NUEVE

A la mañana siguiente compré un número del The Hindmere and District Courier en el quiosco de la estación. Como me suponía, estaba allí: primera página, columna cuarta y con el título de «El “Ángel de la Guarda” salva a unos niños». El hecho de poner «Ángel de la Guarda» entre comillas indicaba que el director no quería comprometerse, detalle que en principio me llenó de recelo pero que se fue disipando a medida que avanzaba en la lectura. Los periódicos locales, con buena vista, quizás, no se meten con otras personas que no sean de la localidad, y cuando en alguna ocasión lo hacen, sus críticas e ironías caen sobre figuras muy conocidas que casi siempre se las toman a broma. Tengo que admitir que el artículo estaba muy bien hecho, con objetividad y palabras muy medidas, aunque con evidentes reservas por parte del articulista e indicios de auténtica perplejidad en algunos pasajes; parecía como si hubiese pretendido presentar inicialmente el asunto como algo descabellado y que hubiera cambiado ligeramente de parecer al final. La expresión «Ángel de la Guarda» sólo aparecía en la cabecera del artículo; todo el texto parecía indicar que algo extraordinario le había sucedido a Matthew mientras estaba sumergido en las aguas, pero que nadie sabía con certeza lo que era. Un hecho sí podía considerarse cierto: que Matthew había salvado con toda valentía a su hermana Polly.

Eso era todo; el joven reportero había hecho un trabajo ecuánime y mucho menos dañino de lo que me había imaginado. Quitando la cabecera, había poco por lo que podía sentirme molesto. Pero, desgraciadamente, los titulares son los que llaman más la atención del público, pues para eso están.

Alan me llamó por la mañana para que fuésemos a comer juntos. Así lo hicimos.

—He visto la fotografía del cuadro de Matthew en el periódico de ayer —me dijo—. Después de lo que me dijiste sobre las pinturas pensé que debía ir a la exposición. No está muy lejos de mi oficina. La mayoría de los trabajos son los consabidos dibujos infantiles. No me extraña lo más mínimo que escogiesen el de Matthew. Estoy de acuerdo en que está concebido de la manera más rara del mundo, con esas formas alargadas y un tanto fantasmales, pero el cuadro tiene algo que, para serte sincero, no sé lo que es. —Se interrumpió y me miró con curiosidad—. No comprendo cómo habéis enviado el cuadro a la exposición, después de lo que Mary y tú dijisteis de Chocky.

—Nosotros no lo enviamos —le aseguré, y le expliqué a continuación lo sucedido.

—Ahora lo comprendo. No habéis tenido mucha suerte al suceder una cosa casi a continuación de la otra. A propósito —me dijo—, me visitó el miércoles un miembro de la Sociedad de Natación. Querían comprobar lo de la medalla del coronel Summer. Por lo visto, la Sociedad se ha enterado de algún modo que Matthew no sabía nadar y esto les metió la duda en el cuerpo. Les conté lo que yo sabía. Quería saber si era verdad que Matthew no sabía nadar. Tuve que decirle que sí; que tan sólo dos días antes yo mismo había estado tratando de enseñarle. Creo que me creyó, pero el pobre hombre se fue más confundido que vino. —Hizo otro alto en la conversación y siguió—: Con todos estos líos estoy seguro, David, que lo de Chocky estallará de un momento a otro. ¿Qué vas a hacer entonces?

Me encogí de hombros.

—¿Qué puedo hacer, dime? Lo único que haré será plantarles cara a los acontecimientos tal como se vayan presentando. De todas formas, Landis me ha recomendado un psicólogo para que vea a Matthew.

Le conté la conversación que tuve con él.

—Espera, Thorbe me dice algo. Alguien me ha hablado de él últimamente y no me acuerdo por qué. ¡Ah, ya sé! Por lo visto, un prominente hombre de negocios, que no recuerdo ahora su nombre, le encargó algo sobre psicología industrial. Quien me habló me dijo que el anticipo que consiguió por el trabajo era para caerse de espaldas, y, claro está, tendrá también sus buenos honorarios.

—¿Crees entonces que me costará mucho la consulta? —fue mi pregunta inmediata.

Alan agitó la cabeza.

—No lo sé, pero lo que sí puedo decirte es que no será barata. Yo en tu lugar hablaría primero con Landis antes de comprometerme.

—Sí, lo haré. No me gustaría verme sorprendido por una factura que me hiciera no levantar cabeza durante una buena temporada.

—En tu caso no creo que llegue a tanto. Después de todo, nadie te ha dicho que lo de Matthew sea de cuidado y que necesite, por tanto, un largo tratamiento. Todo lo que vosotros queréis es que alguien os tranquilice y os diga a qué tenéis que ateneros, ¿no es eso?

—No sé —contesté—. Admito que este Chocky no encierra ninguna amenaza…

—Y no olvides que además ha salvado la vida de él y la de Polly.

—Sí, pero la que ahora me preocupa es Mary. No se va a quedar tranquila hasta que Chocky haya desaparecido; ahuyentado, exorcizado o como quieras llamarlo, pero desaparecido.

Alan lo comprendió y me mostró su acuerdo.

—Sí, lo que ella quiere es llegar a una normalidad por encima de todo. Tú bien sabes que no todos somos iguales, particularmente hombres y mujeres. Bien, pero procura que espere hasta tener el veredicto de Thorbe. Me da la impresión de que las cosas se pondrían peores si ella tratara de sacar a Chocky usando su propio bisturí, valga la expresión.

—No, no lo hará. Y no lo hará porque sabe que eso contrariaría a Matthew. En cierto modo, ella es un poco parecida a Polly, ambas sienten que han sido un poco desplazadas. Teme el poner las cosas peores y, además, teme por Matthew. Lo peor de todo esto es que parece ser que no hay nada que pueda aliviar su angustia.

Alan hizo un gesto con la cabeza.

—Espera a saber algo más, muchacho. Y para ello no te queda más remedio que depositar toda tu fe en Thorbe.

Cuando llegué a casa me encontré con una atmósfera algo triste, quizás, pero no desesperada. Me animé un poco. Mary debía haber leído el Courier y seguro que el artículo le había causado la misma impresión que a mí. Le pregunté cómo había pasado el día.

