Capítulo 5

Es su costumbre cuando están formados en batalla salir de sus líneas para desafiar al más valeroso de sus oponentes a un combate individual, blandiendo sus armas para atemorizar a sus adversarios. Y cuando algún hombre acepta el reto de luchar, prorrumpen en cánticos alabando las hazañas de sus antepasados y se jactan de sus propios logros minimizando a su oponente.

DIODORO SÍCULO, Bibliotheca histórica.

1

Buena parte del poblado se desplazó al interior del bosque para presenciar el juicio que estaba a punto de celebrarse, a falta de que llegase el acusado.

Los habitantes de Hallein habían abandonado temporalmente sus quehaceres para no perderse detalle de un acontecimiento de tal relevancia social. Todos ellos, según llegaban al claro, reaccionaban con espanto ante la visión del daño sufrido por el roble sagrado.

Poco a poco el lugar se iba llenando de asistentes y curiosos, que los druidas se ocupaban de distribuir a lo largo de la zona perimetral. Solamente Meriadec y sus ayudantes estaban autorizados a permanecer bajo la sombra del venerado árbol.

Teyrnon irrumpió en el claro con el rostro desencajado, tras haber oído que a su hijo le habían acusado de cometer el execrable sacrilegio del que todo el mundo hablaba. La noticia de que había sido hallado con vida, pues, se había visto empañada por aquella denigrante imputación.

El herrero, valiéndose de sus fuertes brazos, se abrió paso entre el gentío hasta llegar a Meriadec, para encararse con él.

—Es imposible que Serbal haya podido hacer tal cosa —espetó—. Y tú lo sabes muy bien.

—Jamás lo habría esperado de él —reconoció el druida jefe—, pero las pruebas hablan por sí solas.

—Espero que al menos tenga un juicio justo. Es todo lo que te pido.

—Serbal tendrá derecho a defenderse, te lo garantizo, y solo en función de los hechos probados determinaremos su inocencia o culpabilidad.

Resignado, Teyrnon se dio media vuelta. Todos los celtas, sin distinción, se hallaban sometidos a la justicia divina administrada por los druidas. Tan solo confiaba en que Serbal no estuviese implicado en el terrible crimen que se le atribuía.

La audiencia aguardaba la llegada del acusado, especulando todo tipo de razones por las cuales Serbal habría podido hacer algo así. La espera le estaba resultando a Brianna tan tensa, que no se daba cuenta de que hacía entrechocar los dedos de sus manos, como si ejecutase una danza en miniatura. Por su parte, Cedric actuaba con la astucia de un zorro y la perfidia de una serpiente venenosa, pues desde que se había dado a conocer la noticia, no se había separado de ella.

—Cálmate, Brianna —la consoló una vez más—. Estoy seguro de que Serbal ha sido acusado injustamente. Ya verás como todo se aclara.

Por fin, bien entrada la tarde, arribó una pareja de guerreros a caballo que traían consigo a Serbal hecho prisionero. Los jinetes descendieron de sus monturas y ayudaron a descabalgar al muchacho, que enseguida se convirtió en el centro de todas las miradas. Serbal avanzó cojeando ostensiblemente, mientras todos se fijaban en el aparatoso vendaje que lucía en su muslo derecho. Sus rasguños en manos y cara tampoco pasaron desapercibidos, provocando de forma instintiva la compasión de la multitud.

Serbal ignoraba lo que estaba pasando, puesto que los guerreros no habían sabido darle ninguna explicación. De entrada, le pareció que la marea de gente allí congregada pretendía celebrar algún tipo de ritual. Le sorprendió ver a su padre en primera fila, pero sus facciones, parcialmente ocultas bajo su espesa barba, no le revelaron nada. Teyrnon elevó la mano y le saludó desde la distancia, en vez de correr a darle un abrazo, como hubiese sido lo normal. Algo no marchaba bien.

Los centinelas le condujeron ante la presencia de Meriadec, que le recibió con idéntica frialdad.

—¿Qué ocurre? —Logró articular Serbal, cada vez más confuso por el singular desarrollo de los acontecimientos.

Meriadec le ignoró, y alzó su bastón de fresno para llamar la atención de la audiencia.

—En este momento declaro abierto el juicio contra Serbal, el cual servirá para dirimir su culpabilidad o su inocencia ante los ojos de nuestro pueblo. Eboros y Ducarius formarán parte del tribunal, que yo mismo presidiré.

—¿Juicio? —La mente de Serbal trabajaba a toda prisa, intentando poner en orden sus ideas—. Pero ¿por qué? ¿De qué se me acusa?

—Tenemos razones de peso para pensar que este acto de sacrilegio ha sido obra tuya —desveló, al tiempo que señalaba el roble sagrado situado a su espalda.

Serbal se llevó una sorpresa monumental, tras contemplar el tronco desfigurado del árbol, en el que ni siquiera había reparado hasta ahora.

—¡Yo no he sido! —exclamó visiblemente horrorizado—. ¡Lo juro por la madre Dana!

Meriadec dejó que Serbal protestara y a renglón seguido tomó la palabra para exponer la relación de los hechos que le inculpaban.

—Desapareciste hace tres días, coincidiendo con el momento en que el roble sagrado fue sometido a este despreciable ultraje. Y hoy eres localizado en la frontera de la tribu vecina de los latobicos, a punto de abandonar el territorio de nuestro pueblo. Eso sin contar con tu extraña ausencia durante todo este tiempo. ¿Cómo explicas esta serie de coincidencias?

Serbal tragó saliva e inició su relato sin vacilar.

—Todo empezó el día en que me encargasteis buscar aquellas ortigas, las que solo crecen en las zonas más altas del cerro en esta época del año. En esas me encontraba, cuando alguien me dio un fuerte empujón estando justo al borde del precipicio.

—¿Te empujaron? ¿Quién?

—No lo sé. Ojalá le hubiese visto, pero no fue así.

Desde el lugar que ocupaba entre el público, Cedric dejó escapar un suspiro de alivio, al tiempo que las comisuras de sus labios se curvaban ligeramente hacia arriba.

—Continúa —ordenó Meriadec. Si Serbal mentía, no tardaría mucho en hallar en su testimonio alguna contradicción.

—Rodé por la ladera y fui a caer en el siguiente repecho de la montaña. Me rajé el muslo y también me hice daño en un tobillo. —En apariencia, las heridas de Serbal respaldaban su versión de los hechos—. No me podía mover. Así pasé los dos días siguientes. Al tercero, mi tobillo había mejorado lo suficiente como para ascender por la escarpada pared. Después recorrí a duras penas un trecho del camino de vuelta, hasta que un granjero se topó conmigo; me vio tan debilitado, que me llevó en carro hasta su granja para ocuparse de mí. Después aparecieron los centinelas de Calum con órdenes de traerme de vuelta. Eso es todo lo que sé. Yo ni siquiera estuve cerca del roble sagrado. ¡Jamás me habría atrevido a hacer algo así!

Meriadec había escuchado atentamente su relato, sin dejar entrever en ningún momento la ira que le quemaba por dentro. Había llegado la hora de enfrentarle a las pruebas.

—¿Reconoces este objeto? —inquirió mostrándole su fíbula de bronce.

Serbal enarcó las cejas en un gesto de incredulidad.

—Es el broche que me regaló mi padre —admitió—. Pensé que lo había perdido durante la caída —añadió algo confuso.

—Pues lo hallamos aquí mismo, justo al pie del árbol al que, según dices, nunca te acercaste. ¿Cómo es posible?

Serbal, aunque desconcertado, ya sabía al menos por qué sospechaban de él. Por desgracia, no podía explicar cómo había llegado su broche hasta allí.

—Me han tendido una trampa —replicó al fin, a pesar de lo poco convincentes que sonaban aquellas palabras en su boca.

—Imagino que la misma persona que dices que te empujó, ¿verdad? —repuso Meriadec con cierta sorna—. Una persona de la que no puedes decirnos su identidad, ni tampoco qué motivos tendría para hacer algo así…

Serbal hundió los hombros, dejando ver de ese modo que no podía ofrecer las respuestas que le pedían. Cedric, mientras tanto, se regocijaba como un ave de carroña ante el grandioso espectáculo que él mismo había orquestado. Brianna, a su lado, observaba la angustiosa escena con un nudo en la garganta. Aunque estaba segura de que Serbal no había tenido nada que ver, cada vez estaba más preocupada por el cariz que estaban tomando los acontecimientos.

De repente, Teyrnon dio un paso al frente e interrumpió el desarrollo del juicio, quebrantando las normas más básicas del protocolo.

—¡¿Eso es todo lo que tienes contra mi hijo?! —exclamó—. ¿Un maldito broche que cualquiera podía haber dejado ahí? —El herrero estaba indignado—. ¿No te olvidas de lo más importante, Meriadec? ¿Por qué iba Serbal a profanar el roble sagrado? Sabes mejor que nadie que su vocación es sincera. ¡Tú mismo me dijiste que todos los augurios le vaticinaban un extraordinario futuro como druida, e incluso que estaba llamado a jugar un papel fundamental en el devenir de nuestro pueblo!

El druida jefe encajó aquel golpe con entereza. Ciertamente, al principio él tampoco le había encontrado ningún sentido a que Serbal hubiese perpetrado un crimen tan cruel. Aquel misterio estaba rodeado de sombras demasiado esquivas. No obstante, una larga reflexión le había permitido abordar el asunto desde una nueva perspectiva, que a todo el mundo le había pasado inadvertida menos a él.

—Serbal, ¿no es cierto que el día previo a los hechos te disgustaste enormemente al saber que la comunidad druídica reconsideraría la admisión de Brianna como iniciada?

Aquel cambio de tercio cogió al muchacho totalmente desprevenido.

—No lo niego, yo…

—Te parecía algo muy injusto, ¿verdad?

—Sí, pero…

—Entiendo —le interrumpió—. Deja que te pregunte algo más… ¿Qué sientes por Brianna? ¿Me equivocaría si dijese que estás enamorado de ella?

Aquella pregunta tan directa le cayó a Serbal con la misma contundencia que si le hubiesen arrojado una pesada piedra encima. Meriadec no tenía forma de saber lo que él sentía por Brianna, porque aparte de a ella misma, no se lo había dicho a nadie más… a no ser que lo hubiese deducido, haciendo valer su gran capacidad de observación. El propio Serbal, sin querer, manifestaba ciertos signos cuando estaba cerca de su amada que podían haberle delatado: las miradas furtivas, el color de sus mejillas, o el ritmo de su respiración. Acorralado, Serbal trató varias veces seguidas de hilar una respuesta, pero sus titubeos y su posterior silencio constituyeron la mejor prueba de que Meriadec no había errado en su suposición.

El druida jefe, envalentonado, continuó desmenuzando su hipótesis, alzando el tono de voz para que todos le oyeran bien.

—Puedo imaginarme lo que ocurrió. El hecho de que los druidas se plantearan la admisión de Brianna a aquellas alturas te indignó. No aceptabas que nadie pudiese herir los sentimientos de la mujer que amabas y, en un arrebato de ira, decidiste vengarte de toda la comunidad druídica descargando tu frustración contra el roble sagrado. —Meriadec le señaló acusadoramente con el dedo—. Luego, al darte cuenta de lo que habías hecho, fue cuando te asustaste y decidiste huir.

