DOS
Piff era una invisible y pequeña amiguita —por lo menos así lo parecía— que Polly había encontrado cuando tenía cinco años. Mientras duró esta extraña amistad fue un fastidio para todos.
Se disponía uno a sentarse tranquilamente en una silla vacía, cuando un grito angustioso de Polly te paralizaba en una inestable y poco elegante postura; aparentemente te ibas a sentar encima de Piff. Cualquier movimiento natural que hicieras podía lastimar a la intangible Piff, que era entonces cogida en brazos y reconfortada con palabras tiernas que abominaban de la brutalidad y falta de cuidado de algunos padres.
Con harta frecuencia estaba uno a punto de presenciar en la televisión un K.O., o el desenlace de una comedia, cuando oía llamar a Polly con toda urgencia desde arriba; antes de investigar la causa, ya sabía yo que había una probabilidad de cuatro contra uno a que la urgencia se debiese a la terrible necesidad de Piff de beber agua. Las veces que ocupábamos en un café una mesa para cuatro, allí estaba Polly pidiéndole a la confundida camarera una silla más para Piff. En muchas ocasiones, ya tenía yo puesto el pie en el pedal del embrague, cuando un horripilante grito me prevenía de que Piff no estaba todavía en el coche, con lo que tenía que abrirse la puerta para que entrara. Una vez no la esperé a propósito. Mejor que no lo hubiera hecho; mi inhumana acción nos estropeó el día.
La etérea Piff estuvo con nosotros más tiempo del corriente. La tuvimos de huésped durante una buena parte del año, aunque, a decir verdad, a nosotros nos pareció mucho más. Al final de nuestras vacaciones de verano la perdimos de vista de forma repentina. Por lo visto Polly hizo nuevas amistades, esta vez más corpóreas y audibles, y se olvidó ingratamente de Piff. Este olvido subsistió durante nuestro viaje de vuelta.
Una vez que me hube asegurado de que la desaparecida Piff nos había dejado para siempre, me sentí hipócritamente triste por su suerte; la veía condenada por los siglos a vagar por las húmedas y desiertas arenas de las playas de Sussex. Su ausencia nos trajo tranquilidad a todos, incluyendo —aunque parezca mentira— a la misma Polly. La idea de que podríamos encontrarnos con otro caso parecido no fue muy bien recibida por nuestra parte.
—Una perspectiva bastante fea —dije—, pero afortunadamente poco probable. Es natural que la niña más pequeña de la familia recurra a una ficción como Piff para ejercer sus tendencias de protección y mando, pero un muchacho de once años lo más seguro es que las ejerza sobre otros de menor edad.
—Confío en que estés en lo cierto —contestó Mary, no muy convencida—. Con una Piff ya es más que bastante.
—Bueno —apunté—, creo que el caso de Matthew es diferente. Acuérdate que Piff tenía que estar soportando regañinas por una cosa o por otra casi constantemente, mientras que nuestro nuevo visitante parece tener opiniones propias y un espíritu crítico muy desarrollado.
Mary parecía asustada.
—¿Qué quieres decir? No comprendo cómo…
Le repetí lo más fielmente posible el monólogo que había escuchado.
Frunció el entrecejo cuando terminé.
—Estoy confundida —reconoció.
—Pues es bastante simple. Ten en cuenta que, después de todo, la confección de un calendario es algo completamente convencional…
—Estoy de acuerdo, David, pero es un aspecto que normalmente escapa a la consideración de un niño. Para un chico de once años el paso del tiempo es una ley natural; algo así como el día y la noche, o las estaciones… A esta edad la semana es una semana y sólo puede tener siete días; esto es algo incuestionable para ellos y no se paran a analizarlo.
—Bueno, eso es más o menos lo que Matthew decía; pero, aparentemente, él discutía con alguien o, por lo menos, discutía consigo mismo. En cualquier caso, no es fácil de explicar.
—Quizás estuviese discutiendo en solitario algo que le dijeron en la escuela; probablemente algún profesor.