—Pensé que no debía dejarme ver por la ciudad —me dijo— e hice las compras por teléfono. A eso de las once, un viejo cura amable, pero chocho, llamó. Le contrarió que Matthew estuviese fuera porque quería sacarle de un error; al final decidió explicarme el asunto a mí. Dijo que había leído, con gran aflicción, lo que se le estaba haciendo creer a Matthew: que su salvación se debía al Ángel de la Guarda, cuando esta figura no era una verdadera concepción cristiana. Añadió que era una de esas creencias paganas que la Iglesia de los primeros tiempos no había creído necesario suprimir y que por ello, junto con otras creencias erróneas, había estado temporal y equivocadamente incorporada a la verdadera fe. Muchos de estos errores han sido ya denunciados por la auténtica doctrina, pero éste parece que es difícil de desarraigar, así que es deber de todo cristiano cuidar de que no se perpetúe. Que yo debía contribuir al fortalecimiento de la fe diciéndole a Matthew que el Divino Hacedor no deja que esas cosas las hagan amanuenses; que fue Él y sólo Él quien le confirió la habilidad para salvarse, así como el necesario coraje para salvar a su hermanita. Que consideraba un deber por su parte aclarar esta equivocación.

»Por supuesto le aseguré que lo haría. No hice nada más que colgar cuando llamó Janet.

—¡Oh, no…! —exclamé.

—Sí, y estaba entusiasmada con el triunfo de Matthew en la exposición.

—Y claro, quiere venir mañana para comentarlo con nosotros, ¿es así o no?

—Bueno, en realidad ha dicho el domingo. Ha sido Patience la que ha llamado esta tarde para saber si podía venir mañana.

—Espero —le dije sin muchas esperanzas— que habrás podido deshacerte de las dos.

Empezó a titubear.

—Tú sabes cómo es Janet; es tan difícil de convencer e insiste siempre tanto que…

—¿Ah, si? —cogí el teléfono con rabia.

—No, espera —me suplicó.

—Estás equivocada si crees que voy a estar aquí sentado todo el fin de semana viendo cómo tus queridísimas hermanas despedazan a Matthew en una jubilosa orgía de disección. Tú sabes cómo se las gastan. Empezarán siendo extremosas e inquisitivas; seguirán alabando su suerte de no estar en parecida situación, y terminarán dando muestras de una conmiseración, falsa a todas luces, por la pobre de su hermana que ha tenido la mala fortuna de tener un muchacho de peculiar conducta. ¡Que se vayan al infierno!

Introduje mi dedo en el disco.

—No —saltó Mary—, es mejor que lo haga yo.

Le alargué el teléfono.

—De acuerdo. Diles que no pueden venir. Que tenemos ya un compromiso con unos amigos para mañana y el domingo. ¡Ah! Diles que el próximo fin de semana también lo tenemos cogido; porque si no lo haces así, son muy capaces de conseguir que te comprometas en firme con ellas para esa fecha.

Lo hizo y de forma muy eficiente. Al devolver el teléfono a su sitio, me miró con una cara de alivio que me alegró inmensamente.

—Gracias, David… —empezó a decir.

Sonó el teléfono. Lo cogí enseguida y me puse a la escucha.

—No —dije—. Está ahora durmiendo… No, no, estará fuera todo el día de mañana —y colgué.

—¿Quién era? —preguntó Mary.

—Un reportero del The Sunday Dawn pidiendo una entrevista con Matthew. —Recapacité un momento—. Me parece que ya saben que Matthew el héroe y Matthew el artista son una misma persona. Habrá, probablemente, más llamadas.

Y las hubo. La del The Sunday Voice, seguida por la del The Report.

—Ya está decidido —le dije a Mary—; mañana nos vamos fuera. Y tendremos que salir temprano, antes que ellos vengan y empiecen a acampar en el jardín. Lo mejor será que salgamos siendo todavía de noche; así que subamos y preparemos las cosas.

Empezábamos a subir, cuando el teléfono sonó de nuevo. No sabía si cogerlo o no.

—Déjalo —dijo Mary.

Así lo hicimos. Y la próxima vez que sonó, también.

Conseguimos salir a las siete de la mañana, sin que ningún periodista nos molestara. Pusimos rumbo a la costa.

—Supongo que no forzarán la puerta mientras estamos fuera —comentó Mary—. Me siento como si estuviese perseguida.

Todos empezamos a sentirnos como fugitivos un par de horas más tarde, cuando nos íbamos aproximando al mar. Las carreteras se hicieron intransitables por la cantidad de coches que circulaban; nuestra marcha se asemejaba a la del caracol. Había inexplicables paradas que nos inmovilizaban durante largos ratos. Los niños empezaban a aburrirse.

—Toda la culpa es de Matthew —se quejó Polly.

—No es mía —se defendió Matthew—. Yo no quería que nada de lo que ha pasado sucediera.

—Entonces la culpa es de Chocky.

—Debieras de estarle muy agradecida —le indicó Matthew.

—Lo sé, pero no lo estoy. Ella lo estropea todo —dijo Polly.

—La última vez que pasamos por este mismo sitio teníamos a Piff con nosotros y también era ella un tanto molesta —observé.

—Piff era muy tonta. No me decía nunca nada; tenía que ser yo siempre la que le hablase a ella. Apuesto a que ahora Chocky le está diciendo algo a Matthew o haciéndole alguna de sus estúpidas preguntas.

—Para que te enteres, te diré que no. Ella no está desde el martes. Creo que se ha ido a casa —replicó Matthew.

—¿Dónde está su casa? —preguntó Polly.

—No lo sé; lo que sí sé es que estaba un poco preocupada. Así que a lo mejor se ha ido a su casa para que le informen sobre algunas cosas.

—¿Qué clase de cosas? —quiso saber Polly.

Pude apreciar cómo Mary, al lado mío, estaba, toda expectante, sin querer tomar parte en la conversación.

—Bueno, si no está aquí, vamos a olvidarnos de ella durante un rato —sugerí.

Polly sacó la cabeza por la ventana y miró en ambas direcciones a la hilera de coches parados.

—Me parece que no andaremos nunca. Voy a leer mi libro —anunció.

Lo sacó de detrás de ella y lo abrió. Matthew bajó la vista para fijarse en las ilustraciones.

—¿Qué es eso? ¿Un circo? —preguntó.

—¡Boo! —exclamó Polly toda divertida—. Es una historia muy interesante acerca de un poni llamado Twinklehooves. Estaba en un circo hace tres libros, pero ahora quiere hacerse bailarín de ballet.

—Ah —dijo Matthew, con una contención digna de elogio.

Llegamos a un extenso aparcamiento que costaba tan sólo cinco chelines diarios. Cogimos nuestras cosas y nos marchamos en busca del mar. La pedregosa playa cercana al aparcamiento estaba toda llena de grupos de gente que se apiñaban alrededor de los transistores. Así que nos alejamos hacia uno de los lados por el piso de piedra hasta que lo único que nos separó del brillante mar veraniego era una franja de grasa e inmundicias de seis pies de ancha y una orla de cremosa espuma en la orilla.

