.

Haré cualquier cosa para que me perdonéis.

Cualquier cosa.

Beatrice Forsenström dejó los cubiertos. Aún seguía sin mirar a Sibylla cuando, con una sola constatación, dejó que se abriera el abismo.

—He oído que has empezado a ir en un coche de raggare.

 

 

 

F

ue una mujer con un bulldog quien la salvó. Sibylla la vio a lo lejos cuando se encontraba gesticulando para sí misma, justo donde acababa Gräsgatan y comenzaba el sendero hacia la zona de casitas de Eriksdal. Solo al acercarse descubrió el pequeño auricular negro en la oreja y el cable del teléfono móvil que, según los últimos estudios, preservaría al usuario de recibir radiaciones malignas en su cerebro. Lo había leído en el periódico.

—¡Estoy cabreadísima!

Sibylla disminuyó el paso y escuchó con curiosidad. El bulldog se había sentado y observaba interesado a su dueña.

—Joder, no vivimos en un estado policial... Me da igual a quién busquen. Cuando salgo a pasear en Suecia doy por sentado que no me van a poner de repente una pistola en la sien. Joder, no hay derecho.

Sibylla se detuvo.

—¡No, no me voy a calmar! Voy a poner una denuncia por esto. Ni siquiera me pidieron disculpas. Me obligaron a mostrar mi documentación antes de poder seguir... Estoy cabreadísima.

La mujer enmudeció y escuchó la respuesta de alguien al otro extremo del auricular. Lanzó una mirada a Sibylla, que rápidamente miró en otra dirección.

—Sí... No, no pienso hacerlo. Si no acepta mi denuncia, llamaré a otra cadena.

La mujer finalizó la conversación y se guardó el teléfono móvil en el bolsillo. El perro se puso de pie.

—Vamos, Kajsa.

La mujer y el perro cruzaron la calle. Sibylla permaneció parada al otro lado.

—No baje por ahí.

Sibylla esbozó una sonrisa.

—¿Por qué?

—Está lleno de policías. Lo que pasa es que no se les ve hasta que te ponen una pistola en la cara. No sé qué hacen. Estoy cabreadísima.

Sibylla asintió.

—Gracias. Entonces tomaré otro camino.

La mujer y el perro prosiguieron. Sibylla respiró profundamente.

Uno Hjelm, el pequeño Judas de la colonia. ¡Qué cabrón!

Ahora tenía que marcharse de aquí. Rápidamente.

 

¿Cuánto tiempo podría aguantar así?

Sobrevivir, eso era una cosa. Algo que podía superar. Pero ¿huir...?

Apresuró el paso. Se imaginó que ya la habían descubierto y le pisaban los talones.

¿Cómo pudo Hjelm saber que era ella? No podía haberla reconocido por la fotografía del periódico. No podía haberlo hecho, ¿verdad? Si lo hubiese hecho, estaría perdida. Entonces ya no estaría segura en ninguna parte.

Tenía que hacerse un nuevo corte de pelo.

Se acercó a Ringen. Había mucha gente en movimiento e intentó desaparecer entre la multitud lo mejor que pudo.

¿No la miraba la gente de una forma extraña? Ese sujeto que venía por la acera. ¿Por qué la miraba tan fijamente? El corazón le latía desbocado. Los ojos clavados en el suelo. El hombre pasó de largo.

Si ella dijera toda la verdad, ¿la creerían? Seguro que comprenderían que deseaba dormir en una cama de vez en cuando. Había pensado devolver el dinero. ¡Claro que sí! Simplemente había perdido su monedero. Esa era toda la verdad.

La bajada al metro estaba llena de gente.

Pasó de largo.

Pero ¿adónde podría ir?

 

En Renstiernas Gata cogió las escaleras que llevaban a Vitabersparken. La iglesia Sofia gravitaba como un castillo sobre ella. Poderosa y segura. Estaba cansada y quería sentarse un rato. Se dio la vuelta. El sendero que bajaba hacia la calle estaba desierto. Nadie la había seguido.

 

El silencio en la iglesia era compacto. Había un hombre mayor sentado en una cabina de cristal, a la derecha pasada la puerta, que cabeceó respetuoso hacia ella al entrar. Ella devolvió el saludo y se quitó la mochila.

Un hombre que se había recogido el pelo en una cola de caballo estaba sentado en un banco debajo del púlpito; no había nadie más en la iglesia. Lo reconoció. Lo había visto un par de veces en Stadsmissionen. Ahora dormía con la barbilla pegada al pecho.

Colocó la mochila en la última fila de bancos y se sentó.

Cerró los ojos.

Tranquilidad.

Un solo deseo.

El hombre de la cabina de cristal tosió y el sonido se propagó por las paredes. Después se hizo el silencio de nuevo.

Dios escucha la oración.

Lo había leído en un cartel junto a las puertas.

Abrió los ojos y vio ante ella el gran retablo del altar. Tantísima gente que durante cientos de años habían puesto sus vidas en sus manos, habían construido estos enormes edificios y se habían vuelto hacia él con sus oraciones... También ella. Cuando era pequeña. Cada noche las mismas oraciones: «Jesusito de mi vida» y «Por favor, Dios mío, haz que papá y mamá no se mueran». ¿Quizá, después de todo, él la había escuchado? Por lo que sabía, ambos vivían y gozaban de buena salud. Pero al parecer el «Protégeme que soy pequeña» se había perdido en el camino. ¿O era que estaba de parte de ellos?

De ellos, los que se integraban.

Pero ¿y Stinsen? Después de cuatro intentos fallidos de desintoxicación se había tirado desde el Vasterbro el mes pasado. O Lena, que solía aparecer con el autobús del Ejército de Salvación con café, y a la que de repente le había atacado un tumor cerebral que no se podía operar, ¿qué había hecho ella para merecerlo? O Tova, o Jönsson, o Smirre... Ahora todos ellos estaban muertos después de vivir durante años en un infierno sin que sus oraciones fuesen oídas.

No, Dios.

¿Y Jörgen Grundberg? No importa lo que él hubiese hecho, no tenías por qué implicarme.

¿O también deseas castigarme a mí? Y en ese caso, ¿cuándo habré recibido todo el castigo que merezco?

Se levantó y se colgó la mochila a la espalda. Aquí no había paz.

Abandonó la iglesia sin mirar al hombre de la cabina de cristal.

 

Cuando salió, el sol había comenzado a ponerse. Se alejó un poco de la puerta para poder ver el reloj de la iglesia. Las cinco y cuarto.

Esta noche deseaba realmente dormir en una cama. Pero un hotel era demasiado peligroso y no se atrevía a ir a Klaragården. Allí no había muchas plazas, y quizá alguien que no tenía sitio para dormir le debiese algún favor a la policía...

Posó su mano sobre la bolsa junto al pecho. Por primera vez desde que se decidió a luchar tuvo ganas de utilizar su tesoro. Una buena borrachera para poder escapar un rato.

Joder, ¡qué mierda!

Bajó por el sendero hacia Skånegatan. Después de solo una decena de metros pasó una valla de madera roja con una puerta verde. Un trozo de monumento histórico. A la derecha de la puerta había una casa de madera en ruinas con un tejado marrón a dos aguas. Se detuvo. Había una abertura cerrada con clavos a la altura del suelo, pero un metro más arriba había otra que solo estaba cerrada con un palo.

Miró a su alrededor.

El parque estaba vacío.

Cogió rápidamente su mochila, abrió la trampilla y trepó hasta colarse dentro.