—Puede ser —admití—, pero de todos modos el enfoque del asunto es nuevo para mí. He oído de reformadores del calendario que pretendían que todos los meses fuesen de veintiocho días, pero nunca de alguien que abogara por la semana de ocho días, y, por lo tanto, por meses de treinta y dos —reflexioné un instante—. Además, un calendario estructurado de esa forma no tiene fundamento; figúrate que se necesitarían al año diecinueve días más. —Sacudí la cabeza—. Bueno —continué—, se me antoja todo esto un tanto extraño y me pregunto si tú también has escuchado uno de estos asombrosos monólogos.
Mary dejó otra vez de hacer punto y miró la labor pensativamente.
—Bueno, no exactamente. Algunas veces le escuché murmurando algo, pero casi todos los niños lo hacen de vez en cuando. Me temo que no le presté al asunto la debida atención; bueno, realmente lo que yo quería es no hacer nada que pudiese traernos otra Piff. Ahora, esto me recuerda una cosa: las preguntas que últimamente hace.
—¡Últimamente! —repetí—. ¿Tú crees que ha dejado alguna vez de hacerlas?
—Ya, ya lo sé. Pero a las que yo me refiero son un poco diferentes. Hasta hace poco sus preguntas eran las corrientes en un muchacho de su edad.
—Yo no he notado que cambiaran.
—En realidad no es que hayan cambiado, él sigue haciendo poco más o menos las mismas preguntas, lo que pasa es que hay además otras nuevas que encierran, creo yo, otras intenciones.
—¿Por ejemplo?
—Una vez me preguntó por qué tenía que haber dos sexos. Para él no era necesario dos personas para producir una tercera; así que quería saber el cómo y el porqué del asunto. La cosa, como comprenderás, era difícil de explicar, así, de sopetón; aunque una explicación de este tipo, se mire como se mire, es siempre comprometida.
Fruncí el ceño.
—¡Uh! Desde luego que sí, ahora que lo dices.
—Pero lo bueno del caso no es que yo lo diga, sino que fue Matthew el que lo dijo. Me preguntó algo también sobre «dónde estaba la tierra». ¿Podrías tú decírmelo? ¿Con respecto a qué? Por descontado, que él sabe que gira alrededor del sol, pero ¿podrías determinar dónde está el sol? Aparte de éstas, hay otras preguntas que, desde luego, no son las que él hace normalmente.
Vi que tenía razón. Las preguntas que solía hacer Matthew eran muchas y muy variadas, pero nunca se referían a temas que se saliesen de la órbita familiar. Eran generalmente preguntas del tipo de «¿Por qué la lavadora se para sola?», o «¿Por qué no podemos vivir de hierbas como los caballos?».
—A lo mejor está entrando en una nueva fase de su desarrollo mental —aventuré—. Seguramente ha llegado a un estadio en donde las cosas tienen para él una significación más amplia.
Mary movió la cabeza y me dirigió una mirada cuajada de reproche.
—Eso ya lo sé, querido. Pero lo que yo quiero saber es el porqué de esa ampliación y de ese cambio tan radical en los temas que le interesan.
—Pero ¿no te das cuenta que para eso van los niños a la escuela? Precisamente van para ampliar sus conocimientos y para que se interesen en las muchas curiosidades que el mundo nos depara.
—Lo sé —me contestó frunciendo el ceño de nuevo—. Pero no es eso, David. A mí no me parece que todo esto se deba a su desarrollo mental. Para mí es como si hubiese tomado de improviso otra vía. Ha sido un cambio demasiado brusco en la manera de ver y apreciar las cosas. —Hizo una pausa con el ceño aún arrugado y luego añadió—: Me gustaría saber un poco más sobre sus padres. Eso ayudaría algo. En Polly puedo apreciar cosas tuyas y cosas mías, y eso me permite prever poco más o menos sus reacciones. Pero con Matthew es distinto, no tengo nada que me indique qué puedo esperar de él.