—¡Oh, Dios! —exclamó Mary—. Supongo que no te bañarás en medio de eso —le dijo a Matthew, que empezaba a desabrocharse la camisa.

Matthew inspeccionó más de cerca el revoltijo de basura; incluso él parecía un poco desanimado.

—Pero yo quiero bañarme ahora —protestó.

—Aquí no —insistió Mary—. Y pensar que esto era hace unos pocos años una playa hermosa. Fijaros ahora, está…

—Es la orilla de la Gran Cloaca Británica —observé.

—Vayamos a otro sitio. ¡Venga! ¡Moveros!

Llamé a Matthew que estaba todavía mirando como fascinado la repugnante mezcla. Lo esperé, mientras Polly y Mary se alejaban por la playa.

—Chocky ha vuelto, ¿verdad? —le dije cuando estuvo a mi lado.

—¿Cómo lo sabes? —me preguntó sorprendido.

—Algunos signos son inequívocos. Mira, hazme un favor, ¿quieres? Procura mantenerla escondida todo el tiempo. No quiero estropearle el día a tu madre más de lo que ya lo ha hecho este sucio lugar.

—Muy bien —convino Matthew.

Nos adentramos un poco en la costa y encontramos un pueblecito abrigado en una gran grieta rocosa al pie de los Downs. Era un pueblo muy tranquilo. Había una hospedería que nos dio un almuerzo bastante pasable. Pregunté si podíamos pasar la noche y tuvimos la suerte de que había habitaciones vacías. Mary y yo nos pusimos a descansar en el jardín en sendas tumbonas. Matthew desapareció tras decir con vaguedad que iba a echar un vistazo por los alrededores. Polly estaba echada en la yerba, debajo de un árbol, haciendo suyas las ambiciones de Twinklehooves. Transcurrida una hora o así, animé a mi gente a dar un paseo antes del té.

Encontramos un sendero que contorneaba la colina y lo seguimos sin prisas. A eso de media milla rodeamos un saliente y vimos a una figura que afanosamente trabajaba en un gran block de dibujo que descansaba sobre sus rodillas. Me paré. Mary dijo a mi lado:

—Es Matthew.

—Sí —admití, y me dispuse a dar media vuelta.

—No —dijo ella—. Sigamos. Me gustaría ver lo que está haciendo.

Con bastante mala gana por mi parte, seguimos adelante. Matthew parecía no darse cuenta de nuestra presencia. Incluso cuando estuvimos más cerca permaneció completamente absorto en su trabajo. Seleccionaba, sin un titubeo, de una caja de lápices que tenía a su lado en la hierba el que necesitaba y lo llevaba al papel desplegando una destreza impropia de él. Después, con una curiosa mezcla de delicadeza y firmeza, manchaba, emborronaba y suavizaba las líneas con la ayuda de sus dedos o un trozo de un mugriento paño, que también le servía para limpiarse las manos, hasta difuminarlas en el tono y la intensidad debidos.

El acto de pintar un cuadro siempre me ha parecido una cosa maravillosa, pero el ver cómo un paisaje de Sussex toma forma en el papel por medio de materiales tan rudimentarios y con una técnica tan poco común, fue algo que me fascinó, y también a Mary. Debíamos llevar allí casi media hora sin movernos cuando pareció que la actividad de Matthew remitía y entraba en una fase de relajamiento. Levantó la cabeza, suspiró profundamente y elevó la concluida obra para estudiarla. Finalmente se percató que alguien estaba a sus espaldas y volvió la cabeza.

—¡Hola! —dijo mirando a Mary, un poco desconcertado.

—¡Oh, Matthew! ¡Es maravilloso! —exclamó ella.

Matthew pareció aliviado. Miró de nuevo la pintura.

—Creo que Chocky ve ahora las cosas con más normalidad, aunque todavía me parecen un poco graciosas —dijo con espíritu crítico.

Mary preguntó en plan de sondeo.

—¿Por qué no me lo das, Matthew? Te prometo que, si me lo das, lo guardaré de forma que no se estropee.

Matthew la miró sonriente; veía en ello una propuesta de paz.

—Si tú quieres, mami, te la doy —le dijo, y agregó en tono cauteloso—: Sólo en el caso de que tengas cuidado con ella, porque estas pinturas se estropean con mucha facilidad.

—Tendré mucho cuidado; es demasiado bonita para estropearla —le aseguró ella.

—Sí, es bastante bonita —convino Matthew—. Chocky piensa que, excepto aquellos lugares que nosotros mismos hemos estropeado, la Tierra es un hermoso planeta.

Llegamos a casa el domingo por la noche, reconfortados por el tranquilo fin de semana. Mary, sin embargo, no quería que llegara el lunes.

—Son tan pesados estos periodistas. Incluso te ponen el pie en la puerta para impedir que la cierres —se quejaba.

—No creo que esto dure mucho; la noticia perderá frescor antes del fin de semana próximo. Yo creo que lo mejor será quitar de en medio a Matthew. Al fin y al cabo, será por un solo día, ya que el martes empiezan otra vez las clases. Prepárale unos bocadillos y mándalo fuera, con instrucciones de que no regrese hasta las seis de la tarde. Procura que lleve dinero por si se aburre y quiere meterse en un cine. A él no le importará.

—Me parece que no está bien que lo alejemos de esta forma.

—Lo sé, pero estoy seguro que prefiere eso a tener una nube de periodistas molestándolo con ángeles de la guarda.

Así que a la mañana siguiente Mary le envió fuera de casa; acción que luego se demostró ser acertada. Seis personas telefonearon preguntando por Matthew a lo largo del día. La primera fue nuestro propio vicario; después, otro religioso que estaba vagamente preocupado por algo; una señora de mediana edad que confesó con cierta vehemencia que era una espiritista; un miembro del Grupo de Arte de la región que estaba seguro que Matthew querría formar parte de su asociación; otra señora que consideraba que el mundo de los sueños infantiles era un campo poco estudiado, y, por último, un instructor de los baños de la localidad para pedirle a Matthew que hiciera una demostración de socorrismo en la próxima gala de natación.

Cuando llegué a casa encontré a Mary exhausta.

—Si alguna vez puse en tela de juicio el poder de la prensa, me retracto ahora. Es una pena que todo el mundo lo haya tomado por el lado de lo esotérico.

Aparte de esto, puede decirse que el lunes fue un día sin nada digno de mención. Matthew parecía que se había divertido en su escapada. Volvió con los cuadros, dos paisajes tomados desde el mismo ángulo. Uno se veía claramente que había sido dirigido por Chocky, el otro era de menor calidad, pero del que Matthew estaba orgulloso.

