CUATRO
El martes siguiente ocurrió algo que nos dio que pensar.
Fue el día en que al volver del trabajo recogí el coche nuevo. Era un modelo ranchera que yo había deseado desde hacía mucho tiempo. Tenía abundante espacio para todos y un amplio maletero en la parte trasera. Todos nos metimos dentro para probarlo antes de la comida. Tras el corto paseo quedé satisfecho del coche y me dije que había hecho una buena adquisición. Los otros estaban también tan entusiasmados que al final hubo el acuerdo general de que la familia Gore podía desde ahora caminar con la cabeza dos centímetros más alta.
Dejé el coche aparcado frente al garaje, para luego cogerlo Mary y yo e ir a casa de unos amigos. Me puse a escribir una carta y Mary se metió en la cocina a preparar la cena.
Un cuarto de hora más tarde sentí la voz alterada de Matthew. No pude entender lo que decía; por el tono parecía que protestaba contrariado de algo. Miré por la ventana y vi que varias personas que pasaban se habían parado y miraban por encima de la valla con expresión de divertido asombro. Salí para ver lo que sucedía. Encontré a Matthew al lado del coche gritando palabras incoherentes, con el rostro todo enrojecido. Me acerqué a él.
—¿Qué es lo que pasa, Matthew? —le pregunté.
Se volvió hacia mí. Lágrimas de rabia infantil bajaban por sus encendidas mejillas. Trató de hablar, pero no le salían las palabras. Me cogió una mano entre las suyas. Miré al coche, puesto que parecía la causa de todo el trastorno. No parecía estropeado ní tenía nada a la vista que fuese anormal. Percatándome de los espectadores, cogí a Matthew y me lo llevé a la parte trasera de la casa. Allí cogí una de las sillas de la terraza y me lo senté en las rodillas. Nunca lo había visto tan enfadado. Medio asfixiado por la rabia, temblaba, mientras que copiosas lágrimas seguían manando de sus ojos. Lo rodeé con mi brazo.
—Ya está bien, camarada. Venga, tranquilízate —le dije.
Poco a poco el temblor y las lágrimas fueron desapareciendo. Su respiración se hizo más regular. Gradualmente su estado de tensión se fue relajando para dejar paso a un Matthew ya más tranquilo. Al rato dio un profundo suspiro. Le ofrecí mi pañuelo. Lo plegó un poco y después se sonó.
—Lo siento, papá —se disculpó, con la respiración aún un poco alterada.
—No te preocupes, camarada. Lo que tienes que hacer es calmarte.
Retiró el pañuelo de su nariz todavía con el corazón encogido. Soltó algunas lágrimas más, pero ya éstas de diferente clase; eran el sobrante que inundaban sus ojos. Limpió su rostro una vez más, dio otro suspiro y empezó a recobrar la calma.
—Lo siento, papá —repitió su disculpa—. Ahora creo que ya estoy bien.
—Muy bien —le dije—. Ahora podrás decirme qué es lo que te ha pasado.
Pude ver que dudaba; no obstante, consintió en contármelo.
—Fue el coche.
Parpadeé asombrado.
—¿El coche? ¡No me digas! Pero si está perfectamente. ¿Es que le han hecho algo?
—Bueno, no exactamente el coche —corrigió—. Lo que pasa es que es un coche bonito. Creo que estupendo. Bueno, pensé que Chocky estaría interesada en verlo, así que empecé a enseñárselo y a decirle cómo funcionaba y todo eso.
Otra vez apareció la zozobra en sus ojos. Creí que tendríamos otra vez lágrimas.
—Pero a Chocky no le interesaba, ¿no es eso?
Noté cómo se le formaba un nudo en la garganta, pero pudo controlarse y siguió hablando.
—Dijo que era ridículo, feo y basto. ¡Ella…! ¡Ella se rió de él!
Al recordar la barbaridad, su indignación creció de nuevo y casi le abatió. Se esforzó en recobrar la calma.