Serbal negaba con la cabeza, mientras dejaba escapar una débil protesta que moría en sus labios al poco de emerger.

—Y hasta cierto punto puedo entenderlo —culminó Meriadec—. Los corazones jóvenes se comportan de forma impetuosa y a veces hasta irracional cuando caen bajo el hechizo del amor. Tú mismo, en un momento de ofuscación, fuiste incapaz de controlar tus propios actos, hasta el punto de hacer algo que en circunstancias normales ni siquiera se te pasaría por la cabeza. Ahora, sin embargo, más te valdría decir la verdad y afrontar las consecuencias.

La expresión de los presentes había cambiado por entero. Meriadec les había convencido de que el amor que Serbal sentía por Brianna, del que en teoría ni siquiera ella sería consciente, había constituido el móvil del execrable crimen. Tras la argumentación del druida jefe, ya casi nadie dudaba de la culpabilidad de Serbal. Incluso la propia Brianna, más afligida que nunca, llegó a cuestionarse por un instante si realmente Serbal habría llevado a cabo semejante dislate por ella. No obstante, enseguida desechó tal pensamiento. Paradójicamente, y aunque lo habría hecho sin dudarlo, tampoco podía salir en defensa de Serbal. La gente debía seguir pensando que entre los dos no había absolutamente nada —más allá del amor platónico alegado por Meriadec—, pues de lo contrario, su intervención no haría sino reforzar el móvil invocado por el druida.

—¡Todo lo que ha dicho es mentira! —estalló al fin Serbal, incapaz de soportar por más tiempo que le acusaran en falso—. Yo no me moví en ningún momento de la montaña. ¡No podía haberlo hecho aunque hubiese querido! ¡¿Es que no ve las lesiones que sufrí?! —Y, de repente, el profundo azul de sus ojos refulgió como si se hubiese prendido una llama en su interior. Serbal acababa de caer en la cuenta de que había omitido el que probablemente fuese el punto fundamental de su historia. La clave que serviría para aclarar lo ocurrido—. ¡Hay alguien que puede corroborar lo que digo! ¡Nemausus! ¡Él fue quien me curó y se ocupó de mantenerme con vida los días que permanecí allí!

Eboros fue a decir algo, pero Meriadec se lo impidió.

—¿Nemausus? ¿Estás seguro?

—Así es. Preguntadle y sabréis que digo la verdad. Él me salvó la vida. Me traía agua y comida varias veces al día, también mantas, y revisaba continuamente mi estado de salud.

El druida jefe frunció severamente el ceño.

—¿Pretendes hacernos creer que un anciano de semejante edad era capaz de ascender y descender a su antojo por un tramo de pendiente casi vertical, como tú mismo nos has descrito?

—Yo tampoco me lo explico —admitió Serbal con cierto grado de turbación en su voz—. Pero así es como pasó.

Meriadec, sin embargo, no ocultaba su escepticismo.

—Si de verdad Nemausus te encontró… ¿por qué no alertó a nadie? ¿No te parece que hubiese sido lo más lógico?

—Le pedí que lo hiciera —repuso Serbal—. Yo tampoco lo comprendo, pero lo cierto es que se comportaba de forma muy extraña, quizás debido a su senilidad.

Meriadec no necesitaba escuchar nada más. Por dentro bullía de indignación y, sin consultarlo siquiera con sus colegas, se volvió hacia la concurrencia que asistía al juicio para ofrecer su veredicto. Eboros, sin embargo, se interpuso delante de él antes de que empezase a hablar.

—¿Ni siquiera vas a escuchar lo que los demás miembros del tribunal tengamos que decir?

—¿Acaso no está claro?

—Sé lo que parece, pero estás muy alterado, Meriadec. Es evidente que el asunto te ha dolido especialmente por tratarse de Serbal. Por eso no estaría de más que deliberásemos antes de emitir un fallo —argumentó Eboros—. Ducarius, por ejemplo, podría ofrecernos la perspectiva de alguien más neutral.

Meriadec negó con la cabeza, categórico, y a continuación se dirigió a la multitud:

—Todos habéis sido testigos. La historia que Serbal nos ha contado es falsa de principio a fin. ¿O alguien duda todavía de que miente descaradamente como último recurso para eludir la responsabilidad de sus actos?

—¡Estoy diciendo la verdad! ¡Nemausus os lo confirmará! ¡No podéis sentenciarme sin haberle preguntado primero!

En ese momento, Eboros se aproximó a Serbal y posó cálidamente una mano sobre su hombro.

—Nemausus no pudo haberte ayudado —objetó—. Hace dos días, cuando decías que se estaba ocupando de ti, fui a verle a su cabaña… Por desgracia, lo que allí descubrí fue su cuerpo sin vida —desveló—. Y por los signos externos que presentaba, debía de llevar muerto más de una semana…

2

Serbal fue declarado culpable y castigado con el exilio.

Los celtas no tenían cárceles, y los sujetos responsables de los crímenes más graves eran condenados a muerte o expulsados de la tribu. El destierro en sí mismo constituía una suerte de pena capital, pues una vez que al individuo se le despojaba de su honor, ningún habitante de la nación le daría cobijo a partir de entonces. Ni siquiera las tribus celtas vecinas le ofrecerían su hospitalidad, ya que la voz se corría a gran velocidad y ninguna comunidad aceptaría jamás relacionarse con un desterrado. Solo si el condenado era capaz alcanzar tierras celtas excepcionalmente lejanas, quizás tuviese una oportunidad de volver a comenzar de cero. No obstante, sin medio alguno para emprender un viaje de tal magnitud, lo habitual era que acabasen ocultándose en el bosque como malditos, con escasas posibilidades de sobrevivir.

Dos días después del improvisado juicio, Serbal fue trasladado a las puertas de Hallein, donde tendría lugar el acto con el que se escenificaría su expulsión de la tribu. En torno a las puertas del poblado se había congregado una impresionante multitud. Representantes de todas y cada una de las aldeas de la región se habían desplazado hasta allí para conocer la identidad del penado y expresar abiertamente su repulsa.

Dos centinelas sujetaban al muchacho cada uno por un brazo. Serbal mantenía la cabeza gacha, incapaz de soportar el alud de furibundas miradas que se cernían sobre él. Durante el tiempo que estuvo retenido, conservó hasta el último momento la esperanza de que todo se aclarara. Sin embargo, sus ilusiones se esfumaron en cuanto fue conducido ante el gentío, cuando no había tenido tiempo aún de digerir lo ocurrido. En menos de un mes había pasado de iniciar la carrera druídica, a convertirse en un proscrito odiado por todos. ¡Y todo en base a una falsa acusación!

Eboros observó al druida jefe desde el lugar que ocupaba junto al resto de sus colegas. La condena no había bastado para calmar la indignación que había incendiado el ánimo de Meriadec después de contemplar el daño del que el roble sagrado había sido víctima. Al druida sacrificador le preocupaba la precipitación con que Meriadec había dictado sentencia, sin ni siquiera haberlo consultado con él o con Ducarius, que también formaban parte del tribunal. Pese a que las pruebas le señalaban como el autor de los hechos, Eboros no había detectado en los ojos del muchacho el menor rastro de culpabilidad.

Mediante un gesto, Meriadec concedió permiso a la familia del condenado para despedirse de él. Hasta aquel momento le habían mantenido aislado, sin posibilidad de poder recibir visitas. La madre de Serbal, que no había conciliado el sueño desde que se enterase de la noticia, enterró el rostro en el pecho de su hijo y se sumió en un incontrolable llanto. Teyrnon, por su parte, le rodeó con sus poderosos brazos, aunque no derramó una sola lágrima, pese al dolor que le desgarraba las entrañas. El obstinado herrero presumía de no llorar jamás.

—Escúchame, hijo —le susurró al oído—. Lo he arreglado todo para que tengas una segunda oportunidad. Alguien te aguarda en el camino. Limítate a seguirle y haz lo que te diga.

Serbal miró confundido a su padre cuando se separó de él, pues no añadió más, y advirtió entonces que su hermano también se encontraba allí. A Derrien le habían dejado acudir, pese a que la batalla contra los germanos tendría lugar de un momento a otro.

—Yo no hice nada —sollozó Serbal.

Derrien le abrazó tan fuerte que le dejó sin respiración. El joven guerrero estaba plenamente convencido de la inocencia de su hermano.

—Lo sé —repuso—. Por eso estoy seguro de que la madre Dana no te dejará de lado.

Una vez que se hubieron despedido, Meriadec retomó las riendas del acto y, tras recordar en voz alta el crimen cometido por Serbal, le exhortó a recorrer el último tramo que le faltaba para atravesar las puertas de Hallein. Serbal había presenciado otros destierros en el pasado, y sabía que el trance más duro se produciría a continuación.

—Ya no hay honor en tu persona —declaró el druida jefe—, de manera que a partir de este momento puedes considerar perdido el favor de la tribu.

Serbal, paralizado por el miedo, no echaba a caminar, y los centinelas tuvieron que empujarle para que diese el primer paso. Trastabilló y casi cayó al suelo, pero se irguió de nuevo y comenzó a desplazarse con extrema lentitud, mientras la muchedumbre comenzaba a proferirle los primeros insultos.

Nisien, al igual que otros muchos granjeros y criadores de ganado de todo el valle, había acudido al acto en compañía de su único hijo.

—Esto es lo que les ocurre a los que incumplen las leyes celtas, Anghus —señaló.

Según le había explicado su padre, aquel muchacho había cometido un grave sacrilegio al atentar contra el roble sagrado, y después había contado una patraña para intentar eludir su justo castigo. Anghus le observó fijamente al pasar, y su corazón casi le da un vuelco al reconocerle. ¡Aquel era el chico al que Cedric había empujado ladera abajo!

—Padre, yo conozco al condenado, y no creo que sea tan malo como dicen. ¿Por qué no le creyeron?

Nisien le resumió a continuación el relato que muchos habían escuchado durante el juicio y que rápidamente se había transmitido de boca en boca por la región: el ataque del que decía haber sido víctima, la aparatosa caída por la ladera, y su lucha por la supervivencia durante los días que pasó allí. Un gran embuste de principio a fin, según determinó Meriadec basándose en las pruebas presentadas en el juicio.

Anghus palideció. Pese a su corta inteligencia, se había dado cuenta de que aquel muchacho había dicho la verdad. Él mismo podía corroborar buena parte de su historia, dado que la había presenciado con sus propios ojos. El corazón de Anghus comenzó a latir de forma atropellada. En su mano estaba el poder salvarle de la deshonra si hacía público el episodio del que había sido testigo.

—¿Qué te ocurre, hijo? —inquirió el granjero al advertir su repentino cambio de expresión—. No debes sentir pena por una persona así. Tiene el castigo que se merece.

Mientras esto acontecía, Serbal proseguía con su tortuoso recorrido hacia el exterior. Los ánimos se habían ido caldeando y el tumulto había pasado de los insultos a los escupitajos, así como al lanzamiento de todo tipo de alimentos en descomposición. Los proyectiles le impactaban por todo el cuerpo, causándole más humillación que dolor. Serbal levantó un instante la mirada y distinguió a una desconsolada Brianna llorando entre el gentío. Avergonzado, agachó la cabeza de nuevo y continuó caminando deseando completar el trayecto lo antes posible. Brianna había intentado hablar con él mientras estuvo retenido, pero aquello estaba prohibido; ni siquiera la dejaron acercarse. Aunque su relación con Serbal hubiese durado un suspiro, a Brianna le había dado tiempo a enamorarse e incluso a imaginarse su vida con él. ¿Cómo le podía estar pasando aquello, tras haber conocido por fin al hombre que tanto tiempo había esperado?

