SEIS

Mi situación era bastante delicada. Comprendía el razonamiento de Landis, pero que me ahorquen si sabía adonde quería llegar; por otra parte, veía enteramente lógica la postura impaciente de Mary.

Landis, al menos que lo hubiese hecho intencionadamente, había cometido un imperdonable error psicológico. Su alusión a antiguas creencias y, sobre todo, la utilización de la palabra «posesión» fueron, en mi opinión, desafortunadas. A esos temores connaturales que todos tenemos en estado latente sólo les hace falta una palabra dicha a la ligera y en un momento crítico para brotar con toda su carga emocional. Por lo visto, la visita únicamente había servido para añadir a la ansiedad de Mary un elemento de irracionalidad. Quizás más que lo que pudiera haber dicho fue su aplomada, fría y analítica actitud hacia el problema lo que en realidad la irritó. Su inquietud creció. Había algo en Matthew que no marchaba y ella quería arreglarlo enseguida. Recurrió a Landis en busca de consejo y lo único que sacó fue una disertación sobre un caso interesante que la intranquilizó aún más al confesar el otro que el asunto lo tenía desconcertado. Al dejarnos, para Mary no era mucho más que un vulgar charlatán. La visita, en verdad, fue todo un desastre.

Cuando regresé a casa al día siguiente la encontré con aire abstraído. Después de quitar la mesa y de facturar a los chicos hacia arriba pude notar una atmósfera que no me era del todo desconocida. Algo tenía que decirme y no estaba seguro de cómo me sentaría. Mary se sentó un poco más erguida que de costumbre y empezó a hablarme mirando a la cafetera para no dirigirse directamente a mí. En un tono ligeramente retador anunció:

—He ido hoy a ver al doctor Aycott.

—¿Para qué? ¿Te pasa algo? —dije.

—No, a mí nada —y añadió—. He ido por lo de Matthew.

La miré.

—Supongo que no lo llevarías contigo.

—No —movió la cabeza—. Al principio iba a llevarlo, pero después lo pensé mejor y no lo hice.

—Me alegro —le dije—. Seguramente Matthew habría considerado eso como una pérdida de confianza. Será mejor que él no lo sepa.

—Muy bien —aceptó solícita.

—Ya te he dicho que no tengo nada en contra de Aycott, que es bueno para un sarampión y una pulmonía, pero nada más; no creo que debamos comprometerlo en otras cosas.

—Llevas razón, querido; él no es para esto —convino Mary—. De todos modos —siguió ella—, no me cogió de sorpresa. Le puse en antecedentes lo mejor que pude de cómo iban las cosas. Él me escuchó con cierta impaciencia y parecía un poco ofendido por no haber llevado a Matthew conmigo. Traté de explicarle al viejo cascarrabias que no estaba allí para preguntarle su opinión, sino para que me recomendara a un buen especialista.

—Por lo que veo, lo único que pudiste sacarle fue su opinión, ¿no es eso?

Mary asintió con el gesto torcido.

—Pues sí. Todo lo que Matthew necesita es mucho ejercicio, una ducha fría por la mañana, abundante comida sana, mucha ensalada y dormir con la ventana abierta. Esto fue lo que me dijo con cierta mordacidad.

—¿Nada de especialista?

—Nada. No hay necesidad para eso. Dice que está en edad de crecer y que esto exige más de lo que creemos; pero que una vida sana en contacto con la naturaleza, que es la mejor medicina, restablecerá cualquier desequilibrio momentáneo que surja.

—Lo siento —dije.

Hubo una pausa. Mary fue la que la rompió.

—David, tenemos que hacer algo por él.

—Querida, ya sé que Landis no te cae muy bien, pero debes admitir que es un hombre serio y que sabe lo que se trae entre manos. No nos hubiese dicho que no cree que Matthew necesite realmente ayuda si no hubiese sido ése su sentir. Los dos estamos preocupados, ésa es la verdad, pero principalmente porque no comprendemos lo que pasa; ahora bien, el hecho de que la cosa no sea corriente no quiere decir que sea grave. Estoy completamente seguro de que si Landis hubiese visto algo alarmante nos lo hubiese dicho enseguida.

—No creo que él llegara a alarmarse demasiado. Matthew no es su hijo. Para él no es más que un caso raro e intrigante; estoy segura de que si el asunto no hubiese ofrecido ese aliciente no le hubiera interesado.