—Lo he hecho todo yo —nos comunicó—. Chocky me ha estado diciendo cómo debo mirar la cosas y ahora creo que estoy empezando a comprender lo que ella quiere decir.

El martes por la mañana Matthew se fue al colegio, pues comenzaba un nuevo trimestre. Ese mismo martes por la tarde regresaba a casa con un ojo morado.

Mary le vio llegar con desmayo.

—¡Matthew! ¡Te has peleado! —exclamó.

—No, no me he peleado —le contestó con rabia—. Me han pegado, que no es lo mismo.

De acuerdo con su versión, estaba tranquilamente en el patio de recreo cuando un muchacho algo mayor que él, Simon Ledder, se le acercó con tres o cuatro de su camarilla y empezó a hacer bromas sobre ángeles de la guarda. No hicieron caso de sus esfuerzos por demostrarles que en lo sucedido no había tenido nada que ver el Ángel de la Guarda. Entonces Simon empezó a proclamar que si el Ángel de la Guarda era capaz de ponerle fuera del alcance de sus puños creería en él, sí no, era señal de que Matthew era un mentiroso. Simon, ni corto ni perezoso, puso su postulado en práctica, dando un puñetazo en la cara a Matthew que lo derribó al suelo. Este durante dos o tres minutos no tuvo clara conciencia de las cosas y admitió que pudo haber estado aturdido. Todo lo que recuerda es que se vio de nuevo en pie, pero en vez de estar haciéndole frente a Simon y a sus amigos, se encontró que estaba delante del director de la escuela, el señor Slatson.

El señor Slatson tuvo el amable detalle de llamar a mediodía para preguntar cómo se encontraba. Pude decirle que ya Matthew era otra vez el mismo, aunque un poco estropeado.

—Siento lo sucedido —dijo el director—. La provocación partió de los otros muchachos. Ya lo he arreglado, no creo que vuelva a suceder de nuevo. Fue un curioso incidente. Yo tuve ocasión de verlo, aunque estaba muy alejado para poder intervenir a tiempo. Cuando el muchacho lo derribó esperó a que se levantara para seguir pegándole. Pero cuando Matthew se incorporó, su contrincante, en vez de ir a por él, retrocedió y lo mismo hicieron sus compañeros, lo miraron durante un instante, y luego dieron media vuelta y echaron a correr. Le pregunté al del puñetazo qué había sucedido y me dijo que Matthew parecía una «fiera». La cosa es extraña, pero creo que servirá para que no haya más problemas de esta clase. A propósito…

Empezó a felicitarnos por los éxitos natatorios y pictóricos de nuestro hijo; se notaba por la forma de hablar que no veía muy claros ambos asuntos.

Polly parecía interesada por el aspecto de Matthew.

—¿Puedes ver con ese ojo? —quiso saber.

—Sí —contestó Matthew escuetamente.

—Queda la mar de gracioso —dijo ella—. Una vez Twinklehooves casi pierde un ojo —añadió en tono evocador.

—¿Le dio una patada una bailarina de ballet? —ironizó Matthew.

—No. Fue en el libro anterior a ése. Cuando él era un poni de caza —explicó Polly. Se quedó un rato callada—. ¿Te lo hizo Chocky? —preguntó luego inocentemente.

—Déjala ya, Polly —le dije—. Matthew, ¿qué te ha dicho la señorita Soames sobre «Regreso a casa»? ¿Se alegró de que saliera en los periódicos?

Matthew negó con la cabeza.

—Todavía no la he visto. Hoy no teníamos clase de Arte —dijo él.

—La señorita Pinkser de mi escuela lo vio —intervino Polly—. Ella pensó que era un cuadro bastante estropajoso.

—Polly, ésas no son formas de hablar —protestó Mary—. Estoy segura de que la señorita Pinkser no ha dicho tal cosa.

—Yo no he dicho que lo dijera, sino que lo pensó. Ella quería saber si Matthew tenía algo en la vista que se llama estigmático, astignático, o algo parecido, y también si usaba gafas. Le dije que no y que tampoco las necesitaba porque en realidad el cuadro no era suyo.

Intercambié una mirada con Mary.

—Vamos a ver qué sale ahora de todo esto —comentó ésta con un suspiro.

—He dicho la verdad —protestó Polly.

—No, no la has dicho —terció Matthew—. El cuadro es mío; la señorita Soames me lo vio hacer.

Polly estaba a punto de llorar.

Cuando nos quedamos libres de los niños le conté a Mary las novedades del día. Landis me había llamado por la mañana. Había conseguido, me dijo, ver a sir William, quien parecía bastante interesado por el caso de Matthew. Sir William, por descontado, tenía sus horas de consulta muy solicitadas, pero me dijo que llamara a su secretaria para ver si me podía dar hora para uno de estos días.

Así lo hice. La señorita que hacía de secretaria me dijo que tenía casi todas las horas cogidas para bastantes días, pero que vería qué es lo que se podía hacer. Sentí el sonido característico de pasar hojas de papel; luego, con graciosa entonación, me dijo que era afortunado, que alguien había cancelado su visita y que podíamos ir el viernes a las dos de la tarde; añadió que si este día y esta hora no eran de nuestra conveniencia, entonces tendríamos que esperar varias semanas.

Mary no estaba muy decidida. Parecía que durante los dos o tres últimos días su antipatía por Chocky se había suavizado bastante; también, me imagino, tenía una instintiva reserva en poner a Matthew en otras manos, algo parecido a cuando dejamos a nuestros hijos por primera vez en la escuela. No obstante, se impuso su sentido común. Acordamos que el viernes yo llevaría a Matthew a la calle Harley.

El miércoles tuve un día sin interrupciones. Mary se vio obligada a despachar a dos visitantes y a contestar a dos llamadas telefónicas; la escuela, por su parte, alejó a un presunto entrevistador que dijo pertenecer al The Psychic Observer. Para Matthew, sin embargo, el día no fue del todo tranquilo, pues tuvo una agarrada con el señor Caffer.

Todo partió, por lo visto, de una aseveración que el señor Caffer hizo en la clase de Física, diciendo que la de la luz era la velocidad límite; nada, afirmó dogmáticamente, puede desplazarse con más rapidez que la luz.

Matthew levantó una mano. El señor Caffer le miró.

—¡Oh! —exclamó—, debí de haberlo esperado. Está bien, joven Gore, ¿qué es lo que tú sabes que Einstein no sepa?

Matthew, arrepentido ya de su impulso, dijo:

—No, no es nada, señor.

—No te importe decirlo —le animó el señor Caffer—. Cualquier reto que se le haga a Einstein tiene su importancia. Vamos, suéltalo.

—Es que, señor, la velocidad de la luz es la velocidad límite solamente desde el punto de vista físico.

