20 de octubre de 1771
Llegamos aquí ayer. El embajador[48] está indispuesto y, por tanto, tendrá que guardar reposo algunos días. Si no fuera tan antipático, todo iría mejor. Me doy cuenta, me doy cuenta de que el destino me ha reservado duras pruebas. Pero ¡valor! ¡Un carácter liviano lo soporta todo! ¿Un carácter liviano? Que esta palabra salga de mi pluma me hace reír. ¡Oh, una sangre algo más liviana me convertiría en el más feliz de los mortales! Pero bueno… ¿Por qué allí donde otros con su insignificante fuerza y talento fanfarronean delante de mí con la mayor autocomplacencia dudo yo de mis fuerzas y de mis capacidades? Buen Dios, tú que me concediste todo esto, ¿por qué no te quedaste con la mitad y me diste contento y confianza en mí mismo?
¡Paciencia! ¡Paciencia! Todo se arreglará. Porque te digo, querido amigo, que tienes razón. Desde que me veo a diario mezclado con la gente del pueblo y observo lo que hace y cómo lo hace, me siento mucho mejor conmigo mismo. Seguramente porque estamos hechos de tal manera que todo lo comparamos con nosotros, y a nosotros con todo, la felicidad y la desgracia dependen también de los objetos con los que nos relacionamos, y no hay nada más peligroso que la soledad. Nuestra imaginación, obligada a elevarse por su propia naturaleza, alimentada por las fantásticas imágenes del arte poético, se construye una escala de seres en la que nosotros ocupamos el lugar más bajo y en la que todo, menos nosotros, nos parece magnífico, y cualquier otro es mucho más perfecto. Y todo esto sucede con total naturalidad. A menudo tenemos la sensación de que nos falta algo, y precisamente lo que nos falta nos parece que otro lo posee, y entonces a éste le atribuimos también todo lo que tenemos, y hasta cierto bienestar idealizado. Y de este modo concluimos la obra del hombre feliz, que nosotros mismos hemos creado.
Por el contrario, si con toda nuestra debilidad y esfuerzo no hacemos sino seguir adelante, trabajando, muchas veces veremos que, haciendo virajes y esquivando los vientos, llegamos más lejos que otros con sus velas y sus remos, y… y esto sí que es un sentimiento verdaderamente genuino: ver que uno va a la par que otros, o que incluso los adelanta.
26 de noviembre
Por lo pronto estoy empezando a sentirme bastante bien aquí. Lo mejor es que hay bastante que hacer; y además todas esas personas, todos esos rostros nuevos tan diferentes, constituyen un variopinto espectáculo. He conocido al conde de C.[49], un hombre al que cada día que pasa he de admirar más: una cabeza grande, amplia, que, aun así, no parece indiferente, puesto que abarca mucho con la mirada; de su trato destaca sobre todo su sensibilidad a la amistad y al afecto. Se interesó por mí cuando me dirigí a él con un encargo para un asunto y ya con las primeras palabras vio que nos entendíamos, que podía hablar conmigo como no podía hacerlo con cualquiera. Tampoco yo soy capaz de elogiar en buena medida el trato tan abierto que tiene conmigo. No existe en el mundo dicha más auténtica y cálida que ver que un alma magnánima se le abre a uno.
24 de diciembre
El embajador me causa muchos disgustos, ya lo había previsto. Es el mentecato más quisquilloso del mundo: siempre va pasito a pasito y es meticuloso como una solterona, un hombre que jamás está satisfecho consigo mismo y al que, por tanto, nadie puede satisfacer. A mí me gusta trabajar con algo de libertad y que las cosas salgan como salen; pero él siempre está dispuesto a devolverme un escrito y decirme: «Está bien, pero repasadlo, siempre se encuentra una palabra mejor, una partícula más clara». Entonces a mí se me llevan los demonios. No puede faltar una sola «y», una sola conjuncioncita, y es enemigo mortal de todas las inversiones[50] que a veces se me escapan; si no se organizan sus períodos con la cadencia de costumbre, no entiende nada de nada. Es un suplicio tener que tratar con un hombre así.
La confianza del conde de C. es lo único que me resarce. Hace poco me dijo con toda franqueza lo descontento que está con lo lento y lo poco resolutivo que es mi embajador. «La gente se complica la vida y se la complica a los demás; aun así —dijo—, hay que resignarse, igual que un viajero que tiene que subir una montaña; claro que si la montaña no estuviera, el camino sería más cómodo y más corto, pero ¡ahí está y hay que cruzarla…!».
Mi viejo se da también buena cuenta del trato preferente que el conde me dispensa, y eso lo enoja y aprovecha cualquier ocasión para hablarme mal de él; yo, como es natural, le llevo la contraria y así sólo consigo empeorar las cosas. Ayer mismo me sacó de mis casillas, pues se metió conmigo: que el conde era muy bueno para esos asuntos mundanos, porque tiene mucha facilidad para el trabajo y una buena pluma, pero que carece de una sólida erudición, como todos los literatos. Al pronunciar esta palabra hizo un gesto como diciendo: «¿Captas la indirecta?», pero no me hizo efecto alguno; desprecio a los hombres capaces de pensar y de comportarse así. Le hice frente y me batí con bastante dureza. Le dije que el conde era un hombre al que había que respetar tanto por su carácter como por sus conocimientos. Añadí que no había conocido a nadie que hubiera logrado como él ampliar sus facultades y aplicarlas a un sinfín de asuntos, sin por ello dejar de tener una vida activa día a día. A semejante cerebro esto le sonaría a chino y me despedí para no tener que tragar más bilis por algún que otro desatino. Y de esto tenéis la culpa todos los que me habéis convencido para uncirme este yugo y que tanto me habéis cantado las maravillas de la actividad. ¡Actividad! Si el que siembra patatas y va a la ciudad a vender su grano no es más útil que yo, entonces me quedaré otros diez años trabajando en esta galera a la que estoy atado.
Y la miseria deslumbrante, el aburrimiento entre la gente abominable que aquí se ve por todas partes, su avidez de prestigio, cómo vigila y acecha la ocasión de adelantarse un pasito a los demás: las pasiones más miserables, más mezquinas, todas al descubierto. Hay una mujer, por ejemplo, que habla a todo el mundo de su abolengo y de sus tierras, y cualquier extranjero habrá de pensar que es una loca que, por esa pizca de nobleza y por la fama de sus tierras, se da tantos humos. Pero es aún mucho peor: la mujer es de aquí, de la vecindad, la hija de un escribano. ¿Lo ves? No puedo comprender al género humano, que tiene tan poco juicio como para ponerse en ridículo de una manera tan simple.
Aun con todo, mi querido amigo, cada día que pasa me doy más cuenta de lo necios que somos al juzgar a otros según nuestro rasero. Y, como yo tengo tanto trabajo conmigo mismo y este corazón es tan impetuoso… ¡ay!, con gusto dejo que los demás vayan por su camino con tal de que me dejen a mí también ir por el mío.
Lo que más me molesta son las fatídicas convenciones burguesas. Claro que sé tan bien como el que más lo necesaria que es la diferencia de estamentos, cuántas ventajas me reporta a mí mismo, sólo que no deben interponerse en mi camino justo cuando yo podría disfrutar aún de un poco de alegría, de un rayo de dicha en esta tierra. Recientemente he conocido en el paseo a la señorita de B.[51], una criatura encantadora que, en medio de esta encorsetada vida, ha conservado una gran naturalidad. En la conversación nos caímos bien y, al despedirnos, le pedí permiso para visitarla. Me lo concedió con tanta espontaneidad que apenas veía la hora de ir a verla. No es de aquí y vive en casa de una tía. La fisonomía de la anciana no me gustó. Le dediqué mucha atención, mi conversación se dirigió a ella la mayor parte del tiempo, y en menos de media hora ya me había percatado de lo que la señorita misma me confesó después: que su querida tía, a su edad, carecía de todo, de una fortuna decente y de inteligencia, y que no tenía otro apoyo que el de su lista de antepasados, ni otra protección que el estamento tras el cual se había parapetado, y ningún otro recreo que contemplar las cabezas de los burgueses desde su piso. De joven debió de ser bonita, pero echó a perder su vida, primero torturando a algún que otro pobre joven con su egoísmo, y luego, en la edad adulta, sometiéndose a las órdenes de un viejo oficial que, por ese precio y una pensión aceptable, pasó con ella la edad de bronce[52] y murió. Ahora, en la de hierro, está sola y nadie la tendría en consideración si su sobrina no fuera tan gentil.
