4 de mayo de 1771

¡Qué contento estoy de haberme marchado! Querido amigo: ¡lo que es el corazón del hombre! ¡Abandonarte a ti, a quien tanto quiero, de quien yo era inseparable, y estar contento! Sé que tú me lo perdonas. ¿Acaso mis otras amistades no fueron bien escogidas por el destino para atemorizar a un corazón como el mío? ¡La pobre Leonore[1]! Y, sin embargo, yo no tuve la culpa. ¿Qué podía yo hacer si, mientras los singulares encantos de su hermana me procuraban un grato entretenimiento, estaba encendiéndose una pasión en su pobre corazón? Y, aun así, ¿soy del todo inocente? ¿Acaso no alimenté sus sentimientos? ¿Acaso no me he regocijado con esas expresiones tan sinceras y espontáneas, que nos hacían reír tan a menudo, aun sin tener nada de divertido? ¿Es que no…? ¡Oh, lo que es el hombre, que es capaz de lamentarse de sí mismo! Quiero, querido amigo, te lo prometo, quiero enmendarme, ya no quiero volver a masticar esa pizca de mal que el destino nos depara, como he hecho siempre; quiero disfrutar lo presente, y que lo pasado sea pasado para mí. Claro que tienes razón, mi buen amigo: las aflicciones de los hombres serían menores si no se empeñasen con tanta imaginación (¡Dios sabrá por qué los ha hecho así!) en rememorar los males pasados en lugar de soportar un presente anodino.

Ten la bondad de decirle a mi madre que me ocuparé de sus asuntos lo mejor que pueda y que en breve la informaré al respecto. He hablado con mi tía y ni remotamente he encontrado en ella a la malvada mujer por la que la tenemos. Le aclaré la disconformidad de mi madre sobre la parte de la herencia retenida; ella me expuso sus razones, sus motivos y las condiciones en las que estaría dispuesta a darlo todo, e incluso más de lo que nosotros exigimos… En fin, ahora no quiero seguir escribiendo de esto; tan sólo dile a mi madre que todo irá bien. Y, mi querido amigo, con motivo de este pequeño asunto he vuelto a comprobar que los malentendidos y la pereza ocasionan si cabe más extravíos en el mundo que la astucia y la maldad. Al menos es cierto que estas dos últimas son más raras. Por cierto, aquí me encuentro muy bien; la soledad es un bálsamo exquisito para mi corazón en esta comarca paradisíaca, y esta joven estación del año calienta con toda su fuerza mi a menudo vacilante corazón. Cada árbol, cada seto es un ramo de flores, y uno quisiera ser un abejorro para revolotear entre ese mar de fragancias y poder hallar en él todo su alimento.

La ciudad en sí no es agradable; en cambio, a su alrededor, la naturaleza es de una belleza inenarrable. Eso fue lo que llevó al difunto conde de M.[2], a disponer su jardín sobre una de las colinas que se cruzan entre sí con gran belleza y diversidad, conformando unos valles de lo más adorable. El jardín es sencillo y, nada más entrar, se nota que el diseño no lo ha trazado un botánico instruido[3], sino un corazón sensible, que pretendía disfrutar allí de sí mismo. Muchas lágrimas he vertido ya por el difunto en el pequeño cenador en ruinas que fuera su lugar predilecto, y que también es el mío. Pronto seré el señor del jardín; en los pocos días que llevo aquí el jardinero me ha cogido cariño, y no le parecerá mal.

10 de mayo

Se ha apoderado de mi alma una maravillosa serenidad, semejante a esas dulces mañanas de primavera de las que disfruto de todo corazón. Estoy solo y me alegro de vivir en esta comarca, creada para almas como la mía. Soy tan feliz, mi buen amigo, estoy tan sumido en las sensaciones de esta tranquila existencia que mi arte se resiente. Ahora no podría dibujar siquiera una línea, y jamás he sido tan gran pintor como en estos momentos. Cuando el ameno valle extiende su neblina en torno a mí y el sol en su cenit descansa por encima de la impenetrable oscuridad de mi bosque, y apenas unos rayos aislados consiguen colarse en el interior de mi santuario, entonces me tumbo sobre la alta hierba junto al arroyo que fluye y así, tan cerca de la tierra, me llaman la atención mil hierbecillas diferentes; cuando siento cerca de mi corazón el zumbido de ese pequeño mundo entre las cañas, las incontables e insondables formas de los gusanillos, de los mosquitos, y siento la presencia del Todopoderoso que nos creó a su imagen y semejanza, el aliento de su infinito amor que nos sostiene y sustenta en eterna dicha, ¡amigo mío!, después, cuando se hace de noche en torno a mis ojos y el mundo que me rodea y el cielo entero descansan en mi alma como la imagen de una amada… entonces a menudo siento nostalgia y pienso: «¡Ay! ¿Serías capaz de volver a expresar, de insuflar al papel todo lo que vive en tu interior con tanta calidez, con tanta plenitud, y convertirlo en espejo de tu alma, igual que tu alma es el espejo del infinito Dios?». Amigo mío… pero entonces me hundo y sucumbo al poder de la magnificencia de estas imágenes.

12 de mayo

No sé si por esta comarca vagan unos espíritus burlones o si es en mi corazón donde anida la cálida fantasía celestial que hace que todo cuanto me rodea parezca tan paradisíaco. Aquí, nada más llegar a este paraje, hay un manantial, un manantial que me tiene hechizado como a Melusina y sus hermanas[4]. Desciendes por una pequeña colina y te encuentras ante una bóveda a la que conducen unos veinte escalones; al fondo el agua más cristalina mana de unas rocas de mármol. El pequeño muro que bordea el recinto, los altos árboles que lo cubren por todas partes, la frescura del paraje, todo tiene algo de incitante, de estremecedor. No pasa un solo día sin que me siente allí al menos una hora. Entonces llegan las muchachas de la ciudad a coger agua, la tarea más inocente y más necesaria, que antaño desempeñaban incluso las hijas de los reyes. Estando allí sentado revive en mí con enorme fuerza la idea patriarcal, como si todos los patriarcas se hicieran amigos y galantearan junto al manantial y como si, en torno a los manantiales y fuentes, vagaran espíritus benefactores. ¡Ay! Quien nunca se haya reconfortado en el frescor del manantial tras una dura caminata veraniega no podrá comprenderlo.

13 de mayo

Me preguntas si tienes que enviarme mis libros. Querido amigo, te ruego, ¡por el amor de Dios!, que los apartes de mi vista. No quiero que me guíen, ni que me animen ni me enardezcan, este corazón ya se excita bastante por sí solo; lo que necesito son canciones de cuna y de éstas he encontrado en abundancia en mi Homero. Cuán a menudo he tenido que arrullar mi sangre enardecida para que se calme, porque jamás habrás visto algo tan inconstante, tan impaciente como este corazón. ¡Querido amigo! ¿Acaso tengo necesidad de decírtelo a ti, que tantas veces has soportado la carga de verme pasar de la aflicción a la disipación y de la dulce melancolía a la fatídica pasión? Yo también tengo a mi corazoncito por un niño enfermo: todos sus deseos le son concedidos. No se lo digas a nadie: hay gente que me lo tomaría a mal.

15 de mayo

Las gentes sencillas del lugar ya me conocen y me quieren, sobre todo los niños. Al principio, cuando me acercaba a ellos y les preguntaba amablemente cualquier cosa, algunos creían que trataba de burlarme de ellos y me despachaban con mucha grosería. No es que esto me contrariara, pero percibí con fuerza lo que ya he observado a menudo: la gente de cierta posición guarda siempre fríamente las distancias con el pueblo llano, como si creyera que iba a perder algo acercándose a él, y cuando algunos pillos, vanidosos y pérfidos, fingen rebajarse ante ellos, estas pobres gentes se vuelven aún más sensibles a su arrogancia.

Sé bien que no somos iguales ni podemos serlo, pero considero que quien crea necesario distanciarse de la plebe para seguir inspirando respeto es tan reprochable como un cobarde que se esconde de sus enemigos porque teme ser derrotado.

Hace poco fui a la fuente y encontré a una joven criada que había dejado su cántaro en el escalón más bajo y miraba a su alrededor por si venía alguna de sus compañeras para ayudarla a ponérselo en la cabeza. Yo bajé y la miré. «¿Puedo ayudaros, joven?», dije. Su sonrojo iba en aumento. «¡Oh, no, señor!», dijo ella. «No os andéis con cumplidos». Se colocó bien el rodete y la ayudé. Me dio las gracias y empezó a subir los escalones.

17 de mayo

He conocido a gente de todo tipo, pero aún no he encontrado compañía. No sé qué es lo que tengo de atractivo para mis semejantes: muchos me quieren y se pegan a mí, pero me apena que nuestros caminos sólo coincidan en un breve trecho. Si me preguntas cómo es la gente de aquí, he de decirte que como en todas partes. El género humano es una cosa uniforme. Los más se afanan la mayor parte del tiempo trabajando para vivir, y lo poco que les resta de libertad les da tanto miedo que recurren a todos los medios posibles para deshacerse de ella. ¡Oh, condición humana!

Pero ¡es gente de la mejor especie! Si algunas veces me olvido de mí mismo y disfruto con ellos de las alegrías que aún nos quedan a los humanos, como bromear franca y cordialmente en torno a una mesa bien provista, disponer una excursión o un baile en el momento oportuno, y cosas por el estilo, todo eso influye en mí de forma muy positiva; lo único que no debo hacer es pensar en que aún dormitan en mi interior otras muchas fuerzas que se marchitan de no usarlas y que he de ocultar con sumo cuidado. Ay, esto me embarga de tal manera… ¡Y, sin embargo, nuestro destino es no ser comprendidos!

¡Ay, que la amiga de mi juventud haya muerto! ¡Ay, y que yo haya tenido que conocerla! Yo diría: «¡Eres un necio! Buscas lo que no se puede encontrar aquí abajo». Pero la he tenido, he sentido el corazón, el alma magna, en cuya presencia yo creía ser más de lo que era, porque yo era todo lo que podía ser. ¡Dios bendito! ¿Acaso quedó una sola fuerza de mi alma en desuso? ¿Es que no pude desplegar ante ella todo ese maravilloso sentir con el que mi corazón abarca la naturaleza? ¿Es que nuestra relación no era un eterno entretejer los más delicados sentimientos, las ocurrencias más sutiles, cuyas manifestaciones estaban todas marcadas, hasta el despropósito, con el sello de la genialidad? ¡Y ahora…! Ay, los años que me sacaba se la llevaron a la tumba antes que a mí. Jamás olvidaré su persona, jamás su firme inteligencia y su paciencia divina[5].

Hace pocos días conocí al joven V., un muchacho abierto, de fisonomía muy agraciada. Acaba de salir de la academia y, aunque no se las da de sabio, sí que se cree que sabe más que otros. Además, por lo que puedo deducir de muchas cosas, ha sido aplicado; en suma, tiene buenos conocimientos. En cuanto se enteró de que yo dibujaba mucho y sabía griego (dos meteoros poco frecuentes en esta región), se dirigió a mí haciendo gala de todos sus conocimientos, desde Batteux a Wood, desde De Piles hasta Winckelmann, y me aseguró que había leído de cabo a rabo la primera parte de la teoría de Sulzer, y que poseía un manuscrito de Heyne sobre el estudio de la Antigüedad[6]. No le hice demasiado caso.

He conocido además a otro hombre cabal, el administrador del príncipe, un individuo franco y abierto. Se dice que es una delicia verlo entre sus hijos, que son nueve; en especial se elogia mucho a su hija mayor. Me ha invitado a su casa y quiero ir a visitarlo un día de éstos. Vive a media hora de aquí en un pabellón de caza propiedad del príncipe, adonde se le permitió trasladarse tras la muerte de su mujer, puesto que vivir aquí en la ciudad y en la residencia oficial le resultaba demasiado doloroso.

Por lo demás, se han cruzado en mi camino algunos tipos muy originales un tanto retorcidos, de los que todo me resulta insoportable, y lo más inaguantable de todo sus demostraciones de amistad.

¡Que te vaya bien! La carta te agradará, es muy histórica[7].

22 de mayo

Que la vida del hombre es sólo un sueño es algo que ya le ha parecido a más de uno, y a mí también me acompaña siempre esa sensación. Cuando veo la limitación en la que están encerradas las fuerzas activas e inquisitivas del ser humano, cuando veo que toda actividad se encamina a la satisfacción de necesidades que, a su vez, no tienen otra finalidad que alargar nuestra pobre existencia y, además, que todo consuelo derivado de determinados puntos de nuestras pesquisas no es más que resignación soñadora, puesto que hemos pintado las paredes entre las que nos encontramos prisioneros con figuras multicolores y horizontes despejados… todo esto, Wilhelm, me hace enmudecer. ¡Vuelvo a mi interior y encuentro todo un mundo! Un mundo, sin embargo, en el que hay más presentimientos y deseos imprecisos que acción y realidades concretas. Y todo se diluye ante mis sentidos, y yo sigo, soñador, sonriendo por el mundo.

Que los niños no saben lo que quieren es algo en lo que están de acuerdo todos los doctos maestros de escuela y los preceptores; pero que también los adultos, a semejanza de los niños, andan dando tumbos por este mundo sin saber, igual que ellos, de dónde vienen ni adónde van, y que, del mismo modo, no actúan guiados por verdaderos propósitos, sino por las galletas y las tartas y por la vara de abedul… eso nadie quiere creerlo, y, sin embargo, a mí me parece que es una realidad que se palpa con las manos.