—Querida, no está bien que digas estas cosas. Además, debes saber que Matthew no es anormal. Es un ser completamente equilibrado, con un añadido en su psique que de momento no sabemos lo que es. Como verás, la cosa es muy distinta.

Mary me echó una mirada cansada.

—Sí, es muy diferente —insistí—. Existe una distinción fundamental…

Mary me cortó despiadadamente.

—A mí eso no me importa —dijo—. Yo lo que quiero es que él sea normal, en el verdadero sentido de la palabra, sin ese añadido de que tú me hablas. Lo único que deseo es que sea feliz.

Decidí dejar de momento las cosas como estaban.

A mí me parecía que, aparte de algunos arrechuchos esporádicos de tristeza, cosa que les pasa a la mayoría de los niños, Matthew era una criatura completamente feliz. Pero no era ocasión de decirlo, ya que de hacerlo habríamos desembocado irremisiblemente en una discusión acerca de la naturaleza de la felicidad, tema poco apropiado para un encono dialéctico.

A pesar de todo, seguíamos sin saber qué hacer. Yo me inclinaba más bien por un nuevo contacto con Landis; era evidente que Matthew confiaba en él y que Landis estaba, sin lugar a dudas, interesado por Matthew. Pero como Mary le había puesto la proa al psicólogo, el asunto era delicado y difícil para mí; tendría que llevarlo a cabo tras vencer su fuerte oposición. Solamente una inesperada y profunda crisis podría justificar este paso…, y la crisis era algo que brillaba por su ausencia en el asunto Chocky.

Así que, como habíamos hecho muchas veces antes, tratamos de consolarnos pensando en la forma en que Polly había expulsado de repente a Piff de la familia.

Para hacer, de todas formas, la situación más llevadera, convencí a Matthew de que ya que a su madre no le importaba demasiado Chocky, lo mejor sería dejarla un poco al margen del asunto.

Durante las dos semanas que siguieron, Chocky apareció en la palestra en contadas ocasiones. Incluso empezó a renacer en mí la esperanza de que nos estuviese dejando, no de forma repentina, como hubiese sido lo ideal, sino esfumándose poco a poco. Muy pronto estas esperanzas se desvanecieron.

Una noche me disponía a encender el televisor cuando Mary me interrumpió.

—Sólo un momento —me dijo.

Se levantó y se dirigió a un escritorio que teníamos. Volvió con varias hojas en la mano, la mayor de unas diez por doce pulgadas. Me las entregó sin decir palabra y volvió a su silla.

Miré los papeles. Los más pequeños eran apuntes a lápiz y los grandes eran pinturas al pastel. Pinturas bastante extrañas. Las dos primeras eran unos paisajes en los que se veían más figuras. Los escenarios, desde luego, de los alrededores, me resultaban vagamente familiares; pero lo que más me impresionaba era la solución plástica de los mismos. Lo primero que me chocaron fueron las figuras; la concepción individualista del pintor hacía que las vacas y las ovejas apareciesen en formas rectangulares y siempre inclinadas; los seres humanos, visiblemente carentes de volumen, estaban representados con líneas angulares siguiendo un espeluznante juego en el que se mezclaban por partes iguales lo real y lo fantástico. A pesar de todo, la vida y el movimiento palpitaban en las pinturas.

El dibujo era firme y transpiraba confianza; el color, algo tétrico. En conjunto daba la impresión de que el artista cuidaba preferentemente los tonos verdes. Yo era casi un profano en pintura; a pesar de ello, podía apreciar que lo enérgico del trazo y la economía con que se habían conseguido los efectos denotaban un considerable talento.

Seguían dos bodegones. Un jarrón con flores que, aunque se apreciaban que eran rosas, no eran precisamente de la forma en que las verían un botánico o un floricultor. El otro era un cacharro con unas formas rojas, las cuales, una vez que uno se daba cuenta de que los granos habían sido agrandados, eran fácilmente identificables como fresas.

Después de esto venía una vista tomada a través de una ventana. Esta sí que la pude reconocer. Representaba un rincón del patio de juegos del colegio, en él se veían varias figuras en actitudes dinámicas, aunque, eso sí, muy delgadas y altas.