8 de enero 1772
¡Qué clase de personas son aquellas que basan su existencia de principio a fin en los ceremoniales, que a lo largo de los años no planean ni se afanan más que en avanzar un puesto más en la mesa! Y no es que no tengan otras preocupaciones, no; más bien se les amontona el trabajo precisamente porque con estas pequeñas contrariedades del ascenso no pueden dedicarse a lo importante. La semana pasada hubo una disputa durante el paseo en trineo y se nos aguó la fiesta.
¡Los necios, que no ven que, en realidad, el puesto no es lo que importa, y que el que ocupa el primero rara vez desempeña el papel principal! ¡Como ese rey gobernado por su ministro, como ese ministro gobernado por su secretario! ¿Y quién es, pues, el primero? El que, creo yo, sabe dónde tiene a todos los demás y goza de capacidad o astucia para servirse de sus propias fuerzas y pasiones a fin de alcanzar sus propósitos.
20 de enero
He de escribirte, querida Lotte, desde el cuarto de un humilde albergue, en el que me he guarecido de un fuerte temporal. Desde que ando deambulando por este triste villorrio de D., entre gente extraña, completamente ajena a mi corazón, no ha habido un solo instante, ni uno solo, en que no me haya sentido impelido a escribirte; y ahora aquí, en esta cabaña, en esta soledad, en este confinamiento, mientras la nieve y el granizo braman contra mi pequeña ventana, has sido mi primer pensamiento. Al entrar vino a mí tu imagen, tu recuerdo, ¡oh, Lotte!, tan sagrado, tan cálido. ¡Dios santo! De nuevo un instante de felicidad. ¡Si me vieras, querida mía, en ese torbellino de distracciones! ¡Cuán secos se han quedado mis sentidos, ni un solo instante de plenitud en mi corazón, ni una sola hora de felicidad! ¡Nada! ¡Nada! Me siento aquí como en un gabinete de curiosidades, viendo cómo se mueven los hombrecitos y los caballitos, y a menudo me pregunto si no es una ilusión óptica. Yo participo en el juego, mejor dicho, ellos juegan conmigo como con una marioneta y, a veces, cojo la mano de madera de mi vecino y retrocedo espantado. Por la noche me propongo disfrutar del amanecer y no salgo de la cama; de día espero deleitarme con el brillo de la luna y me quedo en mi cuarto. No sé muy bien por qué me levanto ni por qué me acuesto.
Me falta la levadura que ponía mi vida en movimiento; el encanto que me tenía despierto en las noches profundas ha muerto, el que me despertaba del sueño por las mañanas se ha ido.
Tan sólo he encontrado aquí una única criatura femenina, una tal señorita de B., se parece a ti, querida Lotte, si es que alguien puede parecerse a ti. «¡Ay! —dirás—. ¡Este hombre ahora se dedica a hacer bonitos cumplidos!». No deja de ser del todo cierto. Desde hace algún tiempo soy muy galante, porque no puedo ser de otra manera, tengo mucho ingenio y las damas dicen que nadie sabe elogiarlas con tanta delicadeza como yo («y mentir», añadirás, pues sin mentir resulta imposible, ¿comprendes?). Iba a hablarte de la señorita de B. Tiene un alma grande que asoma continuamente a sus ojos azules. Su posición social, que no satisface ninguno de los deseos de su corazón, es para ella una carga. Le gusta evitar el bullicio y pasamos alguna que otra hora fantaseando sobre escenas campestres de una dicha sin par, ¡y, ay, también contigo! Cuántas veces ha de rendirte homenaje; no es que tenga que hacerlo, lo hace voluntariamente, le gusta tanto oír hablar de ti, te adora…
¡Oh! Si ahora estuviera sentado a tus pies en ese familiar cuartito y nuestros queridos pequeños revolotearan a mi alrededor, y cuando a ti te pareciera que alborotaban demasiado, yo los tranquilizaría leyéndoles un cuento de miedo…
El sol se pone en todo su esplendor sobre la campiña refulgente de nieve, la tormenta ha pasado, y yo… tengo que volver a encerrarme en mi jaula. ¡Adiós! ¿Está Albert contigo? ¿Y cómo…? ¡Que Dios me perdone esta pregunta!
8 de febrero
Hace ocho días que tenemos un tiempo de lo más horroroso, pero a mí me sienta bien. Pues, desde que estoy aquí, no ha amanecido un solo día hermoso sin que alguien me lo haya echado a perder o me lo haya amargado. Cuando llueve con ganas y cae un nevazo y hiela y deshiela… ¡ja!, entonces pienso que en casa no puede estarse peor que fuera, o al revés, y eso me parece bien. Cuando por la mañana sale el sol prometiendo un día espléndido, jamás dejo de exclamar: «¡Aquí tenéis otra vez un don del cielo para que os lo arrebatéis los unos a los otros!». No hay cosa que no traten siempre de arrebatarse unos a otros. ¡Salud, buen nombre, alegría, reposo! Y, la mayoría, por ingenuidad, incomprensión y mezquindad, pero, según dicen ellos, con la mejor intención. A veces me gustaría pedirles de rodillas que no se revolviesen las entrañas con tanta saña.
17 de febrero
Me temo que mi embajador y yo no vamos a aguantar mucho tiempo juntos. El hombre es totalmente insoportable. Su forma de trabajar y de llevar los asuntos es tan ridícula que no puedo evitar contradecirle y, a menudo, hacer las cosas a mi manera, según mi forma de entender, cosa que, como es natural, a él nunca le parece bien. Por ello me ha denunciado hace poco ante la corte, y el ministro me echó una reprimenda que, aunque suave, no dejaba de ser una reprimenda, por lo que estaba a punto de dimitir cuando recibí una carta suya personal[53], una carta ante la que me puse de rodillas, venerando su elevada, noble y sabia inteligencia. Cómo corrige mi exceso de susceptibilidad, cómo respeta mis exaltadas ideas sobre mi eficacia, mi influencia sobre los demás, mi manera de inmiscuirme en los asuntos, y las considera propias del noble coraje juvenil; no trata de erradicarlas, sino simplemente de suavizarlas y encauzarlas hacia donde puedan desempeñar su verdadero papel, ejercer su poderosa influencia. También yo he cobrado fuerzas para ocho días y me he reconciliado conmigo mismo. La tranquilidad del alma es algo magnífico y la personificación de la alegría. Querido amigo, si al menos este tesoro no fuera tan frágil como bello y valioso…
20 de febrero[54]
¡Dios os bendiga, queridos míos, y os conceda todos los días de felicidad que a mí me quita!
Albert, te agradezco que me hayas engañado: esperaba la noticia de cuándo se celebraría vuestro enlace y me había propuesto solemnemente retirar de la pared ese mismo día la silueta de Lotte y sepultarla bajo otros papeles. ¡Ahora sois marido y mujer y su retrato sigue aún aquí! Bueno, ¡pues que siga! ¿Y por qué no? Sé que también me tenéis con vosotros, que, sin perjudicarte, estoy en el corazón de Lotte, que ocupo en él, sí, ocupo en él el segundo puesto, y quiero, y debo, conservarlo. Oh, me volvería loco si ella pudiese olvidar… Albert, este pensamiento es un infierno. ¡Que te vaya bien, Albert! ¡Que te vaya bien, ángel celestial! ¡Que te vaya bien, Lotte!
15 de marzo
Me he llevado un disgusto que me alejará de aquí. ¡Estoy que muerdo! ¡Diablos! Ya no tiene remedio, y tenéis la culpa todos vosotros, que me espoleasteis, me empujasteis y me martirizasteis para que solicitara un puesto que no iba conmigo. ¡Ahora ya lo tengo! ¡Ahora ya lo tenéis! Y para que no vuelvas a decir que mis exaltadas ideas lo estropean todo, aquí tienes, mi querido señor, una historia, sencilla y bonita, como la registraría un cronista.