—Bien, quizás puedas decirnos entonces algo que se desplace más rápido.

—El pensamiento, señor —dijo Matthew.

—El pensar, Gore, es un proceso físico que implica, entre otras cosas, mensajes neuronales, sinapsis y una serie de cambios celulares. Todo esto requiere tiempo; tiempo que puede medirse en mieras. Yo te aseguro que este proceso es más lento que el de la luz. Si no lo fuera, muchos desgraciados accidentes de carretera se podrían evitar.

—Pero…

—Pero ¿qué, Gore?

—Es que, señor, yo no me refería en realidad al pensamiento, sino a la mente.

—¿Ah, sí? La psicología no es mi fuerte, por lo tanto, es mejor que tú nos lo expliques.

—Es que, señor, si usted pudiera hacer algo así como disparar su mente…

—¿Disparar? ¿No será «proyectar» la palabra apropiada?

—Eso es, señor. Si usted pudiera proyectar su mente, el espacio y el tiempo no contaría. Usted podría atravesarlos al instante.

—¡Vaya! Interesante teoría en verdad. Y ¿puedes hacer tú esa proeza?

—No, no puedo, señor…

Matthew se mostró evasivo de repente.

—Pero seguro que conoces a alguien que puede, ¿no es eso? Sería muy instructivo para todos si pudieras algún día traernos a esa persona.

Contempló a Matthew con tristeza y movió la cabeza. El muchacho bajó los ojos y los plantó en la superficie lisa de la tapa de su pupitre.

—Bien —dijo el señor Caffer, dirigiéndose de nuevo a la clase—, ahora que ha quedado claro que nada en el universo, con la posible excepción de la mente de Matthew Gore, puede superar a la velocidad de la luz, volvamos a nuestra lección…

El viernes esperé en Waterloo a Matthew que llegaba en uno de los trenes de cercanías. Almorzamos y llegamos a la calle Harley con cinco minutos de anticipación.

Sir William Thorbe resultó ser un hombre alto y bien afeitado, con nariz aguileña, pelo sedoso que empezaba a blanquearse, y un par de negros y penetrantes ojos protegidos por anchas cejas. En otras circunstancias, hubiese pensado que parecía más bien un abogado que un médico; su porte, aspecto y maneras daban una primera impresión de familiaridad que más tarde achaqué a su parecido con el duque de Wellington.

Le presenté a Matthew, intercambiamos unas pocas palabras y se me pidió que esperase fuera.

—¿Por cuánto tiempo? —pregunté a la secretaria.

—Dos horas es lo mínimo que está con un nuevo paciente —me contestó—. Le aconsejo que vuelva a eso de las cuatro y media. Atenderemos a su hijo si termina antes de esa hora.

Volví a la oficina y me presenté de nuevo en la consulta a la hora convenida. Matthew no salió hasta después de las cinco.

—¡Uf! —exclamó—, yo pensé que sería solamente cosa de media hora.

Apareció la secretaria.

—Sir William me pide que le presente sus disculpas por no recibirlo ahora; tiene una consulta urgente que atender. Dice que le escribirá dentro de un día o dos.

Nos sonrió y nos mostró la salida.

—Bueno, ¿qué pasó? —le pregunté a Matthew cuando estuvimos en el tren.

—Me hizo algunas preguntas. No parecía en absoluto sorprendido por lo de Chocky. —Y agregó—: También estuvimos escuchando discos.

—¿Tiene una discoteca? —pregunté.

—No, no me refiero a esa clase de discos. Eran de una música especial, suave y tranquila. Sonaba mientras me hacía las preguntas. Cuando terminaron las preguntas se levantó, sacó otro del armario y me dijo si yo había visto antes un disco parecido. Dije que no; era muy raro, todo lleno de franjas blancas y negras. Cogió una silla y me dijo: «Siéntate aquí, donde puedas verlo», y lo puso en el tocadiscos.

«Hacía un ruido extraño, una especie de zumbido; no era música, aunque subía y bajaba de tono. De pronto se escuchó otro zumbido, éste más agudo que el anterior. Podían escucharse los dos; el segundo también tenía distintos tonos. Yo miraba al disco dar vueltas; todas las líneas parecían que se dirigían hacia el centro, como cuando el agua del baño se escapa por el desagüe; sólo que en el disco las líneas no bajaban, sino que desaparecían al llegar al mismo centro. Era divertido mirarlo, hasta que empecé a sentir como si toda la habitación estuviese dando vueltas y yo me caía de la silla. De pronto, sin saber cómo, todo volvió a la normalidad y me encontré escuchando un disco corriente con música también corriente.

«Entonces sir William me dio una naranjada y me hizo algunas preguntas; después de un rato me dijo que eso era todo y se despidió de mí. Salí y entonces me encontré contigo.

Le informé de todo a Mary.

—Hipnosis —dijo—. No me gusta que le hipnoticen.

—Ni a mí tampoco —observé—. Pero supongo que usó el método que consideró más apropiado. Matthew cuando quiere es del todo hermético y más cuando de Chocky se trata. Sé que se abrió a Landis, pero eso fue una excepción. Así que si a sir William le costaba trabajo sacarle las contestaciones, quizás recurriera a la hipnosis como método expeditivo.

—¡Hum! —exclamó Mary—. Bueno, no podemos hacer ahora nada, sino esperar su informe.

A la mañana siguiente, sábado, Matthew bajó a desayunar con aspecto cansado. Se veía bajo de moral e indiferente a todo. No hizo caso de las provocaciones de Polly para iniciar una pelea; tenía un semblante tan sombrío que Mary la mandó enseguida callar.

—¿No te sientes bien? —le preguntó a Matthew, que jugaba todo desganado con sus cereales.

—Estoy bien —fue su contestación.

—¿Estás seguro?

—Sí —le dijo.

Mary lo observó un rato y volvió a la carga de nuevo.

—¿Es algo relacionado con lo de ayer? ¿Te hizo algo el doctor que no te gustara?

—No. —Matthew agitó la cabeza—. Estoy bien. —Y para subrayarlo atacó a los cereales; parecía que estaba comiendo piedras.

Me fijé en él y vi que estaba a punto de llorar.

—Mira, camarada, tengo que bajar hoy a Chichester, ¿te gustaría venir conmigo? —le animé.

Dijo que no otra vez con la cabeza.

—No, gracias, papá. Me voy mejor a… Mami, ¿podrías prepararme algunos sandwiches, por favor?

Mary me miró extrañada. Le hice un gesto de asentimiento.

—Claro que sí, querido. Te prepararé algunos después del desayuno.

Matthew comió un poco más y se fue arriba.

—A Twinklehooves se le quitaron las ganas de comer cuando su amigo Stareyes murió. Fue muy triste —remató Polly.