Te concedo de buena gana, pues sé lo que me responderías a esto, que los más felices son los que viven al día, igual que los niños, arrastrando sus muñecos de un lado a otro, vistiéndolos y desvistiéndolos, y rondando con gran respeto el cajón en el que mamá ha escondido los dulces, hasta que por fin se hacen con lo que tanto deseaban y entonces lo devoran a dos carrillos exclamando: «¡Más!». Son criaturas felices. También les va bien a quienes otorgan pomposos títulos a sus míseras ocupaciones, o incluso a sus pasiones, y se las pintan al género humano cual gigantescas empresas destinadas a su salvación y su bienestar. ¡Afortunado el que pueda ser así! Pero quien, al contrario, reconoce en su humildad adónde conduce todo esto, quien ve cuán primorosamente el ciudadano acomodado sabe hacer de su jardincito un paraíso, y cuán diligentemente el desdichado continúa jadeante su camino bajo el peso de su carga, y que tanto uno como otro no buscan sino ver un minuto más la luz de este sol… sí, el que ve esto vive tranquilo construyendo su mundo a partir de sí mismo, y también es feliz porque es un ser humano. Y, además, limitado como es, sigue conservando en su corazón una dulce sensación de libertad y de poder abandonar esta cárcel cuando quiera.

26 de mayo

Conoces desde hace mucho mi forma de establecerme, de levantarme una cabañita en cualquier sitio de confianza y acomodarme en ella con todas sus limitaciones.

También aquí he vuelto a encontrar un lugarcito que me ha fascinado.

Aproximadamente a una hora de la ciudad hay un sitio llamado Wahlheim[8]. Su emplazamiento en una colina es muy interesante y, cuando se llega a lo alto del sendero que sale del pueblo, la vista abarca todo el valle. Una buena posadera, solícita y alegre para su edad, sirve vino, cerveza y café; y lo mejor son dos tilos que, con sus amplias ramas, cubren la pequeña plaza de delante de la iglesia, cercada toda ella por casas de labranza, graneros y corrales. No me ha sido fácil encontrar un rinconcillo tan íntimo, tan acogedor, y hasta allí hago que me lleven mi mesita de la posada y mi silla, allí me tomo mi café y leo mi Homero. La primera vez que, por casualidad, me encontré una hermosa tarde bajo los tilos, hallé la placita completamente desierta. Todos estaban en el campo; sólo un niño de unos cuatro años estaba sentado en el suelo: entre las piernas tenía sentado a otro de aproximadamente medio año y, sujetándolo por el pecho con los dos brazos, le servía como de sillón; estaba bien quieto, a pesar de la vivacidad con la que sus oscuros ojos negros miraban a un lado y a otro. Me agradó la visión: me senté sobre un arado que estaba enfrente y dibujé la fraternal escena con sumo placer. Añadí el cercado de al lado, el portón de un granero y unas cuantas ruedas de carro rotas, todo tal y como estaba, y, al cabo de una hora resultó que había terminado un dibujo bien compuesto y muy interesante, sin haber puesto ni lo más mínimo de mi parte. Eso me reforzó en mi propósito de, en el futuro, atenerme sólo a la naturaleza. Ella es por sí sola infinitamente rica y por sí sola forma al gran artista. Pueden decirse muchas cosas a favor de las reglas, más o menos lo que puede decirse en alabanza de la sociedad burguesa. Quien las observe jamás producirá nada malo o carente de gusto, del mismo modo que quien se deje moldear por las leyes y el bienestar nunca será un vecino insoportable, ni un canalla redomado. Sin embargo, ¡toda norma destruye, se diga lo que se diga, el verdadero sentir de la naturaleza, así como su verdadera expresión! ¡Dirás que esto es muy exagerado! Que las reglas tan sólo limitan, tan sólo podan los brotes más exuberantes, etcétera. Mi buen amigo, ¿he de ponerte un ejemplo? Con esto sucede lo mismo que con el amor. Un corazón joven se prenda por completo de una muchacha, pasa todas las horas del día a su lado y derrocha todas sus fuerzas, toda su fortuna, para decirle a cada momento que se entrega a ella hasta lo más profundo de su ser. Y entonces llega un filisteo[9], un hombre que tiene un cargo público, y le dice: «¡Joven y distinguido señor! ¡Amar es humano, sólo tenéis que amar humanamente! Distribuid vuestras horas, unas para el trabajo, y las horas de descanso dedicádselas a vuestra muchacha. Calculad vuestra fortuna y de lo que os quede después de cubrir vuestras necesidades esenciales, no os privaré de que le hagáis un regalo, sólo que no con demasiada frecuencia, tal vez para su cumpleaños o su santo, etcétera»… Si el hombre le hace caso, tendremos entonces a un joven de provecho, y yo mismo recomendaría a cualquier príncipe que le diese un puesto en un consejo; sólo que su amor se habrá acabado, y si es artista, su arte. ¡Oh, amigos míos! ¿Por qué la corriente del genio se desborda tan rara vez, por qué rompe tan rara vez en olas inmensas capaces de estremecer vuestras asombradas almas? Queridos amigos, ahí, a ambas orillas del río, residen esos cómodos señores, cuyos pequeños cenadores, cuyos arriates de tulipanes y cuyos huertos se habrían echado a perder si no hubieran sabido defenderlos desde hace tiempo, con diques y canales, de los peligros que los acechan.

27 de mayo

Por lo que veo, me he sumido en el éxtasis, las comparaciones y la declamación, y por eso he olvidado seguir contándote lo que sucedió con los niños. Completamente absorto en las sensaciones pictóricas que te expuse muy fragmentariamente en la carta de ayer, estuve unas dos horas sentado en mi arado. Al atardecer, una joven con una cestita en el brazo se acerca a los niños, que en todo ese tiempo no se habían movido de allí, y les grita desde lejos: «¡Philipps, qué bueno has sido!». Me saludó, yo correspondí, me puse en pie, me acerqué a ella y le pregunté si era la madre de los niños. Dijo que sí, y, mientras daba al mayor la mitad de un panecillo, cogió al pequeño en brazos y lo besó con todo el amor de una madre. «He dejado —dijo— a mi Philipps a cargo del pequeño mientras iba con el mayor a la ciudad a comprar pan blanco y azúcar y una cazuelita de barro». Vi todo aquello en el cesto, al que se le había caído la tapa. «Voy a hacerle una sopita a mi Hans (tal era el nombre del más pequeño) para la cena; el cabeza de chorlito del mayor me rompió ayer la cazuelita mientras se peleaba con Philipps por rebañar los restos del puré». Le pregunté por el mayor, y apenas acababa de decirme que había ido al prado tras unos gansos cuando se plantó de un salto delante de nosotros trayéndole al mediano una vara de avellano. Yo seguí conversando con la mujer y me enteré de que era la hija del maestro, y de que su marido estaba de viaje en Suiza a fin de cobrar la herencia de un primo. Me contó que le habían querido engañar y que no contestaban a sus cartas, así que había ido en persona. «¡Ojalá no le haya ocurrido ninguna desgracia! No sé nada de él». Me costó separarme de la mujer, di a cada uno de los niños un cruzado[10], y también le di uno a la madre, para que le trajera al pequeño un panecillo para la sopa cuando fuera a la ciudad, y así nos despedimos.

Te digo, mi querido amigo, que cuando mis sentidos se niegan a apaciguarse, nada templa más su tumulto que la visión de una criatura así, que, con dichosa serenidad, avanza por el estrecho círculo de su existencia, apañándoselas como puede de día en día, y viendo caer las hojas sin pensar en otra cosa que en que está llegando el invierno.

Desde entonces salgo a menudo. Los niños se han acostumbrado a verme, les doy azúcar cuando tomo café y por la noche comparten conmigo el pan con mantequilla y la cuajada, y, si no estoy allí después de los rezos[11], la posadera tiene instrucciones de dárselo.

Me tienen confianza, me lo cuentan todo, y, sobre todo, me divierten sus pasiones y sus sencillos arrebatos de codicia cuando se juntan más niños de la aldea.

Me ha costado mucho que la madre dejase de preocuparse por que incomodaran al señor.

30 de mayo

Lo que hace poco te decía de la pintura seguro que puede aplicarse también al arte de la poesía; se trata sólo de reconocer lo excelente y atreverse a expresarlo, y eso, claro está, consiste en decir mucho con poco. Hoy he visto una escena que, fielmente descrita, constituiría el más bello idilio del mundo, pero ¿qué es todo eso de poesía, escena e idilio? ¿Es que siempre tenemos que dar forma a las cosas cuando somos partícipes de una manifestación de la naturaleza?

Si de esta introducción esperas muchas cosas elevadas y nobles, habrás vuelto a engañarte sin remedio; no es más que un joven campesino el que me ha llevado a sentir tan vivo interés. Como de costumbre, lo contaré mal, y tú, como de costumbre, creo yo, lo encontrarás exagerado; es otra vez Wahlheim, y siempre Wahlheim, lo que causa estas rarezas.

Fuera, bajo los tilos, había un grupo de gente tomando café. Como no me agradaban demasiado, me quedé aparte con un pretexto.

Vino un joven campesino de una casa vecina y se puso a arreglar algo en el arado que yo había dibujado hacía poco. Como me gustó su aspecto, me dirigí a él y le pregunté quién era; pronto nos hicimos amigos y, como suele ocurrirme con este tipo de gente, pronto cogimos confianza. Me contó que estaba al servicio de una viuda y que lo trataba muy bien. Habló tanto de ella y la elogió hasta tal punto que en seguida me percaté de que estaba entregado a su señora en cuerpo y alma. Dijo que ésta no era ya joven, que su primer marido la había tratado mal y no quería volver a casarse, y de su relato resultaba tan evidente lo hermosa, lo encantadora que le parecía y cuánto deseaba que lo eligiera a él para borrar el recuerdo de los errores de su primer marido, que tendría que repetírtelo palabra por palabra para darte una idea clara de lo puro del afecto, del amor y de la fidelidad de este hombre. Sí, tendría que poseer las dotes del mayor de los poetas para poder describir vivamente a la vez la expresión de sus gestos, la armonía de su voz, el fuego secreto de sus miradas. No, no hay palabras que expresen la ternura que había en su ánimo y en sus palabras; todo lo que pudiera expresar no serían más que torpezas. Me conmovió especialmente que le preocupara que yo pudiera pensar mal de su relación con ella y dudar de su buena reputación. El encanto que de él se desprendía cuando hablaba de su figura, de su cuerpo, que, sin atractivo juvenil, lo atraía poderosamente y lo cautivaba, es algo que sólo puedo reproducir en lo más profundo de mi ser. Puedo decir que en toda mi vida he visto con tal nitidez un deseo acuciante, una ansiedad ardiente y sensual, ni me los he imaginado ni los he soñado con tal pureza. No me reprendas si te digo que, al recordar semejantes inocencia y franqueza, mi alma arde en lo más íntimo, que la imagen de esa lealtad y esa ternura me persigue constantemente y que yo mismo, como inflamado por ella, suspiro y languidezco.

Voy a intentar verla lo antes posible, o mejor aún, si lo pienso bien prefiero evitarlo. Es mejor que la vea a través de los ojos de su enamorado; tal vez no apareciese ante mis ojos tal como ahora la veo y ¿por qué he de echar a perder una imagen tan hermosa?

16 de junio

¿Que por qué no te escribo? Y me lo preguntas tú, que eres un hombre instruido. Deberías adivinar que me encuentro bien y, sin embargo… bueno, en resumen, he conocido a alguien que toca de cerca mi corazón. Tengo… no sé.

Va a resultar difícil contarte ordenadamente cómo he llegado a conocer a una de las criaturas más adorables que existen. Me siento dichoso y por eso no seré un buen cronista.

¡Un ángel! ¡Bah! Eso lo dicen todos de la suya, ¿no? Y, sin embargo, no soy capaz de decirte lo perfecta que es, ni por qué es perfecta; basta, ha cautivado toda mi razón.

Tanto candor y tanta inteligencia, tanta bondad y tanta firmeza, y tanta paz en el alma y una vida y un comportamiento auténticos…

Todo lo que diga de ella no será más que vana palabrería, molestas abstracciones que ni siquiera expresan un solo rasgo de su ser. Otra vez será… No, otra vez no, ahora mismo voy a contártelo. Si no lo hago ahora, no lo haré jamás. Pues, entre nosotros, desde que he empezado a escribir ya he estado a punto en tres ocasiones de dejar la pluma, ordenar que me ensillaran el caballo y cabalgar hasta allí. Y, sin embargo, esta mañana me he jurado a mí mismo no hacerlo, aunque a cada instante me acerco a la ventana para ver a qué altura está el sol.

No he podido evitarlo, he tenido que ir a verla. Aquí estoy de nuevo, Wilhelm, voy a cenar un panecillo con mantequilla y a escribirte. ¡Qué dicha para mi alma verla rodeada de sus queridos y alegres niños, de sus ocho hermanos!

Si sigo así, al final vas a saber lo mismo que al principio. Así que escucha, voy a obligarme a entrar en detalles.

Hace poco te conté que había conocido al administrador S. y que me había pedido que lo visitara en su retiro o, mejor dicho, en su pequeño reino. Lo fui dejando y tal vez no habría llegado a ir jamás si el azar no me hubiera descubierto el tesoro que se oculta en esta tranquila comarca.

Nuestros jóvenes habían organizado un baile en el campo, al que yo acudí también de buena gana[12]. Ofrecí mi mano a una joven del lugar, hermosa y buena, pero por lo demás insignificante, y acordamos que tomaría un coche, que las llevaría a ella y a su tía al lugar de la fiesta y que por el camino recogeríamos a Charlotte S.[13] «Vais a conocer a una hermosa muchacha», dijo mi acompañante cuando nos dirigíamos al pabellón de caza atravesando el extenso bosque talado. «¡Cuidad de no enamoraros!», replicó la tía. «¿Por qué?», dije yo. «Ya está prometida —respondió ella— a un hombre muy bueno que se ha marchado de viaje para poner en orden sus asuntos tras la muerte de su padre y buscar una colocación honrada». La información me dejó bastante indiferente.