Empezaba yo a estar ya seriamente preocupado. Era alarmante que la hipotética Chocky pudiera provocar ese estado casi histérico de rabia e impotencia. Sentí en esos momentos no estar documentado en la naturaleza y manifestaciones de la esquizofrenia. Sin embargo, una cosa estaba clara: no era el momento propicio de desembarazarme de Chocky. Empecé a buscar palabras para decir algo.
—¿Qué es lo que ella encuentra ridículo en el coche? —pregunté finalmente.
Matthew sorbió por la nariz, hizo una pausa y sorbió de nuevo.
—Casi todo —me contestó con hosquedad—. Me dijo algo así que el motor era de lo más gracioso que había visto, que era anticuado y que desperdiciaba mucha energía. Además, me dijo que un motor que necesita cambio de marcha era francamente ridículo. Y que un coche que no tuviese un motor para pararse, al igual que lo tenía para andar, era, en cierto modo, estúpido. Y que se partía de risa al pensar que alguien diseñase un coche con muelles para amortiguar los golpes producidos por unas ruedas al deslizarse por el suelo. Por último, la tomó con las ruedas, diciendo que era curioso verlas envueltas en esa especie de salchichas.
»Yo le contesté que así era como fabricaban los coches, y que el nuestro era nuevo y un modelo de los más bonitos. Y ella dijo que eso era algo así como una tontería; que nuestro coche era una verdadera chatarra, y que nadie que tuviese un poco de seso haría una cosa tan rudimentaria y peligrosa. Y no se contentó con eso, sino que además me dijo que nadie con sentido común se atrevería a montarse en un cacharro así. Después me… Bueno, ya no sé qué más me dijo, porque entonces me enfadé y ya ni siquiera escuchaba. De todos modos, no me importa lo que ella piense; a pesar de lo que diga, me gusta nuestro coche.
En verdad era difícil sacar una conclusión. Su indignación era auténtica. Cualquiera que lo viese no dudaría un instante en afirmar que había tenido una pelea no solamente verdadera, sino además ardorosa. Después de esto, todas mis dudas sobre si debíamos pedir consejo sobre el comportamiento de Matthew se disiparon. No obstante, me dije que debíamos ser cautelosos y no dar un paso en falso.
—¿Cómo cree ella entonces que deben ser los coches? —pregunté.
—Eso mismo le pregunté cuando empezó a echar por tierra a nuestro coche —dijo Matthew—. Y me contestó que en donde ella vive los coches no tienen ruedas. Andan suspendidos a cierta altura del suelo y no hacen ruido. Me dijo que nuestros coches, al tener que circular todos por carreteras, están expuestos a chocar entre sí con facilidad, y que los buenos son aquellos que están hechos de forma que no pueden chocar con otros.
—Sobre esto habría mucho que discutir —admití—. Pero, dime, ¿de dónde viene Chocky?
Matthew frunció el ceño.
—Eso es algo que no hemos podido averiguar —me contestó—. Si tú no sabes dónde está lo demás, ¿cómo puedes saber dónde estás tú?
—¿Quieres decir que no hay puntos de referencia? —quise que me aclarara.
—Me imagino que eso será —contestó un poco vagamente—. Pero creo que donde Chocky vive está muy, muy lejos. Parece que allí todo es distinto.
—¡Aja! —exclamé, y me dispuse a atacarle por otro flanco—. ¿Qué edad tiene Chocky? —pregunté de modo accidental.
—Es bastante vieja —fue la respuesta de Matthew—. Ellos no miden el tiempo como nosotros. Un día estuvimos calculando su edad y por lo menos debe tener veinte años. Lo que pasa es que ella me dijo que viviría unos doscientos, así que para ella veinte años no es nada. Piensa que no vale la pena vivir los setenta u ochenta años que vivimos nosotros. Dice que le parece algo así como una tontería.
—Veo que Chocky —apunté— encuentra tontas muchas cosas.
Matthew asintió con énfasis.
—Es verdad —convino—, casi todo lo encuentra ridículo.
—Pues tiene que estar pasándolo muy mal —comenté.