Había también un par de retratos. Uno era de un hombre con cara larga y severa. Tuve la vaga sospecha de que era yo. No es que fuese muy parecido, pero había algo en la línea del pelo que se asemejaba a mí; a pesar de todo, me costaba trabajo admitir que mis ojos fuesen algo parecido a las luces de un semáforo. El otro retrato era una mujer, no el de Mary, ni el de ninguna otra que yo conociese.

Después de estudiar las pinturas, las dejé reposar sobre mis rodillas y miré a Mary. Ella asintió en silencio.

—Tú entiendes más de estas cosas que yo. ¿Crees que estas pinturas son buenas? —le pregunté.

—Creo que sí. Son extrañas, pero hay vida y dinamismo en ellas; se ve que el artista tiene percepción profunda y audacia de trazo… —Dejó un poco en el aire estas palabras, para luego añadir—: Fue por casualidad. Estaba arreglando su habitación cuando se cayeron de detrás de la cómoda…

Bajé la vista y miré al cuadro de encima. Me encontré otra vez con el esquelético ganado y con el granjero que, con figura de una araña gigantesca, blandía una enorme horca de madera.

—A lo mejor es de algún niño de su clase, o puede ser también que sea de su profesora de arte —comenté.

Mary movió la cabeza.

—No son de ella. He visto sus pinturas; su estilo peca de excesiva minuciosidad. Además, el último cuadro es ella, y no está que digamos muy favorecida.

Le di un repaso a las pinturas una vez más y me paré a reconsiderar cada una de ellas. Despojado ya del primer choque de extrañeza, cuanto más las miraba, mejores me parecían.

—Puedes ponerlas otra vez en su sitio sin decirle nada —le sugerí.

—Yo lo haría, pero me estaría comiendo sin remisión la curiosidad; no, es mejor que le pregunte quién las ha hecho.

Le eché otra mirada al segundo paisaje y de pronto reconocí el sitio; podía verse con toda exactitud un recodo de nuestro río.

—Pudiera ser, querida, que no te guste su contestación.

—¿Y qué? De este asunto ya no me gusta nada. No me agradaba aun antes que ese amigo vuestro empezara a hablar de «posesión». Yo prefiero saber la verdad que andar engañada. Después de todo, a lo mejor alguien se los ha dado.

Por su expresión supe que era sincera en lo que decía. No quise poner más objecciones; intuía que estábamos entrando en una nueva fase del asunto que no me desagradaba del todo. Le cogí una mano y se la apreté con ternura.

—De acuerdo —dije—. Seguramente se habrá acabado de meter en la cama.

Me acerqué al vestíbulo y le llamé. Acto seguido, distribuí todas las pinturas por el suelo.

Matthew llegó embutido en su pijama, todo coloradote, el pelo alborotado y recién bañado. Se paró sorprendido al ver las pinturas. Miró a Mary con embarazo.

—Matthew —dije, dándole a mi voz la mayor normalidad posible—, mami encontró por casualidad esto cuando estaba poniendo en orden tu habitación; se cayeron de detrás, de la cómoda.

—Sí, allí era donde estaban —contestó Matthew.

—Tu madre y yo los encontramos muy interesantes y creemos que son bastante buenos. ¿Son tuyos?

Matthew se mostró unos segundos indeciso.

—Sí —contestó al final, un tanto desafiante.

—Lo que quiero decir es que si tú lo has pintado —traté de puntualizar.

Esta vez su «sí» tuvo un ligero matiz defensivo.

—De todos modos estos cuadros no tienen tu estilo habitual. A mi entender, con ellos hubieses obtenido mejores notas en tu clase de arte.

Matthew pugnaba por encontrar una salida airosa.

—Estos no son para la clase de arte. Son privados —me contestó.

Miré otra vez a uno de los paisajes.

—Parece que ves las cosas de forma muy peculiar —apunté.

—Sí —admitió Matthew, y añadió como justificándose—: Creo que tiene algo que ver con mi crecimiento.

Sus ojos buscaban en los míos un entendimiento; después de todo fui yo el que le pedí que fuera discreto.

—No tiene importancia, Matthew. Únicamente pretendíamos saber quién los había hecho en realidad.

Matthew vacilaba. Dirigió una triste mirada a Mary fijó luego su vista en el suelo y concentró su atención en la tarea de seguir con un dedo del pie el dibujo de la alfombra.

—Yo los hice —confesó, aunque pronto vimos que su seguridad flaqueaba—. Bueno —trató de explicar—, yo, pero… Sí, yo los hice…

Parecía tan apurado y confundido que no quise presionarlo más. Fue Mary la que lo salvó del trance.