Faltaba aún un cuarto de hora para que el sol se ocultase tras las montañas cuando llegamos al portón de la casa. Hacía mucho bochorno y las muchachas manifestaron su inquietud por una tormenta que parecía estar formándose en el horizonte con unas sombrías nubecillas de color grisáceo. Disipé sus temores con supuestas informaciones meteorológicas, aunque para entonces también yo empezaba a presentir que nuestra fiesta sufriría un revés.

Me había bajado del coche y una doncella que vino hasta el portón nos pidió que disculpásemos un momento, que la señorita Lottchen[14] saldría en seguida. Atravesé el patio, acercándome a la casa, espléndidamente construida, y no había hecho más que subir los escalones de la entrada y cruzar la puerta cuando se ofreció a mis ojos el espectáculo más encantador que he visto jamás. Seis niños, de entre dos y once años, pululaban por la antesala en torno a una muchacha de hermosa figura y mediana estatura, que llevaba puesto un sencillo vestido blanco con unos lazos de un color rojo pálido en los brazos y el pecho. Sostenía en sus manos una hogaza de pan negro y cortaba a cada uno de los pequeñuelos que la rodeaban un pedazo en proporción a su edad y a su apetito, dándoselo a cada cual con enorme amabilidad, y uno a uno iban diciendo «¡gracias!» con gran naturalidad cuando lo cogían levantando sus pequeñas manitas, antes aún de que hubiera terminado de cortarlo; después o bien echaban a correr complacidos con su merienda o bien, si el niño era de carácter tranquilo, se dirigía con calma al portón del patio para ver a los desconocidos y el coche en el que su Lotte iba a marcharse. «Pido disculpas —dijo ella— por haberos hecho subir y por hacer esperar a las señoritas. Entre vestirme y disponer un sinfín de cosas para la casa en mi ausencia he olvidado dar la merienda a mis niños, y no quieren que les corte el pan nadie más que yo». Le hice un cumplido sin importancia, todo mi ser estaba prendado de su figura, de su tono, de su porte, y apenas había tenido tiempo de reponerme cuando salió corriendo hacia la sala en busca de sus guantes y del abanico. Los niños me miraban de reojo a cierta distancia y me acerqué al más pequeño, que tenía un rostro de lo más agraciado. Él retrocedió, pero en ese momento Lotte entraba por la puerta y le dijo: «Louis, da la mano al señor primo». El niño lo hizo con toda naturalidad y yo no pude por menos de besarle cariñosamente la naricilla, a pesar de los mocos. «¿Primo? —dije tendiéndole la mano—. ¿Creéis que merezco la dicha de estar emparentado con vos?». «¡Oh! —dijo con una pícara sonrisa—, tenemos muchísimos primos y me daría pena que vos fuerais el peor de todos». Al marcharse encargó a Sophie, la mayor de las hermanas después de ella, una muchacha de unos once años, que cuidara bien de los niños y que saludara a papá cuando éste regresara a casa de su paseo a caballo. A los pequeños les dijo que debían obedecer a su hermana Sophie como si fuera ella misma, cosa que algunos prometieron expresamente. En cambio, una pequeña rubita marisabidilla de unos seis años dijo: «No eres tú, Lottchen, te preferimos a ti». Los dos chicos mayores se habían subido al coche y, atendiendo a mis ruegos, ella les permitió ir hasta la entrada del bosque si prometían no hacer tonterías e ir bien agarrados.

Apenas nos habíamos sentado y las damas se habían saludado e intercambiado algunas observaciones sobre los trajes, especialmente sobre los sombreros, repasando, como era de rigor, al grupo de personas que esperaban ver, cuando Lotte detuvo al cochero y ordenó a sus hermanos que bajasen; éstos se empeñaron una vez más en besarle la mano, cosa que el mayor hizo con toda la ternura propia de la edad de quince años, y el otro con mucha más rudeza y descuido. Saludó de nuevo a los pequeños y seguimos adelante.

La tía preguntó si había terminado el libro que le había enviado hacía poco. «No —dijo Lotte—, no me gusta, se lo puedo devolver. El anterior tampoco era mucho mejor». Yo me sorprendí cuando le pregunté de qué libros se trataba y ella me respondió: «…»[15]. Encontré una gran personalidad en todo lo que decía, y a cada palabra fui percibiendo nuevos encantos, nuevos destellos de su espíritu, que se desprendían de los rasgos de su rostro y que parecían cada vez más complacidos, porque ella sentía que yo la comprendía.

«Cuando era joven —dijo— no había nada que me gustase más que las novelas. Dios sabe cuánto me agradaba sentarme los domingos en un rinconcito y compartir de todo corazón las alegrías y las tristezas de alguna miss Jenny[16]. Tampoco niego que aún le veo algún encanto a este género. Pero, como ahora rara vez cojo un libro, éste tiene que ser muy de mi gusto. Y prefiero a los autores en los que me reencuentro con mi mundo, en los que todo acontece como me acontece a mí, y que cuentan historias que me resultan tan interesantes y entrañables como mi propia vida hogareña, que, ciertamente, no es un paraíso, pero que, en general, es una fuente de indecible felicidad».

Me esforcé en ocultar mis emociones ante tales palabras. Claro que no por mucho tiempo, pues, como de paso la oí hablar del vicario de Wakefield[17], de…[18], no pude contenerme y le dije todo lo que tenía que decirle y sólo al cabo de un rato me di cuenta de que Lotte dirigía su conversación a sus compañeras, y que éstas, durante todo este tiempo, habían estado allí con los ojos bien abiertos como si, en realidad, no estuviesen. La tía me miró más de una vez arrugando burlona la naricilla, aunque a mí no me importó en absoluto.

La conversación recayó en los placeres del baile. «Si esa pasión es errada —dijo Lotte—, os confieso de buen grado que no conozco nada que supere al baile. Y es que cuando algo me ronda por la cabeza y me pongo a aporrear una contradanza en mi desafinado piano, todo vuelve a su cauce».

¡Cómo me deleité durante la conversación con esos ojos negros! ¡Cómo sedujeron mi alma esos vivos labios y esas mejillas lozanas y alegres! ¡Cómo, completamente sumido en el adorable significado de lo que decía, a menudo ni siquiera escuchaba las palabras con que se expresaba! Te lo puedes imaginar porque me conoces. En resumidas cuentas, me bajé del coche como un sonámbulo cuando nos detuvimos ante el pabellón de recreo y andaba dando vueltas por aquel mundo crepuscular tan perdido que apenas presté atención a la música que nos recibía desde la sala iluminada.

Los dos caballeros que eran las parejas de la tía y de Lotte, Audran y un tal n. n.[19] (¡quién puede retener todos los nombres!), nos recibieron a la puerta del coche, se apoderaron de sus damas y yo acompañé a la mía hasta arriba.

Nos enlazamos unos con otros bailando minués; yo fui sacando a una damisela tras otra y justo las más insoportables eran las únicas que se resistían a darle a uno la mano para zanjar la cuestión. Lotte y su pareja empezaron una danza inglesa, y podrás imaginarte lo bien que me sentí cuando ella, también en la fila, hizo la figura con nosotros. ¡Tendrías que verla bailar! Pone en ello todo el corazón y toda el alma, todo su cuerpo es pura armonía, tan despreocupada, tan desenvuelta, como si en realidad eso lo fuera todo, como si no pensara en nada, como si no sintiera nada, y en ese momento seguro que todo desaparece para ella.

Le pedí la segunda contradanza; me concedió la tercera y con la más amable naturalidad del mundo me aseguró que le encantaba bailar la alemana. «Aquí está de moda —continuó diciendo— que las parejas que están juntas sigan juntas en la alemana, y mi pareja baila mal el vals y me agradece que lo releve de tal trabajo. Vuestra pareja tampoco sabe y tampoco le gusta, y durante la inglesa he visto que se os daba bien el vals; si queréis ser mi pareja en la alemana, id y pedídselo a mi caballero y yo iré a pedírselo a vuestra dama». Le di la mano y convinimos en que, mientras tanto, su pareja cuidaría de la mía. ¡Entonces empezó la danza…!, y durante un rato nos divertimos entrelazando los brazos de miles de maneras. ¡Con qué encanto, con qué ligereza se movía! Y, cuando, por fin, llegamos al vals y unos y otros empezamos a rodar como esferas, hubo un poco de confusión al principio porque sólo unos pocos sabían. Nosotros fuimos listos y dejamos que los demás se desfogaran y, una vez que los más torpes hubieron despejado la pista, entramos y aguantamos bien el tipo junto con otra pareja, Audran y su dama. Nunca me había movido con tanta facilidad. Ya no era un ser humano. Tener en los brazos a la más adorable de las criaturas y volar con ella dando vueltas como un torbellino de modo tal que todo se desvanecía alrededor, y… Wilhelm, para ser sincero, me juré a mí mismo que la muchacha que yo amara, respecto de la que abrigase intenciones, jamás bailaría un vals con otro que no fuera yo, aunque ello me costase la vida. ¡Tú ya me entiendes!

Dimos algunas vueltas por la sala para recuperar el aliento. Luego Lotte se sentó y las naranjas que yo había reservado, y que ahora eran las únicas que quedaban, surtieron en ella un magnífico efecto, sólo que con cada gajito que, por deferencia, compartía con su descarada vecina de asiento, una punzada me atravesaba el corazón.

En la tercera danza inglesa éramos la segunda pareja. Yo, Dios sabe con cuánto placer, iba colgado de su brazo y de su mirada llena de la más sincera expresión de puro y auténtico placer, y, al atravesar bailando la fila, pasamos por delante de una mujer que ya me había llamado la atención por lo amable de sus facciones en un rostro ya no del todo joven. Mira a Lotte sonriendo, levanta un dedo amenazador y, al vuelo, pronuncia dos veces el nombre de Albert con mucho retintín.

«¿Quién es Albert —inquirí a Lotte—, si se me permite preguntar?». Estaba a punto de responder cuando tuvimos que separarnos para realizar el gran ocho[20], y me pareció apreciar en su frente cierto aire pensativo cuando volvimos a cruzarnos. «¿Por qué habría de negároslo? —dijo tendiéndome la mano para el paseo[21]—. Albert[22] es un buen hombre con el que estoy como quien dice prometida». Aquello no era nada nuevo para mí (pues las muchachas me lo habían dicho por el camino) y, sin embargo, me lo pareció, puesto que no lo había relacionado con la persona que, en tan breve espacio de tiempo, había cobrado para mí tanto valor. En suma, me atolondré, me despisté y me equivoqué de pareja al cruzar, armando tal lío que fue necesaria toda la presencia de ánimo de Lotte, que tuvo que arrastrar y tirar de mí, para restablecer el orden rápidamente.

El baile aún no había terminado cuando los rayos que hacía ya tiempo habíamos visto refulgir en el horizonte, y que yo en todo momento había tomado por una señal de que refrescaba el tiempo, empezaron a ser mucho más fuertes y los truenos a ahogar la música. Tres damas, a las que siguieron sus caballeros, abandonaron la fila; el desorden se generalizó y la música cesó. Es normal que, cuando una desgracia o algo terrible nos sorprende en medio del regocijo, nos cause una impresión mayor de lo común, en parte por el contraste que, de ese modo, se percibe con mayor intensidad, en parte, y aún más, porque nuestros sentidos, una vez agudizados, acogen con mucha más rapidez cualquier sensación. A estos motivos he de atribuir las curiosas muecas que vi formarse en varias de las damiselas. La más inteligente se sentó en un rincón, de espaldas a la ventana, y se tapó los oídos. Otra se arrodilló delante de ella y hundió la cabeza en su regazo. Una tercera se deslizó entre ambas y abrazó a sus hermanitas hecha un mar de lágrimas. Algunas querían volver a casa; otras, que aún tenían menos idea de qué hacer, carecían de la sensatez suficiente para reprimir las impertinencias de nuestros jóvenes calaveras, que parecían muy ocupados en atrapar las temerosas plegarias que, dirigidas al cielo, salían de los labios de aquellas bellezas en apuros. Algunos de nuestros caballeros habían bajado a fumarse tranquilamente una pipita, y el resto del grupo no dijo que no cuando la posadera tuvo la feliz idea de indicarnos una sala que tenía postigos y cortinas. Nada más entrar en ella Lotte se puso a formar un círculo con las sillas y, cuando el grupo se hubo sentado, propuso un juego.

Vi a algunos a los que la boca se les hacía agua y alargaban las manos a la espera de una jugosa prenda. «Juguemos a contar —dijo Lotte—. ¡Ahora prestad atención! Yo iré dando la vuelta al corro de derecha a izquierda y vosotros iréis contando también a mi paso, cada cual el número que le corresponda, pero hay que hacerlo a la velocidad del rayo. El que se pare o se equivoque se llevará una bofetada, y así hasta mil». Fue divertido contemplarlo. Con el brazo extendido empezó a dar vueltas al corro. «¡Uno!», empezó diciendo el primero, «¡dos!» el de al lado, «tres» el siguiente y así el resto. Entonces ella empezó a ir más deprisa, cada vez más deprisa; uno se equivocó, ¡paf!, una bofetada, y con las risas al siguiente también: ¡paf! Y cada vez más deprisa. Yo mismo me gané dos sopapos y, con íntima satisfacción, creí percibir que eran más fuertes que los que daba a los demás. Unas risas y un alboroto generales pusieron fin al juego antes incluso de haber llegado hasta mil. Los más amigos se hicieron a un lado, la tormenta había pasado y yo seguí a Lotte hasta el salón. Por el camino dijo: «¡Con las bofetadas se han olvidado del tiempo y de todo lo demás!». No fui capaz de darle una respuesta. «Yo era —continuó diciendo— una de las que estaban más asustadas y, haciéndome la valiente para dar valor a los demás, he acabado animándome yo». Nos acercamos a la ventana. Se oían truenos a lo lejos, la adorable lluvia murmuraba sobre la tierra y la más refrescante de las fragancias nos invadió con toda la plenitud de la cálida atmósfera. Se apoyó en los codos y recorrió el paisaje con la vista, miró hacia el cielo y me miró a mí, vi sus ojos llenos de lágrimas, puso su mano sobre la mía y dijo: «¡Klopstock[23]!». Al punto recordé la espléndida oda[24] en la que estaba pensando y me sumí en la corriente de emociones que, con esa consigna, había vertido sobre mí. No pude soportarlo, me incliné sobre su mano y la besé entre lágrimas plenas de dicha. Y de nuevo busqué sus ojos… ¡Noble poeta! Si hubieras visto la adoración que te tenía en esa mirada… ¡ojalá no vuelva a oír más tu nombre, tan a menudo profanado!