—Tú vete arriba y cepíllate ese pelo que está cochambroso —le reconvino Mary.

Cuando estuvimos solos dijo:

—Estoy segura que es algo que ese hombre le dijo ayer.

—Pudiera ser —admití—. Pero creo que no. No estaba tan decaído ayer por la tarde. De todos modos, si no quiere decirnos lo que le pasa creo que no debemos presionarlo demasiado.

Cuando salí para coger el coche encontré a Matthew que estaba asegurando su block, la caja de pinturas y los sandwiches en el portapaquetes de su bicicleta. Dudé que estos últimos llegaran ilesos.

—Ve con cuidado. Recuerda que hoy es sábado —le alerté.

—Sí —me aseguró y se marchó pedaleando.

A las seis de la tarde volvió y se metió derecho en su habitación. A la hora de comer todavía seguía allí. Quise saber lo que le pasaba.

—Dice que no quiere nada —me informó Mary—. Se pasa el tiempo tumbado en la cama y mirando al techo. Estoy segura de que debe estar muy preocupado por algo.

Subí por si podía averiguar algo. Matthew estaba, como Mary dijo, tendido en la cama, con la mirada fija en el techo. Parecía muy cansado.

—¿Qué te pasa, camarada? ¿Estás agotado? —le pregunté—. ¿Por qué no te metes en la cama? Te traeré algo de comer en una bandeja.

Dijo que no con la cabeza.

—No, gracias, papá. No necesito nada.

—Pero tú sabes que tienes que comer algo.

Otra vez movió la cabeza.

Recorrí mi vista por la habitación. Había cuatro cuadros que no había visto antes. Todos eran paisajes. Dos estaban apoyados en la repisa de la chimenea, los otros dos descansaban encima de la cómoda.

—¿Los hiciste hoy? ¿Puedo verlos?

Me acerqué para verlos mejor. A uno lo reconocí inmediatamente; era una vista general del Gran Estanque de Docksham. Otro era una vista parcial de este mismo estanque. Había un tercero que era un pueblecito tomado desde arriba con las colinas en segundo término. El cuarto representaba un trozo de tierra que no había visto nunca en mi vida.

Era una llanura. Al fondo, sobre un cielo sin nubes, se veía una línea de antiguas colinas de redondeadas cumbres, rematadas algunas de ellas por achatadas torres con cúpulas. En un plano medio, a la derecha, se alzaba algo parecido a un inmenso hito de piedras. Tenía la forma, aunque no tan regular, de una pirámide alargada. Las piedras —si de piedras se trataban— tampoco estaban acopladas unas a otras. Más bien parecían, según podía entreverse en la pintura, cantos rodados apilados. No se le podía llamar un edificio, aunque se veía a todas luces que no era una formación natural del terreno. En primer plano había unas filas de cosas regularmente espaciadas entre sí y formando unas líneas curvas; digo cosas porque era prácticamente imposible adivinar de lo que se trataba. Podían ser bulbos de suculentas plantas, almiares o incluso cabanas; no sé, era difícil de decir. Además, para hacer la cosa todavía más laboriosa de identificar, cada una tenía dos sombras. Del lado izquierdo del cuadro salía una franja ancha y clara que se dirigía recta, como trazada a regla, hasta el pie del montículo de piedras; aquí cambiaba de dirección hacia un banco de niebla que se extendía hasta la base de las montañas. La vista, en conjunto, era depresiva, a excepción del azul del cielo. Los tonos castaños, rojos y grises daban al observador una sensación de aridez, a la par que de intolerable calor.

Todavía no había salido de mi perplejidad cuando noté un apagado sollozo, detrás de mí. Matthew habló haciendo pucheros.

—Papi, ésos son los últimos cuadros.

Me volví. Había excitación en sus ojos, aunque, estaban anegados en lágrimas. Me senté a su lado en la cama y le cogí una mano.

—Matthew, muchacho, dime de una vez lo que te pasa.

Matthew se sorbió la nariz y luego, con voz entrecortada, me dijo:

—Es Chocky, papá. Se marcha… para siempre…

Escuché los pasos de Mary en la escalera, crucé con diligencia la habitación y cerré la puerta detrás de mí.

—¿Qué es? ¿Está enfermo? —trató de saber.

La cogí del brazo y la alejé de la puerta.

—No. Está perfectamente —le dije, llevándola hacia la escalera.

—Pero ¿qué es lo que pasa? —insistió.

Le hice señas con la cabeza. Cuando estuvimos abajo en el vestíbulo, donde Matthew no podía oírnos, le dije:

—Se trata de Chocky. Por lo visto lo deja; se marcha.

—Demos gracias a Dios por ello —fue el comentario de Mary.

—Pues sí, pero procura que él no se dé cuenta de tu alegría.

Mary meditó un momento.

—Será mejor que le lleve una bandeja con algo.

—No. Déjalo solo.

—Algo tiene que meterse en el estómago.

—Creo que está, digamos, diciéndole adiós y lo encuentra difícil y doloroso —dije.

Me miró extrañada, con una mueca de incertidumbre en su rostro.

—Pero, David, hablas como si… Quiero decir que Chocky no es un ser real.

—Para Matthew sí lo es. Y se lo está tomando a pecho.

—De todos modos, pienso que debería comer algo.

Siempre me ha maravillado, no sólo ahora, cómo las más tiernas y amorosas mujeres dejan a un lado cosas tan importantes como son las angustias vivenciales de la niñez para concentrar toda su atención en el estómago.

—Quizás más tarde —dije—. Pero no en este momento.

Durante la comida, Polly habló aburrida e incansablemente sobre ponis. Cuando pudimos desembarazarnos de ella, Mary me dijo:

—He estado pensando que quizás sea algo que ese hombre le hizo.

—¿Qué hombre?

—Ese sir William Como-se-llame, por supuesto —dijo toda impaciente—. Después de todo llegó a hipnotizar a Matthew, y las personas pueden hacer toda clase de cosas bajo sugestión hipnótica. Suponte que le dijera a Matthew mientras estaba en trance: «Mañana tu amiga Chocky te va a comunicar que se marcha. Sentirás mucho decirle adiós, pero tendrás que hacerlo. Ella te dejará y tú poco a poco la olvidarás.» Pudo decirle esto u otra cosa por el estilo. Yo no entiendo mucho de estas cosas, pero me parece imposible que una sugestión de esta naturaleza pueda curarle y arreglarlo todo.

—¿Curarle? —le dije.

—Bueno, quiero decir…

—¿Quieres decir que otra vez piensas que Chocky es una ilusión?

