Capítulo 22
Eran las cuatro y media cuando llegaron a Scotland Yard. Londres parecía sucio, húmedo y ruinoso. Incluso los árboles, que habían echado hojas en su ausencia, parecían delgados y venidos a menos en comparación con los exuberantes árboles que se desplegaban en el campo. Taxis negros se apartaban a uno y otro lado del tráfico despidiendo chorros de agua que empapaban a los peatones, que corrían con sus impermeables grises y paraguas negros hacia autobuses rojos o hacia las atrayentes bocas de metro. Royston llevó a Carmichael por el Strand, recorrieron la mitad de la calle en forma de media luna de Aldwych y subieron por Kingsway, la calle más lóbrega de Londres. Frenó con elegancia en la doble línea amarilla frente al nuevo edificio de Scotland Yard, construido al final de High Holborn, después de que el antiguo edificio de «New Scotland Yard» quedara fuera de combate en el Blitz. Lo llamaban simplemente el Yard, como siempre. Carmichael nunca conoció el antiguo edificio, así que solía ignorar las quejas de los veteranos para los que el nuevo edificio nunca sustituiría al anterior. Hoy, bajo la lluvia, el edificio, a medio camino entre el estilo palladiano y art déco, sin las virtudes de ninguno de los dos, parecía especialmente deprimente. Podía entender la superstición según la cual daba mala suerte caminar bajo su sombra. Respetables abogados del Lincoln's Inn y el Gray's Inn cruzaban la calle y luego la volvían a cruzar para evitar pasar demasiado cerca del portal.
—Aparca y ven a mi despacho —dijo Carmichael a Royston, saliendo rápidamente del coche y preparándose para lanzarse escaleras arriba dejando atrás el bajorrelieve de esfinges abstractas que las flanqueaba.
El agente de guardia le abrió la puerta a Carmichael con un saludo deslucido. Stebbings estaba, como siempre, en su escritorio acristalado en el pórtico central.
—Por fin ha vuelto —saludó a Carmichael cuando asomó la cabeza por la puerta para decir hola.
—¿Alguna noticia sobre mi maleante? —preguntó Carmichael, entrando totalmente en la caja de cristal. El escritorio de Stebbings estaba muy bien organizado, con papeles en pilas ordenadas y casillas en orden alfabético. Había un equipo de radio y cuatro teléfonos, tres normales de color negro y uno de un atrevido color crema.
—¿Qué maleante? —preguntó Stebbings.
—Brown. No creo que haya ninguna noticia más de Kahn en este momento. Le he dejado metido a buen recaudo en Farthing.
Stebbings metió la mano en la casilla de la G, pero no sacó el papel.
—Aquí hay un informe de la Garda que dice que no se sabe nada. Confidencialmente dicen lo mismo. Michael Patrick Guerin podría ser cualquiera o nadie, los tres nombres son muy comunes, pero ellos no tienen ningún documento sobre ningún hombre en concreto. Jenkinson, que siempre trata con ellos desde el asunto del perro de De Valera, dice que está seguro de que le habrían dicho por lo menos que no iban a decirle nada que les pudiera pasar a sus señores ingleses, si es que fuera así.
—No creía que fuera uno de ellos —dijo Carmichael—. Ya veía yo algo en él. Diría que irlandés de Liverpool. ¿Ha habido suerte en Runcorn?
Stebbings sacó una hoja de la casilla de la B y leyó:
—Tipo que responde al nombre de Alan Brown (suena a seudónimo, ¿verdad?), nacido en Runcorn en la fecha que se especifica, asistió a la Escuela Elemental para niños de Runcorn, la dejó en 1936 (no creo que la edad de 11 años sea muy estupenda para entrar a formar parte de la población activa), no hay antecedentes policiales, paradero desconocido.
—Si fueras un operario llamado Brown, ¿por qué te inventarías un nombre como Guerin?
—¿Un nombre de guerra? —sugirió Stebbings, y casi sonrió—. Quizá sus compinches bolcheviques dijeron que necesitaba un nombre de guerra y como obrero sin grandes conocimientos de francés y con amigos entre los irlandeses de Liverpool, aunque no fuera él uno de ellos, el nombre de Guerin se le vino a la cabeza.
