Capítulo 19

Casi me puse a llorar cuando David me dijo que teníamos que quedarnos. Estaba furioso. Se le ponen blancos los labios cuando está enfadado de verdad, y estaba así ahora. Daba vueltas por la habitación echando chispas, quitándose al mismo tiempo la ropa de Londres, porque no podía estar cómodo llevando ropa de ciudad en el campo.

—¡Ni siquiera cree que yo lo hiciera! —dijo—. Sencillamente piensa que hay demasiadas pruebas para dejarme libre, solo porque soy judío.

—¿Qué pruebas? —pregunté.

—Mi amigo Chaim, del que te he hablado, me escribió que creía que yo debería fabricar una bomba y volar el círculo de Farthing para evitar que el fascismo enraizara en Inglaterra. Le dije que era una tontería, que nunca podríamos tener fascismo aquí porque la gente era esencialmente demasiado decente. Pero solo tener una carta así en mi posesión me perjudica, parece ser.

—¿Cómo sabían que tenías una carta así? —pregunté.

—Han registrado el piso —dijo—. Tienen que haberlo hecho, es la única explicación. Han registrado el piso porque yo era judío. Estoy seguro de que no registraron el piso de Normanby, o la casa de tu tío Dudley. Y han leído tu carta de Hugh, el inspector aludió a ella.

La idea de los policías registrando nuestra casa, tocando nuestras cosas, leyendo nuestras cartas más privadas, examinándolo todo, me revolvió el estómago. El año anterior, mientras Eddie Cheriton estaba en una cacería en Stirling, entraron en su casa a robar. Cuando describió a los ladrones manoseando sus cosas sentí exactamente el mismo tipo de repugnancia. Parece ser que los ladrones dejaron su ropa y sus cosas desordenadísimas, aunque ella solo perdió una cadena de oro con una cruz que su madrina le había regalado en su confirmación. Pensé entonces que si alguna vez me sucedía algo así tendría que tirar toda la ropa que tocaran. Pensaba lo mismo ahora. Incluso quería vender el piso y mudarme a algún otro sitio, un sitio que no hubiera sido profanado.

—Qué violación —dije, e inmediatamente vi que David sentía el mismo tipo de espanto.

—No es nada comparado con lo que los judíos tienen que sufrir en el resto de Europa —dijo él—. Absolutamente nada, ya lo sabes.

—Pero eso no lo convierte en admisible —dije al momento—. La norma no puede ser estar mejor que lo peor posible. No es gran cosa decir que es mejor que el trato que Hitler da a los judíos.

Entonces David se acercó y me abrazó, lo que me consoló, y creo que a él también.

—Unos días solos en Farthing no nos harán mal —dije—. Mamá y papá estarán en Londres, y también la mitad de los empleados. Hace años que no estoy aquí sola.

—Molestaremos a los sirvientes —dijo David—. Probablemente echan de menos la libertad que tienen cuando esto está tranquilo.

—Los sirvientes nos mimarán mucho, a juzgar por lo que ha sucedido en otras ocasiones —dije—. Sus vidas normalmente oscilan entre el pánico frenético, corriendo de un lado a otro cuando todo el mundo está aquí, y el aburrimiento cuando no hay nadie. Abby y yo nos quedamos aquí solas un mes cuando yo pasé la varicela y todos fueron encantadores conmigo.

—En cuanto esté vestido como Dios manda, deberíamos salir y despedirnos de tus padres antes de que se vayan —dijo David. Nunca se apartaba de las normas en ese tipo de cosas.

—El inspector Carmichael les habrá dicho que nos quedamos —dije—. O si tiene un poco de sentido común se lo habrá dicho a Sukey para que ella se lo diga a mamá.

—¿Por qué sería mejor? —preguntó David frunciendo el ceño. Tenía medio puestos unos pantalones más adecuados para el campo, de hilo, con rayas.