19 de junio

Ya no recuerdo dónde dejé mi relato hace unos días; sólo sé que eran las dos de la madrugada cuando me fui a la cama y que, de haber podido charlar contigo en lugar de escribirte, tal vez te habría retenido hasta la mañana siguiente.

Lo que ocurrió en el viaje de vuelta del baile no te lo he contado aún, pero hoy no tengo tiempo para hacerlo.

Fue el más adorable de los amaneceres. ¡Las gotas que caían de los árboles del bosque y el frescor del campo que nos rodeaba! Nuestras acompañantes iban dando cabezadas. Lotte me preguntó si no quería seguir yo también su ejemplo, que por ella no tuviera cuidado. «Mientras vea esos ojos abiertos —dije mirándola fijamente—, mientras los vea no hay peligro». Y los dos aguantamos hasta el portón de su casa, que la doncella abrió sin hacer ruido, asegurándole que su padre y los pequeños estaban bien y que todos dormían aún. Entonces la dejé con el ruego de que me permitiera verla de nuevo ese mismo día; me lo concedió y he ido, y desde entonces el sol, la luna y las estrellas pueden seguir tranquilamente su curso, que no sé si es de día o de noche, y el mundo entero se desvanece para mí.

21 de junio

Vivo días tan felices como los que Dios reserva a sus santos; y, sea de mí lo que sea, no puedo decir que no he disfrutado de las alegrías, de las más puras alegrías de la vida. Tú conoces mi Wahlheim; aquí estoy perfectamente instalado, desde aquí apenas tardo media hora en llegar a casa de Lotte, aquí me siento yo mismo y siento toda la dicha que les ha sido concedida a los hombres.

¡Si al elegir Wahlheim como meta de mis paseos hubiera pensado que estaba tan cerca del cielo…! ¡Cuántas veces, en el transcurso de mis largas caminatas, he visto, desde la montaña, o desde la llanura sobre el río, el pabellón de caza que ahora encierra todos mis anhelos!

Querido Wilhelm, he pensado un sinfín de cosas sobre el afán del hombre de expandirse, de llevar a cabo nuevos descubrimientos, de andar vagando de acá para allá, para luego, sobreponiéndose a ese impulso interno, volver a entregarse voluntariamente a la limitación y conducirse por la vía de la costumbre sin preocuparse por lo que ocurre ni a derecha ni a izquierda.

Es asombroso cómo desde que llegué aquí y divisé el hermoso valle desde la colina me sedujo todo lo que me rodeaba. ¡Aquel bosquecillo…! ¡Ay, si pudieras fundirte en sus sombras…! ¡La cima de aquella montaña…! ¡Ay, si pudieras contemplar desde ella la amplia comarca! ¡Las colinas encadenadas y los amables valles…! ¡Oh, si pudiera perderme en ellos! Eché a correr hacia ellos y regresé sin haber encontrado lo que esperaba. ¡Oh, con la distancia pasa lo mismo que con el futuro! Un universo entero en penumbra descansa ante nuestra alma, nuestras sensaciones se diluyen en él igual que nuestras miradas, y deseamos, ¡ay!, entregar todo nuestro ser, dejarnos colmar por la dicha de un sentimiento único, grande y magnífico. Y, ¡ay!, cuando echamos a correr, cuando lo que está allí ahora está aquí, cuando todo es antes igual que después, y nosotros seguimos en medio de nuestra miseria, de nuestra estrechez, nuestra alma ansía el bálsamo que se nos escapó.

De igual manera el más inquieto de los vagabundos acaba deseando volver a su patria, y en su cabaña, en el seno de su esposa, en el corro de sus hijos, en las ocupaciones para su sustento, encuentra la felicidad que en vano ha estado buscando por el ancho mundo.

Cuando por la mañana, al salir el sol, pongo rumbo a mi Wahlheim y yo mismo recojo allí mis guisantes, en el huerto de la posada, me siento, los desgrano y, mientras tanto, leo mi Homero, cuando en la pequeña cocina elijo una cazuela, parto la mantequilla, pongo al fuego las vainas, las tapo y me siento al lado para removerlas de vez en cuando, entonces sí que experimento con toda su fuerza cómo los arrogantes pretendientes de Penélope degüellan, descuartizan y asan bueyes y cerdos[25]. No hay nada que me llene de sentimientos más serenos y auténticos que los rasgos de la vida patriarcal, que yo, gracias a Dios, puedo entretejer sin afectación con mi forma de vivir.

Qué bien me hace que mi corazón pueda sentir la simple e inocente dicha del hombre que trae a su mesa una cabeza de repollo que él mismo ha cultivado, y no sólo disfruta del repollo, sino que, en un único instante, vuelve a disfrutar de todos los días buenos, de la hermosa mañana en que lo plantó, de las adorables tardes en que lo regó y de la alegría que le dio verlo crecer.

29 de junio

Anteayer vino el médico de la ciudad a ver al administrador y me encontró en el suelo, entre los niños de Lotte, algunos subiéndoseme encima, otros gastándome bromas, y yo haciéndoles cosquillas y armando un gran jaleo. Al doctor, un dogmático que al hablar se dobla los puños de la camisa y se estira sin parar la pechera de encaje, eso le pareció indigno de un hombre sensato; se lo noté en la nariz. Pero no permití que me incomodara en lo más mínimo, y le dejé que tratara de asuntos muy razonables, mientras yo reconstruía a los niños, una vez más, los castillos de naipes que habían derrumbado. Después anduvo por la ciudad lamentándose de que los niños del administrador eran de por sí bastante maleducados, y que ahora Werther los estaba echando a perder del todo.

Sí, querido Wilhelm, nada en el mundo está tan cerca de mi corazón como los niños. Cuando los contemplo y veo en esas cositas el germen de todas las virtudes, de todas las fuerzas que algún día habrán de serles tan necesarias, cuando vislumbro en su terquedad la futura resolución y firmeza de carácter, en sus caprichos buen humor y ligereza para esquivar los peligros del mundo, ¡todo tan íntegro, tan pleno…!, siempre, siempre repito entonces las áureas palabras del maestro de los hombres[26]: ¡Si no os volvéis como uno de ellos…! Y, sin embargo, mi buen amigo, a ellos, que son nuestros iguales, a los que deberíamos tener por modelo, los tratamos como si fueran súbditos. ¡No deben tener voluntad! ¿Es que nosotros no la tenemos? ¿Y en qué se basan estos privilegios? ¡En que somos mayores y más sensatos! Buen Dios, desde tu cielo ves niños viejos y niños jóvenes y nada más, y hace ya mucho que tu Hijo nos anunció quiénes son los que te procuran mayor alegría. Pero la gente no cree en Él ni lo escucha, ¡eso también es de viejos!, y educa a sus hijos a su manera y… adiós, Wilhelm, no quiero seguir perorando sobre esto.

1 de julio

Lo que Lotte debe ser para un enfermo lo siento yo en mi propio corazón necesitado, que está peor que alguno que se consume en el lecho del dolor. Va a pasar unos días en la ciudad en casa de una buena mujer que, por lo que dicen los médicos, se aproxima a su fin y quiere tener a Lotte a su lado en estos últimos momentos. La semana pasada fui con ella a visitar al párroco de San …, una pequeña aldea a una hora de aquí, al otro lado de la montaña. Llegamos hacia las cuatro. Lotte se había llevado a la segunda de sus hermanas. Cuando entramos en el patio de la parroquia, al que daban sombra dos altísimos nogales, el buen hombre estaba sentado en un banco a la puerta de la casa, y al ver a Lotte fue como si reviviera, se olvidó del bastón y se atrevió a salir a recibirla. Ella corrió hacia él, le rogó que se sentara y, mientras se acomodaba a su lado, le dio muchos recuerdos de su padre, y le hizo carantoñas al más pequeño de los niños, feo y sucio, el solaz de la vejez del párroco. Tendrías que haberla visto atendiendo al anciano, levantando la voz para que pudieran oírla sus oídos medio sordos, hablándole de robustos jóvenes que habían muerto de forma inesperada, y de las excelencias de las aguas de Karlsbad, y alabando su decisión de ir allí el próximo verano, pues encontraba que tenía mejor aspecto, que estaba más jovial que la última vez que lo vio… Entre tanto, yo había presentado mis respetos a la mujer del párroco. El anciano estaba muy animado y, como no pude por menos que elogiar los hermosos nogales que tan amablemente nos daban sombra, empezó, aunque con alguna dificultad, a relatarnos su historia. «El viejo —dijo— no sabemos quién lo plantó: algunos dicen que fue un párroco, otros dicen que fue otro. Pero el más joven, el de allí detrás, tiene la misma edad que mi esposa, en octubre cumplirá cincuenta años. Lo plantó su padre la mañana del día en que ella vino al mundo por la tarde. Fue mi predecesor en el cargo, y es imposible decir cuánto amaba ese árbol; yo no lo amo menos. Mi mujer estaba sentada a su sombra, tejiendo sobre un tajo, cuando, siendo yo un pobre estudiante, entré en el patio por vez primera hace veintisiete años». Lotte le preguntó por su hija; le dijeron que había ido al prado con el señor Schmidt a ver a los obreros, y el anciano continuó con su relato: cómo su predecesor le había tomado cariño y también la hija, y cómo él había llegado a ser primero su vicario y luego su sucesor. No hacía mucho que había terminado el relato cuando llegó por el jardín su joven hija con el tal señor Schmidt; dio la bienvenida a Lotte con afecto y calidez, y he de decir que no me desagradó: una morena vivaracha, de buena complexión, que bien habría podido entretenerle a uno en su breve estancia en el campo. Su pretendiente (pues como tal se presentó al punto el señor Schmidt), un hombre elegante, aunque callado, no quería entrometerse en nuestras conversaciones, aunque Lotte lo instaba a intervenir constantemente. Lo que más me entristeció fue que me pareció percibir en su semblante que era más bien obstinación y mal humor, y no falta de entendimiento, lo que le impedía participar. Por desgracia, esto se hizo demasiado evidente a continuación, pues como durante el paseo que dimos Friederike iba con Lotte y, ocasionalmente, también conmigo, el rostro del hombre, que de por sí tenía un color parduzco, se ensombreció de forma tan visible que hubo un momento en que Lotte me tiró de la manga dándome a entender que había sido demasiado galante con su amiga. No hay cosa que más me irrite que los hombres que se atormentan entre sí, sobre todo cuando los jóvenes, en la flor de la vida, que podrían estar mucho más abiertos a todos los placeres, se fastidian mutuamente con sus malas caras esos magníficos días, que son tan pocos, y sólo cuando ya es demasiado tarde se dan cuenta de lo irreparable de su pérdida. Esa idea me reconcomía y, cuando al caer la tarde regresamos a la casa parroquial y nos sentamos a una mesa a tomar un poco de leche, y la conversación fue a parar a las alegrías y las penas del mundo, no pude evitar tomar la palabra y explayarme a mis anchas contra el mal humor. «Los seres humanos —empecé diciendo— nos quejamos a menudo de que los días buenos son pocos y muchos los malos, y a mi parecer la mayoría de las veces nos quejamos sin razón. Si tuviéramos siempre un corazón abierto para disfrutar de lo bueno que Dios nos depara cada día, tendríamos también fuerza suficiente para soportar lo malo cuando llega». «Pero no somos dueños de nuestro estado de ánimo —replicó la esposa del párroco—, ¡cuántas cosas dependen del cuerpo! Si uno no se siente bien, no está a gusto en ningún sitio». En eso le di la razón. «Entonces —continué diciendo— debemos considerar el mal humor una enfermedad y preguntarnos si hay algún remedio para ella». «Eso parece razonable —dijo Lotte—; al menos yo creo que mucho depende de nosotros. Lo sé por mí misma. Cuando algo me disgusta y veo que va a amargarme, me levanto de un salto, canto un par de contradanzas mientras recorro el jardín de un lado a otro y al instante el mal humor ha desaparecido». «Eso es lo que quería decir —repliqué—; con el mal humor pasa exactamente lo mismo que con la pereza, pues, en realidad, es una suerte de pereza. Nuestro natural tiende demasiado a ella y, sin embargo, con que sólo una vez tengamos fuerza suficiente para sobreponernos, el trabajo nos sale solo y encontramos en la actividad un verdadero placer». Friederike estaba muy atenta y el joven me replicó que uno no es dueño de sí mismo y menos aún del dominio de sus emociones. «En este caso se trata de un sentimiento desagradable —contesté—, del que todos queremos librarnos, y nadie sabe hasta dónde llegan sus fuerzas hasta que no lo intenta. Seguro que si alguien está enfermo consultará a todos los médicos y no se negará a las mayores privaciones ni a las más amargas medicinas con tal de mantener la deseada salud». Me percaté de que el venerable anciano aguzaba el oído para tomar parte en nuestra conversación, y levanté la voz dirigiendo mis palabras hacia él. «Se predica en contra de tantos vicios —dije—, y nunca he oído que desde el púlpito se haya trabajado contra el mal humor[27]». «Eso tendrían que hacerlo los párrocos de ciudad —dijo él—; los campesinos no tienen mal humor, aunque tampoco les vendría mal de vez en cuando: sería una lección al menos para su mujer y para el señor administrador». Todo el grupo se rio, y él también de buena gana, hasta que le dio un ataque de tos que interrumpió nuestra conversación por un momento. Después, el joven volvió a tomar la palabra: «Habéis dicho que el mal humor es un vicio; me parece que eso es exagerado». «En absoluto —le respondí—, cuando aquello con lo que uno se perjudica a sí mismo y a su prójimo merece ese nombre. ¿No basta con que no seamos capaces de hacernos felices unos a otros? ¿Tenemos también que privarnos del placer del que todo corazón puede gozar de vez en cuando? ¡Y nombradme al hombre que, estando de mal humor, sea lo suficientemente bueno para ocultarlo y soportarlo solo, sin destruir la alegría de los demás! ¿O no es más bien que nos enojamos en lo más íntimo por nuestra propia indignidad, porque no nos gustamos a nosotros mismos, lo cual va siempre unido a cierta envidia acuciada por alguna necia vanidad? Vemos a seres felices, a los que nosotros no hacemos felices, y eso nos resulta insoportable —Lotte me sonrió al ver la vehemencia con la que hablaba, y una lágrima en los ojos de Friederike me espoleó a continuar—. Ay de aquellos —dije— que se sirven del poder que tienen sobre un corazón para despojarlo de las sencillas alegrías que brotan en su seno. Todos los regalos, todas las deferencias del mundo no compensan un momento de felicidad amargado por la envidiosa indisposición de un tirano».