Comprendí su inquietud, aunque no estaba muy seguro de si en realidad podía verse en los hijos rasgos de la personalidad de sus padres. Además, estaba viendo que nuestra conversación nos iba a llevar a la vieja y estéril polémica sobre la influencia de la herencia y el ambiente. Para soslayar el asunto, dije:
—Lo mejor que podemos hacer por ahora es sencillamente vigilarlo, sin que, por supuesto, se dé cuenta, hasta que obtengamos una impresión más firme. No creo que valga la pena que empecemos a preocuparnos por algo que muy bien puede ser una situación pasajera.
Así que, de momento, acordamos dejar que las cosas siguiesen su curso natural.
Pero fue por muy poco tiempo. No pasaron veinticuatro horas sin que recogiese una nueva experiencia.
Para el paseo de ese domingo por la tarde, Matthew y yo escogimos la ribera del río.
No le mencioné la conversación que le había escuchado casualmente y no tenía, por otra parte, intención de decírselo. Sin embargo, como resultado de ello y también de la conversación que tuve con Mary, observé a Matthew con más atención de la normal. Mi vigilancia no fue muy recompensada. En todo momento se comportaba de la manera más natural del mundo. Sólo le notaba una pizca más alerta, como si se diese más cuenta de las cosas que nos rodeaban… Aunque esto, claro está, era una intuición, ya que no podía estar seguro. Tenía la sospecha de que mi apreciación no era objetiva, que estaba sugestionado, que todo se debía simplemente a que estaba más alerta y prestaba más atención al comportamiento de Matthew que de ordinario. No aprecié variación importante en sus preguntas y preferencias hasta que anduvimos una media hora y pasábamos por la granja Cinco Olmos.
El sendero nos conducía a través de un prado donde pastaban un par de docenas de vacas; al pasar, nos miraron sin el más mínimo interés. Fue entonces cuando Matthew dejó a un lado su normalidad. Ya casi habíamos atravesado el prado y llegado al portillo que existía al otro extremo, cuando disminuyó su paso y se paró a corta distancia de una de las vacas. Permaneció un rato mirándola con toda seriedad. A la vaca parecía no gustarle la inspección. Después que él y el animal se hubieron contemplado largamente, Matthew preguntó:
—Papá, ¿por qué llega un momento en que las vacas dejan de comprender?
Se me antojó que era una de esas preguntas tontas que se hacen a la ligera, pero Matthew después de hacerla continuó estudiando a la vaca todo concentrado. El animal daba muestras de encontrar la situación embarazosa. Empezó a sacudir la testuz de un lado para otro sin apartar sus vidriosos ojos del niño. Decidí llegar al fondo de la cuestión.
—¿Qué quieres decir? —pregunté—. ¿Qué es eso de dejar de comprender?
—Sí, hay un momento en que ya no saben qué hacer.
Todavía no encontraba el hilo del asunto.
—Como no me lo expliques mejor no sé a lo que te refieres —le dije.
La vaca entre tanto perdió interés en la escena y se marchó con la mayor discreción.
Matthew la miraba irse, pensativo.
—Lo que quiero decir —explicó— es que cuando el viejo Albert aparece en el portillo todas las vacas comprenden que es la hora de ordeñarlas. Cada una sabe a qué pesebre tiene que ir dentro del establo y comprende, además, que tiene que estar allí hasta que se la ordeñe. Una vez que han terminado y Albert abre de nuevo el portillo, se dan perfectamente cuenta que tienen que volver al prado. En cuanto pisan la hierba ya no saben qué hacer y es lo que me intriga.
Empezaba a coger el hilo de su pensamiento.
—No veo por qué tiene esto que intrigarte —fue mi comentario.
—Sí —asintió Matthew—. Fíjate que ellas, por ejemplo, no quieren estar en el prado; una prueba de ello es que si encuentran un boquete en la cerca se escapan. Entonces, si quieren irse, ¿por qué no abren ellas mismas el portillo y se escapan por allí? Para ellas sería fácil.
—Bueno, ellas… ellas no saben cómo se abre.