—Porque es Sukey la que tendría que organizar cualquier cosa que haga falta. No es que haga falta mucho, aparte de decirle a la señora Smollett que nos dé de comer. Y Sukey siempre puede decirle las cosas a mama de manera que no se enfade, aunque no esté de acuerdo.

—Nunca he entendido totalmente la posición de la señorita Dorset —dijo David.

—Bueno, su título es ama de llaves-acompañante, y se la considera de la familia, porque es pariente lejana de mamá. Su padre era primo segundo o algo, clérigo, y más pobre que las ratas, claro, aunque si hubiera seguido vivo podría haber sido obispo, supongo. En cualquier caso, murió, en la guerra de los Bóers, creo, o quizá fue la Armada Invencible —agité la mano ligeramente para indicar que fue hace mucho tiempo y que no se podía esperar que me acordara de qué guerra había sido. David casi sonrió—. El caso es que la madre de Sukey se quedó sola con un bebé, así que el abuelo Dorset lógicamente la recogió, y con la misma lógica la puso a trabajar. Sukey creció con mamá, es unos años mayor que ella, y mamá la trajo con ella cuando se casó. Además —añadí, recordando que ahora se podía hablar con David sobre este tipo de cosas—, son amantes, al estilo macedonio, claro.

—¿Tu madre y Sukey Dorset? —preguntó David con un tono muy sorprendido. Se estaba arreglando la corbata y se hizo un lío con ella, porque lo que dije le hizo tirar justo cuando no debía.

—Hugh las pilló en la cama una vez, y yo misma las he visto besándose —dije.

—¿Y lo sabe lord Eversley?

—Papá no se entromete mucho en la vida de mamá, pero no es Bognor, es decir, adulterio. Lo siento, cariño, no quiero meter mis palabras tontas todo el tiempo, solo cuando no hay palabras adecuadas. No es adulterio porque papá lo sabe, aunque haga oídos sordos. Hugh pensaba que quizá mamá lo puso como condición cuando se casaron, que pudiera traer a Sukey —de hecho, Hugh y querríamos que tuviera que esperarnos. Espero que estéis a gusto en Farthing, Lucy, señor Kahn —nos hizo un gesto con la cabeza—. Les veré a ustedes dos en Londres. —Se inclinó sobre la mano de mamá, como si no se vieran prácticamente todos los días.

—¿Se ha ido todo el mundo? —preguntó papá.

—Tibs y Dudley vienen con nosotros en el coche —dijo mamá—. Los Francis y los Manningham se han ido. Ya está todo el mundo.

—¿Viene Sukey con nosotros? —preguntó papá.

—Va por su lado, en mi coche, con Jackson, en cuanto él vuelva de llevar a los sirvientes a la estación.

—¿Quieres decir que vamos a hacer todo el viaje a Londres en la cafetera? —preguntó papá consternado. «La cafetera» era el Rolls, un coche espléndido y maravilloso que papá no usaba casi nunca porque consideraba que no tenía suficiente espacio para sus piernas.

—Tendrás que aguantarte. Si vamos a llevar a Tibs y Dudley, deberíamos hacerlo a lo grande.

—Apostaría a que preferirían ir a lo cómodo —refunfuñó papá. Se volvió hacia nosotros—. ¿Tiene vuestro pequeño Hillman espacio suficiente para las piernas? ¿Cabéis bien?

—Yo lo encuentro muy cómodo —dijo David—. Hay mucho espacio en la parte de delante, pero como siempre lo conducimos nosotros, no estoy tan seguro de los asientos de atrás.

—Probablemente sea mejor conducir uno mismo que mantener a chóferes en la casa comiendo hasta reventar —dijo papá—. Son tan malos como los caballos. ¿Con cuántos sirvientes os las arregláis?

—Solo tres —dijo David—. Una cocinera, una criada y una ayudante de cocina. Mandamos toda la ropa a lavanderías, ya que en Londres se puede hacer.

—¿Os vestís solos? —preguntó papá, visiblemente maravillado ante la idea.

—Supongo que les resulta muy difícil mantener sirvientes —terció mamá, mirándonos con lástima.