Anghus se debatía entre revelar lo que había visto y mantener la boca cerrada. Cedric había logrado infundirle tanto temor, que por las noches le asaltaban las pesadillas más espantosas, mientras que por el día le invadía una angustia como nunca antes había sentido. En aquel instante, sin embargo, pesó más la compasión que le inspiraba aquel muchacho injustamente acusado, que el terror enquistado en el fondo de su mente.

—Padre —dijo Anghus—, hay algo que me gustaría contarle. Ocurrió el día en que murió Ciclón y se perdieron algunas cabras.

Anghus había enterrado al perro en el bosque, y después le había contado a su padre que un lobo lo había matado y que parte del rebaño había huido como consecuencia del inesperado ataque. Nisien no había tenido motivos para dudar de su palabra, pues su hijo todavía temblaba de los pies a la cabeza.

—¿De qué se trata, Anghus?

De repente, un joven se plantó ante el campesino y le entregó unos huevos podridos que estaba repartiendo entre la multitud.

—Para que se los arroje al proscrito —explicó.

Anghus observó a su padre aceptar el ofrecimiento, mientras sentía la perversa mirada de aquel joven gravitar sobre él. La imagen de Ciclón ensartado en un cuchillo se materializó de nuevo en su retina, y un indescriptible pánico circuló por sus venas como ríos de lava incandescente. De no haber contraído sus esfínteres, a buen seguro se habría orinado encima.

—Gracias —repuso Nisien amablemente. El joven de cabello pelirrojo y grandes ojos de búho se perdió entre el gentío—. ¿Le has visto? ¡Ese muchacho era nada menos que el hijo del rey! Vamos, coge un huevo y tíraselo al condenado ahora que todavía lo tenemos a nuestro alcance.

Pero Anghus había adquirido la rigidez de un menhir.

—¿Qué te ocurre, hijo? No tienes que hacerlo si no quieres. —Nisien le zarandeó con delicadeza, pensando que quizás no había sido tan buena idea haberle traído con él—. Vamos, cálmate. ¿Qué era eso que me tenías que decir?

Aunque Nisien insistió un par de veces más, Anghus no volvió a referirse a aquel asunto en todo el día.

Serbal, entretanto, completaba ya la última parte de su recorrido envuelto en un mar de imprecaciones, a cual más humillante. Tenía el cuerpo cubierto de salivazos y de todo tipo de inmundicias que le habían arrojado al pasar. Su madre no había sido capaz de soportar el cruel espectáculo y Derrien se la había tenido que llevar de allí.

Cuando cruzó las puertas de Hallein, Serbal pudo al fin dejar atrás a la masa enfervorecida. Para cuando franqueó la salida, ya había perdido su último rastro de dignidad.

Serbal tomó el camino del bosque desplazándose abatido. No llevaba un rumbo fijo, más bien se limitaba a avanzar como un ave que hubiese perdido su sentido de la orientación. Sin embargo, no tardó en percatarse de que le seguía una figura menuda, que se le acercaba por la espalda. Serbal se giró para descubrir a Brianna envuelta en una amplia toga provista de una capucha bajo la que ocultaba el rostro.

—¡Brianna! ¿Qué estás haciendo aquí? ¿No te das cuenta del peligro al que te expones si te sorprendiesen hablando con un proscrito?

La joven ignoró la advertencia de Serbal. Se echó la capucha hacia atrás, dejando a la vista su cabello dorado recogido en un moño, y echando mano de un paño que había traído consigo, se dedicó a limpiar al muchacho las inmundicias que le cubrían todo su cuerpo. Serbal se dejó hacer en silencio, mientras observaba las lágrimas de Brianna deslizarse por sus mejillas.

Cuando hubo terminado, ambos se fundieron en un interminable beso, rematado por un sentido abrazo del que nunca se habrían separado, conscientes como eran de que jamás se volverían a ver.

—Yo no profané el roble sagrado —susurró Serbal antes de partir, absolutamente embargado por la emoción.

—Lo sé —replicó Brianna sollozando.

Serbal soltó las manos de su amada, sintiéndose en ese instante como un tronco a la deriva.

—Solo una cosa más —susurró—. Aunque equivocado, Meriadec ha tomado la decisión que creía correcta. No le guardes rencor. De manera que si te vuelven a conceder la oportunidad, jamás renuncies a tu sueño de convertirte en druidesa.

Y dicho esto, Serbal reanudó su incierto camino sin volver la vista atrás.

En Hallein, poco después de que se dispersase la multitud, Teyrnon localizó a Eoghan e intercambió en voz baja algunas palabras con él.

—¿Lo tienes todo preparado? —preguntó el herrero.

—El plan se desarrollará tal y como habíamos previsto —replicó el hermano del rey—. Uno de mis sirvientes conducirá a tu hijo hasta el embarcadero del río, donde le espera un navío al que podrá subirse a bordo.

Después de que Teyrnon le hubiese sorprendido en el barco protagonizando aquel obsceno encuentro con la niña esclava, Eoghan había mantenido una seria charla con él para evitar que el episodio trascendiese. El herrero le aseguró que callaría, que él no tenía por costumbre inmiscuirse en asuntos ajenos… Y así había sido hasta la condena de Serbal, momento en que Teyrnon decidió que era hora de pedir algo a cambio de su silencio.

—Te lo agradezco —murmuró Teyrnon.

—No hay de qué. Ahora ya estamos en paz.

Eoghan había llegado a un acuerdo con un mercader que cubría la ruta del Ródano para que admitiese a Serbal en su barco y le llevase hasta la colonia griega de Massalia, situada al sur de la Galia. Aquella joven ciudad portuaria dedicada al comercio podía constituir la única oportunidad del muchacho de comenzar una nueva vida sin el estigma del destierro celta…

3

La anunciada guerra contra los teutones se materializó escasas fechas después del exilio de Serbal.

Murtagh, que apenas había podido conciliar el sueño la noche previa al enfrentamiento, recibió además una inesperada visita en su tienda poco antes del amanecer. Se trataba del sagaz Nadelec, su infiltrado en la tribu latobica.

—Debe de ser importante para haberte desplazado hasta aquí —señaló Murtagh.

—Lo es. Traigo novedades sobre la inquietante unión entre tulingos y latobicos. Otra tribu celta se ha sumado al pacto…

—¿Quiénes?

—Los helvecios.

Murtagh arrugó el ceño en un evidente gesto de incredulidad. No era para menos. Los celtas helvecios, tanto por su lejana localización como por su conocida propensión al aislamiento, rara vez se aliaban con ninguna otra tribu celta.

—¿Estás seguro?

—Del todo.

El gran general asintió levemente con la cabeza.

—Está bien —concluyó—. Gracias, Nadelec. Puedes marcharte. Ya nos ocuparemos de ese problema cuando llegue el momento. Hoy nuestra principal preocupación son los germanos.

Los dos ejércitos se habían citado en el valle conocido como de los Espíritus, cuyo nombre se debía a los innumerables caídos en combate que habían perdido su vida allí. La extensa llanura, que carecía de vegetación de altura y, por tanto, no ofrecía lugar donde esconderse, era el escenario de los enfrentamientos entre germanos y celtas desde tiempos inmemoriales.

El general Murtagh había movilizado a todas sus tropas, las cuales ya se habían colocado en formación para la batalla. Situados en vanguardia se hallaba medio centenar de jinetes, cuyos caballos estaban equipados con bridones y arneses. Detrás de ellos, un millar de guerreros se disponían en tres filas de profundidad, provistos de un escudo de madera tachonado de bronce y una espada, aunque también los había que usaban lanzas o hachas en su lugar. El casco se consideraba un lujo reservado tan solo para los combatientes de mayor rango.

El rey Calum, a lomos de su montura, evaluaba junto a Murtagh la facción enemiga apostada en la distancia.

—No tenemos nada que temer —señaló el general—. Somos incluso ligeramente superiores en número. Y también más fuertes y mejor organizados. Ya lo hemos demostrado con anterioridad.

Y es que los germanos combatían con pasión y coraje, pero también lo hacían con excesiva simpleza. Básicamente, su único recurso bélico se reducía al ataque en masa, precedido por el lanzamiento de ciertos proyectiles y armas arrojadizas poco antes del choque frontal. Murtagh, sin embargo, había desarrollado ciertas tácticas, sencillas pero de gran efectividad. La caballería, por ejemplo, no siempre convenía utilizarla como frente de combate, sino que a veces daba mejor resultado su incorporación por los flancos, desde donde infligía un daño mucho mayor.

—Les daremos una lección que les costará años olvidar —afirmó Calum—. Acabaremos incluso con los que se batan en retirada. Hoy no habrá piedad.

—Lo único que me preocupa ahora mismo son las advertencias de los druidas acerca del despertar de los dioses germanos y su intervención en la batalla —comentó Murtagh—. Si Reginherat se muestra tan confiado, significa que debe de haber algo de verdad en ello.

—¿Acaso ves algo fuera de lo normal? Si yo estuviese en tu lugar, aprovecharía la oportunidad para aumentar mi colección de cabezas. Con algo de suerte, puede que regreses a casa con el cráneo de un rey.

Incrustados en la segunda fila de infantería, Derrien y Ewyn aguardaban el comienzo de la batalla.

Aunque no tenía miedo, Derrien sí que era objeto de un creciente nerviosismo. Consciente de su excepcional fuerza y constitución, y teniendo en cuenta que no había perdido una sola pelea durante toda su instrucción, el joven confiaba en sobrevivir a su primera batalla. Lo que realmente le angustiaba era la idea de arrebatar otra vida. Hasta ahora no había tenido que llegar tan lejos y, pese a su innegable vocación, no podía evitar sentir cierta inquietud.

A Ewyn, por el contrario, aquello no le suponía el menor problema, como ya dejó claro el día que acabó con la vida del granjero latobico. En cambio, no podía soportar la tensión previa a la batalla. Tenía el pulso acelerado y la garganta reseca, y todo lo que deseaba era entrar cuanto antes en acción.

—Pase lo que pase, debemos intentar no separarnos el uno del otro. —La presencia de Derrien a su lado incrementaba la confianza de Ewyn en su propia habilidad.

—Lo intentaré —repuso el hijo de Teyrnon—, pero cuando se inicie el combate, el caos será total.

Instantes después, de sus filas se alzó un sonido acompasado que rápidamente se convirtió en un ruido atronador. Los guerreros más veteranos comenzaron a golpear sus armas entre sí, en un calculado intento por amedrentar al enemigo que tenían enfrente. Al rumor metálico de las espadas pronto se le unió el conjunto de sus voces rugientes. El aire del amanecer se llenó de insultos y alaridos. Derrien y Ewyn no tardaron en imitarles, advirtiendo enseguida que la verdadera finalidad de aquel rito no era otra que liberar los nervios que preceden a la contienda.

De repente, dos jinetes del bando contrario se aproximaron al trote hasta el centro de la explanada.