—Eso es, papá. ¿Por qué no saben abrir el portillo? Han visto a Albert hacerlo cientos de veces; cada vez que son ordeñadas. Si tienen la suficiente comprensión para saber a qué pesebre tienen que ir, ¿por qué no pueden recordar cómo Albert abre el portillo? Lo que quiero decir es que si ellas aprenden algunas cosas, ¿por qué no aprenden una tan simple como ésa? ¿Por qué dejan de pronto de comprender?
El asunto nos llevó a la consideración de la inteligencia limitada de los animales, concepto que lo desconcertó plenamente.
Aceptaba la idea de la ausencia absoluta de inteligencia, pero lo que no podía captar era que una vez que se tenía, fuese ésta limitada. Creía que si pequeñas dosis de inteligencia se aplicaban de forma continua, se tardaría más pero finalmente se alcanzarían los mismos resultados. No concebía que pudiese haber fronteras que impidiesen una manifestación plena de la capacidad intelectual de los seres vivos.
La discusión duró todo lo que quedaba de paseo. Cuando volvimos a casa ya tenía una inequívoca noción de lo que Mary me había intentado explicar el día antes. No era la clase de pregunta, y desde luego la forma de llevar la discusión que la siguió, propia de Matthew. Ella coincidió conmigo, cuando la puse en antecedentes de lo ocurrido, en que la experiencia era bastante significativa.
Fue diez días después de este incidente cuando escuché el nombre de Chocky por primera vez. Matthew cayó enfermo con una fuerte gripe que le produjo una fiebre muy alta. Cuando ésta estaba en su apogeo, había ratos que no se sabía si hablaba a su madre, a mí, o a un misterioso personaje que él llamaba Chocky. Es más, parecía que este Chocky lo molestaba, porque varias veces se le escuchó protestar.
Durante la segunda noche le aumentó aún más la fiebre. Mary me llamó para que subiera. El pobre Matthew se encontraba muy decaído. Tenía las mejillas encendidas, la frente bañada en sudor y parecía inquieto. Movía la cabeza de un lado a otro de la almohada, como si tratara de desprenderse de algo. En un tono de cansada exasperación, decía:
—No, no, Chocky. Ahora no. No puedo comprenderlo. Quiero dormir… No… ¡Por favor! Cállate y déjame tranquilo… No, ahora no te lo puedo decir. —Empezó a mover de nuevo la cabeza de un lado a otro y sacó sus manos de debajo de las sábanas para apretárselas contra sus oídos—. Ya, no más, Chocky. ¡Cállate!
Mary atravesó la habitación y le puso una mano en la frente. Abrió los ojos y la conoció.
—Mamá, estoy muy cansado. Dile a Chocky que se vaya. Ella no lo comprende. No me dejará solo…
Mary me miró con rostro inquisitivo. Me encogí de hombros e hice un gesto con la cabeza. Se sentó a un lado de la cama, le incorporó un poco y le dio a beber un vaso de zumo de naranja.
—Muy bien, cariño —dijo—. Ahora échate y procura dormir.
Matthew se dejó caer.
—Yo quiero dormir, mami, pero Chocky no lo comprende. Habla y habla sin cesar. Por favor, dile que se calle.
Mary puso de nuevo la mano en su frente.
—Ahora, señorito, duerma y se sentirá mucho mejor cuando despierte.
—Pero díselo, mami. Él no me hace caso. Dile que se marche ahora mismo.
Mary me miró de nuevo indecisa. En esta ocasión fue ella la que se encogió de hombros. Se levantó y se preparó para la comedia. Se volvió de nuevo hacia Matthew y empezó a hablar hacia un punto situado un poco más arriba de su cabeza. Reconocí la técnica que ella usaba algunas veces con Piff. En tono amable, pero firme, dijo:
—Chocky, tienes que dejar ahora mismo a Matthew para que descanse. No se encuentra bien y necesita dormir. Así que, por favor, vete y déjale solo. Si mañana se encuentra mejor, quizás puedas volver entonces.