Mi corazón entero rebosaba en esos instantes; me embargaba el recuerdo de algunos acontecimientos pasados y las lágrimas asomaron a mis ojos.

«¿Quién será capaz de decirse cada día —exclamé— que lo único que debe hacer por sus amigos es permitirles sus alegrías y aumentar su felicidad, disfrutándola con ellos? Cuando en lo más profundo de su alma un amigo se vea atormentado por una angustiosa pasión, y se encuentre deshecho por la pena, ¿serás capaz de brindarle una gota de consuelo? E incluso cuando la última y más temible de todas las enfermedades se abata sobre la criatura que tú has enterrado en la flor de su juventud, y yazga en la más miserable languidez, con la mirada perdida en el cielo, y el sudor de la muerte le mude la pálida frente, y tú estés junto al lecho como un condenado, convencido hasta la médula de que no puedes hacer nada aun con todo tu poder, y el miedo te atenace por dentro, y lo darías todo por ser capaz de insuflar una gota de fuerza, una chispa de valor a esa criatura moribunda…».

Al pronunciar estas palabras, el recuerdo de una escena semejante que había presenciado me vino a la memoria con toda su fuerza. Me llevé el pañuelo a los ojos y me aparté del grupo, y sólo la voz de Lotte diciéndome que teníamos que marcharnos me hizo volver en mí. ¡Y cómo me regañó por el camino por el exceso de pasión que puse en todo, diciéndome que eso sería mi perdición! ¡Oh, qué ángel! ¡Por ti habré de vivir!

6 de julio

Sigue con su amiga moribunda y sigue siendo la misma dulce criatura, la misma solícita criatura que, allá donde mire, alivia dolores y hace feliz. Ayer por la tarde fue de paseo con Marianne y con la pequeña Malchen; yo lo sabía y les salí al paso, y luego continuamos juntos. Tras un paseo de hora y media, ya de regreso a la ciudad, llegamos a la fuente que me es tan querida y que ahora lo será mil veces más. Lotte se sentó sobre el murete, nosotros nos quedamos en pie delante de ella. Eché una mirada a mi alrededor y, ¡ay!, aquel tiempo en que mi corazón estaba tan solo revivió en mí. «Querida fuente —dije—, desde entonces no había vuelto a descansar en tu frescor, a veces ni siquiera reparaba en ti cuando pasaba con prisa». Bajé la vista y vi a Malchen afanándose en subir con un vaso de agua. Miré a Lotte y me di cuenta de todo lo que he ganado conociéndola. Entre tanto llega Malchen con un vaso. Marianne se dispone a cogerlo… «¡No! —exclama la niña con una expresión muy dulce—. ¡No! ¡Lottchen, primero tienes que beber tú!». Me quedé tan encantado con la franqueza, con la bondad con que lo había dicho que no fui capaz de expresar mis emociones más que levantando a la niña del suelo y besándola con tanta emoción que empezó a gritar y a llorar. «Habéis hecho mal»[28], dijo Lotte. Me quedé atónito. «Ven, Malchen —añadió mientras la cogía de la mano y bajaba los escalones—, venga, lávate con el agua fresca de la fuente, deprisa, deprisa, no te va a pasar nada». Estuve viendo con cuánto celo la pequeña se frotaba las mejillas con las manitas mojadas, con qué fe en que la fuente milagrosa lavaría todas las impurezas y le evitaría la vergüenza de verse con una fea barba; cuando Lotte dijo «basta», la niña seguía lavándose con ahínco, como si lavarse mucho diera más frutos que hacerlo poco… Te digo, Wilhelm, que no he asistido jamás con más respeto a una ceremonia bautismal, y cuando Lotte subió me habría gustado postrarme a sus pies como ante los de un profeta que ha expiado las culpas de toda una nación.

Por la noche, en la alegría de mi corazón, no pude resistir contárselo a un hombre al que había atribuido sentido común, pues es razonable, pero ¡cómo se me ocurriría! Me dijo que Lotte había hecho muy mal; que a los niños no había que contarles patrañas, que cosas así alimentan infinitos errores y supersticiones, contra los que hay que proteger a los niños cuanto antes. Entonces recordé que ese hombre había celebrado un bautizo hacía ocho días, así que no insistí y en mi corazón me aferré a la verdad: debemos comportarnos con los niños igual que Dios con nosotros, que como nos hace más dichosos es dejándonos dar tumbos, inmersos en dulces delirios.

8 de julio

¡Qué infantiles somos! ¡Cómo ansiamos una mirada así! ¡Qué infantiles somos! Habíamos ido a Wahlheim. Las damas habían ido en coche, y en nuestros paseos creí ver en los negros ojos de Lotte… Soy un necio, ¡perdóname! ¡Tendrías que verlos, esos ojos! Para ser breve, porque los párpados se me cierran de sueño, mira, las damas subieron al coche y fuera nos quedamos el joven W., Selstadt, Audran y yo. Por la portezuela charlaron con los chicos, que, por cierto, eran bastante simples y frívolos. Yo busqué los ojos de Lotte, pero ¡ay!, iban de uno a otro. ¡En mí, en mí, en mí, en el único que estaba completamente entregado a ella… en mí no se fijaron! Mi corazón le dijo mil veces adiós. ¡Y no me miró! El coche se puso en movimiento y una lágrima asomó a mis ojos. La seguí con la mirada y vi su tocado asomando por la portezuela, mientras ella se volvía para mirar, ¡ay!, ¿a mí? ¡Querido amigo! En esta incertidumbre vivo suspenso, éste es mi consuelo: ¡tal vez se volvió para mirarme a mí! ¡Tal vez…! ¡Buenas noches! ¡Oh, pero qué infantil soy!

10 de julio

¡Tendrías que ver la cara de bobo que pongo cuando se habla de ella en sociedad! ¡Cuando me preguntan si me gusta! ¡Si me gusta…! Odio esta palabra a muerte. ¿Qué tipo de hombre será aquel al que Lotte le guste, y que no colme todos sus sentidos, todas sus emociones? ¡Si me gusta…! ¡Hace poco alguien me preguntó si me gustaba Ossian[29]!

11 de julio

La señora M. está muy mal; rezo por su vida porque sufro con Lotte. Rara vez la veo, en casa de una amiga, y hoy me ha contado un suceso asombroso. El viejo M. es un canalla avaro y mezquino, que le ha hecho la vida imposible a su mujer con todo tipo de tormentos y ataduras, aunque ella siempre ha sabido arreglárselas. Hace unos días, cuando el médico la dio por desahuciada, mandó llamar a su marido (Lotte estaba en la habitación) y le dijo lo siguiente: «Tengo que confesarte una cosa que, después de mi muerte, podría causar alguna confusión y malestar. Hasta ahora he gobernado la casa con tanto orden y parquedad como me ha sido posible, pero habrás de perdonarme porque en estos treinta años te he estado engañando. Al principio de nuestro matrimonio tú asignaste una pequeña cantidad para costear los gastos de cocina y otras necesidades domésticas. Cuando los gastos fueron creciendo y nuestra hacienda aumentó, no hubo forma de que incrementases mi asignación semanal con arreglo a las nuevas circunstancias. En resumidas cuentas, sabes que en los tiempos en que más gastos tuvimos exigiste que me las apañara con siete florines a la semana. Los cogía sin rechistar y lo que me faltaba lo iba tomando cada semana de los beneficios en metálico de las ventas, pues nadie iba a sospechar que la esposa robara de la caja. No he derrochado nada y me habría ido tranquilamente al otro mundo sin haberlo confesado, si no fuera porque la que tendrá que llevar la casa después de mí no sabrá cómo desenvolverse y tú siempre podrías insistirle en que tu primera mujer sí se las apañaba».

Comenté con Lotte la increíble ofuscación del entendimiento humano, incapaz de sospechar que tiene que haber gato encerrado cuando a uno le alcanza con siete florines viendo que el gasto es probablemente el doble. Pero yo he conocido a gente que, sin el menor asombro, habría aceptado en su casa la pequeña orza de aceite eterno del profeta[30].

13 de julio

¡No, no me engaño! ¡Leo en sus ojos negros un auténtico interés por mí y por mi destino! ¡Sí, y en esto puedo confiar en mi corazón, siento que ella… (¡oh!, ¿acaso puedo expresar la gloria con estas palabras…?) que ella me ama!

¡Me ama! ¡Y cuán digno me siento, cuánto —a ti puedo decírtelo, tú tienes sensibilidad para entenderlo—, cuánto me venero a mí mismo desde que ella me ama!

¿Es esto una temeridad o un sentimiento realmente correspondido? No conozco al hombre que Lotte guarda en su corazón y del que yo podría temer algo. Y, sin embargo, cuando habla de su prometido con tanto ardor, con tanto cariño… me siento como alguien a quien se despojara de todos sus honores y dignidades y se le arrebatara la espada.

16 de julio

¡Ay! ¡Qué sensación recorre mis venas cuando, sin querer, mi dedo roza el suyo, cuando nuestros pies se encuentran debajo de la mesa! Retrocedo como si fuera fuego, una fuerza secreta me empuja de nuevo hacia delante… y pierdo el sentido. ¡Oh! Y su inocencia, su alma cándida no sabe cuánto me atormentan estas pequeñas confianzas. Cuando, en medio de una conversación, posa su mano sobre la mía e, interesada, se acerca tanto a mí que el celestial aliento de su boca es capaz de alcanzar mis labios… entonces creo perecer, como fulminado por un rayo. Y, ¡Wilhelm!, si alguna vez yo me permitiera… ese cielo, esa confianza… Ya me entiendes. ¡No, mi corazón no está tan echado a perder! Pero ¡es débil! ¡Lo suficientemente débil! ¿Y no es eso perdición?

Es sagrada para mí. Cualquier deseo se acalla en su presencia. Nunca sé qué me pasa cuando estoy con ella; es como si el alma me trastornara los nervios. Conoce una melodía que interpreta al piano con la fuerza de un ángel, tan sencilla y tan ingeniosa. Es su canción favorita, y, sólo con que toque la primera nota, me siento libre de todo dolor, confusión y obsesión.

Ni una sola palabra que se diga sobre la antigua fuerza mágica de la música me parece inverosímil[31]. ¡Cómo me atrapa ese simple canto! ¡Y cómo sabe interpretarlo, a menudo justo en el momento en que me dispararía una bala en la cabeza! La confusión y las tinieblas de mi alma se disipan y vuelvo a respirar libremente.

18 de julio

Wilhelm, ¿qué sería de nuestro corazón en un mundo sin amor? ¡Lo mismo que una linterna mágica sin luz! ¡Apenas pones en ella la lamparita, un sinfín de imágenes de todos los colores resplandece en tu blanca pared! Y, aunque no sean más que eso, fantasmagorías pasajeras, seguirán haciéndonos felices cada vez que nos coloquemos frente a ellas como niños y nos hechicen esas maravillosas apariciones.

Hoy no he podido ir a casa de Lotte, una reunión ineludible me lo ha impedido. ¿Qué podía hacer? Envié a mi criado únicamente para poder tener cerca de mí a una persona que hoy hubiera estado cerca de ella. ¡Con qué impaciencia lo esperaba, con qué alegría volví a verlo! Me habría gustado agarrarle la cabeza y darle un beso si no me hubiera dado vergüenza.

Se dice de la piedra de Bolonia[32] que, si se la pone al sol, absorbe sus rayos y por la noche fosforece durante un rato. Eso mismo me ha ocurrido con el muchacho. ¡La sensación de que los ojos de Lotte se habían posado sobre su rostro, sus mejillas, los botones de su chaqueta y el cuello de su gabán, ha hecho todo esto tan sagrado, tan valioso…! En ese momento no habría renunciado al joven ni por mil táleros. Me sentía tan bien en su presencia… Que Dios te libre de reírte. Wilhelm, ¿acaso son eso fantasmagorías cuando nos sentimos tan bien?