El conde de C. me tiene en estima, me distingue, ya lo sabes, te lo he dicho cientos de veces. Pues bien, ayer me invitó a comer, precisamente el día en que por la tarde se reúne en su casa el noble círculo de damas y caballeros, un círculo en el que yo jamás había pensado, igual que tampoco me había dado nunca cuenta de que nosotros, los subordinados, no pertenecemos a él. Bien. Almorcé con el conde y, después de comer, estuvimos paseando por el gran salón, charlando, luego se nos unió el coronel B., y de ese modo se hizo la hora de la reunión. Dios sabe que yo no estaba pensando en nada. En ese momento entra la muy honorable señora de S. con su señor marido y la gansa de su hija, muy bien criadita en el nido, con el pecho como una tabla y un delicado corpiño; como de costumbre, nos enseñan al pasar sus aristocráticos ojos y los agujeros de sus narices y, como esta gentuza me repugna de corazón, a punto estaba de despedirme, esperando a que el conde se librase de aquel pesado cotorreo, cuando entró mi señorita de B. Como el corazón se me sobresalta un poco siempre que la veo, me quedé, me puse detrás de su silla y, pasado un rato, me percaté de que hablaba conmigo con menos franqueza de lo habitual, con cierta turbación. Eso me llamó la atención. Pensé si sería también ella como toda aquella gente, me sentí herido y quise marcharme, pero no lo hice porque quería tener ocasión de disculparla, y, ciertamente, no me lo creía y aún esperaba una palabra amable de ella y… lo que tú quieras. Entre tanto la sala fue llenándose de gente: el barón F. con todo el guardarropa de los tiempos de la coronación de Francisco I[55], el consejero áulico R., anunciado aquí en calidad de señor de R., con su esposa sorda, etc., sin olvidar al mal trajeado J., que remienda los rotos de sus galas de tiempos de los francos con trapos a la última moda: todos iban llegando mientras yo hablaba con algunos de mis conocidos, todos muy lacónicos. Pensaba en… y sólo prestaba atención a mi B. No me di cuenta de que las mujeres del fondo del salón cuchicheaban ni de que entre los caballeros circulaba el rumor de que la señora de S. hablaba con el conde (todo esto me lo contó después la señorita de B.), hasta que finalmente éste se dirigió a mí y me llevó aparte, junto a una ventana. «Ya conocéis —dijo— nuestras extrañas costumbres; me estoy percatando de que la concurrencia no está satisfecha con veros aquí». «Excelencia, por nada querría… —lo interrumpí—, os pido mil disculpas; tendría que haberlo pensado antes, y sé que me perdonaréis esta inconsecuencia; querría haberme retirado antes, pero un malvado genio me ha retenido aquí», añadí sonriendo mientras hacía una reverencia. El conde me estrechó la mano con una efusión que lo decía todo. Me despedí discretamente del distinguido grupo, salí, me senté en un cabriolé y me dirigí a M. para ver ponerse el sol desde la colina y leer en mi Homero el magnífico canto en el que Ulises es agasajado por el magnánimo porquero. Todo eso me hizo sentir bien.
Por la noche regreso para la cena, aún quedaban unos pocos en el comedor; estaban jugando a los dados en un rincón, habían retirado el mantel de la mesa. En ésas entra el bueno de A., se quita el sombrero mientras me observa, se me acerca y me dice en voz baja: «¿Te has llevado un disgusto?». «¿Yo?», respondí. «El conde te ha echado de la reunión». «¡Al diablo la reunión! —repuse—. He preferido salir a tomar el aire». «Está bien —dijo— que te lo tomes por el lado bueno. Pero me preocupa, porque ya se comenta por todas partes». Entonces el asunto empezó a reconcomerme. De todos los que llegaban a la mesa y me miraban pensaba: «¡Te miran por eso!». Tal idea hizo que me hirviera la sangre.
E incluso todavía hoy, allá donde entro, lamento oír que los que me envidian dicen triunfantes: «Ahí se ve dónde acaban los arrogantes, que se envanecen de su poca cabeza y creen que pueden saltarse las convenciones», y todas las majaderías que se les ocurren… En estos momentos a uno le gustaría clavarse un cuchillo en el corazón, porque, se diga lo que se diga sobre la entereza, ya me gustaría a mí ver quién es capaz de soportar las murmuraciones de unos canallas cuando tienen alguna ventaja sobre él; cuando sus habladurías son infundadas, ¡ah!, entonces se las puede uno tomar a la ligera.
16 de marzo
¡Todos me acosan! Hoy me he encontrado en la avenida con la señorita de B., no he podido evitar dirigirme a ella y, en cuanto nos hemos apartado un poco del grupo, expresarle lo que me parecía su reciente actitud. «¡Oh, Werther! —ha dicho en un tono entrañable—. ¿Habéis sido capaz de interpretar así mi turbación, vos que conocéis mi corazón? ¡Lo que he sufrido por vos desde el momento en que entré en el salón! Lo presentí todo, cientos de veces estuve a punto de decíroslo. Yo sabía que la de S. y la de T. habrían preferido marcharse con sus maridos a dejarse ver en vuestra compañía; sabía que el conde no puede ponerse a mal con vos… ¡y ahora todo este jaleo!». «¿Cómo, señorita?», dije ocultando mi espanto, puesto que, en ese momento, todo lo que Adelin me había dicho anteayer me corría por las venas como agua hirviendo. «¡Lo que me ha costado ya!», dijo la dulce criatura con lágrimas en los ojos. Yo ya no era dueño de mí mismo, estaba a punto de echarme a sus pies… «¡Explicaos!», exclamé. Las lágrimas corrían por sus mejillas. Yo estaba fuera de mí y ella se las secaba sin tratar de disimularlas. «Vos conocéis a mi tía —empezó a decir—; ella estaba presente y… ¡oh, con qué ojos lo vio todo! Werther, anoche y esta mañana temprano he tenido que aguantar un sermón sobre mi relación con vos, y he tenido que escuchar cómo os denigraba, os humillaba, y yo no he sido capaz… Apenas he podido defenderos a medias».
Cada palabra que pronunciaba me atravesaba el corazón como una espada. No se daba cuenta de qué acto de caridad habría sido ahorrarme todo esto, y además hubo de contarme los chismes que siguieron y qué triunfo sería para cierto tipo de personas este incidente. Cómo ahora se alegrarían y se reirían del castigo a esa arrogancia y a ese desprecio por los demás que hace tiempo me reprochan. Oír todo eso, Wilhelm, de sus labios, en un tono de la más auténtica compasión… Estaba destrozado y aún estoy furioso. Quisiera que alguno se atreviera a echármelo en cara para poder atravesarle el cuerpo con la daga; si viera sangre, me sentiría mejor. Ay, cientos de veces he cogido un cuchillo para liberar de esta opresión a mi corazón. Cuentan de una noble raza de caballos que, cuando se les arrea y azuza en exceso, su propio instinto los lleva a morderse una vena para procurarse aliento. A menudo me sucede a mí lo mismo: me gustaría abrirme una vena que me procurara la libertad eterna.
24 de marzo
He solicitado mi dimisión de la corte y espero obtenerla, y me disculparéis que primero no os haya pedido permiso a vosotros. Tenía que marcharme de aquí, y lo que tuvierais que decirme para convencerme de que me quedara ya me lo sé, así que… Comunícaselo a mi madre algo endulzado, yo mismo no soy capaz de ayudarme y tendrá que aceptar que tampoco pueda ayudarla a ella. Evidentemente, le hará daño. ¡Ver frenada de repente la fulgurante carrera que iba a llevar a su hijo a ser consejero privado o embajador! ¡Ver cómo vuelve el animalito al establo! Sacad la conclusión que queráis y combinad todos los casos posibles en los que podría o debería haberme quedado. Se acabó, me voy, y para que sepáis adónde me dirijo, está aquí el príncipe …, que halla gran placer en mi compañía; como se ha enterado de mis intenciones, me ha pedido que vaya con él a sus posesiones y pase allí la hermosa primavera. Me ha prometido dejarme a mis anchas, y, como hasta cierto punto nos entendemos, quiero probar fortuna y marcharme con él.
19 de abril
A modo de información
Gracias por tus dos cartas. No contesté porque esperaba a tener aquí mi dimisión de la corte; temía que mi madre se dirigiera al ministro, entorpeciendo mis propósitos. Pero ahora ya está hecho, mi dimisión ha llegado. No os diré de cuán mala gana me la han concedido ni lo que me ha escrito el ministro, volveríais a lamentaros. El príncipe heredero me ha enviado veinticinco ducados como despedida, cosa que me ha conmovido hasta hacerme llorar; así que ya no necesito el dinero que hace poco le pedí a mi madre.
5 de mayo
Mañana me marcho de aquí, y como el lugar en que nací sólo queda a seis millas del camino, quiero volver a verlo, quiero recordar los felices días del pasado, llenos de sueños. Quiero entrar por la misma puerta por la que mi madre salió conmigo cuando, tras la muerte de mi padre, abandonó ese lugar, tan querido y entrañable, para encerrarse en su insoportable ciudad. Adiós, Wilhelm, ya tendrás noticias de mi traslado.