—¿Lo oyes? —dijo Matthew—. Tienes que largarte, Chocky, para que me ponga mejor.
Después de decir esto escuchó un rato.
—Sí —dijo con decisión.
Parecía que daba resultado. De hecho lo dio.
Reclinó de nuevo la cabeza, visiblemente relajado.
—Se ha ido —anunció.
—Eso está bien. Ahora ya puedes descansar —dijo Mary.
Y lo hizo. Tomó una postura cómoda y permaneció quieto. Finalmente sus ojos se cerraron y a los pocos minutos estaba profundamente dormido. Mary y yo nos miramos. Le arropó y puso el timbre al alcance de su mano. Nos fuimos de puntillas hacia la puerta y, apagando la luz, abandonamos la habitación.
—Bien —dije—, no sé lo que hacer ni pensar de todo esto.
—¿Verdad que los niños son muy extraños? —dijo Mary—. Si Dios no lo remedia, me parece que nos vamos a encontrar con otro Piff.
Serví un poco de Jerez, le di a Mary su copa y cogí la mía.
—Ahora sólo nos queda esperar que éste no sea tan dificultoso como el otro —observé. Dejé mi copa y me entretuve contemplándola—. Por más que lo intento no puedo dejar de pensar en que el asunto pueda ser más serio de lo que parece. Como ya te dije, los Piff son comunes en niñas de pocos años, pero no recuerdo de un muchacho de once años que se haya inventado uno… El asunto no me gusta nada… Me quedaré más tranquilo si lo consulto con alguien…
Mary hizo un gesto de asentimiento.
—Sí —dijo—, pero lo que más me choca de todo esto (y no sé si tú lo has notado también) es que no parece estar muy seguro acerca del sexo de Chocky. En esto los niños suelen ser muy concretos. Creen que es importante…
—Yo no diría que la estimación de esa importancia esté sólo restringida a los niños —le contesté—, pero creo comprender lo que quieres decirme y llevas toda la razón. Sí, es bastante extraño… Bueno, todo el asunto es un tanto raro…
Al día siguiente por la mañana la temperatura de Matthew había bajado. Se recobró rápidamente. En pocos días estaba ya en plena forma y dispuesto a hacer su vida normal. Así parecía estar también su invisible amigo, que llegaba con redobladas energías después de sus obligadas vacaciones.
Creíamos Mary y yo —puesto que ninguno de los dos habíamos dado muestras de incredulidad— que Matthew, una vez puesta al descubierto la existencia de Chocky, sería más explícito acerca de él o ella.
Hay que hacer notar que entre Chocky y Piff había marcadas diferencias. Por ejemplo, el primero nunca ocupaba una silla de forma invisible o se sentía enfermo en las cafeterías, cosas ambas a las que era muy aficionada Piff. De hecho, Chocky no parecía tener una dimensión física. Era algo así como una presencia, quizás con un cierto parecido al cuco de Wordsworth, pero con una patente limitación, que su errante voz sólo era escuchada por Matthew. Además, de forma intermitente, porque había días que éste parecía olvidarse de él o ella. A diferencia de Piff, Chocky no se hacía notar en cualquier momento o en cualquier parte, ni tenía tampoco ese sentido de la inoportunidad que le hacía pedir insistentemente ir al lavabo en medio de un sermón. Decididamente, si había que escoger entre estos dos seres etéreos, mis preferencias se inclinaban hacia Chocky.
Mary, por su parte, no estaba tan segura.
—¿Tú crees que hacemos bien en seguirle el juego? —me dijo de pronto una tarde mirando de soslayo a los puntos de su labor—. Comprendo —siguió— que no debemos coartar la imaginación de los niños y todo eso, pero lo que nadie te dice es hasta qué punto. No sé, pero me parece que puede llegar el momento en que nos hagamos cómplices de una situación artificiosa. Te quiero decir con esto que si todo el mundo va por ahí aceptando cosas que no son, ¿cómo va un niño a poder distinguir lo real de lo que no lo es?