—Sí, se aburre muy a menudo.
En ese momento nos llamó Mary para la cena.
Cada vez encontraba más embrollada la solución que debía de darle al asunto. Matthew, evidentemente, tenía el suficiente sentido común para no hablar de Chocky a sus amigos o compañeros de colegio. Se confió a Polly, con la idea, creo, de compartir a Chocky con ella, pero su franqueza le estaba acarreando serios contratiempos. No hay duda de que para él era un alivio hablar de Chocky, y que, después del incidente del coche, encontraba en mí la válvula de escape necesaria para no quebrar su equilibrio emocional. A pesar de todo, cuando uno hablaba con él adoptaba invariablemente una actitud de prudencia, como si estuviese dispuesto a defenderse de cualquier reacción mordaz que eventualmente pudiera producirse. El asunto estaba en saber cómo debíamos tratarlo para evitar que se escudara en esa postura defensiva.
Cuando le conté a Mary el episodio del coche de esa tarde, se convenció aún más que debíamos plantarle cara al asunto y consultar a nuestro médico de cabecera, el doctor Aycott, para que nos recomendara un especialista. Yo, por mi parte, no estaba tan convencido. No es que tuviese algo en contra del viejo Aycott, a decir verdad era ideal para recetar el jarabe y las pildoras apropiadas, sin embargo era evidente que no era la persona idónea para aconsejarnos sobre el problema de nuestro hijo.
—Es más —apunté—, Matthew no siente simpatías por él y no creo que se muestre abierto y confiado en su presencia. Pudiera ser que crea que hemos abusado de su confianza al contárselo a Aycott y en represalia se encierre en sí mismo, abandonando la franca actitud que hasta ahora ha tenido.
Mary, tras rumiar un poco mi punto de vista, me dio la razón.
—Pero —arguyó— la cosa ha llegado a un punto en que tenemos que hacer algo; no podemos esperar impasibles a que el asunto se resuelva por sí solo. Por otra parte, un psiquiatra no es alguien que se escoja a voleo; tendríamos antes que asesorarnos para no hacer una mala elección.
—Sí, creo que estás en lo cierto. Me parece que voy a intentar algo en este sentido. Hace unos días lo comenté con Alan y éste mencionó a un compañero mío de Cambridge, Roy Landis, que llegué a conocer tan sólo ligeramente. Parece ser que después de su graduación se ha especializado en enfermedades mentales y ahora trabaja en Claudesley; creo que esto es una garantía. Alan, que lo conoce bien, es de la opinión que quizás sea interesante que Landis le eche un vistazo a Matthew en plan informal, sólo para decirnos cómo debemos actuar. Así podrá recomendarnos el psiquiatra que mejor pueda tratar el caso de Matthew, y a lo mejor ve que el asunto es de su especialidad y se decide a coger el caso él mismo. De todos modos, ya veremos.
—Buena idea —aprobó Mary—. Ponte en contacto con él y pídele que se dé una vuelta por aquí. Por lo menos tendremos la tranquilidad de que estamos haciendo algo.
El tiempo y las exigencias profesionales hacen milagros. Costaba trabajo reconocer en ese acicalado y elegantemente vestido Roy Landis, que se reunió con nosotros en el club para comer, al desaliñado estudiante que unos años antes conocí en la universidad. No hay duda de que las apariencias externas, unidas a ese aire profesional con que se tocaba, eran medios poderosos para despertar en los demás la necesaria confianza en sus dotes médicas. Sentí una cierta intimidación. Su presencia hizo que evocara toda la carga ética que su actividad arrastraba.
Entré derecho en el asunto. Puse de relieve que lo que de momento necesitábamos era que nos aconsejara sobre lo mejor que podríamos hacer, y pasé a contarle algo de Matthew. A medida que escuchaba iba abandonando su inicial cautela profesional; noté que su interés crecía ostensiblemente. El episodio del coche nuevo le intrigó particularmente. Me hizo una serie de preguntas que contesté lo mejor que pude; empezaba a tener esperanza. Al final accedió a pasarse por casa el domingo de la siguiente semana. También me dio instrucciones de cómo preparar el terreno para la visita; todo ello me hizo regresar a casa con el tonificante convencimiento de que por fin estábamos haciendo algo positivo.