9 de mayo
He concluido el camino a mi tierra natal con toda la devoción de un peregrino y me han sorprendido algunas emociones inesperadas. Mandé que nos detuviéramos junto al gran tilo que está a un cuarto de hora de la ciudad, yendo hacia S., bajé y ordené continuar al cochero para degustar a pie, solo, cada recuerdo como si fuera nuevo, con toda su viveza, según los dictados de mi corazón. Allí estaba, pues, bajo el tilo que, en otro tiempo, cuando era niño, había sido la meta y el límite de mis paseos. ¡Qué diferente todo! Entonces deseaba, en mi feliz inconsciencia, salir al desconocido mundo, en el que esperaba hallar tanto alimento, tanta dicha para mi corazón, y llenar y satisfacer con ellos mis íntimas inquietudes. Ahora regreso del ancho mundo, oh, amigo mío, ¡con cuántas esperanzas rotas, con cuántos planes venidos abajo! Vi las montañas que tantos miles de veces habían sido el objeto de mis anhelos. Podía pasarme horas pensando en cruzarlas, en perderme por los bosques, por los valles que se dibujaban ante mis ojos en tan amena penumbra; y, cuando a una hora determinada, tenía que regresar, ¡cuánto me desagradaba abandonar aquel mirador! Me aproximé a la ciudad, presenté mis respetos a las viejas y conocidas casitas de los jardines; las nuevas me disgustaron, igual que los demás cambios que se habían llevado a cabo.
Crucé la puerta y al instante volví a encontrarme a mí mismo. Querido amigo, no voy a entrar en detalles; por encantador que fuera para mí, contarlo se haría aburrido. Había decidido hospedarme en el mercado, justo al lado de nuestra antigua casa. Al dirigirme a él advertí que la escuela en la que una respetable anciana nos hizo pasar la infancia bien apiñados se había transformado en una chamarilería. Recordé el temor, las lágrimas, la angustia que había sufrido en aquel agujero. No di un solo paso que no fuera memorable. Un peregrino en Tierra Santa no se topa con tantos santos lugares dignos de recordar, y su alma difícilmente se ve tan embargada de sacras emociones. Sólo un recuerdo entre mil. Descendí bordeando el río hasta llegar a cierta granja; aquél solía ser también mi rumbo, el pequeño recodo donde los chicos practicábamos con los cantos rodados, a ver quién conseguía que saltaran más veces sobre la superficie del río. Recordé vivamente cuando iba a contemplar el agua, los presentimientos tan maravillosos con que seguía su curso, lo fantásticos que me imaginaba los parajes hacia donde fluía y lo rápido que encontraba límites a mi fantasía; y, sin embargo, tenía que ir más lejos, siempre más lejos, hasta que me perdía en la contemplación de una invisible lejanía. ¡Ya ves, querido amigo, así de limitados y de felices eran nuestros venerables antepasados! ¡Así de ingenuos sus sentimientos, su poesía! Cuando Ulises habla del mar inconmensurable y de la tierra infinita, sus palabras suenan así de ciertas, de humanas, de íntimas, de entrañables y de misteriosas. ¿De qué me sirve ahora ser capaz de repetir como cualquier escolar que la tierra es redonda? El hombre sólo necesita un pequeño terruño para disfrutar en él, y de otro mucho menor para descansar debajo.
Ahora estoy ya aquí, en la residencia de caza del príncipe. Se vive muy bien con este señor, es franco y sencillo. Lo acompañan algunos individuos muy curiosos, a los que no comprendo en absoluto. No parecen bribones, pero tampoco gente respetable. De vez en cuando me parecen honrados y, sin embargo, no puedo fiarme de ellos. Lo que me da pena es que el príncipe habla a menudo de cosas que únicamente ha oído o leído y, por cierto, sólo desde el punto de vista que otros le presentan.
También él aprecia mi inteligencia y mis talentos más que este corazón que, no obstante, es mi único orgullo, la única fuente de todo lo que tengo, de toda la fuerza, de toda la dicha y de toda la miseria. ¡Ay! Lo que yo sé puede saberlo cualquiera: mi corazón sólo me pertenece a mí.
25 de mayo
Tenía algo en mente de lo que no quería contaros nada hasta haberlo realizado; ahora que no va a salir, ya me da igual. Quería ir a la guerra, hacía tiempo que lo deseaba íntimamente. Por ese motivo en especial he seguido hasta aquí al príncipe, que es general al servicio de … Durante un paseo le revelé mis intenciones; consiguió disuadirme: en mi interior tendría que haber habido más pasión y no sólo un mero capricho para no haber prestado oídos a sus razones.
11 de junio
Di lo que quieras, no puedo quedarme más tiempo. ¿Qué hago aquí? Los días se me hacen largos. El príncipe me trata lo mejor que puede, pero no estoy en mi sitio. En el fondo no tenemos nada en común. Él es un hombre de juicio, pero de un juicio poco original; su trato ya no me entretiene más que la lectura de un libro bien escrito. Me quedaré ocho días más y luego volveré a vagar sin rumbo. Lo mejor que he hecho aquí han sido mis dibujos. El príncipe tiene sensibilidad para el arte y más tendría aún si no estuviera limitado por el infame aparato científico y la terminología al uso. A veces aprieto los dientes cuando, con cálida imaginación, lo guío a través de la naturaleza y el arte, y él, de repente, creyendo que lo hace muy bien, mete la pata con algún término artístico de lo más inútil.
16 de junio
¡Claro que sólo soy un caminante, un peregrino sobre la faz de la tierra! ¿Es que vosotros sois algo más?
18 de junio
¿Que adónde quiero ir? Deja que te lo diga en confianza. Voy a quedarme aquí aún quince días, y luego me he dicho que quiero visitar las minas de …, pero en el fondo no es eso, sólo quiero volver a tener cerca a Lotte, nada más. Y me río de mi corazón… pero hago su voluntad.
29 de julio
¡No, está bien! ¡Todo está bien! ¡Yo, su marido…! Oh, Dios, tú que me creaste, si me hubieras concedido esa alegría, toda mi vida sería una plegaria continua. ¡No quiero discutir, y perdóname estas lágrimas, perdóname mis vanos deseos…! ¡Ella, mi esposa! Si hubiera estrechado entre mis brazos a la criatura más adorable de la faz de la tierra… Un escalofrío me recorre todo el cuerpo, Wilhelm, cuando Albert la coge por su delgado talle.
Y ¿puedo decirlo? ¿Por qué no, Wilhelm? ¡Conmigo habría sido más feliz que con él! Oh, él no es el hombre que se necesita para colmar los deseos de ese corazón. Cierta falta de sensibilidad, una carencia… llámalo como quieras, que hace que su corazón no lata al unísono con… ¡oh…!, con el pasaje de un buen libro, ante el que mi corazón y el de Lotte se encontraban; en otras mil circunstancias, como cuando hay que manifestar en voz alta nuestras opiniones sobre los actos de un tercero. ¡Querido Wilhelm! Sin duda la ama con toda el alma, y un amor así ¿acaso ella no lo merece…?
Un individuo insoportable me ha interrumpido. Mis lágrimas se han secado. Estoy distraído. Adiós, querido amigo.
4 de agosto
Esto no sólo me ocurre a mí. Todos los hombres ven frustradas sus esperanzas, defraudadas sus expectativas. He ido a visitar a la buena mujer del tilo. El mayor de los niños salió corriendo a recibirme, sus gritos de júbilo hicieron salir a la madre, que parecía muy abatida. Sus primeras palabras fueron: «¡Buen señor!, ¡ay!, se me ha muerto mi Hans». Era el menor de sus hijos. Guardé silencio. «Y mi marido —dijo— ha vuelto de Suiza sin nada, y sin la ayuda de algunas buenas gentes habría tenido que salir a mendigar, pues por el camino cogió unas fiebres». No fui capaz de decirle nada y le di algo al pequeño; ella me pidió que aceptara unas manzanas, cosa que hice, y me marché con sensación de tristeza.
21 de agosto
Igual que gira una veleta, así cambio yo. A veces es como si una alegre mirada de la vida quisiera brillar de nuevo, ¡ay!, sólo por un momento… Cuando me pierdo así entre mis sueños no soy capaz de librarme de este pensamiento: «¿Qué sucedería si Albert muriera? ¡Tú serías…! Sí, ella sería…», y entonces corro tras esa quimera hasta que me conduce a unos abismos ante los que retrocedo tembloroso.