—La cosa no tiene la menor importancia —le dijo echándole un brazo por los hombros—. Lo único que pasa es que nos interesan tanto estas pinturas, que queríamos saber quién era el artista. —Se inclinó y cogió una de ellas—. ¿Ves? Esta vista, por ejemplo. Veo en ella mucho talento. Creo que es muy buena, pero un poquitín rara. ¿Es así como tú realmente la has visto?

Matthew permaneció callado; al cabo de unos segundos, contestó con embarrullamiento:

—Yo las hice, mami; de verdad que las hice. Lo que pasa es que parecen tan graciosas porque es así como Chocky ve las cosas.

La miró con ansiedad. La expresión de Mary sólo denotaba interés.

—A ver, cuéntame —le animó ésta.

Pareció que le quitaban un peso de encima. Suspiró con alivio.

—Fue un día al terminar la clase de arte —explicó—. Parecía que no me iban muy bien las cosas en esta asignatura —añadió con pena—. La señorita Soames me dijo que lo que yo había hecho no valía nada; Chocky era de la misma opinión. Así que le dije que yo ponía todo mi empeño, pero que nunca me salían bien; Chocky me dijo que era porque yo no sabía mirar las cosas como era debido. Yo le contesté que no comprendía cómo mirar las cosas como era debido tenía algo que ver con el asunto, que las cosas se veían o no se veían y eso era todo. Ella me contestó que no, que uno puede mirar los objetos sin verlos si no se miran de la forma adecuada. Estuvimos discutiendo un rato porque yo no veía la lógica de su razonamiento.

»Al final acordamos hacer un experimento: yo haría el dibujo y ella captaría la imagen. Para mí que la cosa no resultaría, pero ella insistió en que lo intentásemos por lo menos. Y así lo hicimos.

»En los primeros intentos no salió nada, porque no podía poner mi pensamiento en blanco. La primera vez que trata uno de no pensar en nada, cuesta mucho trabajo el conseguirlo. Tienes que estar pensando en no pensar en nada. Pero esto fue lo que me dijo Chocky: tú te sientas, coges un lápiz y no pienses en nada. Ya estaba un poco harto de intentarlo, pero ella insistía que lo hiciésemos una vez más. A la cuarta vez lo conseguí durante un minuto o dos. Después de eso, la cosa fue más fácil, y con un poco de práctica, ya no tuvimos más pegas. Ahora lo único que tengo que hacer es sentarme con mis pinceles, poner mi pensamiento en blanco, y los dibujos vienen algo así como por sí solos; lo que pasa es que no salen como yo los veo, sino como Chocky los ve.

Los dedos de Mary se entrelazaban inquietos, aunque su cara seguía manteniendo la expresión de curioso interés.

—Creo comprender lo que tú quieres decir —aventuré—. Tú eres algo así como las manos de Chocky. Ahora, yo creo que tiene uno que sentirse un tanto raro, ¿no es eso?

—Bueno, quizás al principio. En esos momentos uno se siente algo así como…, como si en cierto modo no tuvieses frenos. Después, la cosa cambia, se parece más a… —Se interrumpió para buscar con el ceño fruncido un símil apropiado. Al cabo de un rato su expresión se distendió ligeramente—. Se parece más a ir en bicicleta suelto de manos. —Frunció de nuevo el entrecejo y corrigió—: Aunque no es esto en realidad, porque es Chocky el que lleva el manillar y no yo… De todos modos, es muy difícil de explicar —añadió a modo de disculpa.

Comprendía que en realidad lo era. Más para la tranquilidad de Mary que para la mía propia, le pregunté:

—Supongo que esto solamente sucede cuando tú quieres, ¿no es eso?

Matthew asintió enfáticamente.

—¡Oh, sí! Sólo sucede cuando yo pongo mi pensamiento en blanco. Lo que pasa es que ahora ya no tengo que pensar en nada durante todo el tiempo que está sucediendo. En las últimas veces pude ver cómo mis manos hacían los dibujos, así que en realidad los he hecho yo, pero con los ojos de otro.

—Muy bien, querido. Comprendemos todo lo que nos dices, pero… —titubeó buscando la mejor manera de decírselo—, pero ¿tú crees que está bien lo que haces?