Al día siguiente le dije a Matthew:
—Ayer noche comí con un viejo amigo mío. Creo que te gustaría conocerlo.
—Pues sí —dijo Matthew sin aparentar mucho interés por mis viejas amistades.
—La cosa fue —seguí yo— que estuvimos hablando de coches y parece ser que piensa lo mismo que Chocky sobre ellos. Para él nuestro coche deja mucho que desear.
—¿Y qué? —comentó Matthew con aire aburrido. De pronto me miró fijamente y me preguntó—: ¿Le hablaste de Chocky?
—Bueno, tuve que hacerlo. Le hablé un poco de ella. Como comprenderás, no podía hacerle creer que las ideas de Chocky eran las tuyas propias porque en realidad no era así. Pareció interesado, pero no se sorprendió mucho. Su sorpresa no tuvo punto de comparación con la mía cuando te oí hablar de Chocky por primera vez. Para mí que este amigo mío se ha encontrado ya antes con alguien parecida a ella.
Matthew empezó a animarse, aunque seguía mostrándose cauteloso.
—¿Alguien que le habla de forma parecida? —quiso saber.
—No, no a él —admití—, pero sí a alguien, o quizás a más de una persona que él conoce. De todas maneras, ya te digo, no se mostró muy sorprendido. Aunque el asunto, en realidad, no tiene importancia, pensé que quizás te gustaría saberlo.
Parecía que había comenzado con buen pie. Matthew me habló un par de veces del tema de motu proprio. La idea de que alguien no encontrase sorprendente a Chocky le fascinaba.
Creo que esto, unido a la necesidad de reafirmación propia que tenía, fue lo que hizo que admitiese la posibilidad de tener algún día una charla con Roy Landis.
Al siguiente sábado cogimos nuestro flamante coche e hicimos el primer viaje serio. Nos llegamos hasta la costa para bañarnos, comer al aire libre y tendernos al sol. Mary y yo nos tumbamos en la arena mientras los niños correteaban y jugaban por los alrededores.
A las cinco y media de la tarde decidimos recoger nuestras cosas y marcharnos. A Polly la encontramos fácilmente y la separamos, no sin cierta resistencia por su parte, de una pandilla de niños con los que había trabado rápida amistad. Matthew, sin embargo, no se encontraba, por ningún sitio. A las seis seguía todavía sin aparecer. Decidí coger el coche y dar una pasada a lo largo de la playa para ver si lo veía; Mary y Polly se quedarían donde habíamos estado por si acaso volvía. Cuando llegué a la altura del puerto lo vi. Tenía una animada conversación con un agente. Me acerqué sin bajarme del coche hasta que Matthew me vio.
—¡Hola, papá! —me gritó.
Miró al policía y se vino hacia el coche. El agente le siguió y me saludó llevándose una mano al casco.
—Muy buenas tardes —dijo—. Estaba explicándole a este jovencito que hay ciertas cosas que no se pueden hacer. —Sacudió la cabeza y añadió a modo de explicación—: ¿Usted cree que alguien pueda ver con agrado que un desconocido husmee en su bote? ¿Verdad que no? Pasa lo mismo que cuando uno ve que un desconocido se ha metido en casa sin llamar.
—Lleva usted razón, agente —le contesté—. ¿Es eso lo que tú has estado haciendo, Matthew?
—Sólo miraba, papá. Creí que a nadie le importaría. No hacía nada malo.
—Pero te metiste dentro de la embarcación, ¿no es eso?
—Sí, papá.
Sacudí la cabeza a mi vez.
—Eso está muy mal hecho, Matthew. El agente tiene toda la razón. Supongo que te habrás disculpado con él.
Miré al policía y éste me hizo un ligero guiño.