Cuando salgo por la puerta de la ciudad, por el camino que recorrí por primera vez cuando fui a recoger a Lotte para el baile… ¡qué distinto era todo entonces! ¡Todo, todo ha pasado! Ni un signo de aquel mundo, ni un latido de mis sentimientos de entonces. Me siento como se sentiría un espíritu que regresara al castillo incendiado y en ruinas que él mismo construyó en otro tiempo, cuando era un príncipe en la plenitud de sus días, y que decoró con la mayor magnificencia, pensando, lleno de esperanzas, en legárselo a su querido hijo.
3 de septiembre
¡A veces no comprendo cómo puede amarla otro, cómo le es lícito amarla, cuando sólo yo la amo tan plena, tan íntimamente, sin conocer otra cosa, sin saber otra cosa, sin tener otra cosa que no sea ella!
4 de septiembre
Sí, así es. Tal como la naturaleza va decantándose hacia el otoño, también empieza el otoño en mi interior y en todo lo que me rodea. Mis hojas se volverán amarillas, y las de los árboles vecinos han caído ya. ¿No te hablé en alguna ocasión, al poco de llegar, de un joven campesino? Ahora he vuelto a preguntar por él en Wahlheim; dicen que lo echaron de su puesto y que nadie quiso volver a saber de él. Ayer me lo encontré por casualidad de camino a otro pueblo, me dirigí a él y me contó su historia, que me ha conmovido el doble que cualquier otra, como comprenderás en cuanto te la cuente. Pero ¿para qué todo esto? ¿Por qué no me guardo para mí lo que me atemoriza y mortifica? ¿Por qué apenarte también a ti? ¿Por qué siempre te doy ocasión de que me compadezcas y me reprendas? ¡Sea! ¡Tal vez esto forme también parte de mi destino!
Con una callada tristeza, en la que me pareció apreciar cierta vergüenza, el hombre respondió primero a mis preguntas; pero casi al instante, como si de repente se hubiera reconocido a sí mismo y me hubiera reconocido también a mí, me confesó abiertamente sus faltas y se lamentó de su desgracia. Amigo mío, ¡si pudiera someter a tu juicio cada una de sus palabras! Admitió, e incluso me contó con una especie de placer y de dicha al volver a recordarlo, que la pasión por su señora había ido aumentando en él día a día, hasta que al final no sabía lo que hacía, ni, en sus propias palabras, dónde tenía la cabeza. Que no podía comer ni beber ni dormir, que se le hacía un nudo en la garganta, que hacía lo que no tenía que hacer, que olvidaba lo que le encargaban, que se sentía como si lo persiguiera un espíritu maligno, hasta que un día en que la señora se hallaba en una de las habitaciones superiores, la siguió, o mejor dicho, se sintió arrastrado por ella; como nunca había prestado atención a sus ruegos, trató de tomarla por la fuerza; no sabe cómo ocurrió, y pone a Dios por testigo de que sus intenciones siempre habían sido honestas, y que nada deseaba tanto como casarse y que ella tuviera a bien compartir su vida con él.
Después de llevar hablando un buen rato, el joven empezó a tartamudear como quien tiene aún algo que decir y no se atreve a soltarlo; al final me confesó también avergonzado las pequeñas confianzas que su señora le había permitido y la intimidad que le había concedido. Se interrumpió dos o tres veces y repitió, protestando vivamente, que no lo decía para, en sus propias palabras, criticarla, que él la amaba y la adoraba igual que antes, que algo así nunca habría salido de su boca y que si me lo contaba era sólo para convencerme de que no estaba trastornado ni era un insensato. Y en este punto, mi buen amigo, vuelvo con la vieja cantinela que nunca dejaré de entonar: ¡si pudiera describirte a este hombre tal y como lo vi delante de mí, tal y como aún lo veo en mi memoria! ¡Si pudiera contártelo todo como es debido para que sintieras cómo me compadezco, cómo he de compadecerme de su destino! Pero dejémoslo aquí, pues tú también conoces el mío, pues tú también me conoces a mí: seguro que sabes de sobra lo que me atrae de todos los desdichados, lo que me atrae en particular de este desdichado.
Releyendo la carta veo que he olvidado contarte el final de la historia, pero se puede imaginar fácilmente. Ella se le resistió; intervino el hermano que hacía ya tiempo que lo odiaba y deseaba que dejara la casa por temor a que, con un nuevo matrimonio de la hermana, sus hijos se quedaran sin la herencia sobre la que, puesto que ella no tiene hijos, albergaban bonitas esperanzas. El hermano lo expulsó de inmediato de la casa y armó tal escándalo que ella, aun de haber querido, no habría podido volver a tomar al joven a su servicio. Ahora tiene otro criado, pero también se dice que éste ha tenido desavenencias con el hermano; se da por seguro que se casará con él, pero nuestro joven está firmemente decidido a no ser testigo de tal hecho.
Lo que te cuento no es ninguna exageración, ni está embellecido, incluso podría decir que no tiene fuerza, que te lo he contado sin venir a cuento y que lo he estropeado al recurrir a esas palabras decentes que tenemos por costumbre.
Ese amor, esa fidelidad, esa pasión no son, pues, una invención poética. Viven, se dan en su forma más pura entre esa clase de gente que nosotros denominamos inculta, grosera. ¡Nosotros, los cultivados… cultivados para nada! Lee la historia con devoción, te lo ruego. Hoy estoy tranquilo mientras la escribo; en mi letra ves que no escribo deprisa ni hago borrones como de costumbre. Querido amigo, lee y piensa al hacerlo que es también la historia de tu amigo. Sí, a mí me ha sucedido lo mismo, eso mismo me sucederá, y yo no tengo ni la mitad de valor, ni la mitad de decisión que este pobre desdichado, con el que apenas me atrevo a compararme.
5 de septiembre
Ella le había escrito una notita a su marido, que estaba en el campo retenido por ciertos asuntos. Comenzaba diciendo: «Querido, queridísimo, ven lo antes posible, te estaré esperando toda contenta». Pero llegó un amigo con la noticia de que, a raíz de ciertas circunstancias, su marido no podría regresar tan pronto. La nota se quedó en el escritorio y, por la noche, cayó en mis manos. La leí y sonreí; ella me preguntó por qué. «Qué don divino es la imaginación —exclamé—, por un momento he imaginado que esta carta había sido escrita para mí». Cortó la conversación, pareció desagradarle y yo guardé silencio.
6 de septiembre
Me ha costado mucho tomar la decisión de desprenderme de mi sencillo frac azul, el de mi primer baile con Lotte, pero, en cualquier caso, estaba ya impresentable. Además, he encargado uno igual que el anterior, con cuello y solapas, y también el chaleco amarillo y las calzas a juego[56].
No obstante, no surte el mismo efecto. No sé… Creo que con el tiempo también acabaré encariñándome con él.
12 de septiembre
Lotte ha estado de viaje unos días para ir a recoger a Albert. Hoy he entrado en su habitación, ha salido a recibirme y le he besado la mano con mil amores.
Un canario ha volado desde el espejo hasta sus hombros.
«Un nuevo amigo —ha dicho atrayéndolo hacia su mano—, es para mis pequeños. ¡Es tan adorable! ¡Míralo! Cuando le doy pan, mueve las alas y lo picotea con tanta gracia… También me da besos, ¡mira!».
Al ofrecer su boca al animalito, éste apretó de forma muy graciosa los dulces labios, como si fuera capaz de sentir la felicidad de que ella gozaba.
«Tiene que besarte también a ti», dijo alcanzándome el pájaro. El piquito hizo el camino de su boca a la mía y su roce fue como una exhalación, como un sentimiento de amoroso placer.
«Su beso —dije— no deja de ser codicioso, pues lo que busca es alimento y regresa insatisfecho con esas vanas caricias».
«También come de mi boca», dijo ella. Le ofreció algunas migas de pan con los labios, y de ellas salían sonrientes, en toda su dulzura, las alegrías de un amor inocente y compasivo.
Volví el rostro. ¡No tendría que hacer estas cosas! ¡No tendría que encender mi imaginación con tales imágenes de inocencia y felicidad celestial, ni despertar mi corazón del sueño en que tantas veces lo mece la indiferencia de la vida! ¿Y por qué no…? ¡Ella tiene tanta confianza en mí! ¡Ella sabe que la amo!