19 de julio

«¡Voy a verla!», exclamo por la mañana cuando me despierto y, lleno de alegría, contemplo el hermoso sol. «¡Voy a verla!». Y en todo el día ya no deseo nada más. Todo, todo se cifra en esa expectativa.

20 de julio

No acabo de hacerme a vuestra idea de ir a … con el embajador. No me gusta mucho la subordinación y todos sabemos que ese hombre es, además, un tipo repugnante. Dices que a mi madre le encantaría verme activo; eso me ha hecho reír. ¿Es que ahora no estoy activo? Y, en el fondo, ¿no da lo mismo que cuente guisantes o lentejas? Todo en este mundo acaba por ser una bagatela, y un hombre que, por voluntad de otro, sin que sea su propio deseo, su propia necesidad, se mate a trabajar por dinero u honores o lo que sea, será siempre un necio.

24 de julio

Puesto que tanto te interesa que no descuide mis dibujos preferiría pasar por alto este asunto antes que decirte que, hasta el momento, he hecho muy poco.

Jamás he sido tan feliz, jamás mi sensibilidad por la naturaleza ha sido tan plena, tan íntima, hasta por una piedrecita, por una hierbecita, y, sin embargo… No sé cómo debo expresarme, la fuerza de mi imaginación es tan débil, todo flota y se tambalea ante mi alma hasta tal punto que no soy capaz de emprender un solo esbozo; aunque creo que si tuviera arcilla o cera seguro que haría algo. ¡Si esto dura mucho, terminaré cogiendo arcilla y amasándola, aunque me salgan sólo pasteles!

He empezado tres veces el retrato de Lotte y tres veces he hecho el ridículo, cosa que me disgusta tanto más cuanto que hace algún tiempo solía acertar bastante. Así que he hecho su silueta[33] y con eso habré de conformarme.

25 de julio

Sí, querida Lotte, lo conseguiré y me ocuparé de todo; sólo dadme más encargos, pero más a menudo. Una cosa os pido: no más arenilla en las notitas que me escribáis[34]. Hoy me la he llevado rápidamente a los labios y me han rechinado los dientes.

26 de julio

Algunas veces me he propuesto no verla tan a menudo. Sí, ¡quién pudiera cumplirlo! Día tras día sucumbo a la tentación y me lo prometo por lo más sagrado: «Mañana, por una vez, no te acercarás». Pero cuando llega ese mañana vuelvo a encontrar una razón inexcusable y, antes de haberme dado cuenta, estoy en su casa. Ya sea que por la noche me haya dicho: «Vendréis mañana, ¿no?» (¿quién podría no ir entonces?), ya que me haya encomendado algo y a mí me parezca lo más adecuado llevarle en persona la respuesta, ya que el día esté muy hermoso y vaya a Wahlheim, ¡y ya que estoy allí, su casa está sólo a media hora…! Estoy demasiado cerca de su atmósfera… ¡Zas y ya estoy allí! Mi abuela se sabía un cuento de una montaña magnética[35]: los barcos que se acercaban más de la cuenta se quedaban al instante sin las piezas de hierro, los clavos volaban hacia la montaña y los pobres desgraciados se iban a pique entre las tablas que se desplomaban.

30 de julio

Ha llegado Albert y yo me marcharé; y, aunque fuera el mejor, el más noble de los hombres, aunque ante él yo estuviera dispuesto a considerarme inferior en todos los sentidos, no podría verlo en posesión de tantas perfecciones. ¡Posesión…! ¡Se acabó, Wilhelm, el novio está aquí! Un hombre honrado y amable, con el que hay que portarse bien. ¡Por fortuna no estuve cuando lo recibieron! Me habría partido el corazón. Además es tan honesto que no ha besado una sola vez a Lotte en mi presencia. ¡Que Dios se lo pague! Tengo que quererlo por el respeto que le tiene a la joven. Me tiene aprecio, y sospecho que es por obra de Lotte más que de sus propios sentimientos; pues en estas cosas las mujeres son muy sutiles y tienen razón: si son capaces de conseguir que dos admiradores se lleven bien, el beneficio es siempre para ellas, por muy rara vez que esto ocurra.

Con todo, no puedo negarle mi respeto a Albert. Su serena apariencia contrasta muy vivamente con lo inquieto de mi carácter, imposible de ocultar. Es muy sensible y sabe lo que vale Lotte. Parece que no tiene muy mal humor, y ya sabes que ése es el pecado que más detesto en el ser humano.

Me tiene por hombre sensato y mi dependencia de Lotte, la cálida alegría que siento ante todo lo que ella hace, aumenta su triunfo y por ello la ama aún más. Y si alguna vez la atormenta con pequeños ataques de celos… en eso no voy a entrar. Yo, al menos, de estar en su lugar, no me sentiría del todo seguro frente a este diablo.

¡Que haga lo que quiera! Mi alegría de estar con Lotte se ha acabado. ¿He de llamarlo necedad u obcecación? ¡Qué más da cómo se llame! ¡Limítate a contarlo! Antes de que llegara Albert yo ya sabía todo lo que sé ahora; sabía que no podía abrigar ninguna pretensión, y tampoco la abrigué… es decir, en la medida en que uno puede no desearla entre tantas gentilezas. Y ahora el mocoso se sorprende de que el otro venga de verdad y le quite a la chica.

Aprieto los dientes y me burlo de mi desgracia, y me burlaría el doble y el triple de quienes dijeran que debo resignarme porque no podía ser de otro modo. ¡Quitadme de encima a esos espantajos! Vago por los bosques y, cuando llego a casa de Lotte y Albert está sentado a su lado en el jardincito, bajo el cenador, no soy capaz de seguir, me vuelvo un loco sin freno y empiezo a hacer bobadas, un sinfín de tonterías. «¡Por amor de Dios —me ha dicho hoy Lotte—, os lo ruego, no hagáis una escena como la de anoche! Sois terrible cuando estáis tan alegre». Entre nosotros, acecho el momento en que él tiene algo que hacer, y entonces, ¡zas!, aparezco y siempre me siento bien cuando la encuentro sola.

8 de agosto

Te lo ruego, querido Wilhelm, sin duda no me refería a ti al calificar de insoportables a los hombres que nos exigen resignación ante un destino inevitable. De verdad que no pensaba que tú pudieras ser de la misma opinión. Y, en el fondo, tienes razón. Sólo una cosa, querido amigo: en el mundo muy rara vez es simplemente «esto o lo otro», los sentimientos y los comportamientos tienen matices tan variados como la pendiente de una nariz aguileña y la de una chata.

Así pues, no me tomarás a mal que admita todos tus argumentos y, sin embargo, intente escabullirme del «esto o lo otro».

O bien, dices, tienes alguna esperanza de conseguir a Lotte, o bien no tienes ninguna. Bueno, en el primer caso, trata de seguir adelante, trata de realizar tus deseos; en el caso contrario, ármate de valor y trata de librarte de unos desafortunados sentimientos que consumirán todas tus fuerzas. ¡Amigo mío! Eso se dice bien… y se dice pronto.

¿Y acaso puedes exigirle al desdichado, cuya vida se extingue sin remedio bajo el efecto de una enfermedad incurable, acaso puedes exigirle que ponga fin de una vez por todas a sus sufrimientos dándose una puñalada? ¿Es que el mal que consume sus fuerzas no es también el que le priva del valor para librarse de él?

Sin duda podrías contestarme con una comparación similar: ¿quién no preferiría dejarse amputar un brazo antes que poner en juego su vida por miedo y vacilación? ¡No lo sé! Y tampoco vamos a rompernos la cabeza con comparaciones. Basta… Sí, Wilhelm, de vez en cuando tengo uno de esos momentos de súbito y arrojado valor y entonces… me marcharía de buen grado, si al menos supiera adónde.

Por la tarde

Mi diario, que, desde hace algún tiempo, tengo abandonado, ha vuelto a caer hoy en mis manos, y me sorprende de qué forma tan consciente he ido metiéndome en todo esto, paso a paso. Con cuánta claridad he visto siempre mi posición y, sin embargo, me he portado como un niño; ahora lo veo aún más claro y la cosa no tiene visos de mejorar.

10 de agosto

Podría llevar la mejor y más dichosa de las existencias si no fuera un necio. No es fácil que concurran tan hermosas circunstancias, capaces de colmar de felicidad el alma de un hombre, como éstas en las que ahora me encuentro. ¡Ay, qué cierto es que sólo nuestro corazón puede labrarse su propia dicha! Ser miembro de esta encantadora familia, ser amado por el viejo como un hijo, por los pequeños como un padre, ¡y por Lotte…! Además, el noble Albert, que no perturba mi alegría con ningún gesto malhumorado, que me acoge con cordial amistad, para el que, después de Lotte, soy lo que más quiere en el mundo… Wilhelm, es un placer oírnos cuando vamos de paseo y hablamos los dos de Lotte: no se ha inventado en el mundo nada más ridículo que esta relación y, sin embargo, a menudo las lágrimas asoman a mis ojos por ella.

Cuando me habla de la madre de Lotte, tan recta, de cómo en el lecho de muerte le confió a ella su casa y sus niños, y a él le encomendó que se ocupara de Lotte, de cómo desde entonces la ha animado un espíritu completamente distinto, de cómo, con el cuidado de su hogar y con la responsabilidad, se ha convertido en una verdadera madre, de cómo no pasa un solo momento sin entregarse al cariño, al trabajo y, aun con todo, no ha perdido ni la alegría ni la espontaneidad… Así voy andando con él, cogiendo flores por el camino y haciendo un ramo con ellas con todo cuidado para… arrojarlas al paso de la corriente y seguir con la mirada cómo se van hundiendo lentamente. No sé si te he dicho que Albert va a quedarse y que le van a dar un puesto con unos buenos honorarios en la corte, donde es muy apreciado. En orden y laboriosidad en los negocios he visto a pocos como él.

12 de agosto

Ciertamente Albert es la mejor persona del mundo. Ayer viví con él una escena asombrosa. Fui a verlo para despedirme, pues se me había antojado ir a cabalgar por las montañas, desde donde ahora te escribo, y, mientras paseaba por la sala, me llamaron la atención sus pistolas. «Préstame las pistolas para el viaje», le dije. «Por mí de acuerdo —dijo—, si te tomas la molestia de cargarlas, aquí sólo están de adorno. —Descolgué una y él continuó diciendo—: Desde que mi prudencia me jugó una mala pasada, no quiero tener nada que ver con esos chismes». Me entró curiosidad por conocer la historia. «Llevaba ya unos tres meses en el campo en casa de un amigo —me contó—, tenía un par de tercerolas[36] descargadas y dormía plácidamente. En una ocasión, una tarde de lluvia en la que estaba ocioso, no sé cómo se me ocurrió que podrían asaltarnos y que necesitaría las tercerolas y que podríamos… Ya sabes cómo es eso. Se las di al criado para que las limpiara y las cargara, y él se puso a jugar con las sirvientas para asustarlas y, Dios sabe cómo, el arma se disparó y, como la baqueta aún estaba dentro, le atravesó a una muchacha el pulpejo de la mano derecha y le destrozó el pulgar. Entonces tuve que soportar los lamentos y, además, pagar la cura, y desde ese día dejo todas las armas descargadas. Querido amigo, ¿qué es la prudencia? ¡Del peligro nunca se aprende lo bastante! Pero…». Ahora ya sabes que aprecio a este hombre excepto en sus «peros», pues se sobreentiende que toda generalidad tiene sus excepciones. Pero ¡es un puntilloso! Si cree haber dicho algo precipitado, vago o dudoso, no deja de poner limitaciones, modificaciones, de quitar y poner, hasta que, al final, ya no queda nada de lo que afirmaba. Y en esta ocasión profundizó tanto en el tema que acabé por no escucharlo, me sumí en mis fantasías y, con un súbito gesto, me puse el cañón de la pistola en la frente, encima del ojo derecho. «¡Vaya! —dijo Albert quitándome la pistola—. ¿Qué significa esto?». «No está cargada», dije. «Y, aunque así sea, ¿qué significa esto? —replicó impaciente—. No soy capaz de concebir que un hombre pueda ser tan necio como para dispararse; la sola idea me repugna».

«¡Que vosotros, los hombres —exclamé—, al hablar de cualquier cosa, siempre tengáis que decir: esto es una necedad, esto es inteligente, esto está bien, esto está mal! ¿Y qué significa todo eso? ¿Acaso habéis estudiado todas las circunstancias internas de cada acto? ¿Sabéis exponer con seguridad los motivos por los que ha ocurrido, por los que hubo de ocurrir? Si lo hubierais hecho, no os apresuraríais tanto en vuestros juicios».

«Tendrás que reconocer —dijo Albert— que ciertas acciones serán siempre pecado, ocurran por los motivos que ocurran».

Me encogí de hombros y lo reconocí. «Pero, querido amigo —continué diciendo—, aquí también se dan algunas excepciones. Es cierto que el robo es un crimen, pero el hombre que sale a robar para evitarse a sí mismo y a los suyos morir de hambre, ¿merece compasión o castigo? ¿Quién levantará la primera piedra contra el marido que, en justa ira, sacrifica a su infiel mujer y a su vil seductor? ¿Y contra la muchacha que, en una hora de dicha, se extravía en los irresistibles goces del amor? Incluso nuestras leyes, esas pedantes de sangre fría, se dejan conmover y se abstienen del castigo».

«Pero eso es algo completamente diferente —repuso Albert—, porque un hombre que se deja llevar por sus pasiones pierde el juicio por completo y se le considera un borracho, un loco».