—No una ilusión exactamente…

—Con franqueza, querida, después de lo que pasó en el estuario y de haberlo visto pintar este fin de semana, ¿crees todavía que…?

—Es mi única esperanza y a ella me agarro, David. Por lo menos esto es menos alarmante que lo que hablaba tu amigo Landis: posesión. Y esto parece que la descarta, ¿no es así? Lo que quiero decir es que él va a ver a este hombre, sir William, y al día siguiente mismo te dice que Chocky se va…

Tuve que admitir que en este sentido llevaba razón. En ese preciso instante deseé haber tenido más conocimiento de la hipnosis en general y de Matthew en particular. También deseé bastante que si sir William tenía que expulsar a Chocky por medio de la hipnosis, que lo hiciera de forma que causara el menor daño posible al muchacho.

En resumen, que empezaron a no gustarme los métodos de sir William. Parecía como si le hubiese enviado a mi hijo para que me diera un diagnóstico y, en vez de eso, me saliese con un tratamiento que todavía no le había pedido. Cuanto más consideraba el asunto más feo me parecía, por no decir indignante.

Al irnos a la cama me asomé a la habitación de Matthew por si acaso tenía ahora hambre. No se oía nada, excepto su respirar de forma regular; cerramos la puerta y nos alejamos, procurando no hacer ruido.

A la mañana siguiente, que era domingo, lo dejamos dormir a sus anchas. Se dejó ver a eso de las diez, todavía atontado por el sueño; tenía los párpados enrojecidos y se movía con cierta languidez. Afortunadamente parecía que le había vuelto el apetito.

Alrededor de las once y media, un inmenso coche americano, con el frente parecido a una sinfonola, se acercaba a la casa. Matthew bajó las escaleras a todo meter.

—¡Es la tía Janet, papá! ¡Yo me voy! —chilló casi sin aliento y se esfumó por el pasillo que conducía a la puerta trasera.

Fue un día de prueba para todos nosotros. La situación era algo parecida a una recepción en la que no está presente el invitado de honor o, más bien, un espectáculo en el que se exhibiera un fenómeno y éste no apareciera. Matthew lo supo hacer. Se discutió con largueza, casi siempre en una sola versión, sobre la existencia de los ángeles de la guarda; hubo una interminable disquisición, ilustrada con anécdotas y todo, sobre las cualidades personales de un artista que hubo en la familia; ni que decir tiene que todas sus cualidades eran nefastas y algunas incluso abominables.

No me di cuenta de la vuelta de Matthew. Debió entrar furtivamente y reptar por la escalera mientras estábamos hablando. Después de que se fueran subí a su habitación. Estaba sentado mirando, a través de la ventana abierta, al sol poniente.

—Tendrás que dar la cara más tarde o más temprano —le dije—, aunque estoy de acuerdo en que hoy no era el día. Se contrariaron mucho al no verte.

Matthew hizo una mueca.

Miré a mi alrededor. Las cuatro pinturas estaban otra vez dispuestas en plan de exhibición. Lancé algunos comentarios elogiosos sobre el estanque de Docksham. Cuando llegué al último cuadro, titubeé, no sabía si pasarlo o no por alto; al final decidí hablar sobre él.

—¿Puedes decirme qué es eso? —le pregunté.

Matthew giró su cabeza y lo miró.

—Ahí es donde vive Chocky —dijo e hizo una pausa. Al cabo de un rato añadió—: ¿Verdad que es un sitio horrible? Por eso ella piensa que nuestro mundo es tan hermoso.

—Desde luego no es un lugar muy atractivo —convine—. Parece como si hiciera un calor terrible.

—Sí, es durante el día. Esa neblina del fondo es vapor que sale de un lago.

Señalé al gran hito de piedras.

—¿Qué es esto?

—En realidad no lo sé —confesó Matthew—. Unas veces habla de él como si fuese un solo edificio y otras como si fuesen muchos; algo similar a una ciudad. Es difícil entendernos sin palabras cuando aquí no tenemos nada que se le parezca.

Comprendí las dificultades que entraña el comunicar un concepto nuevo bajo esas condiciones.

—¿Y qué son estas protuberancias? —señalé a las filas de montículos espaciados de forma regular y simétrica.

—Cosas que crecen por allí —fue todo lo que pudo decirme.

—¿Dónde está esto? —pregunté.

Matthew movió la cabeza.

—No pudimos saberlo, ni tampoco dónde está nuestro mundo —dijo.

Me di cuenta que hablaba en pasado; miré de nuevo al cuadro. La áspera monotonía de los colores y la sensación de calor árido me impresionaron de nuevo.

—Mira, si yo fuese tú lo escondería cuando no estuviese aquí. No creo que a mami le gustase verlo.

Matthew asintió.

—Yo también lo he pensado, así que lo pondré hoy fuera de su vista.

Hubo una pausa. Miramos por la ventana cómo iba poco a poco desapareciendo el rojo disco del sol tamizado por las copas de los árboles. Le pregunté:

—¿Se marchó ya, Matthew?

—Sí, papá.

Vimos cómo el último trocito de sol se hundía y desaparecía. Matthew se sorbió la nariz. Sus ojos estaban empapados en lágrimas.

—¡Oh, papá…!, es como perder parte de uno…

Matthew apareció a la mañana siguiente decaído y algo paliducho, pero no quiso perderse el colegio. Volvió cansado; no obstante, a medida que transcurría la semana se fue entonando. Al final de la misma ya parecía otra vez el de siempre. Mary y yo tuvimos las mismas razones para alegrarnos, aun cuando nuestras premisas eran distintas.

—Gracias a Dios que ya todo ha pasado —me dijo Mary el viernes por la noche—. Parece como si ese sir William Thing tuviese, después de todo, razón.

—Thorbe —le corregí.

—Bueno, Thorbe o Thing, es lo mismo; el hecho es que él te dijo que la cosa era pasajera, que todo consistía en que Matthew se había forjado un complejo sistema de fantasías, algo no muy corriente a su edad pero tampoco para preocuparnos, al menos que se hiciese crónico. En su opinión, esto último era muy improbable. Creía que todo el sistema se vendría abajo muy pronto; como así ha sucedido.

—Sí —convine—. Desde luego es la forma más sencilla; por eso, ¿qué importa ahora si Thorbe llevaba o no razón? Chocky se hubiera ido de todos modos.

El martes llegó el informe sobre Matthew. Contenía muchas cosas que me eran muy difíciles de tragar. La cuestión natatoria la trató sosteniendo que el niño, de hecho, había aprendido a nadar con antelación, pero que un profundo temor al agua originó la anulación de esa habilidad que permaneció en estado de latencia. Esta latencia persistió hasta que el shock producido por su violenta inmersión en el agua rompió el bloqueo mental del niño y permitió que la habilidad para nadar se manifestara de nuevo de forma espontánea.