—Es Reginherat —repuso Murtagh—. Creo que desea parlamentar. Y le acompaña ese siniestro sacerdote suyo que parece su sombra.

Calum espoleó su caballo y acudió al encuentro con su homólogo germano escoltado por el general. Ambos reyes inclinaron ligeramente la cabeza en señal de saludo. El godi, sin embargo, no reprimió un gesto de repulsa y, tras murmurar una suerte de conjuro, arrojó un puñado de vísceras a los pies del caballo de Calum.

—Vuestra magia no nos inquieta —replicó el rey de los celtas nóricos.

El godi exhibió entonces una media sonrisa, del tipo que le hace pensar a uno que sabe algo que los demás ignoran.

—Muy pronto temeréis el poder que hemos recibido de nuestros dioses —anunció.

Murtagh ya estaba más que harto de amenazas.

—¿Qué queréis?

Reginherat tomó entonces la palabra.

—Aún podéis evitar la matanza de vuestro ejército. Solo tenéis que entregarnos las minas de sal.

—Eso no va a pasar —contestó Calum—. Pero si os retiráis ahora mismo, os dejaremos marchar en paz.

—Tú lo has querido. —El rey germano hizo dar media vuelta a su caballo e inició el regreso hacia sus filas. No obstante, a los pocos segundos refrenó su montura y ladeó la cabeza para lanzar un inesperado desafío—. ¿Duelo de paladines? —sugirió.

Calum cruzó una fugaz mirada con Murtagh, sorprendido ante aquella singular propuesta. Aquella vieja costumbre de honor consistía en la elección de un representante por cada bando, los cuales se medían en combate a muerte bajo la atenta mirada de los dos ejércitos. Y como resultado, la victoria del ganador se extendía al bando completo. Aunque el duelo de paladines había servido para evitar un sinfín de muertes superfluas en el pasado, en los últimos tiempos aquella fórmula había caído en desuso.

—¿Qué opinas? —comentó Murtagh en voz baja—. Desde luego, si no contasen con un guerrero de cuyas posibilidades estuviesen muy seguros, jamás nos lo plantearían.

—No conozco a nadie más fuerte ni más capacitado que tú —replicó Calum—. Personalmente estoy convencido de que no tienes rival. No obstante, dejaré que seas tú quien decida cómo resolver esta guerra.

El general Murtagh no vaciló un segundo en postularse él mismo para el duelo de paladines, a pesar de la gran responsabilidad que suponía. Desde su punto de vista, aquella constituía una inmejorable oportunidad para zanjar definitivamente el conflicto sin que ninguno de los suyos tuviese que derramar ni una sola gota de sangre.

Una vez tomada la decisión, Calum se dirigió nuevamente al rey germano:

—Que así sea —aceptó—. Mi elegido para el combate será el propio Murtagh.

El godi y Reginherat asintieron satisfechos y retornaron al grueso de su ejército. Calum hizo lo propio, mientras el general aguardaba la llegada de su rival en mitad de la llanura.

A los pocos minutos, un guerrero emergió de las filas germanas y se dirigió al lugar previsto para el encuentro. Murtagh le calibró con la mirada. Los teutones habían elegido como campeón un muchacho alto y robusto, bastante más joven de lo que cabría esperar para protagonizar un duelo tan decisivo como aquel. A su edad, era difícil que hubiese podido desarrollar un sobresaliente manejo de la espada, el cual solo se adquiría con la experiencia.

—Mi nombre es Lothair —pronunció con voz confiada.

Murtagh apreció la información. Si le iba a quitar la vida, agradecía conocer su identidad. En las guerras, el honor también jugaba un papel fundamental.

—Y el mío es Murtagh. Aunque para desgracia de los tuyos, seguramente ya habrás oído hablar de mí.

Ambos contendientes alzaron sus espadas y se retaron en silencio. Había llegado la hora de la verdad.

La noticia de que los reyes habían decidido solventar la contienda mediante una lucha individual se propagó a toda prisa entre las tropas. Los ejércitos rompieron la disciplina de filas y cada uno de ellos comenzó a jalear a su propio candidato.

—Después de todo, hoy tampoco lucharemos —se lamentó Ewyn.

—Quizás sea lo mejor —repuso Derrien—. Puede que así lo haya querido la Divinidad.

Tras estudiarse durante medio minuto, y viendo que su contrincante no tomaba la iniciativa, Murtagh lanzó el primer ataque. Las espadas chocaron en el aire, provocando el característico sonido metálico que anticipaba una pelea a muerte. El primer intercambio de golpes no les sirvió más que para medirse las fuerzas, pero a este le siguieron unos cuantos más. Murtagh apreció enseguida que la pericia de Lothair no era tan buena como debiera, y que su corpulencia no le bastaba para compensar su falta de técnica con la espada. Aunque era cierto que se defendía con solvencia, contrarrestando o esquivando todos sus golpes sin importar el ángulo del que vinieran, en el terreno ofensivo mostraba grandes carencias, y ya desde los primeros compases advirtió que Lothair no hacía el menor intento por atacarle, pese a haber tenido varias oportunidades de hacerlo.

Así pues, Murtagh manejaba el combate a su antojo y tan solo esperaba un error de su rival para poder ponerle fin. Sin embargo, Lothair exhibía una confianza tal, que le permitía seguir en pie, resistiendo un envite tras otro. Un fuego llameante centelleaba en sus ojos, como si le brotase de muy dentro y alimentase su valor. Fue entonces cuando, tras un fuerte mandoble, Murtagh sintió que su espada vibraba con excesiva brusquedad, al tiempo que un extraño sonido emanaba de la hoja. ¡Su arma estaba a punto de quebrarse!

Murtagh retrocedió un paso, incapaz de comprender cómo la más dura y resistente aleación de bronce fabricada por Teyrnon se tronchaba entre sus manos como si fuese de madera. Lothair aprovechó el desconcierto de su enemigo para contraatacar como no lo había hecho hasta ahora. Murtagh logró reaccionar a tiempo, pero su espada no soportó más allá de dos sacudidas. Al tercer embate se partió por la base, como una vulgar rama que se hubiese tronchado como consecuencia de un golpe de viento. El general celta no daba crédito. ¡¿De qué diablos estaba hecha el arma del germano?!

El bando de los celtas nóricos enmudeció. El gran general Murtagh, protagonista hasta la fecha de incontables hazañas bélicas, estaba a punto de sufrir una derrota de consecuencias fatales para todos ellos. Calum lamentó entonces haber aceptado el duelo de paladines propuesto por Reginherat, cuyo godi parecía haber previsto el desafortunado incidente que dejaba a Murtagh a los pies de su enemigo.

En el extremo opuesto de la llanura, los guerreros teutones se desgañitaban animando a su candidato, cuya victoria ya casi podían paladear. El godi esbozó de nuevo una diabólica sonrisa que armonizaba a la perfección con sus penetrantes ojos negros, desprovistos de toda humanidad.

Ni unos ni otros se perdían detalle de la lucha que acontecía en el centro de la explanada.

Murtagh arrojó su espada mutilada al suelo porque ya no le era de utilidad, y echó mano del escudo para defenderse de los golpes que Lothair le asestaba cada vez con más contundencia. Aun sabiendo que tenía la batalla perdida, opondría resistencia hasta el mismísimo final. Murtagh aceptaba la muerte como parte de la vida, pero sentía que su partida hacia el Otro Mundo no podía llegar en peor momento, pues no solo implicaría dejar huérfana a Brianna, sino también a todo su pueblo, del que tantas veces se había erigido en su salvador.

El general celta seguía retrocediendo, encajando las embestidas de su rival, cuando atisbó una remota posibilidad de poder igualar las fuerzas: Lothair se había confiado, descuidando ligeramente su defensa. Murtagh no perdía nada por intentarlo y, tras detener con su escudo el enésimo mandoble del germano, extendió la mano que tenía libre y le asió por la muñeca, con idea de hacerle soltar la espada. Forcejearon solo durante un instante, pues Lothair reaccionó con premura y empleó su escudo para endosarle a Murtagh un brutal golpe en la cara.

El general cayó de espaldas, quedando a merced de su rival.

Lothair no quiso desaprovechar la oportunidad y descargó el arma sobre su enemigo, decidido a sentenciar de una vez por todas aquel duelo a muerte, pero Murtagh reaccionó en el último momento: tras rodar sobre sí mismo, logró esquivar la estocada final. Al tratar de ponerse en pie, sin embargo, ya no tuvo tanta suerte. Lothair le asestó un tajo que le abrió el estómago de medio a medio, causándole un irreparable destrozo en las entrañas. Murtagh cayó de rodillas y fijó su mirada en el cielo, sintiendo la llamada de la muerte atraerle lentamente. El teutón le volvió a atacar, y la punta de su arma salió por su espalda. Los últimos pensamientos de Murtagh fueron para su tribu, sus seres más queridos y la tierra que le había visto crecer.

El joven Lothair extrajo su espada del cuerpo sin vida de Murtagh y la elevó al cielo en señal de victoria. De la hoja aún chorreaba la sangre del general celta, espesa y pegajosa como la resina de abedul. Los vítores y aclamaciones de los germanos eran audibles desde el valle hasta la cordillera.

Calum, completamente abatido, sentía aquella derrota como si la hubiese sufrido él mismo. Por primera vez en la historia, los celtas nóricos perderían el control de sus preciadas minas de sal.

Abatido, el rey celta se disponía a desplazarse hasta el centro de la explanada para parlamentar de nuevo con Reginherat, cuando los acontecimientos dieron un giro inesperado: el ejército contrario, formando un sólido bloque, se había lanzado a la carrera con órdenes de atacar. Calum estaba desconcertado. ¿Por qué Reginherat había dado semejante consigna habiendo salido vencedores del duelo a muerte? Ya no había necesidad de una confrontación en el campo de batalla. ¿Qué pretendían demostrar?

Sea como fuere, Calum vio en aquel asalto una oportunidad que ya creía perdida. Reginherat iba a pagar muy cara su osadía. Sus hombres responderían al ataque y vengarían la muerte del general.

—¡Preparaos para luchar! —gritó mientras reordenaba a su ejército—. ¡Y no dejéis a nadie con vida! Hoy no haremos prisioneros. ¡¡Por Murtagh!!

Los celtas vociferaron al unísono y se abalanzaron sobre sus enemigos. La tierra retumbó cuando se produjo el choque entre ambas tropas.

Celtas y germanos cayeron los unos sobre los otros entre exclamaciones y gruñidos. El aire se llenó del silbido de las lanzas, cuyos impactos causaron las primeras bajas de aquella lucha encarnizada, antes incluso de que tuviesen lugar los primeros enfrentamientos cuerpo a cuerpo.

A Derrien le bastaron tres golpes para acabar con su primer rival. En mitad de la refriega, enseguida se dio cuenta de que los dilemas morales no tenían cabida. La guerra se reducía a morir o matar, sin tiempo para el remordimiento o la duda. Ewyn, mientras tanto, se había enzarzado en un igualado combate cuerpo a cuerpo, que solo logró resolver tras aprovechar un desafortunado tropiezo de su enemigo.