15 de septiembre
Es para volverse loco, Wilhelm, que tenga que haber personas sin comprensión ni sensibilidad ante lo poco que aún tiene algo de valor sobre la faz de la tierra. Conoces los nogales bajo los que me sentaba con Lotte en casa del honorable párroco de San …, ¡esos magníficos nogales que siempre colmaron mi alma de la mayor alegría! ¡Qué intimidad daban al patio de la parroquia! ¡Qué frescor! ¡Y qué espléndidas eran sus ramas! Y el recuerdo de los honrados clérigos que los plantaron hace tantísimos años… El maestro de escuela nos mencionaba a menudo el nombre de uno de ellos, que había oído decir a su abuelo; debió de ser un hombre muy bueno y su recuerdo siempre me parecía sagrado cuando me encontraba bajo aquellos árboles. Te digo que ayer al maestro se le saltaban las lágrimas cuando me contó que los habían talado… ¡Talado! Quisiera volverme loco, sería capaz de matar al perro que les dio el primer hachazo. Y yo tengo que presenciar esto, yo, que me pondría de luto si mi patio tuviera unos árboles así y uno de ellos se muriera de viejo. ¡Querido amigo, aún hay una cosa más! ¡Lo que es la sensibilidad humana! Todo el pueblo murmura, y espero que la mujer del párroco note en la mantequilla, los huevos y las demás dádivas[57] la ofensa que ha infligido a este pueblo. Pues ha sido ella, la mujer del nuevo párroco (el antiguo también ha fallecido), una criatura delgada y enfermiza, a la que sobran motivos para no tener ningún interés por el mundo, ya que nadie lo tiene por ella. Una necia que se las da de culta, que se entromete en las investigaciones sobre el canon[58], que trabaja mucho en la nueva reforma crítico-moral del cristianismo[59], que se encoge de hombros ante las excentricidades de Lavater[60], que tiene una salud muy mala y, por lo tanto, ni una sola alegría en esta tierra de Dios. Sólo una criatura así ha podido talar mis nogales. ¿Lo ves? ¡No estoy aún en mis cabales! Imagínate, las hojas caídas le ensucian y le encharcan el patio, los árboles le quitan la luz y, cuando las nueces maduran, los muchachos les tiran piedras, y eso a ella le crispa los nervios, la perturba en sus hondas reflexiones cuando está comparando las obras de Kennikot, Semler y Michaelis[61]. Al ver a la gente del pueblo tan descontenta, en especial a los ancianos, dije: «¿Por qué lo habéis consentido?». «Si el alcalde de aquí lo quiere —dijeron—, ¿qué podemos hacer?». Pero una cosa sí les ha salido bien. El alcalde y el párroco, quien, a pesar de todo, quería sacar tajada de las extravagancias de su mujer, a la que, por lo demás, no da gran importancia, pensaron repartirse las ganancias entre ellos; pero entonces se enteró la cámara y dijo: «¡Adelante!», pues ésta tenía sus pretensiones sobre la parte de la parroquia en la que se encontraban los árboles y pensaba venderlos al mejor postor. ¡Ya han caído! ¡Oh, si yo fuera príncipe! ¡A la mujer del párroco, a los alcaldes y a la cámara les…! ¡Príncipe! Sí, si yo fuera príncipe, ¿qué me importarían a mí los árboles de mis tierras?
10 de septiembre
¡Sólo con ver sus ojos negros ya me siento bien! Ya ves, pero lo que me disgusta es que Albert no parece tan feliz como él… esperaba… como yo… creía que sería… cuando… No me gusta poner puntos suspensivos, pero aquí no puedo expresarme de otra forma… y me parece lo suficientemente claro.
12 de octubre
Ossian ha desplazado a Homero en mi corazón. ¡A qué mundo me traslada este magnífico poeta! Vagar por los páramos contra vientos de tormenta que, entre nieblas vaporosas, transportan los espíritus de los antepasados a la pálida luz de la luna. Oír desde las montañas, entre el estrépito de las aguas del bosque, los débiles gemidos de los espíritus saliendo de sus cuevas, y los lamentos de la joven que, llorando hasta la extenuación, se abraza a las cuatro piedras cubiertas de moho bajo las que está enterrado su amado, el noble caído en combate. ¡Y si luego veo al bardo errante de pelo cano que, buscando por los inmensos páramos las huellas de sus antepasados, ay, encuentra sus túmulos y, sollozando, alza la vista al amado astro del ocaso, que se oculta tras el mar embravecido, y entonces en el alma del héroe reviven los tiempos pasados, cuando aún los rayos propicios iluminaban los peligros de los intrépidos y la luna alumbraba su nave, que regresaba coronada y victoriosa…! Cuando detecto la honda preocupación en su frente, y lo veo, a él, al último de esos hombres magníficos, inclinarse oscilante y desfallecido sobre la tumba, donde aún encuentra nuevas alegrías, dolorosas y ardientes, ante la presencia impotente de las sombras de sus difuntos, y exclama, mirando la fría tierra, la alta hierba mecida por el viento: «El caminante ha de venir, ha de venir[62], el que conoció mi lozanía, y preguntará: “¿Dónde está el rapsoda, el noble hijo de Fingal?”[63]. Sus pasos hollarán mi tumba y en vano preguntará por mí sobre la tierra»… ¡Oh, amigo!, justo en ese instante me gustaría desenvainar la espada, igual que un noble hombre de armas, para liberar de una vez por todas a mi príncipe del lacerante martirio de una vida que se apaga lentamente y encomendar mi alma a ese dios liberado tan sólo a medias.
19 de octubre
¡Ay, este vacío! ¡Este terrible vacío que siento en mi pecho…! A menudo pienso: «Si pudieras estrecharla sólo una vez, tan sólo una vez contra este corazón, todo ese vacío se llenaría».
26 de octubre
Sí, estoy seguro, querido amigo, seguro y cada vez más seguro de que la existencia de una persona importa poco, muy poco. Vino una amiga de Lotte y yo entré en la sala contigua para coger un libro, pero no podía leer, así que cogí una pluma para escribir. Las oí hablar en voz baja; se contaban cosas insignificantes la una a la otra, novedades de la ciudad: que fulanita se iba a casar, que menganita está enferma, muy enferma. «Tiene una tos seca, los huesos se le marcan en la cara y sufre desmayos; no doy un cruzado por su vida», decía una. «Fulanito de tal también está muy mal», decía Lotte. «Está ya muy hinchado», decía la otra. Y mi viva imaginación me trasladó junto al lecho de aquellos desgraciados; vi con qué disgusto volvían la espalda a la vida, con qué… ¡Wilhelm!, y mis mujercitas estaban hablando de ellos precisamente del mismo modo en que se habla de que… de que un desconocido se muere. Y, cuando levanto la vista y veo la habitación y por todas partes vestidos de Lotte y escritos de Albert, y esos muebles que ahora me son tan familiares, incluido este tintero, pienso: «¡Mira lo que eres para esta casa! En resumidas cuentas: ¡tus amigos te veneran! A menudo eres su alegría y a tu corazón le parece que no podría existir sin ellos, y, sin embargo… si ahora te marcharas, si dejaras ese círculo… ¿cuánto tiempo… durante cuánto tiempo sentirían el vacío que tu pérdida crearía en su vida? ¿Cuánto tiempo? ¡Oh, el hombre es tan efímero que, incluso allí donde su existencia tiene una certeza indudable, allí donde deja la insustituible y genuina impronta de su presencia, en el recuerdo, en el alma de sus amigos, también ha de apagarse, ha de desaparecer, y demasiado pronto!».
27 de octubre
A menudo me entran ganas de desgarrarme el pecho, de abrirme el cráneo, al ver lo poco que podemos llegar a ser para los demás. Ay, el amor, la alegría, el calor y la dicha que yo no lleve conmigo, no me los dará el prójimo, y con todo un corazón lleno de felicidad no haré feliz a quien se plante ante mí frío y sin fuerzas.
Por la tarde
Tengo tantas cosas, y los sentimientos que tengo lo devoran todo; tengo tantas cosas y, sin ella, todo es para mí lo mismo que nada.
30 de octubre
¡Si no he estado ya cien veces a punto de echarme a su cuello…! El gran Dios sabe lo que supone ver pasar tanta gentileza y no poder echarle mano; y echar mano a las cosas no es sino el impulso más natural de la humanidad. ¿Acaso los niños no echan mano a todo lo que se les antoja? ¿Y yo?