—No se me habría ocurrido una explicación mejor —dijo Carmichael.
—Hemos puesto su casa patas arriba y no hemos encontrada nada del menor interés para nadie —dejó de nuevo el papel en la casilla B—. Hay copias en su escritorio por si quiere ver los detalles.
—¿Habéis localizado a la chica? Os envié la fotografía.
—Todavía no ha habido suerte con la chica. Hemos estado mostrando la foto por Bethnal Green, pero no hemos encontrado nada. Probablemente no sea importante. Todavía no hemos podido localizar a ninguna de las conexiones bolcheviques de Brown, tampoco hemos tenido suerte con eso. Hemos hecho una redada a un montón de rojos y camaradas, que corresponde al departamento de Simpson. Está deteniéndolos y fichándolos a todos como cómplices de esto. Le está muy agradecido a usted por haberle dado una excusa para intervenir: sabía perfectamente quiénes eran, algunos de ellos publican abiertamente artículos izquierdistas en los periódicos, pero son muy astutos y siempre saben mantenerse en el lado adecuado de la ley. Coge a uno de ellos haciendo algo que parezca espionaje o traición y empezará a buscarle tres pies al gato y a llamar a sus abogados. La ley es muy blanda con ellos. No es como si pudiéramos hacer eso en la Rusia roja, no predicando sobre malditas revoluciones y yendo por ahí disparando a la gente.
—¿Admite alguno de ellos conocer a Brown? —preguntó Carmichael.
—Ni uno, con ninguno de los dos nombres. Pero es lo esperable, claro —Stebbings parecía ligeramente apenado.
—Claro —dijo Carmichael. No podía encontrar en su corazón ningún sentimiento de pena por los comunistas, aunque no estuvieran relacionados con Guerin/Brown.
—El inspector jefe Penn-Barkis quiere verle. Creo que está esperando el informe final.
—¿Esta tarde? —Carmichael puso cara de desesperación—. Menuda esperanza. Quiero husmear yo mismo tras Brown y ver lo que puedo descubrir.
—Dígaselo al jefe —dijo Stebbings.
—Gracias por el chivatazo sobre Normanby, por cierto —dijo Carmichael. Ese hombre es basura. Además, está claro que nos ha estado mintiendo, pero no logro entender por qué. No puede haber sido él, aunque, bueno, técnicamente podría haberlo hecho, pero con ello no saca tajada. El fallecido era su amigo.
—El Evening Standard pronostica que será primer ministro hoy. Debimos haberle cogido por ultraje a la moral pública cuando tuvimos la oportunidad, asqueroso sodomita —dijo Stebbings, en su habitual tono plano—. No hay justicia, ¿verdad?
—No, no la hay-admitió Carmichael—. Bueno, debería irme a ver al jefe.
Royston estaba en su despacho cuando Carmichael abrió la puerta.
—Me voy a ver al inspector jefe Penn-Barkis —dijo—. ¿Has aparcado bien el coche?
—Sin problemas. Lo he dejado en el aparcamiento: el inspector Blayne estaba saliendo precisamente cuando yo llegué allí.
—Eso sí que es suerte —Carmichael dejó el maletín en su silla. Su escritorio estaba cubierto de pilas inclinadas de papeles. Echó un vistazo a los montones por si había algo reciente y en un segundo intento sacó el informe sobre el sitio en el que se alojaba Brown.
—Léete esto bien y estúdialo a fondo. Luego iremos a buscar pistas sobre Brown.
—¿Todavía quiere que investigue al ayuda de cámara de Thirkie? —preguntó Royston.
—Sí —dijo Carmichael—. Déjalo para mañana —dudó—. Este caso es como una gran pelota de cuerda con extremos que sobresalen por todas partes. Tengo la sensación de que si tiramos del adecuado, al final todo se soltará. Brown es un buen sitio por el que empezar a tirar, porque es el único del que tenemos la certeza de que es un maleante y un asesino. Pero el chófer, ayuda de cámara o lo que sea es en el fondo otro cabo suelto.
—Sí, señor —dijo Royston.
Carmichael se inclinó para comprobar cómo llevaba el pelo en el espejo de detrás de la puerta, colocado allí para poder ver por detrás a los sospechosos a los que pudiera interrogar. Recorrió el vestíbulo y apretó el botón del ascensor. El despacho de Penn-Barkis estaba en lo más alto del edificio. El ascensor llegó y llevó arriba a Carmichael, al que siguió su estómago momentos después.