Las hordas germanas parecían luchar como poseídas por una exaltación especial, por lo que no tardaron en inclinar el curso de la batalla de su lado. No obstante, los celtas nóricos se sobrepusieron a la conmoción inicial y tan pronto se emplearon con su intrepidez habitual, consiguieron darle la vuelta a la situación. Nada extraño teniendo en cuenta que los últimos combates se habían saldado de la misma manera…

… Hasta que entró en juego un factor con el que nadie había contado, pese al inmediato precedente que todos acababan de presenciar.

Calum, que se había retirado a posiciones de retaguardia desde donde transmitir las órdenes oportunas según el devenir de la contienda, parpadeó varias veces seguidas, recelando de lo que sus ojos se empeñaban en mostrarle. En su larga carrera militar jamás había sido testigo de un hecho ni remotamente parecido: las espadas de sus hombres se partían en pedazos cuando acumulaban un prolongado intercambio de golpes con las de sus adversarios, poseedoras de una dureza muchísimo mayor. Lo que le había ocurrido a Murtagh, por tanto, no había sido causalidad, ni tampoco respondía a un caso aislado. Todos sus guerreros acababan siendo víctimas tarde o temprano del mismo problema que había condenado al gran general. Calum comprendió entonces que Reginherat lo tenía todo calculado. Lo que el rey germano había pretendido desde un principio era humillarles, valiéndose de la incontestable superioridad de sus armas. Y el plan les estaba funcionando a la perfección, pues los germanos habían logrado en muy poco tiempo corregir el rumbo de la batalla.

Inmersos en el fragor del combate, muy pocos guerreros celtas reparaban en el insólito hecho que estaba teniendo lugar hasta que ya era demasiado tarde. Ewyn, sin embargo, logró darse cuenta a tiempo, y enseguida sustituyó su maltrecha espada por la de un enemigo al que acababa de abatir. Derrien, por su parte, precisaba de tan pocos golpes para deshacerse de un rival, que su espada todavía no acusaba un gran desgaste. El coloso celta semejaba un torbellino que arrasaba con cualquiera que osara plantarse frente a él.

Pero el coraje de un puñado de guerreros celtas no bastaba para contener a un pujante ejército germano, que ya les superaba claramente en número y fuerzas. Los cadáveres comenzaban a amontonarse en la explanada y la contienda ya cobraba tintes de convertirse en la peor matanza que los celtas nóricos hubiesen conocido.

Calum no tuvo más remedio que ordenar la retirada de sus tropas, para no continuar asistiendo a su progresiva aniquilación. No se trataba de una cuestión de cobardía, sino de pura supervivencia. Se hicieron sonar los cuernos y el potente aullido de los instrumentos de viento puso sobre aviso a los guerreros celtas que todavía quedaban sobre el terreno. Ewyn no lo dudó un segundo. Tras alejarse unos pasos del guerrero que tenía enfrente, echó a correr con las escasas fuerzas que aún le sostenían en pie, y muchos otros compañeros de filas le imitaron sin volver la vista atrás.

Por órdenes de Reginherat, los germanos ni siquiera se molestaron en perseguir a los que se batían en retirada. La victoria había sido lo suficientemente contundente como para que los celtas hubiesen captado el mensaje que les pretendía hacer llegar.

Sin embargo, para cuando Derrien escuchó el bramar de los cuernos, ya era demasiado tarde para él. Rodeado de varios enemigos y con la hoja de su espada a punto de sucumbir, se dio cuenta de que no tenía escapatoria. El joven miró a su alrededor y, al comprobar que los germanos estaban haciendo prisioneros, arrojó su arma al suelo y levantó los brazos en señal de rendición.

4

El regreso de las tropas celtas que habían sobrevivido a la batalla coincidió con la caída de una suave llovizna que remojaba sus corazones.

El rey Calum atravesó las puertas del poblado a lomos de su caballo, seguido tan solo por la mitad de los hombres que habían partido con él. Los habitantes de Hallein buscaban con ansiedad a los suyos entre los recién llegados, temerosos de que no se contaran entre los supervivientes. En aquella ocasión no hubo espacio para las habituales celebraciones y banquetes. En vez de eso, un lacerante dolor comenzó a extenderse por las calles como si un torrente de agua hubiese inundado la ciudad.

Se barruntaban tiempos sombríos, algo que ni los más ancianos del lugar podían recordar.

Eoghan acudió a recibir a su hermano arrastrando penosamente sus muletas de madera. Su rostro se había transformado en una máscara de horror e incredulidad.

—¡Por la madre Dana y el padre Lugh! —exclamó—. ¿Qué es lo que ha ocurrido? ¿Cómo hemos podido sufrir una derrota tan severa?

—Sus espadas… —murmuró Calum—. Las malditas espadas de los germanos eran tan duras que las nuestras se quebraban tras soportar un prolongado intercambio de golpes.

—Pero… eso es imposible —protestó el mercader—. Nadie trabaja el metal como Teyrnon. ¡Y menos aún esos miserables bárbaros!

Calum se encogió de hombros en un claro gesto de incomprensión.

—Los druidas tenían razón —repuso—. Tendríamos que haber evitado la guerra al precio que fuera. Verdaderamente, los dioses germanos han intercedido en favor de su pueblo.

Eoghan guardó silencio durante unos largos segundos, incapaz de rebatir aquella afirmación.

—¿Y qué ocurrirá con las minas de sal? —dijo al fin.

—He ordenado que las abandonen de inmediato. Más vale que no quede nadie allí para cuando los germanos se apoderen de ellas.

A continuación apareció Meriadec, que se cubría con la capucha para resguardarse de la lluvia. El druida jefe se solidarizó con Calum y evitó efectuarle el menor reproche. De nada le habría servido hurgar en la herida.

—Acompañadme. —Calum solicitó la atención de sus dos consejeros—. Debo hablar con la única persona capaz de arrojar algo de luz sobre el asunto.

El trío se adentró en el poblado sin intercambiar una sola palabra con nadie durante el trayecto. La lluvia arreció, como si el cielo llorase por los muertos de la batalla, descargando un océano de lágrimas sucias sobre los vivos. En pocos minutos, las calles se convirtieron en un barrizal.

Hallaron a Teyrnon en su taller, aunque el horno estaba apagado y la forja silenciosa, y no se oía el repicar del martillo sobre el yunque. El herrero ya tenía constancia de que Derrien no se encontraba entre los guerreros retornados, y se había ocultado allí para recomponerse de aquel revés. Su pecho se agitaba arriba y abajo, pero de sus ojos no brotaba lágrima alguna, fiel a su creencia de que un verdadero hombre nunca debía llorar. La llegada de los visitantes le sorprendió meditando sobre cómo iba a decírselo a su esposa, pues sabía que la noticia la sumiría en una profunda depresión.

El rey posó sus manos sobre los hombros del herrero, que requirió de un gran esfuerzo para sobreponerse a la tristeza que le oprimía el corazón.

—Teyrnon…

—Mañana quiero ir al Valle de los Espíritus para recuperar el cuerpo de mi hijo —le interrumpió—. Quiero que Derrien tenga el funeral que se merece.

—De eso precisamente quería hablarte —explicó Calum—. El campo de batalla está sembrado de cadáveres, pero el de tu hijo no es uno de ellos.

—¿Cómo?

—Así es. Los germanos perpetraron una masacre, pero cuando ya la tenían ganada se dedicaron a hacer prisioneros.

—¿Derrien, prisionero?

—Yo mismo vi cómo se lo llevaban con mis propios ojos.

Teyrnon parecía confundido.

—¿Y qué harán con él?

—No te voy a mentir —contestó Calum—. Lo más probable es que le sacrifiquen en honor a sus dioses, o puede que le conviertan en esclavo. Después de todo, van a necesitar mano de obra para explotar las minas de sal.

Teyrnon clavó la vista en el suelo, preguntándose qué había hecho para merecer un destino tan cruel. En un brevísimo espacio de tiempo, uno de sus hijos había sido desterrado, y el otro había sido apresado por sus enemigos más acérrimos. De hecho, ambos podían estar muertos a aquellas alturas sin que él lo supiera.

Calum le concedió unos minutos para que se hiciese a la idea antes de sacar el tema que le había llevado hasta allí.

—¿Te han contado ya el motivo de nuestra incontestable derrota? —inquirió.

Teyrnon se revolvió incómodo ante las palabras de su rey, herido en su orgullo.

—Conozco lo sucedido —replicó—, pero te aseguro que la calidad de mis espadas era idéntica a la de siempre.

—Cálmate —intervino Meriadec en tono apaciguador—. No te estamos juzgando.

—He traído esta espada germana conmigo —anunció Calum, que sostenía entre sus manos el ejemplar del que Ewyn se había apoderado durante la batalla—. Quiero que la examines.

Teyrnon la tomó entre sus manos con suma delicadeza. La hoja era plateada, aunque aquello no significaba nada. Él mismo podía otorgarle al bronce un tono más dorado o más argenta, en función de la proporción de estaño que usara en la aleación. La palpó y deslizó sus dedos por el metal, sin ocultar la admiración que le produjo el acabado de aquella espada.

—No es de bronce… —murmuró—. De eso no hay duda.

—Pero… no puede ser —terció Eoghan, tan sorprendido como el herrero.

Teyrnon le ignoró y, entregado por entero a aquella tarea, sometió la espada a distintas pruebas de resistencia, dureza y elasticidad, aplicando sobre ella algunas de las herramientas que tenía en el taller.

—Es de hierro —concluyó al fin, aunque aquella revelación planteaba aún más dudas de las que pretendía resolver. La metalurgia de la época estaba muy lejos de desentrañar los secretos de aquel mineral, y Teyrnon estaba convencido de que nadie poseía los conocimientos necesarios para alcanzar su dominio. Él mismo había dedicado buena parte de su vida a experimentar con el hierro, arrojando como resultado un balance extremadamente pobre. Las piezas obtenidas eran demasiado blandas, o bien quebradizas e inconsistentes; en definitiva, de escasa o nula utilidad.

—¿Estás seguro de eso? —cuestionó Calum.

—Lo sé. Yo tampoco me lo explico. La tradición de los germanos en el trabajo de los metales jamás ha sido tan rica como la nuestra.

Meriadec alzó entonces su bastón de fresno para reclamar la palabra.

—¿Por qué os parece tan extraño? ¿Acaso no os advertí acerca del despertar de los dioses germanos? Desde que les fuese enviada la Piedra del Cielo, no hemos dejado de especular acerca su significado. Pues bien, ahora ya sabemos en qué consiste dicho poder.

5

Casi toda la población de Hallein había acudido al funeral del gran general Murtagh, bajo un cielo calcinado y cuarteado en pedazos por la tinta grisácea que precedía al amanecer. La necrópolis, situada en la zona baja de la vega, se había levantado en la otra orilla del río, pues para los celtas la corriente de agua que separaba ambos márgenes simbolizaba la división entre el mundo de los vivos y de los muertos.

El cuerpo sin vida de Murtagh reposaba sobre una enorme pira a la que Eboros se ocupaba de darle los últimos retoques. El druida sacrificador aseguró los leños que conformaban la base de la misma, y después prendió algunas astillas para hacer brotar las primeras llamas. Coincidiendo con el alba, Meriadec anunció formalmente el inicio del ritual. El fuego purificador proyectaba sobre el contorno del druida jefe un suave resplandor cobrizo que realzaba su relampagueante silueta. Meriadec, con voz potente, lanzó al aire una serie de plegarias, al tiempo que una espesa y ensortijada humareda comenzaba a elevarse acunada por la brisa.