—Cuidado, querida —le dije—, que navegas por aguas peligrosas. Todo depende de quiénes y cuántos acepten esas cosas.
Se veía que no quería desviarse de la cuestión y siguió hablando.
—Sería muy lamentable que más tarde descubriésemos que habíamos estado contribuyendo a fijar en el niño un estado mental repleto de fantasías, cuando en realidad lo que debimos hacer era impedirlo. ¿No sería mejor que consultásemos a un psiquiatra? Por lo menos él podría ayudarnos algo.
—No me gustaría hacer mucho ruido de todo esto —le contesté—. Creo que deberíamos dejarlo a ver qué pasa. Después de todo, al final nos deshicimos de Piff y nadie sufrió daño alguno.
—No quise decir que lo enviásemos a un psiquiatra, sino consultarlo en términos generales para enterarnos si lo de Matthew es para preocuparnos o no. Estaría más tranquila si lo supiese.
—Si quieres se lo preguntaré a alguien —le dije—. No creo que sea muy seria la cosa. A mi entender todo se reduce a una fase de fantasía por la que el niño atraviesa. La diferencia está en que, por ejemplo, a nosotros, los adultos, nos gusta de vez en cuando «leer» relatos fantásticos, mientras que a los niños les gusta vivirlos. Lo único que me inquieta un poco es que este Chocky parece haberse inmiscuido en una mentalidad más joven que la suya. De todas formas, estoy seguro que pasado un tiempo todo desaparecerá, si no, siempre estaremos a tiempo de consultar a alguien.
Tengo que confesar que no era completamente sincero cuando dije esto. Algunas de las preguntas de Matthew me intrigaban bastante; no sólo porque eran impropias de él, sino porque, ahora que la existencia de Chocky era conocida, en muchas ocasiones aquél las presentaba como si no saliesen de él. Con frecuencia las precedía de «Chocky dice que no comprende cómo…», o «Chocky quiere saber…», o «Chocky dice que no ve por qué…».
Pero dejemos esto, aunque a mí me parece que era una conducta demasiado infantil para la edad de Matthew; lo que más me chocaba era la facilidad de éste para tomar parte en cualquier discusión haciendo de mero mediador. Hacía el papel a la perfección.
De todos modos creí que por lo menos una cosa podía aclararse.
—Oye —le dije un día—, estoy un poco liado sobre esta cuestión de él o ella. Aunque sólo sea por lo puramente gramatical, me gustaría saber qué es Chocky.
Matthew estuvo de acuerdo.
—Sí, a mí también —me contestó—. Se lo he preguntado, pero Chocky tampoco lo sabe.
—Es muy raro que no lo sepa —le dije—. Esta es una de las cosas en las que la gente está generalmente muy segura.
Matthew estuvo de acuerdo con eso también.
—Bueno, Chocky es en cierto modo diferente —me respondió todo serio—. Le expliqué una por una las diferencias que había entre «él» y «ella» y parece que no pudo comprenderlo. Lo más gracioso es que es inteligente a rabiar, pero todo lo que dijo fue que el asunto le parecía tonto y que le gustaría saber por qué tenía que haber diferencias.
En ese instante recordé que Mary se había encontrado en el compromiso de contestarle a una pregunta de este tipo. Matthew siguió.
—No le pude explicar el porqué. Y lo más curioso es que nadie a quien le he preguntado me ha podido ayudar. ¿Tú lo sabes, papá?
—Bien… Bueno, no exactamente —admití—. Dios lo ha hecho así y así bien está. Es la forma en que la naturaleza dispone las cosas.
Matthew asintió.
—Así es como traté de explicárselo a Chocky. Bueno, así en cierto modo, pero creo que no lo hice con mucha maña, porque al final me dijo que suponiendo que mi idea del asunto fuese exacta, a pesar de todo lo disparatada que parecía, siempre tenía que haber una razón detrás de todo ello. —Hizo una pausa para reflexionar y agregó, entre ofendido y pesaroso—: Chocky es, en cierto modo, dado a ver disparates en casi todas las cosas normales que a diario se ven. A mí me fastidia a veces. Encuentra a los animales estúpidos. No creo que lleve razón; bueno, lo que pienso es que ellos no tienen la culpa de no ser lo suficientemente inteligentes para llegar a saber más de lo que saben. ¿Verdad?