3 de noviembre
Dios sabe cuántas veces me voy a la cama con el deseo, incluso con la esperanza, de no volver a despertar, y por las mañanas abro los ojos, vuelvo a ver el sol y me siento miserable. Oh, ojalá pudiera ser veleidoso, ojalá pudiera echar la culpa al tiempo, a un tercero, a una empresa fallida… Así el insoportable peso de mi enojo recaería sobre mí sólo en parte. ¡Ay de mí! Con demasiada certeza siento que la culpa es sólo mía… ¡No toda la culpa! Es suficiente con que en mí esté oculta la fuente de todas las desgracias, igual que antaño lo estuvo la de todas las alegrías. ¿Es que acaso no soy el mismo que en otro tiempo andaba flotando rebosante de emociones, aquel que a cada paso que daba le seguía un paraíso, aquel que tenía un corazón capaz de abarcar con su amor el mundo entero? Y ese corazón ahora está muerto, ya no manan de él más entusiasmos, mis ojos están secos, y mis sentidos, a los que ya no consolarán reparadoras lágrimas, fruncen de angustia mi ceño. ¡Sufro mucho, pues he perdido la que constituía la única alegría de mi vida! ¡La sagrada fuerza vivificadora, con la que yo creaba mundos a mi alrededor, ha muerto…! Cuando desde mi ventana contemplo la lejana colina, cómo el sol del amanecer atraviesa las nieblas e ilumina la silenciosa pradera, y el río se acerca, tranquilo y sinuoso, entre los sauces sin hojas… ¡Oh!, cuando tengo delante esa espléndida naturaleza, tan quieta como un pequeño lienzo lacado, y toda esa dicha no es capaz de bombear en mi corazón una sola gota de felicidad que me llegue al cerebro, y el pobre individuo se encuentra ante la faz de Dios como un pozo seco, como un cubo lleno de grietas… A menudo me he postrado para rogar a Dios que me diese lágrimas, igual que un labrador suplica la lluvia cuando el cielo parece de bronce y la tierra se muere de sed.
Pero ¡ay!, ya lo sé, Dios no concede la lluvia y el sol simplemente por nuestros impetuosos ruegos, y aquellos tiempos cuyo recuerdo me atormenta… ¿por qué eran tan felices? Porque era como si yo esperara su espíritu con paciencia, y la alegría que él derramaba sobre mí, yo la recogía con todo mi corazón, profundamente agradecido.
8 de noviembre
¡Lotte me ha reprochado mis excesos! ¡Ay, con tanta amabilidad! Mis excesos porque, alguna que otra vez, me dejo llevar y, en vez de un vaso de vino, me tomo una botella. «¡No lo hagas! —dijo—. ¡Piensa en Lotte!». «¡Pensar! —respondí—. ¿Es necesario que me digas eso? ¡Yo pienso…! ¡Yo no pienso! Tú siempre estás en mi alma. Hoy he estado en el lugar en el que hace poco bajaste del coche…». Empezó a hablar de otra cosa para que no fuera más allá. ¡Mi buen amigo, estoy perdido! Puede hacer conmigo lo que quiera.
15 de noviembre
Te agradezco, Wilhelm, tu cordial interés, tus consejos bienintencionados, y te ruego que te tranquilices. Déjame soportarlo: aun con todo el cansancio todavía me quedan fuerzas para resistir. Tú sabes que respeto la religión, que creo que es un báculo para los que desfallecen, un alivio para los que se consumen de sed. Pero… ¿puede serlo, ha de serlo para todos nosotros? Si contemplas el inmenso mundo, verás a miles de individuos para los que no lo fue, miles para los que no lo será, tanto si se les ha predicado como si no, ¿y ha de serlo para mí? ¿Acaso no dice el mismo Hijo de Dios que estarán con Él aquellos que el Padre le haya concedido[64]? ¿Y si no me ha concedido a mí ese don? ¿Y si el Padre, como me dice el corazón, quiere retenerme para Él? Te lo ruego, no lo malinterpretes; no veas ningún sarcasmo en estas inocentes palabras; es mi alma la que descubro ante ti. De lo contrario preferiría callar, porque no me gusta desperdiciar palabras hablando de lo que todos saben tan poco como yo. ¿Qué otra cosa es el destino humano sino soportar cada uno su carga, apurar su cáliz? Y, si al Dios de los cielos el cáliz le resultó tan amargo en sus labios humanos, ¿por qué tendría yo que ser más fuerte y hacer como si me supiera dulce? ¿Y por qué tendría que avergonzarme en ese terrible momento en que todo mi cuerpo tiembla entre el ser y el no ser[65], en que el pasado refulge como un rayo sobre los oscuros abismos del futuro y todo se hunde a mi alrededor y el mundo se extingue conmigo…?
¿No es ésa la voz de la silenciosa criatura, completamente desvalida, que, luchando en vano, grita desfallecida: «¡Dios mío! ¡Dios mío! ¿Por qué me has abandonado?»?. ¿Y tengo yo que avergonzarme de esta expresión, debo temer el momento al que no pudo escapar aquel al que los cielos envuelven como si fuera un manto[66]?
21 de noviembre
Ella no ve, no siente que está preparando un veneno que me destruirá; y yo, con sumo placer, apuro la copa que ella tiende a mi perdición. ¿Qué significa esa bondadosa mirada con la que me observa a menudo…? ¿A menudo…? No, a menudo no, pero sí de vez en cuando, ¿qué esa complacencia con la que acoge una involuntaria expresión de mis sentimientos, esa compasión por mi resignación que se dibuja en su frente?
Ayer, al marcharme, me tendió la mano y dijo: «¡Adiós, querido Werther!». ¡Querido Werther! Era la primera vez que me llamaba «querido», y me llegó al alma. Me lo he repetido cientos de veces, y ayer por la noche, cuando me disponía a irme a la cama, hablando conmigo mismo de las cuestiones más diversas, dije de repente: «¡Buenas noches, querido Werther!», y no pude por menos que reírme de mí mismo.
22 de noviembre
No puedo rogar a Dios: «¡Déjamela!» y, sin embargo, a menudo me parece que es mía. No puedo rogar a Dios: «¡Dámela!», pues es de otro. Ando bromeando con mis sufrimientos; si me dejase llevar, compondría toda una letanía de antítesis.
24 de noviembre
Es consciente de lo que sufro. Hoy su mirada me ha traspasado el corazón. La encontré sola; no dije nada y me miró. Y yo ya no vi en ella su adorable belleza, ya no vi el brillo de su maravilloso ingenio: todo eso había desaparecido. Fue la suya una mirada mucho más generosa, la más plena expresión de la más íntima simpatía, de la más dulce compasión. ¿Por qué no podía postrarme a sus pies? ¿Por qué no podía responderle con miles de besos en el cuello? Buscó refugio en el piano y, con voz tenue y dulce, exhaló armónicos sones al compás de la música. Jamás había visto sus labios tan hermosos; fue como si se abrieran para aspirar los dulces tonos que manaban del instrumento, para que sólo resonara el suave eco de su inmaculada boca… ¡Sí, si pudiera describírtelo tal como fue…! No resistí mucho tiempo, me incliné y juré: «¡Jamás osaré estampar un beso en vosotros, labios, en los que flotan los espíritus del cielo!». Y, sin embargo… quiero… ¡Ah! ¿Lo ves? Se interpone ante mi alma como un muro… esa dicha… y luego muero para expiar este pecado… ¿Pecado?
26 de noviembre
De vez en cuando me digo: «Tu destino es único; considera felices a los demás… A nadie lo han atormentado aún de este modo». Luego leo a un poeta de la Antigüedad y tengo la sensación de ver mi propio corazón. ¡Tengo tanto que soportar! ¡Ay! ¿Acaso han sido ya los hombres tan desgraciados antes que yo?
30 de noviembre
¡No podré, no podré volver a ser el de antes! Allá donde voy, me encuentro una aparición que me saca de mis casillas. ¡Hoy! ¡Oh, destino! ¡Oh, humanidad!