Se decía que el despacho de Penn-Barkis tenía una de las mejores vistas de Londres, daba al sur sobre los Lincoln's Inn Fields, más allá de la Old Curiosity Shop original hacia Fleet Street. Hoy las ventanas estaban empañadas de vaho y la lluvia corría tras ellas. Penn-Barkis estaba cómodamente sentado en una butaca, fumando un puro. No era un hombre que impresionara por su físico: calvo, algo rechoncho y tenía unas espesas cejas blancas. Sin embargo, lograba intimidar a todos sus subordinados. Se rumoreaba que su mujer era muy dominante, pero quizá eran ilusiones que se hacía la gente que quería creer que había alguien que pudiera poner al inspector jefe en su lugar. En su presencia, Carmichael hacía un gran esfuerzo por modular todas las vocales y que su acento sonara lo más posible como si fuera del sur, porque Penn-Barkis había dicho una vez que tenía Lancashire en su aliento igual que otro hombre podía tener güisqui en el suyo.
—Ah, Carmichael-dijo—. Siéntese. ¿Ha terminado toda esa tontería de Thirkie?
—¿Tontería, señor? —Carmichael se sentó en la otra butaca y rechazó con la mano un puro.
—Diputados, bolcheviques y judíos, todos esperando ociosamente a que usted termine de hablar con ellos: a mí me suena a tontería —dijo Penn-Barkis—. Pero ahora usted tiene pruebas de que el judío y el rojo lo hicieron entre los dos, y podemos cerrar el caso, ¿no?
—No, señor —dijo Carmichael. Las cejas de Penn-Barkis se alzaron. Carmichael respiró hondo—. El caso del rojo está muy claro, él estaba allí con un rifle en la mano, un 22, pero un rifle de verdad, suficiente para matar a alguien. Disparó a lord Eversley y a la señora Kahn, y los hirió a los dos. Pero en lo que se refiere a su participación en el asesinato de Thirkie, es imposible que lo hiciera él. No pudo haber entrado en la casa. Thirkie fue gaseado en su coche, señor, y luego metieron su cuerpo en la casa, y para eso, como mínimo, habrían necesitado la ayuda de alguien de dentro. Allí lo colocaron en su cama como si hubiera sido apuñalado, con pintura de labios extendida por su pecho para simular o bien sangre o bien el pecho rojo del petirrojo de Farthing, y una estrella judía sujeta con una daga.
—¿Por qué tomarse tantas molestias? ¿Por qué no apuñalarle directamente? —preguntó Penn-Barkis.
—Posiblemente para intimidar a los amigos de Thirkie, o para implicar a los judíos en el asesinato, señor —dijo Carmichael—. O es posible que hubiera dos partes implicadas: una que lo mató y otra que dispuso su cuerpo después. Incluso es posible que la muerte fuera un suicidio.
—¿Por qué se suicidaría un hombre como Thirkie? Lo tenía todo. Si la votación de esta noche sale como está previsto, habría sido ministro del Interior.
—Sí, señor —Carmichael pensó en la votación—. Quizá algún otro quería ese puesto.
—¿Tiene algo que pruebe eso? —Penn-Barkis sonaba incrédulo.
—No, señor —dijo Carmichael—. Sí sé que el señor Normanby nos mintió sobre la hora a la que vio vivo por última vez al fallecido, y no sé qué razones tenía para mentir, pero eso es todo.
—Probablemente algo perfectamente racional —Penn-Barkis dio una calada al puro y exhaló una nube de humo—. O quizá se equivocó. ¿Le preguntó?
—No hay ninguna posibilidad de que pudiera haberse equivocado, señor. Pero, como usted dice, podría haber mentido por alguna razón no relacionada con el asesinato, y no quise presionarle demasiado, porque es diputado y, además, no tenía ninguna razón para matar a Thirkie.
—Creí que había insinuado que quería su puesto.
—Se pronosticaba que el señor Normanby sería ministro de Economía, y al parecer ahora dicen que será primer ministro.
Thirkie habría estado por debajo de él en cualquier caso, señor —Carmichael torció el gesto.