«¡Ay, vosotros, los juiciosos! —exclamé riendo—. ¡Pasión! ¡Embriaguez! ¡Locura! ¡Qué tranquilos estáis, sin compasión, vosotros, los virtuosos! Censuráis al bebedor, despreciáis al insensato, pasáis de largo como el sacerdote y dais gracias a Dios como los fariseos por no haberos hecho como a uno de ellos[37]. Yo me he emborrachado más de una vez, mis pasiones nunca han estado muy lejos de la locura, y no me arrepiento de ninguna de las dos cosas, porque a mi manera he aprendido que de todos los hombres excepcionales que han hecho algo grande, algo que parecía imposible, siempre se ha dicho que eran unos borrachos y unos locos. Pero también en la vida cotidiana es intolerable tener que oír prácticamente a todo el mundo exclamar ante una acción libre, noble, inesperada: “¡Este hombre está borracho! ¡Éste está loco!”. ¡Avergonzaos vosotros, los sobrios! ¡Avergonzaos vosotros, los sabios!».

«Ésta es otra de tus locuras —dijo Albert—, tú lo llevas todo al extremo y, al menos en este asunto, no tienes razón al comparar el suicidio, que es de lo que estamos hablando ahora, con grandes acciones, puesto que el suicidio no se puede pensar que sea otra cosa que debilidad. Claro que es más fácil morir que soportar con entereza una vida llena de penurias».

Estuve a punto de poner fin bruscamente a la discusión, pues no hay nada que me saque más de mis casillas que alguien que recurre a una insignificante muestra de sabiduría popular cuando yo estoy hablando de corazón. Pero me contuve, pues ya he oído este argumento muchas veces y muchas más me he enfadado, y le respondí con cierto énfasis: «¿Lo llamas debilidad? Te lo ruego, no te dejes seducir por las apariencias. A un pueblo que gime bajo el yugo insoportable de un tirano, ¿puedes llamarlo débil cuando por fin se rebela y rompe sus cadenas? A un hombre que, sobreponiéndose al horror de que el fuego haya alcanzado su casa, siente todas sus fuerzas en tensión y saca de ella con facilidad cargas que, en un estado de serenidad, apenas sería capaz de mover; a alguien que, airado por una ofensa, se atreve con seis y los vence, ¿acaso puedes llamarlos débiles? Y, mi buen amigo, si el esfuerzo es fortaleza, ¿por qué una tensión extrema ha de ser lo contrario?». Albert me miró y dijo: «No me lo tomes a mal; los ejemplos que pones me parece que no vienen al caso». «Es posible —dije—, me han reprochado a menudo que mis argumentos rayan alguna vez en la palabrería. Veamos, pues, si somos capaces de imaginar de otra forma cómo puede sentirse el hombre que decide desprenderse de la carga de la vida, por lo general tan agradable. Porque, sólo en la medida en que lo sintamos, tenemos derecho a hablar de un asunto. La naturaleza humana —continué diciendo— tiene sus límites: puede soportar la alegría, la pena, el dolor hasta un determinado grado y se derrumba en cuanto lo ha sobrepasado. Así pues, no se trata aquí de cuestionar si uno es débil o fuerte, sino de si es capaz de resistir la medida de su sufrimiento, ya sea moral o físico; y por eso me parece tan extraño decir que el hombre que se quita la vida es un cobarde, como inapropiado llamar cobarde a quien muere de una fatídica calentura». «¡Paradójico! ¡Muy paradójico!», exclamó Albert. «No tanto como crees —repliqué—. Admite que llamamos enfermedad mortal a aquella que ataca a la naturaleza de tal forma que devora parte de sus fuerzas, y deja a las demás tan sin efecto que no son capaces de recuperarse ni de restablecer, con un afortunado giro, el curso normal de la vida. Y ahora, amigo mío, apliquemos esto al espíritu. Observa al hombre en sus limitaciones: cómo le afectan las impresiones, cómo se graban en él las ideas, hasta que finalmente una creciente pasión le priva de todo su sano juicio y lo condena a la perdición. ¡De nada servirá que el hombre sereno y juicioso no quiera ver el estado en que se encuentra el desdichado, de nada servirá que lo anime! Lo mismo que una persona sana junto al lecho de un enfermo no puede infundir en éste ni la más mínima fuerza».

A Albert todo esto le resultaba demasiado general. Le recordé a una muchacha que hacía poco habían encontrado muerta en un río y volví a contarle la historia[38]. «Era una criatura joven, que se había criado en el estrecho círculo de las ocupaciones caseras y del trabajo semanal, que no tenía otra perspectiva de distracción que salir los domingos a pasear por la ciudad con sus compañeras, ataviada con las galas que con esfuerzo había ido reuniendo, quizá bailar en alguna ocasión en las fiestas mayores y, por lo demás, dedicar, con vivo interés, alguna que otra hora a charlar con una vecina sobre el motivo de una disputa o de una murmuración. Su ardiente naturaleza, sin embargo, acaba alimentando íntimas necesidades que van en aumento con los halagos de los hombres; poco a poco las antiguas alegrías dejan de complacerla, hasta que finalmente da con un hombre hacia el que la arrastra de forma irresistible un sentimiento desconocido y en el que deposita ahora todas sus esperanzas: olvida el mundo que la rodea, no ve nada, no oye nada, no siente otra cosa que no sea él, sólo él, quiere únicamente estar con él, con él solo. No corrompida por los vacíos placeres de la vanidad, sus deseos apuntan directamente a un objetivo: quiere ser suya, quiere encontrar en unión eterna con él toda la felicidad de la que carece, gozar de todas las alegrías a las que aspira. Promesas reiteradas que sellan la certeza de todas sus esperanzas, atrevidas caricias que incrementan sus anhelos, atrapan su alma sin remisión; flota en una sorda conciencia, en un presentimiento de todas las dichas; presa de la máxima tensión extiende finalmente sus brazos para abrazar sus deseos… y su amado la abandona. Petrificada, sin sentido, se encuentra en un abismo; todo cuanto la rodea es oscuridad, ¡ninguna perspectiva, ningún consuelo, ningún buen presagio! Porque la ha abandonado aquel en quien únicamente percibía ella su existencia. No ve el amplio mundo que tiene delante, ni a todos aquellos que podrían suplir su pérdida, se siente sola, abandonada por todo el mundo… y ciega, oprimida por la terrible desgracia de su alma, se precipita al vacío para sofocar sus tormentos en una muerte que lo abarca todo. ¿Ves, Albert? ¡Ésta es la historia de algunas personas! Y dime, ¿no es éste el caso de la enfermedad? La naturaleza no encuentra salida alguna del laberinto de fuerzas confusas y contradictorias, y el hombre ha de morir.

»Ay de quien sea capaz de verlo y aun así pueda decir: “¡La muy necia! Si hubiera esperado, si hubiera dejado actuar al tiempo, la desesperación habría remitido, habría encontrado otro que la consolara”. Es lo mismo que decir: “¡El muy necio se muere de una calentura! Si hubiera esperado a recobrar las fuerzas, a que sus humores mejoraran, a que el tumulto de su sangre se calmara, todo habría ido bien y hoy estaría vivo”».

Albert, a quien la comparación no le parecía aún evidente, puso todavía algunas objeciones, entre ellas que yo sólo hablaba de una simple muchacha; pero no podía comprender cómo se podía disculpar a un hombre inteligente, no tan limitado y con una mejor visión de las circunstancias. «Amigo mío —exclamé—, el hombre es hombre, y el escaso juicio que pueda uno tener de poco o de nada sirve cuando la pasión se desata y las limitaciones de la humanidad lo constriñen. Es más… Dejémoslo para otra ocasión», dije cogiendo el sombrero. ¡Oh, mi corazón estaba tan henchido…! Y nos separamos sin habernos entendido. Como que en este mundo nadie comprende fácilmente a los demás.

15 de agosto

Es de sobra sabido que nada en el mundo hace al hombre tan necesario como el amor. Yo lo percibo en Lotte, en el hecho de que no le gustaría perderme, y los niños no conciben otra cosa sino que siempre regresaré al día siguiente. Hoy he ido para afinar el piano de Lotte, pero no he llegado a hacerlo porque los pequeños me han perseguido para que les contara un cuento y la propia Lotte me ha dicho que debía hacer su voluntad. Les he partido el pan de la merienda, que ahora aceptan de mi mano casi con tanto agrado como de la de Lotte, y les he contado la parte central de la princesa a la que servían unas manos[39]. Aprendo mucho con todo esto, te lo aseguro, y me sorprende la impresión que les causa. Como a veces tengo que inventarme algún detalle del que después me olvido, me dicen en seguida que la vez anterior era diferente, así que ahora practico para recitar las historias de corrido, sin cambios y con cierta cadencia cantarina. De este modo he aprendido que, cuando un autor hace una segunda edición de su relato, por mucho más poética que ésta haya quedado, necesariamente perjudica al libro. La primera impresión nos encuentra bien dispuestos, y el hombre está hecho de tal manera que se le puede convencer de lo más disparatado; pero todo esto queda instantáneamente grabado con tal fuerza que ¡ay de aquel que pretenda después tacharlo o enmendarlo!

18 de agosto

¿Es que tenía que ser así, que lo que hace la felicidad del hombre sea también la fuente de su desdicha?

La plena y cálida sensibilidad de mi corazón ante la naturaleza viva, que me ha colmado de tanta felicidad, que ha hecho un paraíso del mundo que me rodea, se ha convertido ahora en un verdugo insoportable, en un espíritu martirizante que me persigue por todos los caminos. Antes, cuando desde la roca que hay sobre el río contemplaba el fértil valle que se extiende hasta las colinas, y veía cómo todo germinaba y brotaba; cuando contemplaba aquellas montañas cubiertas de altos y espesos árboles desde los pies hasta la cumbre, aquellos valles sombreados en sus más diversos recodos por unos bosques de lo más agradable, y el apacible río que se deslizaba entre las susurrantes cañas y en el que se reflejan las lindas nubes que el suave viento de la tarde mece en lo alto del cielo; cuando luego escuchaba a las aves animando el bosque y los millones de enjambres de mosquitos danzando intrépidos con el último rayo del sol poniente, cuya trémula mirada liberaba de entre la hierba al escarabajo y sus zumbidos; el murmullo y la agitación llevaban mi vista a la tierra y al musgo que arranca su alimento de la dura roca, y las retamas que crecían en las laderas de la árida colina de arena me descubrían la vida íntima, ardiente y sagrada de la naturaleza… cómo lo recogía yo todo en mi cálido corazón, sintiéndome como divinizado en medio de tan desbordante plenitud, mientras las entrañables formas del mundo infinito se movían dando vida a todo mi espíritu. Me rodeaban inmensas cumbres, ante mí se abrían abismos y los torrentes se precipitaban al vacío; los ríos corrían a mis pies y el bosque y las montañas retumbaban; y yo las veía obrar y crear, entre unas y otras, en las profundidades de la tierra, todas las fuerzas insondables; y entonces sobre la tierra y bajo el cielo pululaba un sinfín de especies y criaturas. Todo, todo poblado por miles de formas, ¡y los hombres, mientras tanto, se recogen seguros en sus casitas creyendo que dominan el ancho mundo! ¡Pobre necio, tú que prestas tan poca atención a todo porque eres tan pequeño…! Desde la inaccesible cordillera del páramo, que no ha hollado pie alguno, hasta los confines del ignoto océano sopla el espíritu del Creador eterno, alegrándose de cada mota de polvo que vive y lo percibe… ¡Ay, cuántas veces quise posarme en la orilla del inconmensurable mar con las alas de una grulla que pasaba volando sobre mí, beber del espumoso cáliz del infinito esa inmensa alegría de vivir y sentir sólo por un momento, en la limitada fuerza de mi pecho, una gota de la felicidad del Ser que lo crea todo en sí y por sí!

Hermano, sólo el recuerdo de aquellas horas me hace sentir bien. Incluso el esfuerzo de evocar esos sentimientos indecibles, de volver a expresarlos, eleva mi alma, pero luego siento, redoblado, el estado de temor en el que ahora me encuentro.

Ante mi alma se ha levantado una especie de telón, y el escenario de la vida infinita se transforma a mis ojos en el abismo de la tumba eternamente abierta. ¿Acaso puedes decir: «¡Esto es todo!» cuando todo pasa, cuando todo pasa y rueda a la velocidad del rayo, y si incluso alguna vez perdurase toda la fuerza de la existencia, sería arrastrada, ¡ay!, por la corriente, hundida y destrozada contra las rocas? No hay un solo instante que no te consuma a ti y a los tuyos, ni un solo instante en el que no seas, en el que no hayas de ser un destructor; el paseo más inocente cuesta la vida a miles de pobres gusanitos, una pisada destruye las arduas construcciones de las hormigas y aplasta un pequeño mundo convirtiéndolo en una tumba infame. ¡Ay! No son las grandes y excepcionales desgracias del mundo, esas inundaciones que arrasan vuestras aldeas, esos terremotos que se tragan vuestras ciudades, las que me conmueven; mi corazón lo mina la fuerza destructora que yace oculta en toda la naturaleza, que no ha creado nada que no aniquile a su vecino ni a sí mismo. ¡Y así ando, dando tumbos, lleno de congoja! El cielo y la tierra y todas las fuerzas en movimiento que me rodean: no veo más que un monstruo devorando eternamente, rumiando eternamente.

21 de agosto

En vano tiendo mis brazos hacia ella, por la mañana, cuando amanezco en medio de agitados sueños; en vano la busco de noche en mi lecho después de que la tierra, dichosa e inocente, me ha engañado en sueños como si estuviera sentado a su lado en el prado, cogiéndola de la mano y cubriéndola de miles de besos. ¡Ay! Cuando luego, aún medio dormido, la busco a tientas y, en ésas, termino de despertarme… un mar de lágrimas brota de mi corazón angustiado y, sin consuelo, lloro ante la visión de un lúgubre futuro.