Matthew miró a los cuadros.

—Yo creo que sí, mami. Las pinturas son bastante mejores que cuando eran todas mías, a pesar de que parecen graciosas a primera vista —admitió candidamente.

—No, no era eso lo que… —empezó a decir Mary, pero cambió de parecer y miró al reloj—. Se está haciendo tarde —dijo, echándome una mirada.

—Así es —dije, haciendo causa común con ella—. Pero antes de que te vayas, Matthew, ¿le has enseñado estos cuadros a alguien más?

—Bueno, enseñárselos, enseñárselos, no. Un día vino la señorita Soames cuando acababa de hacer ése. —Señaló al patio de recreo visto a través de la ventana—. Lo vio y me preguntó de quién era; me encontré en algo así como en un aprieto, porque no podía decirle que lo había hecho otro; no tuve más remedio que asegurarle que era mío. Ella me miró de la forma que lo hacen los mayores cuando no te creen. Miró a la pintura y luego otra vez a mí. «Muy bien», dijo, «veamos si eres capaz de dibujar un coche de carreras corriendo». Así que tuve que explicarle que no podía pintar cosas que no las tuviese delante, es decir, que Chocky no pudiese ver por mí, pero esto no podía decírselo. Me miró de nuevo duramente y me dijo: «Está bien, ¿por qué no, entonces, la vista que se ve por la otra ventana?»

»Así que cogí el caballete y la pinté. Una vez terminada, se la enseñé y la estuvo contemplando durante largo rato, me miró de forma muy extraña y me dijo sí podía quedársela. Como no era enteramente mía, le contesté que no, y le pedí por favor que me dejara marchar. Me dijo que sí, sin apartar la vista del cuadro.

—Me pregunto por qué no puso nada de esto en su informe —le dije.

—Es que esto sucedió al final del trimestre, después del informe —me explicó.

Sentí una punzada de inquietud que recorría mi pecho, pero era algo que ya no tenía remedio. Además, como Mary había dicho, se estaba haciendo tarde.

—Bueno, Matthew, ya es hora de que vuelvas a la cama —le dije—. Muchas gracias por contarnos lo de los cuadros. ¿Podemos quedarnos un rato con ellos para echarles otra mirada?

—Sí, pero tened cuidado con ellos y no me los perdáis. —Sus ojos se posaron en el famélico hombre del retrato—. Ése no se parece en nada a ti, papá. No eres tú —me aseguró.

Dio las buenas noches y subió corriendo las escaleras.

Nos quedamos sentados mirándonos el uno al otro.

Los ojos de Mary se llenaron lentamente de lágrimas.

—Oh, David, era un muchacho tan adorable…

Más tarde, ya más calmada, dijo:

—Tengo miedo, David. Esto, sea lo que fuere, se está apropiando cada vez más de él; está llegando a controlar sus actos… Temo por él…

Moví la cabeza.

—Seguro que te equivocas. No es como tú piensas. El mismo nos ha dicho que es él el que decide cómo y cuándo debe suceder.

—Bueno, eso es lo que él cree —me contestó.

Seguí haciendo todo lo posible por calmar su ansiedad.

—Piensa que esta situación —observé— no lo hace infeliz en lo más mínimo. Además, de él sale no decirle nada a sus amigos, así que no tenemos que temer que la tomen con él. Polly no cree en absoluto en Chocky y prefiere considerar todo el asunto como una especie de falsificación de Piff. Él era un muchacho normal para su edad, que ahora tiene algo más que se llama Chocky y que hasta ahora no sabemos si será o no dañino para él…

Llegué al final de mi perorata casi sin resuello.

Le eché un vistazo al retirarme a descansar. Estaba dormido con la luz todavía encendida. Un libro que había estado leyendo reposaba en su pecho boca abajo, como si se le hubiese caído de las manos. Leí el título; me incliné un poco más para estar seguro que había leído bien. Era uno de mis libros, la obra de Lewis Mumford Vivir en las ciudades. Lo cogí, y al hacerlo, se despertó Matthew.

—No me extraña que te quedases dormido. Una obra demasiado densa para leerla en la cama, ¿no crees?

—Bastante aburrida —admitió—. Pero Chocky piensa que es interesante; las partes que yo puedo comprender para ella.

—Bien, muy bien —dije—. ¡Venga! A dormir. Buenas noches, camarada.

—Hasta mañana, papá.