Ducarius atendía al acto con sumo interés. En tierras helvecias no se tenía por costumbre cremar a los difuntos, y deseaba conocer con precisión los detalles de la ceremonia.

El rey encabezaba la presencia en primera fila de la aristocracia guerrera. Calum era consciente de lo mucho que la pérdida de Murtagh afectaría a la moral de su pueblo. La ausencia de su gran general, que hasta la fecha les había protegido de cualquier amenaza externa, les haría sentirse indefensos y les había desprovisto de esa referencia heroica tan necesaria en tiempos convulsos. No obstante, todos sabían que no se le podía achacar a Murtagh la derrota que había sufrido en el duelo de paladines. La calidad de su espada había demostrado ser muy inferior a la de su adversario, circunstancia que se había reproducido a gran escala después, durante el combate que había enfrentado a ambos ejércitos. Sin embargo, aquel suceso sí que había perjudicado a Teyrnon, cuya reputación como herrero había quedado ligeramente en entredicho.

Brianna lloraba de forma desconsolada, mientras recibía las condolencias de unos y otros entre convulsiones y sollozos. La sostenía su rígida tía Ardena, que estaba emparentada con ella por vía paterna y que había asumido la responsabilidad de velar por ella tras el trágico suceso. La joven apenas había comido nada desde que recibiese la noticia, y había llorado tanto que no entendía cómo aún le quedaban lágrimas que verter. A lo largo del último año, Brianna había perdido a su madre por culpa de unas fiebres, a su mejor amiga —a la que consideraba como a una hermana— a manos de un meticuloso y escurridizo asesino al que apodaban «el Verdugo», y ahora también a su padre, caído en el campo de batalla.

Brianna, incapaz de contemplar cómo el cuerpo de su progenitor se consumía entre las llamas, mantenía la cabeza gacha y la mirada apuntando al suelo. El cadáver crepitaba y un desagradable olor a carne quemada viciaba el ambiente. Los druidas se distribuyeron alrededor de la pira y, tras conformar una circunferencia perfecta, entonaron la canción del sol mientras el astro se elevaba majestuosamente sobre la línea del horizonte.

Cuando el fuego se extinguió, y tras dejar que se enfriaran los restos, Eboros se ocupó de recoger las cenizas y los fragmentos de hueso, que metió en una urna. La comitiva se desplazó entonces hacia el lugar donde se llevaría a cabo el enterramiento. La fosa consistía en una cámara funeraria de madera que se había dispuesto previamente bajo el suelo, y en cuyo interior no solo se depositaría la urna, sino también todo el ajuar del difunto.

Eoghan tampoco había faltado a la cita, aunque sus pensamientos discurrían por derroteros muy distintos. Al mercader le preocupaba terriblemente la pérdida de las minas de sal, pues su gestión le reportaba cada año una enorme cantidad de riquezas. ¿Cómo mantendría a partir de ahora su elevado nivel de vida? ¿Tendría que reducir su nómina de sirvientes y prescindir de sus habituales lujos? Todo ello sin contar su particular afición por las niñas pequeñas, que los comerciantes griegos ponían a su disposición a precios cada vez más prohibitivos. De una forma u otra, Eoghan tendría que reinventarse y lanzarse a comerciar con nuevos recursos que le proporcionasen beneficios similares, aunque aquello le supusiese un esfuerzo mayor.

Con gran solemnidad, Meriadec colocó la urna con las cenizas de Murtagh en la cámara subterránea, junto a una gran variedad de objetos que el difunto precisaría en la otra vida: adornos personales, armas de guerra, los arreos de su caballo, así como un inmenso caldero y un amplio surtido de cuernos para la bebida. Solo los representantes de alto estatus tenían derecho a ser enterrados con semejante grado de pompa y ostentación. Finalmente, cubrieron la tumba de tierra hasta crear un voluminoso túmulo, cuya ubicación quedaría señalada mediante una estela de piedra.

A lo largo de toda la ceremonia, Cedric había permanecido a escasos metros de Brianna, aparentando formar parte de su círculo más cercano. En dos o tres ocasiones, incluso, no dudó en rodearla con el brazo para ofrecerle su consuelo.

Su actitud respondía, naturalmente, al nuevo plan que había improvisado varios días atrás.

En cuanto se hubo deshecho de Serbal, Cedric volvió a acercarse a Brianna con la suficiente sutileza como para no despertar su recelo. Sin embargo, la repentina muerte de Murtagh dio un completo giro a la situación. Brianna se sumió de inmediato en un pozo de dolor, que Cedric vio como una oportunidad única para conseguir lo que quería. El muchacho se pegó a Brianna desde el primer momento, dando a entender entre sus familiares, por su forma de comportarse, aunque sin afirmarlo jamás de forma explícita, que entre ambos existía una relación de tipo sentimental. Cedric no se separaba de ella, la consolaba a todas horas, al mismo tiempo que fingía sentir un gran dolor por la muerte de Murtagh.

Brianna se sentía tan afligida que apenas se percataba de lo que sucedía a su alrededor, por lo que no receló en ningún momento de las atenciones de Cedric. Ardena, por su parte, estaba tan encantada con la idea de que el hijo del rey cortejase a su sobrina, que incluso ella se encargó de alimentar aquella suposición. Desde su punto de vista, aquella unión no solo beneficiaría a Brianna, sino también a ella misma, si finalmente llegaba a emparentarse con la familia del máximo mandatario de la tribu.

El plan de Cedric era tosco pero sencillo: por un lado, tenía que aprovecharse de la debilidad de su amada, mientras fuese vulnerable, para intentar abrirse un hueco en su corazón, y por otro, debía ganarse a su familia, con el fin de asegurarse su apoyo cuando llegase el momento de la verdad.

El éxito de su misión dependía ahora de su constancia, de su audacia, y de cómo manejase el tiempo, sabiendo que a partir de entonces este correría a su favor.

6

Derrien fue hecho prisionero junto a una veintena de guerreros más.

Los germanos les maniataron y les amarraron entre sí, obligándoles a desplazarse en fila de a uno. Durante el trayecto, además de estar sometidos a una estrecha vigilancia, les conminaron a mantener la cabeza gacha y la boca cerrada. Sus guardianes les insultaban y se burlaban de ellos, pero Derrien no se inmutó, consciente de que aquello formaba parte del precio de la derrota. La incertidumbre era mucho peor. ¿Qué futuro le esperaba, si es que tenía alguno? Esta duda le perturbó durante sus primeras horas de cautiverio, hasta que fue testigo de cómo le quitaban la vida a uno de sus compañeros solo porque no podía seguir el ritmo de los demás. A partir de ese momento comprendió que no tenía sentido preocuparse por su destino, y se limitó a aceptar con resignación lo que los germanos decidiesen hacer con él.

A escasa distancia del poblado germano, Reginherat y el godi mantuvieron una conversación en voz baja, mientras hacían esperar a los detenidos. A la mayoría de ellos les destinarían de por vida a las minas de sal, salvo unos cuantos, que serían sacrificados en una solemne ceremonia en honor a sus deidades. De haber podido elegir, casi todos habrían preferido la muerte por encima de la esclavitud. Los celtas no tenían miedo a morir; ahora bien, perder la libertad les aterrorizaba tanto como a un lobo perder sus colmillos.

Los guerreros germanos dispusieron a los prisioneros frente al godi, para que este escogiera al puñado de ellos que utilizaría para su ritual. Derrien y sus compañeros pensaron que los más fuertes serían enviados a las minas, mientras que los menos dotados servirían como candidatos para el sacrificio religioso. Sin embargo, sucedió justo al revés: el godi se reservó los mejores hombres para honrar a sus dioses como era debido.

Por descontado, Derrien figuraba entre los elegidos.

Así pues, media docena de prisioneros fueron separados del resto y conducidos a una cabaña situada en el poblado principal. Allí permanecerían hasta que se celebrase el ritual, que no tendría lugar hasta la siguiente noche de luna llena.

La espera se convirtió en el peor de los suplicios, pues sabiendo el destino que les aguardaba, el tiempo parecía transcurrir más lento de lo normal. Les alimentaban con lo imprescindible para mantenerlos con vida y, salvo pensar, no podían hacer absolutamente nada; ni siquiera les permitían hablar entre ellos. De haber tenido la oportunidad de escapar, Derrien lo habría intentado, pero estaban atados de pies y manos, y había siempre con ellos un guardián encargado de su vigilancia. Todo cuanto podían hacer era esperar. No existía la menor opción.

Derrien repasó una y otra vez en su cabeza el desarrollo de la batalla. En los primeros compases, los celtas se habían impuesto con autoridad, pero antes o después todos acabaron padeciendo el mismo problema del que había sido víctima el gran general Murtagh: sus espadas no resistían las embestidas de sus enemigos. Derrien habría dado cualquier cosa por examinar una de aquellas armas, capaces incluso de neutralizar las soberbias hojas que salían del taller de su padre. ¿Cómo podía explicarse semejante superioridad?

Durante un tiempo, Derrien se estuvo preguntando qué habría sido de su mejor amigo. ¿Habría caído Ewyn en la batalla o se habría salvado? Felizmente, uno de sus compañeros con el que pudo intercambiar unas palabras aprovechando un relevo, le aseguró que Ewyn estaba entre los que se había batido en retirada. La noticia le supuso un gran alivio, y una inmensa sonrisa alumbró su rostro durante el resto del día.

Por fin, tras varios días de insoportable cautiverio, los germanos arrastraron a los prisioneros fuera de la cabaña y les condujeron hasta el bosque más cercano. Todos ellos sentían las piernas tan entumecidas, que durante los primeros metros apenas si eran capaces de sostenerse en pie. Extrañamente, les guiaron a través de una vereda muy poco transitada, repleta de obstáculos en forma de rocas y arbustos, que ascendía por una cordillera empinada cuya cima se perdía entre grisáceos nubarrones. Derrien se preguntó por qué los germanos habían elegido para sus rituales un lugar tan inhóspito como inaccesible. Aunque, bien pensado, ¿qué sabía él acerca de las creencias de sus enemigos?

Recorrer aquel intrincado camino les llevó toda la tarde. Sin embargo, cuando llegaron a su destino, Derrien vio de repente que todo cobraba sentido. En la cumbre de aquella montaña se ocultaba el secreto mejor guardado de Reginherat: un gigantesco bloque de metal incrustado en la tierra, en torno al cual se desarrollaba una intensa actividad.

Bajo la tenue luz del crepúsculo, un grupo de sacerdotes situados frente a una cara del meteorito adoraba con infinita devoción aquel extraordinario objeto caído del cielo. El lado opuesto estaba tomado por un ejército de artesanos y especialistas, dedicados a extraer lascas y fragmentos de hierro que posteriormente fundían en los hornos que habían construido a tal efecto. Derrien no perdía ojo de lo que allí sucedía, mientras le empujaban para que no se detuviera, igual que al resto de sus amigos. Enseguida constató que la técnica que empleaban era extremadamente sencilla, idéntica al tratamiento del oro, uno de los pocos metales conocidos que podía hallarse nativo en la naturaleza, y que no necesitaba, por tanto, ser sometido a complejas reacciones químicas encaminadas a separar sus compuestos. Y la clave residía en que, a diferencia del hierro terrestre, que debía someterse a un riguroso proceso de reducción para separar los óxidos del mineral —procedimiento cuya correcta ejecución aún se desconocía—, el hierro meteórico ya se encontraba en su estado más puro.