Lo realmente molesto era que era cierto. Las familias judías corrientes, como la de David, no tienen ningún problema: contra-tan sirvientes judíos. De hecho, una de las mejores formas de sacar judíos de otros países de Europa es traerlos como sirvientes. Conozco a un profesor de una Facultad de Física que entró clandestinamente en Inglaterra como ayuda de cámara. Siguió trabajando como físico, obviamente, pero muchas personas que tenían pequeños negocios en Alemania y Francia están encantadas de trabajar en el servicio en Inglaterra, al menos durante unos años. Nuestra señora Smollett es un ejemplo. Sé a ciencia cierta que no era cocinera en Polonia, y que tampoco vivía en un gueto: tenía su propio restaurante en una de las calles más elegantes de Varsovia.

Sin embargo, David y yo no lo teníamos tan fácil. La ventaja para los sirvientes judíos de estar en una casa judía era que la comida sería la adecuada, y que podrían respetar el sabbat (que significa no hacer nada en absoluto entre la puesta de sol del viernes y la puesta de sol del sábado). Nosotros no respetábamos el sabbat (David no lo hacía ni siquiera antes de conocerme), aunque a menudo pasábamos un día tranquilo los sábados, simplemente holgazaneando en casa leyendo y haciendo el amor. Tampoco respetábamos las leyes alimentarias, aunque no me habría importado, y algunas veces tenía la sensación de que David quería hacerlo. Romper con ellas era un acto deliberado de ruptura de un tabú para él. Comía cerdo porque quería que le vieran como a un inglés, no porque lo quisiera comer. Me ofendía cuando se lo servían a él expresamente. Nunca hablaba de eso, excepto una vez, que dijo cómo le gustaría que la gente leyera el resto de las cosas que se supone que los judíos no comen y les diera por servirnos langosta con mantequilla o una tostada de gambas.

Teníamos sirvientes muy buenos ahora, que nos entendían, y estábamos contentos con ellos, pero en nuestras primeras semanas de matrimonio apenas pasaba una semana en la que alguno no se despidiera porque éramos o muy judíos o no lo suficientemente judíos.

—Sí, hoy en día el servicio está terriblemente mal, sobre todo en Londres —dijo David, casi en el tono propio de mamá—. Oyen que pueden ganar más trabajando en una fábrica, o en una tienda, y se van. Queda muy poca de esa lealtad que había antes. Hemos tenido que buscar sirvientes en el campo y formarlos nosotros mismos, menos la cocinera, que es francesa y nos tiene mucho cariño.

Mamá se lo tragó totalmente, pero yo tuve que apartar la mirada, porque si se hubiera cruzado con la de David me habría echado a reír. Nunca antes le había visto hacer este tipo de imitación delante de nadie, aunque lo hacía con mucha frecuencia cuando estábamos solos, o con amigos que entenderían la broma.

—¿Le digo a Youd que acerque el coche? —preguntó papá.

—Bueno, estoy lista, desde luego —dijo mamá, levantándose de la silla—. Dejaré la casa a los bárbaros: intenta no romper nada, Lucy, querida.

No había roto nada importante desde que tenía 10 años, cuando rompí la oreja del busto de Adriano de la biblioteca, pero aquello fue una vez que me habían dejado en casa sin mamá. Le dediqué la sonrisa más dulce que pude.

—Gracias otra vez por dejarnos usar la casa en su ausencia —dijo David.

—Es una pena que hayan ocurrido estas cosas tan desagradables durante vuestra visita —dijo papá, dándole la mano a David—. Tendréis que venir de nuevo en otoño, cuando podamos cazar unas perdices. Os gustará.

—Claro que sí, señor. Gracias.

Para otoño, pensé, dándole un beso a papá y rozando las mejillas de mamá, aunque viniéramos para pasar unos días, estaría hacia la mitad del embarazo. Él o ella nacería a finales de enero o a principios de febrero, en la época del nacimiento de los corderos. Nacería con los copos de nieve, justo al principio de la primavera.