—La verdad es que no estaba haciendo nada malo —añadió el hombre—, pero es lo que usted dice, no es ésa la manera de comportarse.
Matthew miró al policía.
—Lo siento, señor —dijo—. Nunca pensé que los barcos fuesen algo así como las casas de la gente. Tendré en cuenta lo que usted me ha dicho.
Le tendió la mano.
Se las estrecharon seriamente.
—Vamonos. Se nos ha hecho tarde —dije—. Muchas gracias, agente.
El policía sonrió significativamente y se llevó la mano de nuevo al casco cuando nos alejábamos.
—¿Qué es lo que has estado haciendo? —pregunté.
—Lo que te he dicho; sólo mirando —contestó Matthew.
—Bien, esta vez has tenido suerte; sólo espero que la próxima la tengas también. Este policía era un hombre muy comprensivo.
—Sí —dijo Matthew.
Durante el silencio que siguió comprendió que debía disculparse también conmigo.
—Siento haberme retrasado, papá. No me di cuenta de la hora. —Como vio que esta explicación no era suficiente, siguió adelante—: Verás, papá, Chocky nunca había visto un barco, por lo menos de cerca, así que estaba enseñándoselo. Entonces un hombre se asomó por un boquete, se enfadó y llamó a un policía.
—¡Aja!, así que la culpa en realidad fue de Chocky, ¿no es eso?
—Bueno, no —apuntó Matthew con honradez—; la verdad es que yo pensé que quizás a ella le interesaría verlo.
—Apostaría cualquier cosa —dije— a que encontró que los barcos eran decadentes y tontos.
—Pues sí —admitió Matthew—. Dijo que debía suponer un enorme desperdicio de energía el tener que desplazar tanta cantidad de agua al navegar, que sería mucho más sensato, si queríamos tener barcos, construirlos de forma que se deslizaran por encima del agua sin tocarla y de este modo sólo tendrían que desplazar el aire.
—Bueno, me parece que esta vez ha llegado un poco tarde. Puedes decirle que ya tenemos barcos que se deslizan sobre un colchón de aire y que se llaman «hovercrafts».
En esos momentos llegábamos al lugar donde nos esperaban Mary y Polly.
A lo largo de la semana que siguió me alegré aún más de que Landis viniera ese domingo. Por una razón: habíamos recibido las notas de Matthew. Sin ser, en general, insatisfactorias, detecté en algunas partes del informe que algo no marchaba bien.
El señor Trimble aseguraba que Matthew había adelantado en cierto sentido, pero que la cosa podría haber resultado mejor si hubiese ceñido su atención a las formas ortodoxas de las matemáticas.
La señorita Toach, a la par que decía que su interés en la asignatura había crecido considerablemente, aconsejaba que sería mucho mejor que se concentrara por ahora en la Geografía y dejara la Cosmografía para más adelante.
El señor Caffer, el catedrático de física, no estaba del todo complacido. Se expresaba en el informe en los siguientes términos: «Se observa una marcada diferencia este trimestre en la forma de acometer el aprendizaje de la asignatura. Si en vez de querer demostrar una gran capacidad para hacer preguntas, se esforzara en probar que tiene talento para asimilar mis enseñanzas, su avance sería bastante más manifiesto.»
—¿Qué le has hecho al señor Caffer? —le pregunté.
—Se enfadó conmigo —fue la respuesta de Matthew—. Una vez cuando quise conocer algo acerca de la presión de la luz, y otra cuando le dije que podía apreciar lo que hacía la gravedad, pero que no comprendía por qué lo hacía. No creo que él sepa el porqué, como tampoco sabe otras cosas. Quiso saber de dónde sacaba yo esas preguntas. Como comprenderás, no podía decirle que eran cosas sobre las que Chocky y yo habíamos hablado. Así que se sulfuró un poco. Pero ahora ya todo está bien. He decidido no preguntarle más cosas; no sacaba nada en claro de sus contestaciones; al revés, lo que hacía era enfadarse.
—¿Y qué hay de la señorita Blayde, la profesora de Biología? Me parece que también está un poco nerviosa.