—¿Y qué me dice de Kahn, el judío? —preguntó Penn-Barkis—. ¿Lo ha detenido?
—No, señor. No tenía ningún móvil para hacerlo, y la tosquedad de lo de la estrella descarta a un hombre inteligente como Kahn en lugar de apuntar hacia él. Además, es un hombre rico, banquero. La única prueba real contra él son algunas cartas en su posesión de un hombre llamado Chaim, un revolucionario judío, no un bolchevique, sino un antibolchevique, en las que le decía, la última el pasado martes, que volara por los aires a todo el círculo de Farthing. Prefiero no arrestarlo sin una conexión más cercana, pero está bajo arresto domiciliario en Farthing.
—Entonces ¿qué es lo que quiere hacer? —Penn-Barkis dejó el puro—. No puedo dejar que esto se alargue demasiado. Los políticos están ya detrás de mí.
—Sí, señor —dijo Carmichael, deseando que no hubiera algo semejante a los políticos y que nunca hubiera escuchado esa palabra—. Quiero seguir trabajando con Royston, y quiero seguir investigando a Brown, el pistolero, sus antecedentes, sus amigos, para ver si puedo encontrar algo que me lleve a algún sitio.
—Tiene hasta final de semana-dijo Penn-Barkis, mirando al reloj—. Ahora son las seis menos cuarto, y es martes, así que tiene dos días enteros, pero eso es todo.
Carmichael se puso de pie.
—Sí, señor.
—El viernes por la mañana vamos a anunciarlo todo, que hay alguien detenido o que Brown actuó solo, y para entonces todo tiene que estar atado y bien atado.
—Sí, señor —dijo Carmichael, porque no podía decir nada más. El papel arrugado le apretaba a través del forro del bolsillo de sus pantalones.
Penn-Barkis cogió de nuevo el puro.
—Me pondré a ello entonces, señor —dijo Carmichael.
Cuando volvió a su despacho, Royston le miró inquisitivamente.
—¿Le ha hecho pasar un mal rato, señor? —preguntó con una mirada de comprensión.
—Tenemos hasta el jueves por la noche para cerrar este caso, sargento —dijo Carmichael—. El viernes por la mañana Penn-Barkis anunciará que todo está resuelto.
—Vaya, y yo que esperaba poder bajarme al George esta noche a tomar una pinta —dijo Royston—. Supongo que a usted también le habría gustado pasar una noche tranquila, señor. Pero deberíamos ir a Bethnal Green, aunque al menos dormiremos en nuestras propias camas: es un consuelo.
Aquello era mucho más consuelo de lo que Royston se imaginaba, pensó Carmichael. Cogió su maletín.
—¿Dónde demonios está la fotografía? —preguntó. Trató de encontrarla en la mesa sin lograrlo. Royston estaba sentado tranquilamente, y Carmichael agradeció la falta de reprobación en su silencio. Al fin la encontró, en un sobre.
—Leigh-on-Sea —leyó de nuevo en la parte de atrás—. Quizá tengamos que ir allí, aunque espero que no.
—En Southend, ¿no? —preguntó Royston.
—La parte elegante de Southend —reconoció Carmichael—.Todo bancos y jubilados y refinamiento en decadencia.
—No parece lo más adecuado para un rojo —dijo Royston—. ¿Traigo el coche? Todavía llueve a cántaros.
—Sí, tráelo —dijo Carmichael—. Esperaré en el pórtico.
Stebbings estaba hablando por el teléfono color crema cuando Carmichael pasó. Le hizo una seña para que esperara. Después de un momento colgó el teléfono y conectó el aparato de radio. Se oyó un zumbido y luego apareció el sonsonete del locutor de la BBC. Las noticias de las seis, claro. «Tras el voto de confianza de esta tarde en la Cámara de los Comunes, parece que el señor Mark Normanby será el próximo primer ministro...»Stebbings volvió a apagar el aparato.
—Le dije que saldría elegido ese sodomita —dijo—. Aunque será bueno para nosotros, por supuesto. Si no tenemos en cuenta de dónde viene, es muy enérgico en lo que se refiere a la ley y el orden.
—¡Buah! —dijo Carmichael, y salió de nuevo a la lluvia torrencial.