22 de agosto

Es una desgracia, Wilhelm, toda la actividad de mis fuerzas se ha desvanecido en una indómita desidia; no puedo estar ocioso, pero tampoco puedo hacer nada. No tengo imaginación ni siento nada por la naturaleza, y los libros me repugnan. Cuando nos faltamos a nosotros mismos, todo nos falta. Te juro que a veces desearía ser un jornalero sólo para tener una perspectiva del día que me espera al despertarme por la mañana, algo que me impulse, una esperanza. A menudo envidio a Albert, al que veo sepultado hasta las orejas entre expedientes, ¡y me imagino lo bien que me sentiría si estuviera en su lugar! Varias veces se me ha ocurrido la idea de escribiros a ti y al ministro para solicitar ese puesto en la legación que, tal como me aseguras, no me negarían. Yo también lo creo. El ministro me aprecia desde hace tiempo, siempre ha insistido en que debía dedicarme a algo de provecho, y, de vez en cuando, también yo le doy vueltas al asunto. Pero después, cuando vuelvo a pensarlo y recuerdo la fábula del caballo[40] que, impaciente por su libertad, deja que le pongan silla y arreos y lo montan de forma ignominiosa… no sé qué debo hacer. Y, ¡mi querido amigo!, ¿acaso esas ganas de cambiar de situación no son en realidad una íntima e incómoda impaciencia que me perseguirá donde quiera que vaya?

28 de agosto

Es cierto, si mi enfermedad pudiera curarse, estas personas la curarían. Hoy es mi cumpleaños[41], y muy de mañana he recibido un paquetito de Albert. Al abrirlo lo primero que he visto ha sido uno de los lazos de color rojo pálido que Lotte llevaba cuando la conocí y que, desde entonces, le he pedido varias veces. Había también dos tomitos en dozavo[42], el pequeño Homero de Wetstein[43], una edición que tantas veces he querido tener para no tener que cargar en los paseos con el Ernesti[44]. ¡Ya ves cómo se anticipan a mis deseos concediéndome todas las pequeñas atenciones de la amistad, mil veces más valiosas que esos deslumbrantes regalos con los que nos humilla la vanidad de quien nos los ofrece! Beso ese lazo miles de veces y con cada aspiración respiro el recuerdo de las alegrías que me embargaron en aquellos escasos días felices que no volverán. Wilhelm, así es, y no protesto: ¡las flores de la vida son sólo apariencia! ¡Cuántas de ellas pasan sin dejar tras sí una sola huella! ¡Qué pocas dan fruto y qué pocos de esos frutos llegan a madurar! Y, no obstante, ¡oh, hermano mío!, ¿podemos no reparar en esos frutos maduros, despreciarlos y dejar que se pudran sin degustarlos?

¡Adiós! Este verano es magnífico; a menudo me subo a los frutales en el huerto de Lotte, con la horquilla[45], esa vara larga, y cojo las peras de la copa. Ella espera debajo y las recoge cuando yo las dejo caer.

30 de agosto

¡Desdichado! ¿Acaso no eres un necio? ¿Acaso no te engañas a ti mismo? ¿Qué significa toda esa pasión delirante, sin fin? Sólo tengo plegarias para ella; en mi imaginación no aparece otra figura que la suya y todo lo que hay en el mundo lo veo sólo en relación con ella. Y eso me procura unas horas tan felices… ¡hasta el momento en que tengo que volver a separarme de ella! Cuando he pasado dos o tres horas sentado a su lado, deleitándome con su figura, con sus modales, con la expresión celestial de sus palabras, y todos mis sentidos, poco a poco, han ido excitándose, y todo se ensombrece ante mis ojos, y no oigo apenas nada, siento como si un asesino me agarrara por el cuello; entonces mi corazón, latiendo violentamente, intenta dar aire a mis oprimidos sentidos aumentando aún más su confusión… ¡Wilhelm, muchas veces no sé si estoy en el mundo! Y, en ocasiones, cuando la melancolía me domina y Lotte me permite el mísero consuelo de llorar mi angustia sobre su mano… ¡tengo que irme, tengo que salir!, y entonces me marcho y empiezo a vagar por los campos. ¡Trepar una escarpada montaña es entonces mi alegría, abrir un camino a través de un bosque infranqueable, a través de los zarzales que me hieren y las espinas que me desgarran! ¡Así me siento algo mejor! ¡Algo! Y, cuando cansado y sediento me tumbo en algún punto del camino, a veces en plena noche, cuando la luna llena se alza sobre mí y me siento sobre un árbol achaparrado buscando algún alivio a las heridas plantas de mis pies, ¡entonces me quedo dormido a la luz del crepúsculo, en medio de una calma mortecina! ¡Oh, Wilhelm! La solitaria morada de una celda, el hábito de crines y el cilicio[46] serían bálsamos por los que mi alma se consume. ¡Adiós! Para esta miseria no veo otro final que la sepultura.

3 de septiembre

¡Tengo que marcharme! Wilhelm, te agradezco que hayas impulsado mi vacilante decisión. Hace ya quince días que estoy dando vueltas a la idea de abandonarla. Tengo que marcharme. Está de nuevo en la ciudad, en casa de una amiga. Y Albert… y… ¡tengo que marcharme!

10 de septiembre

¡Menuda noche! ¡Wilhelm! Ahora sí que podré soportarlo todo. ¡No volveré a verla! ¡Oh! ¡No poder volar para echarme a tu cuello y expresarte con arrobos y miles de lágrimas, querido amigo, todas las emociones que asaltan mi corazón! Aquí estoy, buscando el aire, tratando de tranquilizarme y esperando a que llegue el día; he pedido los caballos para el amanecer.

Ay, ella duerme plácidamente sin imaginar que no volverá a verme. Me he separado de ella, he sido lo suficientemente fuerte para no delatar mis intenciones en una conversación de dos o tres horas. ¡Y, Dios mío, qué conversación!

Albert me había prometido que se encontraría con Lotte en el jardín después de la cena. Yo estaba en la terraza, bajo los altos castaños, siguiendo con la vista el sol que, por última vez, se ponía para mí por encima del adorable valle, por encima del apacible río. Cuántas veces he estado allí con ella, contemplando precisamente ese magnífico espectáculo, y ahora… Iba caminando por esa avenida que me era tan querida; una simpática afinidad me había retenido muchas veces en ella, antes incluso de conocer a Lotte: cómo nos alegramos cuando, al principio de nuestra amistad, descubrimos nuestra común preferencia por ese lugar que, verdaderamente, es uno de los más novelescos de cuantos he visto creados por la mano del hombre.

Primero tienes ese amplio panorama entre los castaños… Ay, creo recordar que ya te he contado muchas cosas de él, cómo las altas paredes que forman las hayas acaban por encerrarlo a uno y cómo, gracias a un bosquete[47] aledaño, la avenida va tornándose cada vez más sombría hasta que desemboca en un pequeño lugar cerrado, en el que reina el escalofrío de la soledad. Aún me acuerdo de lo bien que me sentí al entrar en él por primera vez en pleno mediodía; tuve el leve presentimiento de que habría de ser un escenario de dicha y de dolor.

Llevaba aproximadamente media hora recreándome en los dulces y lánguidos pensamientos de la despedida y el reencuentro cuando oí que subían a la terraza. Salí a su encuentro, con un escalofrío cogí la mano de Lotte y la besé. La luna apareció en ese momento entre la frondosa colina; hablamos de cosas diversas y, sin darnos cuenta, nos aproximamos al recinto sombrío. Lotte entró y se sentó, Albert a su lado, yo también; me puse en pie, frente a ella, anduve de un lado para otro y me volví a sentar: era una situación angustiosa. Ella nos señaló el hermoso efecto de la luz de la luna que, al final de las paredes de hayas, iluminaba toda la terraza: una vista soberbia, en esos momentos mucho más sorprendente, puesto que nos envolvía una profunda oscuridad. Guardamos silencio y, al cabo de un rato, Lotte dijo: «Nunca salgo a pasear a la luz de la luna sin que me asalte el recuerdo de mis difuntos, sin que me embargue el sentimiento de la muerte, del futuro. ¡Seguiremos existiendo! —añadió con la voz de la más sublime pasión—, pero, Werther, ¿volveremos a encontrarnos, a reconocernos? ¿Qué opinas tú? ¿Qué dices?».

«¡Lotte —dije cogiéndole la mano, mientras los ojos se me llenaban de lágrimas—, volveremos a vernos! ¡Volveremos a vernos aquí y allí!». No pude seguir… ¡Wilhelm, tuvo que preguntarme eso cuando invadía mi corazón la angustia de la despedida! «¿Y sabrán nuestros queridos difuntos de nosotros —continuó—, sentirán que, cuando estamos bien, los recordamos con gran cariño? ¡Oh! La imagen de mi madre nunca me abandona cuando, en el silencio de la noche, estoy entre sus niños, entre mis niños, que me rodean igual que la rodeaban a ella. Entonces, con una lágrima de añoranza miro al cielo y deseo que ella pudiera ver por un momento cómo cumplo la palabra que le di en la hora de su muerte, ser la madre de sus hijos. Con cuánta emoción exclamo: “Perdóname, queridísima madre, si no soy para ellos lo que eras tú. ¡Ay! Hago todo lo que puedo, están vestidos, bien alimentados y, ¡ay!, lo que es más importante, cuidados y queridos. Si pudieras ver nuestra armonía, ¡santa madre querida!, con fervor agradecerías y ensalzarías al Dios al que rezaste por el bienestar de tus hijos con tus últimas y más amargas lágrimas”».

¡Eso dijo! ¡Oh, Wilhelm! ¿Quién puede repetir lo que dijo? ¿Cómo puede la letra, fría y muerta, expresar esas sublimes emanaciones de su espíritu? Albert la interrumpió dulcemente: «¡Querida Lotte! Todo esto te afecta mucho. Sé que tu alma está muy apegada a estas ideas, pero te lo ruego…». «¡Oh, Albert! —dijo ella—. Sé que no olvidas las noches en que, después de mandar a los pequeños a dormir, nos sentábamos en una pequeña camilla cuando papá estaba de viaje. Solías tener un buen libro, pero rara vez llegabas a leer algo… ¿No era el trato con aquella adorable alma más que cualquier otra cosa? ¡Aquella mujer hermosa, dulce, alegre y siempre activa! Dios es testigo de las lágrimas con las que tantas veces me postré ante él en mi lecho para que tuviera a bien hacerme a mí igual que a ella».

«¡Lotte —exclamé postrándome a sus pies, cogiendo su mano y regándola con miles de lágrimas—, Lotte! ¡Que la bendición de Dios y el espíritu de tu madre descansen sobre ti!». «¡Si la hubieras conocido! —dijo ella apretándome la mano—. ¡Era digna de que la hubieras conocido!». Creí desvanecerme. Jamás nadie había dicho de mí algo tan grande, de lo que me enorgullezca tanto, y continuó diciendo: «¡Y esa mujer tuvo que morir en la flor de la vida, cuando el menor de sus hijos no tenía siquiera seis meses! Su enfermedad no duró mucho; estaba serena, resignada, sólo le daban pena sus hijos, en especial el pequeño. Al acercarse el fin me dijo: “¡Tráemelos!”, y yo se los llevé, a los pequeños, que no sabían nada, y a los mayores, que estaban fuera de sí, y ella alzó las manos pidiendo por ellos y los despidió, besándolos uno tras otro, y luego me dijo: “¡Sé su madre!”… ¡Y yo se lo prometí! “Prometes mucho, hija mía —dijo—, el corazón de una madre y los ojos de una madre. A menudo he visto en tus agradecidas lágrimas que sientes lo que es eso. Tenlo para tus hermanos, y para tu padre la fidelidad y la obediencia de una esposa. Serás su consuelo”. Preguntó por mi padre, que había salido para evitarnos el insoportable dolor que sentía; el hombre estaba completamente destrozado. Albert, tú estabas en la habitación. Ella oyó a alguien andar y preguntó, y te pidió que te acercaras, y, al vernos a los dos, con una serena mirada de consuelo supo que seríamos felices, que juntos seríamos felices…». Albert se abrazó a ella, la besó y exclamó: «¡Lo somos! ¡Lo seremos!». Albert, que es tan sobrio, estaba completamente fuera de sí, y yo ya no era consciente ni de mí mismo.

«Werther —empezó a decir—, ¡y una mujer así tuvo que morir! Dios mío, a veces pienso en cómo se deja uno arrebatar lo que más quiere en la vida, y nadie lo siente tan profundamente como los niños, que durante mucho tiempo estuvieron lamentándose de que los hombres negros se hubieron llevado a su mamá».

Se puso en pie y yo, sobresaltado y conmovido, seguí sentado sosteniendo su mano. «Vámonos —dijo—, ya es hora». Quiso retirar la mano y yo la sujeté con más fuerza. «Volveremos a vernos —exclamé—, nos encontraremos, nos reconoceremos bajo cualquier apariencia. Me voy —añadí—, me voy voluntariamente y, sin embargo, si tuviera que decir que para siempre, no lo soportaría. ¡Adiós, Lotte! ¡Adiós, Albert! Volveremos a vernos». «Mañana, supongo», replicó ella bromeando. ¡Ay! Al retirar su mano de la mía Lotte no sabía que… Se fueron por la avenida, yo los seguí con la vista a la luz de la luna, y me arrojé al suelo deshecho en lágrimas; luego me levanté de un salto y eché a correr hacia la terraza y aún pude ver, entre las sombras de los altos tilos, su vestido blanco brillando tras la puerta del jardín; extendí los brazos y desapareció.