Estuvimos charlando un buen rato. Estaba interesado y lo di a entender, pero cuidé de no forzar mucho la información que de forma casi espontánea recibía. Mi pasada experiencia con Piff me dictaba que cualquier presión que se ejerciera para estimular la fantasía producía más bien una reacción de reserva que de predisposición para el diálogo. No obstante, lo que me contó Matthew hizo que ya no sintiera tantas simpatías por Chocky. Se me antojaba que era un poco agresivo en el momento de expresar sus opiniones. Algo más tarde, cuando hice un repaso de nuestra conversación, absurda y seria al mismo tiempo, no pude evitar que aumentara mi preocupación. Me di cuenta que durante el curso de la charla ni siquiera insinuó Matthew una sola vez que Chocky no fuese una persona tan real como nosotros, cosa que me hizo pensar que quizás Mary no iba muy descaminada en eso de consultar a un psiquiatra…
Una cosa, sin embargo, dejamos aclarada: la cuestión de «él» o «ella». Matthew se explicó de esta forma:
—Chocky se expresa más bien como un chico, pero la mayoría de las veces habla de cosas que no son propias de muchachos; si entiendes lo que te quiero decir con esto… En ocasiones noto en sus maneras algo así como… Bueno, tú sabes, esa forma de tratar a los pequeños que tienen las hermanas mayores de mis amigos y que se parece mucho a la de sus mamás.
Sabía a lo que se refería. Después de analizar estas características y alguna otra que salió después decidimos que Chocky se inclinaba más hacia la H que hacia la V, y acordamos, por consiguiente, que en el futuro, a menos que se demostrara lo contrario, íbamos a considerar a Chocky como perteneciente al género femenino. Así lo hicimos.
Mary me miró pensativamente cuando le dije que eso, por lo menos, estaba ya resuelto.
—Como yo lo veo, creo que personificamos más a Chocky si la metemos en un género que no sea el nuestro —le expliqué—. Para Matthew será más fácil el trato si se enfrenta con «alguien» que no con «algo» vago e indiferenciado. Además dice que no se parece en nada a ninguno de los muchachos que conoce…
—Así que decidisteis que fuese mujer para que, de esta forma, Matthew y tú pudieseis hacer mejores migas con ella, ¿no es eso?
—El asunto es, y puedes creerme, sacar el mejor partido posible de esta absurda…
Al notar que no me estaba escuchando dejé de hablar para no gastar saliva en balde. Estuvo un momento sumida en un reflexivo silencio y salió de él para decir, con un ligero tono de ansiedad en la voz:
—Creo que el ser padre antes de Freud era mucho más fácil que ahora. A pesar de lo que tú pienses, creo que si estos escarceos fantásticos no terminan dentro de una semana o dos, debemos sentirnos obligados social y moralmente a hacer algo… Es todo tan terriblemente absurdo… A veces me pregunto si no somos todos un poco blandos con los niños… Estoy segura que en la actualidad hay muchos más delincuentes que antes…
—Trataré de mantenerlo alejado de los psiquiatras todo lo que pueda —le contesté—. Tan pronto como un niño se percata de que es un caso clínico interesante empiezan para él los verdaderos traumas mentales. Como comprenderás no quiero que esto le suceda a nuestro hijo.
Guardó silencio durante algunos segundos. Quizás haciendo un repaso mental de los niños que conocíamos. Hizo un gesto final de impotencia, como dándome a entender que en cierto modo estaba de acuerdo conmigo.
Así que una vez más dejamos correr las cosas para ver cómo, de forma espontánea, se desarrollaban.
De hecho se desarrollaron de forma muy diferente, a como habíamos pensado.