Conforme anochecía, la frenética actividad metalúrgica que allí tenía lugar fue disminuyendo poco a poco para dejar paso a los preparativos de la ceremonia. Los herreros germanos silenciaron sus forjas y reemprendieron el camino de vuelta al poblado, mientras que los sacerdotes encendían varios fuegos en la zona y se ocupaban de bendecir los instrumentos que emplearían durante el acto. Un relámpago iluminó un retazo del firmamento, anunciando la presencia de una tormenta en los cielos aledaños.

El rey teutón había acudido a aquel remoto enclave situado en lo alto de la montaña, acompañado por la mayor parte de la aristocracia militar. Todos lucían sus mejores galas y portaban con orgullo las poderosas espadas confeccionadas con el material del que estaban hechas las estrellas. Reginherat venía de darse un baño de masas, y su satisfacción era total. Bajo su liderazgo se inauguraba una nueva era de bienestar y prosperidad para el pueblo germano. Pronto comenzarían a explotar las minas de sal, y toda la tribu se vería beneficiada con lo que su comercio les reportaría.

Los sacerdotes formaron un coro y el cántico que brotó de sus gargantas sirvió de preámbulo para la ceremonia. Sus voces poseían un timbre eminentemente gutural, y el salmo que entonaron en nada se parecía a las armoniosas melodías cantadas por los druidas. Al finalizar, el godi dio un paso al frente e inició un apasionado discurso, gesticulando con frecuencia y fijando la mayor parte del tiempo su mirada en el cielo nocturno. El rugido de los truenos lejanos ensalzaba su prédica. En una ocasión se acercó al meteorito y lo acarició con suma delicadeza, como un avaro anciano lo haría con un tesoro de incalculable valor. Derrien no entendía una sola palabra de lo que decía, pero se daba perfecta cuenta de que aquel hombre tenía un don para hipnotizar a la multitud.

Finalmente, la tormenta les alcanzó y una fuerte lluvia descargó sobre ellos. El aguacero apagó los fuegos ceremoniales y empapó a todos de pies a cabeza; sin embargo, a nadie le pareció importar. De hecho, los germanos lo tomaron como una señal de que sus dioses asistían al sagrado rito.

Al cabo de un rato, el godi dio el sermón por concluido y abordó la siguiente fase de la ceremonia. Tomando un afilado cuchillo entre sus manos, se desplazó lentamente hasta el lugar donde mantenían a los prisioneros retenidos y señaló a Derrien. El celta más corpulento abriría la ronda de sacrificios. El sumo sacerdote estaba seguro de que los dioses se complacerían con aquella elección.

Siguiendo sus instrucciones, un par de guerreros condujeron a Derrien hasta una piedra plana, similar a la que Eboros utilizaba para efectuar sus sacrificios de animales. Acto seguido le tendieron en ella y le desataron las manos y los pies. En aquel momento, Derrien podría haber intentado oponer resistencia pero… ¿qué habría ganado con eso, salvo retrasar lo que parecía inevitable? El joven ya se había resignado. Después de todo, aquella era una hermosa noche para morir. El fulgor de la luna llena alumbraba su alma, y el agua de lluvia le mojaba el rostro y tamborileaba sobre su piel con los dedos de una amante predilecta.

El godi aferró el cuchillo con las dos manos y lo alzó en el aire trazando un amplio arco, bajo la atenta mirada de Reginherat y el resto de los presentes…

Y entonces, sucedió.

Un potente rayo atraído por el hierro del meteoro cayó sobre aquel paraje perdido en las alturas.

El impacto fue tan brutal, que derribó al suelo a todos los allí reunidos. Dos guerreros murieron en el acto al ser alcanzados de lleno por aquel poderoso fenómeno de la naturaleza, mientras que a muchos otros les hirió de forma indirecta, al recibir la corriente eléctrica que se propagó a través del suelo. Sacerdotes y centinelas sufrieron graves quemaduras, así como severos traumatismos tras salir despedidos a consecuencia de la explosión. A unos cuantos les estallaron los tímpanos, como si les hubiesen hurgado con una aguja en el interior de la cabeza.

Derrien salió casi indemne del suceso. La piedra de sacrificios sobre la que se hallaba tendido le había librado de recibir una descarga, pues le había mantenido aislado del suelo. Le pitaban los oídos, pero aparte de eso, se encontraba aparentemente bien. Se incorporó sobre los codos y miró a su alrededor: todo el mundo se sentía aturdido, afectado en mayor o menor grado por la devastadora detonación…

En ese instante se dio cuenta de que disponía de una ocasión única para escapar con vida de allí.

Abandonar a sus compañeros era la decisión más difícil a la que tuvo que enfrentarse, pero sabía que si se entretenía desatándoles y ayudándoles a incorporarse, no lograría su objetivo.

Derrien se abrió paso a zancadas entre los germanos abatidos, todavía demasiado desorientados como para percatarse de lo que estaba pasando. Y cuando alguno de ellos trataba de interponerse en su camino, se lo quitaba de en medio como si espantara moscas a manotazos.

Enseguida alcanzó la linde con la arboleda y se lanzó colina abajo, apartándose del sendero trazado para huir campo a través. La oscuridad le otorgaría la cobertura que necesitaba y la lluvia borraría las huellas que dejase tras de sí. Si conseguía cruzar la frontera germana antes del amanecer, Derrien estaba convencido, nada le impediría llegar sano y salvo a Hallein.

7

Después de un viaje de varias semanas que le resultó más largo de lo esperado, Serbal llegó al puerto de Massalia.

Todo comenzó el día en que fue expulsado del poblado, entre insultos y escupitajos, tras haber perdido el favor de la tribu. Poco después de su encuentro con Brianna, un hombre le abordó en el mismo sendero y, sin perder un solo segundo, le condujo hasta el embarcadero del río donde una nave extranjera le estaba esperando. El individuo, que se identificó como un sirviente de Eoghan, se limitó a decirle que su padre lo había organizado todo para que aquel barco le llevase hasta una lejana colonia griega, donde podría empezar una nueva vida.

Serbal hubiese deseado hacerle más preguntas, pero el sirviente se marchó a toda prisa, temeroso de que le viesen departiendo con el proscrito.

El barco mercante era de bandera griega, aunque afortunadamente su capitán chapurreaba algo de celta obligado por su necesidad de hacer negocios.

—Puedes subir al navío —le dijo—, pero el pasaje te lo tendrás que ganar a diario. —Entonces le presentó a un muchacho más joven que él, que se encargaría de enseñarle las diferentes tareas que habría de realizar mientras durase su travesía.

El mozuelo, llamado Christophoros, le dio la bienvenida y enseguida se ocupó de mostrarle la nave de proa a popa y de babor a estribor. Christophoros era una especie de chico para todo: limpiaba la cubierta del barco, ayudaba a cargar y descargar la mercancía cuando atracaban en algún embarcadero y realizaba recados. El muchacho hacía gala de un permanente carácter risueño, gracias al cual se había granjeado la simpatía de toda la tripulación.

Serbal lo pasó mal desde el principio. Para empezar, jamás había navegado, y nada más zarpar, fue víctima de náuseas y mareos. El malestar se prolongó durante una semana, hasta que su organismo se acostumbró al vaivén del navío. Por otra parte, el idioma se convirtió en un grave problema, pues levantaba una barrera invisible que le aislaba del resto. Para ponerle remedio, Serbal procuró no despegarse de Christophoros con el fin de aprender griego a marchas forzadas. Le gustase o no, tampoco le quedaba otra opción.

Serbal trabajaba duro y, a cambio, todos los días se hacía acreedor de una ración de comida y de un austero lecho en el rincón más oscuro de la bodega. Al cabo de un tiempo, el entorno dejó de parecerle tan hostil. Serbal aprendió a arriar velas, soltar cabos y maniobrar con los remos. Sus progresos se los debía principalmente a Christophoros, que además de buen compañero era un maestro paciente. En los tiempos muertos, Serbal se inclinaba sobre la baranda del barco y se dejaba acariciar por la brisa del río. A una y otra orilla, inmensas praderas y bosques tupidos se desplazaban con extrema lentitud, a una distancia insalvable pese a su aparente cercanía. Algunas veces, el joven celta se preguntaba quién y por qué había pretendido causarle tanto mal. Sin duda, la persona que le había empujado ladera abajo, después se había encargado de depositar su fíbula al pie del árbol sagrado, para atribuirle la autoría del sacrílego crimen. Sin embargo, ningún nombre le venía a la cabeza. Serbal no tenía enemigos, ni tampoco mantenía con nadie la menor rivalidad.

El viaje transcurría despacio porque se detenían en numerosos embarcaderos para comerciar con los pueblos vecinos. Aun así, a Serbal no se le permitía cruzar la pasarela, para que nadie hiciese preguntas indiscretas acerca de la presencia de un celta en el barco griego.

Hasta que un día como otro cualquiera llegaron a su destino.

De reciente fundación, la colonia griega de Massalia había establecido numerosas rutas marítimas, fluviales y terrestres, a través de las cuales discurría un continuo intercambio de productos procedentes de la península ibérica, la Galia y el Mediterráneo oriental. Su consolidación fue tal, que en muy poco tiempo pasaron a disputarles el dominio del comercio en la zona a cartagineses y etruscos. La ciudad se convirtió también en un importante centro cultural, hasta el punto de que algunos romanos enviaban allí a sus hijos para recibir su educación.

La sola visión del puerto ya le causó a Serbal una gran impresión. Un enjambre de navíos estaban atracados en el muelle, en el que se llevaba a cabo una efervescente labor de carga y descarga de todo tipo de bienes y productos. Numeroso almacenes se arracimaban en torno al puerto, como el musgo adherido a la superficie de una roca.

—Yo he cumplido con mi compromiso —le dijo el capitán en cuanto echaron amarras—. A partir de ahora deberás seguir tu propio camino.

Serbal abandonó la nave, pero lejos de sentirse aliviado cuando pisó tierra firme de nuevo, lo que le invadió fue un miedo atroz. ¿Cómo le acogerían en aquella población extranjera? ¿Qué haría para sobrevivir? Serbal se giró y distinguió a Christophoros agitando la mano en señal de despedida. Una profunda sensación de soledad le sacudió el corazón.

Sin tiempo para lamentarse, Serbal decidió dejar atrás el puerto y adentrarse en la urbe. Las calles, estrechas y sinuosas, no parecían responder a un trazado definido. Las casas, hechas de madera y adobe, se apelotonaban unas contra otras, como luchando por el escaso espacio que había en la zona centro de la ciudad. Por el contrario, los templos estaban construidos en piedra y se erguían sobre elevadas columnas rematadas por sobrios capiteles. Aquellas excelsas estructuras provocaron en Serbal una honda impresión. Pese a ello, le fue imposible entender cómo los griegos podían recluir a sus dioses en el interior de un edificio.