—Bueno, creo que es porque un día le pregunté cómo se las arreglaba la gente de un solo sexo para reproducirse. Ella dijo que todo el mundo sólo tenía un sexo y yo le aclaré que a lo que me refería era a una sola clase de persona, es decir, todos iguales, sin distinción entre hombres y mujeres. Entonces salió diciendo que eso sólo podía darse en algunas plantas, pero no en la gente. Yo le dije que a veces podía darse y ella me regañó, chillándome, que no dijera más idioteces. Yo le dije que no eran idioteces, porque yo precisamente conocía a una de esas personas. Entonces ella empezó a remedar lo que yo quería decir, usando esa clase de voz. Me di cuenta que había sido tonto preguntar, porque, después de todo, yo no podía hablarle de Chocky; así que me callé y no dije nada más, aunque ella siguió esperando que le explicara qué era lo que yo quería decir. Desde entonces algunas veces me mira con cara de pocos amigos. Esto es en realidad lo que pasó.
La señorita Blayde no era la única persona que se sentía desconcertada ante Matthew. Con anterioridad, tratando de descubrir las características psicológicas de Chocky, le pregunté:
—Dime, ¿no tiene Chocky una casa? ¿Nunca te ha dicho dónde vive, quiénes son sus padres y toda esa clase de cosas?
—No mucho —me aseguró Matthew—. Y por más que lo intento no puedo imaginarme cómo es. Muchas de las cosas que ella dice no tienen sentido para mí.
Le dije que lo sentía, pero que no lograba captar el fondo del asunto. Matthew frunció el entrecejo al concentrarse en sus pensamientos.
—Bien —dijo al cabo del rato—, suponte que yo estuviese sordo como una tapia y tú trataras de decirme qué es una canción. Seguro que no sería capaz de saber de lo que estabas hablando, ¿sí o no? Pues algo así es… Ella a veces me habla de su padre o de su madre; pero en su conversación los… ¿Cómo se dice?, sí, eso es, los géneros aparecen mezclados. No puedo saber cuándo se refiere a él o a ella; parece algo así como si los dos fuesen iguales.
Me asaltó la idea de hablarle de los ginandros griegos y la reproducción unisexual, pero viendo que el tema me venía grande, opté por decirle sencillamente que todo parecía muy confuso. Matthew estuvo de acuerdo conmigo.
—Pero nuestra forma de vida es también para ella difícil de comprender —me comentó—. Opina que debe ser extraordinariamente confuso tener dos padres y no cree que sea muy buena idea. Ella dice que es más natural y fácil amar a una sola persona, y que si los padres son dos, entonces es muy difícil para la mente tratar en todo momento no querer a uno más que al otro. Ella cree que es esta tensión constante a la que estamos expuestos la que explica algunas de nuestras peculiaridades.
Este reportaje sobre las ideas de Chocky me hizo que viese con cierta simpatía la perplejidad de la señorita Blayde. También hizo que me alegrara por haber arreglado la visita de Landis; aunque al mismo tiempo me comía la inquietud por el resultado de su diagnóstico.
La complicación apareció cuando Janet, la hermana de Mary, llamó para decirnos, con su acostumbrada apretura de tiempo, que nos iba a hacer una visita el fin de semana. Mary le explicó que teníamos comprometido el domingo y trató de eludir cualquier pregunta sobre la naturaleza exacta del compromiso.
—¡Oh! Lo siento, pero no te preocupes —dijo Janet—; nos será fácil llegar el viernes y dejaros el domingo por la mañana después del desayuno. Eso nos dará la oportunidad de visitar algún lugar de vuelta a casa.
—No se le pudo ocurrir en mejor ocasión —dijo Mary al colgar el teléfono—. Lo malo de Janet es que cuando toma una determinación, la lleva adelante por encima de todo y desarma cualquier intento de hacerla desistir. ¿Por qué no la convencí, Dios mío, para que demorara la visita hasta el otro fin de semana? Bueno, es demasiado tarde, la cosa ya no tiene remedio.