A mediodía me fui al río, no tenía ganas de comer. Todo estaba desierto, un viento vespertino, frío y húmedo, soplaba desde la montaña, y grises nubes de lluvia avanzaban hacia el valle. A lo lejos vi a un hombre con una raída casaca verde, que deambulaba entre las rocas y parecía estar buscando hierbas. Como me acerqué a él, se volvió al oírme y vi una interesante fisonomía, caracterizada por una serena tristeza, pero que, por lo demás, no expresaba otra cosa que un espíritu estricto y bueno; llevaba el negro cabello en dos rodetes, sujeto con horquillas, y el resto en una gruesa trenza que le caía por la espalda. Como su vestimenta parecía indicar a un individuo de baja posición, pensé que no se tomaría a mal que prestara atención a sus quehaceres, y por eso le pregunté qué buscaba. «Estoy buscando —contestó con un profundo suspiro— flores… pero no encuentro ninguna». «Es que no es la época», le dije sonriendo. «Hay tantas flores —dijo, bajando hacia mí—. En mi jardín hay rosas y madreselvas de dos especies, una de ellas me la dio mi padre y crece como la mala hierba; llevo ya dos días buscándolas y no soy capaz de encontrarlas. Allí, en casa, siempre hay flores, amarillas y azules y rojas, y la centaura menor tiene florecitas muy lindas. No encuentro ninguna». Percibí algo inquietante y dando un rodeo le pregunté para qué quería las flores. Una sonrisa curiosa y temblorosa le contrajo el rostro. «Si no me delatáis… —dijo llevándose el dedo a la boca—, le he prometido un ramo a mi amada». «Eso está muy bien», dije. «Oh —respondió—, ella tiene muchas más cosas, es rica». «Y, sin embargo, le gustará vuestro ramo», repuse. «¡Oh! —continuó diciendo—. Tiene joyas y una corona». «¿Cómo se llama?». «¡Si los Estados Generales[67] tuvieran a bien pagarme —replicó—, yo sería otro hombre! ¡Sí, hubo un tiempo en que las cosas me iban bien! Ahora estoy acabado. Ahora estoy…». Dirigió al cielo una mirada húmeda que lo explicó todo. «¿Así que fuisteis feliz?», pregunté. «¡Ay! ¡Ojalá pudiera volver a serlo! —dijo—. ¡Entonces me sentía tan bien, tan alegre y tan ligero como un pez en el agua!». «¡Heinrich! —gritó una anciana que venía por el camino—. Heinrich, ¿dónde te metes? Te hemos estado buscando por todas partes, ¡venga, a comer!». «¿Es vuestro hijo?», le pregunté acercándome a ella. «¡Sí, mi pobre hijo! —respondió—. Dios me ha cargado con una pesada cruz».
«¿Cuánto hace que está así?», pregunté. «Así de tranquilo —dijo— lleva ya medio año. Gracias a Dios que la cosa no ha ido a más; antes estuvo un año entero con delirios, encadenado en el manicomio. Ahora no le hace nada a nadie, sólo que siempre está liado con reyes y emperadores. Era un hombre tan bueno y tan tranquilo, me ayudaba en mi sustento, tenía una letra muy hermosa y, de repente, se puso melancólico, le entraron unas violentas fiebres, luego la locura, y ahora está como vos lo veis. Si yo os contara, señor…». La interrumpí para preguntarle qué tiempos eran aquellos en los que se vanagloriaba de haber sido feliz. «¡El pobre infeliz! —exclamó la anciana con una sonrisa compasiva—. Se refiere a la época en que estaba fuera de sí, y de la que se vanagloria siempre; fue la época en que estuvo en el manicomio, cuando no sabía ni quién era…». Fue como si me cayera un rayo. Le puse una moneda en la mano y me fui a toda prisa.
«¡Cuando fuiste feliz…! —exclamé mientras me dirigía rápidamente a la ciudad—. ¡Cuando te sentías como pez en el agua!». ¡Dios de los cielos! ¿Has hecho que el destino de los humanos haya de ser que no vivan dichosos sino antes de tener razón y cuando vuelven a perderla? ¡Desdichado! ¡Y cómo envidio tus tribulaciones, la turbación de los sentidos en la que te consumes! Sales, pletórico de esperanza, a recoger flores para tu reina… en invierno… y te lamentas de no poder encontrarlas, sin comprender por qué no puedes encontrarlas. Y yo… yo salgo sin esperanzas, sin propósito alguno, y regreso a casa tal como he salido de ella… ¿Te imaginas qué clase de hombre serías si los Estados Generales te pagaran? ¡Criatura dichosa, que puede atribuir la falta de felicidad a un obstáculo terreno! ¡No sabes… no sabes que tu desdicha radica en tu corazón destrozado, en tu cerebro trastornado, y que no pueden librarte de ella ni todos los reyes de la tierra!
¡Que muera sin consuelo quien se burle de un enfermo que, rumbo a un lejano manantial de aguas curativas, emprende un viaje que aumentará su enfermedad y hará más doloroso el tiempo que le queda de vida! ¡Que muera quien mire por encima a un corazón oprimido que, para librarse de sus remordimientos y acabar con las penas que atormentan su alma, peregrina hasta el Santo Sepulcro! Cada pisada que sus pies imprimen en caminos no hollados es como una gota de bálsamo para mi alma angustiada; al final de cada jornada de viaje el corazón se acuesta más aliviado de sus cargas. ¿Y vosotros, desde vuestras poltronas, mercaderes de la palabra, podéis llamar a esto locura? ¡Locura…! ¡Oh, Dios! ¡Tú ves mis lágrimas! Tú que creaste al hombre tan pobre, ¿tuviste también que darle hermanos que le robaran la pobreza, la poca fe que tiene en Ti, en Ti, que eres todo amor? Porque la fe en una raíz curativa, en las lágrimas de la vid, ¿qué es sino fe en Ti, que has dado a todo lo que nos rodea esa fuerza sanadora y benéfica que necesitamos a cada hora? ¡Padre, a quien no conozco! ¡Padre, que antes colmabas toda mi alma y ahora has apartado Tus ojos de mí! ¡Llámame a Tu lado! ¡No calles más! Tu silencio no detendrá a esta alma sedienta… Y ¿podría enfurecerse un hombre, un padre al que su hijo, volviendo a casa de forma inesperada, se le arrojara al cuello exclamando: «¡Padre, he vuelto!»[68]? No te enfades si interrumpo el camino que, siguiendo tu voluntad, debería haber continuado más tiempo. El mundo es igual en todas partes: a esfuerzo y trabajo, recompensa y alegría, pero ¿qué me importa eso a mí? Sólo me siento bien allá donde Tú estés, y ante Tu rostro quiero padecer y gozar… Y Tú, adorado Padre celestial, ¿lo apartarías de Tu lado?
1 de diciembre
¡Wilhelm! El hombre del que te escribí, el desdichado feliz, era escribiente del padre de Lotte, y una pasión por ella, que él alimentó, ocultó y descubrió, y por la que lo echaron de su puesto, lo volvió loco. Con estas áridas palabras sentirás cuánto me ha desasosegado esta historia cuando Albert me la contó, seguramente con la misma tranquilidad con la que tú la estarás leyendo.
4 de diciembre
Te lo ruego… ¿Lo ves? Para mí todo ha terminado, ¡no lo soporto más! Hoy he estado sentado a su lado… Ella tocaba el piano, melodías diversas, ¡y toda esa expresión! ¡Toda…! ¡Toda…! ¿Qué puedo decirte…? Su hermanita estaba arreglando una muñeca sobre mis rodillas. Las lágrimas asomaban a mis ojos. Me incliné y su alianza me saltó a la vista… Mis lágrimas fluían… Y, de repente, empezó a tocar aquella vieja, dulce y celestial melodía, así, de repente, y traspasaron mi alma una sensación de consuelo y un recuerdo del pasado, de los tiempos en que escuchaba la canción, de los sombríos intervalos, de los disgustos, de las esperanzas frustradas, y entonces… He recorrido la habitación de una punta a otra, mi corazón se asfixiaba con aquella presión… «¡Por el amor de Dios —dije acercándome a ella en un violento arrebato—, por el amor de Dios, para!». Se detuvo y me miró fijamente. «Werther —dijo con una sonrisa que me atravesó el alma—, Werther, estás muy enfermo, tus manjares favoritos te repugnan. ¡Márchate! Te ruego que te tranquilices». Me despedí de ella y… ¡Dios, Tú ves mi desgracia y le pondrás fin!
6 de diciembre
¡Cómo me persigue su imagen! ¡Despierto o dormido llena todo mi ser! Aquí, cuando cierro los ojos, aquí, en la frente, donde se concentra la facultad visual, se hallan sus ojos negros. ¡Aquí! No soy capaz de explicártelo. Si cierro los ojos, ahí están; descansando ante mí como un mar, como un abismo, en mi interior, colmando mis sentidos.
¡¿Qué es el hombre, ese semidiós ensalzado?! ¿Acaso no le fallan las fuerzas justo cuando más las necesita? Y, cuando se eleva en la alegría o se hunde en el dolor, ¿no lo detendrán una u otra cosa justo en ese momento y se verá devuelto a su fría y obtusa conciencia, justo en el momento en que ansiaba perderse en la plenitud del infinito?