El joven prosiguió su exploración de la próspera Massalia hasta dar con el mercado. Los suculentos manjares que allí se exhibían despertaron su apetito. En ese instante, Serbal fue más consciente que nunca de que ni siquiera podía llevarse a la boca una sencilla hogaza de pan. Aunque los celtas practicaban el trueque, Christophoros le había explicado que en las colonias griegas se había introducido una nueva forma de pago, consistente en pequeñas piezas de metal a las cuales se les asignaba un determinado valor. Aquellas monedas, como así se las denominaba, podían intercambiarse por cualquier tipo de producto o servicio. Sus bolsillos, sin embargo, se encontraban tan vacíos como un pozo sin fondo.

Serbal posó entonces la mirada en una muchacha de rasgos exóticos que le llamó poderosamente la atención. La joven, de piel aceitunada y ojos almendrados, difería bastante de la apariencia típica de la mujer griega, y venía a confirmar la fama de cosmopolita que la colonia se había ganado. Vestía un quitón de mangas cortas ajustado al talle, con varias joyas cosidas a los pliegues. La muchacha se detuvo ante un puesto de quesos y, tras señalar el de mejor aspecto, sacó una pequeña bolsa de tela en la que guardaba su dinero. Serbal siguió atentamente la transacción, y tuvo ocasión de atisbar por vez primera las monedas griegas a las que Christophoros se había referido.

Todo transcurrió con normalidad, hasta que un transeúnte golpeó accidentalmente el codo de la muchacha en el momento en que se disponía a pagar, provocando que unas cuantas monedas de la bolsa se le cayesen al suelo. Una de ellas salió rodando y fue a detenerse a los pies de Serbal, que la pisó casi en un acto reflejo con intención de hacerla desaparecer. Si se hacía con aquella pieza de metal, podría obtener algo de comida y quizás también alojamiento.

La muchacha recogió las monedas una a una, salvo la que Serbal ocultaba bajo el talón, y después se perdió entre el gentío caminando plácidamente. Solo entonces Serbal se agachó y recogió el dracma del suelo. Acuñado en plata, mostraba en su anverso el dios patrono de la ciudad y en el reverso, la cabeza de un león. La moneda ofrecía un acabado bastante pulcro, si bien presentaba varias imperfecciones que su padre jamás habría tolerado si el trabajo se lo hubiesen encargado a él.

Lamentablemente, la satisfacción de Serbal se volvió rápidamente en su contra. ¿Qué estaba haciendo? Aunque no lo hubiese planificado, lo que acababa de hacer tenía un nombre muy claro: robar. Y ni siquiera su precaria situación justificaba tal acto. ¿Tan pronto se había olvidado de los principios que debían regir su moral de acuerdo con la doctrina de los druidas?

Invadido por un fuerte sentimiento de culpa, Serbal alzó la cabeza tratando de localizar a la muchacha entre la multitud. Ya no la veía por ningún sitio, pero lejos de desanimarse por ello, decidió recorrerse por completo la plaza del mercado. Cuando ya iba a darse por vencido, vislumbró su silueta metiéndose por una angosta callejuela.

Serbal fue detrás de ella, a pesar de que el laberíntico entramado de calles en el que se había metido dificultaba su labor. Cada vez que se acercaba, la muchacha doblaba una esquina y durante algunos segundos la perdía de vista. La siguió como pudo, hasta llegar a un callejón en el cual se convirtió en testigo de un suceso completamente inesperado: un individuo salido de ninguna parte se abalanzó sobre la muchacha, pugnando por arrebatarle la bolsa del dinero.

Serbal miró a su alrededor, pero allí no había nadie más que él. Evidentemente, el bandido sabía elegir muy bien los lugares donde asaltar a sus víctimas. Como la muchacha oponía más resistencia de la esperada, el tipo no dudó en emplear la violencia y la pegó con el antebrazo, pero la joven no cedió un ápice y aferraba la bolsa como si le fuese la vida en ello.

Serbal calibró la situación. El asaltante era agresivo y bastante más corpulento que él, por lo que el sentido común dictaba mantenerse al margen del suceso. Sin embargo, el fogoso espíritu celta pesó más que su buen juicio a la hora de tomar una decisión, y tomando carrerilla, Serbal se arrojó sobre el bandido, yendo los dos a parar al suelo.

El individuo se quitó de encima a Serbal con relativa facilidad y contraatacó descargando una lluvia de puñetazos sobre su rostro. La muchacha, mientras tanto, aprovechó la ocasión para gritar pidiendo auxilio. Serbal se protegía la cara a duras penas, y menos aún podía devolver los golpes. Su exceso de ímpetu ya comenzaba a costarle caro, cuando la refriega cesó de repente: los alaridos de la chica habían llamado la atención de los viandantes, obligando al asaltante a emprender la fuga de forma precipitada.

Serbal se apoyó sobre los codos, notando el férrico sabor de su propia sangre en la boca. El ojo comenzaba a hinchársele y tenía un labio partido en dos.

—¿Estás bien? —El griego de la muchacha, que lucía un feo moretón en la mejilla, sonaba tan poco ducho como el suyo.

—Sí —murmuró Serbal.

—Te agradezco mucho tu ayuda —añadió la chica—. Me llamo Fadilah. Si me acompañas, me ocuparé de curarte las heridas. Es lo menos que puedo hacer por ti.

Serbal se dejó guiar por Fadilah mientras le contaba resumidamente su historia. Aún tenía que mejorar bastante el idioma, pero el griego que había aprendido de Christophoros le bastaba por ahora para hacerse entender. Poco después se internaron en el barrio de los artesanos, hasta detenerse ante un amplio establecimiento que Serbal reconoció enseguida. El inconfundible olor del mineral candente, unido al característico sonido metálico de un constante martilleo, le reveló que se encontraba ante un taller similar al de Teyrnon.

—Es de mi padre —aclaró Fadilah—. Espera un momento afuera, por favor.

La joven despareció en el interior del establecimiento, para regresar al cabo de unos minutos con un paño y un cuenco lleno de agua.

—Deja que te limpie las heridas.

Serbal dio un respingo al sentir el contacto del lino sobre su piel, pero soportó con entereza los cuidados de la muchacha.

—¿Tu padre es herrero? —le preguntó.

—El mejor de toda Massalia —replicó—. Y eso que todavía no lleva mucho tiempo aquí.

Fadilah acabó de limpiarle las magulladuras y le entregó el paño a Serbal para que lo mantuviera apretado contra su labio inferior.

—Acompáñame adentro —señaló—. Mi padre desea conocerte.

El golpe de calor que recibió al pasar no le cogió desprevenido. Serbal no podía estar más acostumbrado a un ambiente como aquel. Sí le sorprendió, en cambio, la intensa actividad que allí se desarrollaba. El establecimiento era tremendamente amplio. Había tres hornos a pleno rendimiento y otras tantas fraguas, operadas por no menos de cinco artesanos. A diferencia de la forja de su padre, aquel parecía ser un taller de producción en masa, dedicado también a la orfebrería, y a juzgar por lo que veía, no les faltaban encargos.

Serbal cruzó el recinto con sumo interés, y salió a un patio trasero donde se almacenaba el carbón, la leña, así como generosas provisiones de mineral: además de cobre, plomo y estaño, había una reserva de abundante hierro. Aquello le resultó muy extraño, hasta que se fijó en varias armas e instrumentos apoyados en la pared hechos a partir de aquel complejo material. Serbal examinó una daga de hierro y, tras realizar una serie de comprobaciones básicas, concluyó que rozaba la perfección. ¿Cómo podía ser aquello posible si todos los intentos de su padre de trabajar el hierro habían acabado en fracaso?

—Sí, es de hierro —aseveró una voz ronca y poderosa situada detrás de él.

Serbal se dio la vuelta y se topó con un hombre de planta recia y rasgos similares a los de Fadilah. Desde hacía un tiempo, en tierras de Asia Menor se había desarrollado un procedimiento para extraer hierro de sus minerales, conocimiento que ya había comenzado a extenderse por el área del Egeo. El padre de Fadilah, de origen palestino, atesoraba dicho conocimiento, y había decidido instalarse en la floreciente Massalia para hacer fortuna a costa de aquel revolucionario descubrimiento.

—El hierro es mucho más duro y resistente que el bronce —afirmó— y muy pronto, la gran mayoría de las armas y herramientas se fabricarán con este mineral.

El pensamiento de Serbal voló inevitablemente hacia Teyrnon: él habría dado lo que fuera por pisar aquel taller y aprender las innovadoras técnicas metalúrgicas que allí se ejercían.

—Esto es para ti —dijo el palestino tendiéndole una pequeña bolsa de tela—. En agradecimiento por haber salvado a mi hija.

La bolsa contenía un buen puñado de monedas. Seguramente las suficientes como para no tener que preocuparse por su situación económica durante una buena temporada. Pese a todo, aquello no dejaba de ser una solución temporal.

—Gracias, señor —repuso—, pero no quiero el dinero.

—¿Estás seguro? Mi hija me ha advertido acerca de la precariedad de tu situación.

—Y no se equivoca. Por eso mismo, sí que le pediría a cambio un puesto de trabajo en su taller. —En sus circunstancias, Serbal sabía que aquella podía constituir la manera más práctica de asegurarse un futuro a medio y largo plazo.

El palestino le escrutó con curiosidad. Se sentía en deuda con Serbal, pero no se encontraba en disposición de admitir a un nuevo aprendiz.

—Me gustaría —se excusó—. Por desgracia ni siquiera tengo tiempo para enseñar apropiadamente a los artesanos que ya tengo a mi cargo.

Serbal no pensaba darse tan fácilmente por vencido.

—En realidad, yo ya cuento con bastante experiencia en el oficio.

El palestino le lanzó una mirada recelosa, convencido de que aquella audaz afirmación respondía más bien a un desesperado intento por conseguir lo que quería.

—Muchacho, este oficio está al alcance de muy pocos elegidos y, sinceramente, dudo mucho que tú seas uno de ellos.

Serbal miró a su alrededor, tratando de encontrar desesperadamente la forma de probar que no mentía. Recorrió la estancia con ojo clínico, hasta fijarse en que uno de los operarios tenía serias dificultades para moldear un objeto decorativo fabricado con alambre de bronce. El palestino, intrigado, le dio a continuación permiso para examinar la pieza. Serbal se valió de las herramientas que estimó oportuno para realizar una minuciosa inspección, tras la cual no tardó en confirmar sus sospechas.

—Para realizar una pieza de este tipo debería emplearse un bronce más maleable —explicó—, cosa que podría haberse conseguido añadiendo algo de plomo a la aleación.

El herrero palestino supo de inmediato que aquel muchacho estaba en lo cierto. En efecto, su aprendiz había cometido un error. Sin duda, Serbal sabía mucho más de lo que un principio había creído.

—¿A qué escuela perteneces? —inquirió.

—Yo soy celta, señor —repuso—. Mi padre fue quien me enseñó todo lo que sé.

El palestino asintió con creciente interés. Los celtas gozaban de una excelente reputación como metalúrgicos. Ningún otro pueblo trabajaba el bronce como ellos.

—Bienvenido —sentenció—. Desde ahora mismo puedes considerarte un integrante más de mi taller.

Serbal esbozó una sonrisa, al tiempo que dejaba escapar un suspiro de alivio. Después de todo, parecía que en Massalia también había cabida para un celta como él.

FIN DE LA PRIMERA PARTE