Como es natural, la mente consciente del niño ignoraba esta laguna inhibitoria, por lo que atribuyó ese repentino saber nadar a un agente externo.

Con los cuadros había pasado más o menos lo mismo. Sin lugar a dudas, Matthew, en su subconsciente, tenía albergado un fuerte deseo de pintar. Este deseo había permanecido reprimido, quizás por el terror que en temprana edad le inspirara la contemplación de algunos grabados con imágenes horripilantes. Sólo cuando su fantasía se hizo lo suficientemente potente para afectar a las dimensiones conscientes y subconscientes de su psique, formando entre ellas algo parecido a un puente, ha sido cuando su impulso hacia la pintura se ha liberado y se ha hecho capaz de expresarse de forma práctica.

Poco más o menos en la misma línea había también explicaciones sobre el incidente del coche. Muchos de los puntos que yo consideraba importantes habían sido ignorados. Pero era lo mismo; seguro que les hubiese encontrado una explicación parecida a los otros.

La carta, para mí, era decepcionante. Sus conclusiones me parecían amañadas e incluso faltas del necesario rigor profesional. Me sacaba de quicio que Mary creyese a pie juntillas todo lo que el informe decía, pero lo que más me indignaba era que los hechos parecían darle la razón. Me di cuenta que todas mis esperanzas habían estado en Thorbe y que, en cambio, sólo había conseguido de él un conglomerado de palabras sin fundamento alguno.

Y a pesar de todo, el individuo parecía tener razón… La Chocky-presencia, como él decía, se había disipado. El Chocky-trauma parecía estar mejorado, aunque de esto último, a decir verdad, yo no me sentía tan seguro.

Ante todo me limité a decir «amén» y dejé que Mary me echara en cara lo más discretamente posible lo equivocado que yo estaba al pretender ver sutiles complejidades en lo que, después de todo, resultó ser una versión corregida y aumentada de Piff. Como esto la hacía sentirse mejor, tomé una actitud pasiva y no hice nada por defender mi punto de vista.

Yo siempre había pensado, por los periódicos, que las sociedades, principalmente aquellas que hacen preceder sus nombres por la palabra «real», debían dedicar un tiempo considerable en comprobar los antecedentes de los candidatos, la habilidad de los testigos y la integridad moral de todos los que estén más o menos conectados con el hecho, antes de decidirse a conceder una de sus preciadas distinciones. Todo esto, calculaba yo, le llevaría, como mínimo, sus buenos seis meses, a partir de los cuales uno ya podría esperar que fuera citado a comparecer ante la Junta Directiva para recibir la distinción con todos los honores. Pues bien, este procedimiento puede que sea seguido por ciertas sociedades, pero no por la Real Sociedad de Natación.

Su galardón no fue entregado por ningún heraldo; llegó el lunes, a primera hora, de la forma más prosaica del mundo: por correo certificado. Venía a nombre del señor Matthew Gore y, desgraciadamente, no pude interceptar el sobre. Mary firmó el recibí y cuando Matthew y yo entramos juntos en el comedor lo vimos al lado de su plato.

Matthew le echó una mirada y se sentó todo estirado, como si no hubiese nada. Le dirigió unas cuantas miradas furtivas más y dedicó luego toda su atención a los cereales. Traté de hacerle señas a Mary, pero todo fue inútil; estaba demasiado inclinada sobre su plato.

—¿No lo vas a abrir? —le preguntó animándolo.

Matthew miró otra vez al sobre. Sus ojos recorrieron la estancia buscando una salida. Se encontraron con la expresión expectante de su madre. De mala gana cogió un cuchillo y rasgó el sobre. Una cajita de cuero rojo cayó sobre la mesa. No se atrevía a tocarla. La cogió lentamente y la abrió. Durante unos segundos permaneció quieto mirando el pequeño disco dorado que brillaba sobre un fondo aterciopelado azul. De pronto saltó:

—No la quiero.

Esta vez sí pude conseguir que Mary me mirara y le hice una ligera señal con la cabeza.

El labio inferior de Matthew, ahora un poco adelantado, temblaba ligeramente.

—No es justo —dijo—. Debía de ser para Chocky; ella fue la que nos salvó a Polly y a mí… No puedo cogerla, papá…

Se quedó mirando a la medalla con la cabeza gacha. Recordé con lástima toda la serie de desilusiones que jalonan la vida del adolescente. El descubrimiento de que vivimos en un mundo en donde los honores, a menudo, los obtiene el que menos los merece es una de ellas. Más tarde o más temprano comprobará que la escala de valores que tenía formada no sirve para nada; verá que no se puede confiar en nadie, que todo el mundo está vacío, que el oro, la mayoría de las veces, se convierte en latón, que no hay seres totalmente íntegros…

Matthew se levantó y salió corriendo de la habitación. La medalla, ostentosamente brillando en su estuche, quedó sobre la mesa. La cogí en mis manos. El anverso estaba un poco sobrecargado. El nombre completo de la sociedad grabado en círculo lo bordeaba; había después una complicada orla que quería, sin conseguirlo, ser una expresión del art-nouveau; en el centro, un muchacho y una muchacha con las manos entrelazadas miraban a la mitad de un sol naciente que irradiaba vigorosos rayos.

Le di la vuelta. El reverso estaba más despejado. Simplemente una inscripción con una guirnalda de hojas de laurel a su alrededor. En la inscripción se leía:

CONCEDIDA A

luego, grabado en un tipo diferente de letra:

MATTHEW GORE

y finalmente:

POR UN VALEROSO ACTO

Se la pasé a Mary. La examinó pensativamente durante un rato y la puso de nuevo en la caja.

—Es una lástima que se lo haya tomado así —dijo ella.

Cogí el estuche y me lo metí en el bolsillo.

—Ha sido una mala suerte que haya llegado precisamente ahora —comenté—. Se la guardaré para más adelante.

Mary parecía que iba a hacer alguna objeción, pero en ese momento llegó Polly balbuciendo algo y toda preocupada porque iba a llegar tarde al colegio.

Miré arriba antes de marcharme, pero Matthew ya había dejado la casa. Sus libros estaban encima de la mesa…

Volvió a eso de las seis y media, instantes después de que yo llegara.

—Y bien —le dije—, ¿dónde has estado metido todo el día?

—Paseando —fue su respuesta.

Moví la cabeza.

—No puedes hacer esto, Matthew, tú lo sabes. No puedes faltar al colegio de esta forma.

—Lo sé —admitió.

El resto de nuestra conversación no tuvo palabras. Nos comprendíamos mutuamente bastante bien.