Capítulo 4
Los druidas predicen el futuro observando el viento y los cantos de las aves, y por medio del sacrificio de animales sagrados.
Unían a su estudio de la naturaleza aquel de la filosofía moral, asegurando que el alma humana es indestructible, así como el universo.
DIODORO SÍCULO, Bibliotheca histórica.
1
Calum y Meriadec paseaban por el entramado de calles que conformaban el poblado de Hallein seguidos muy de cerca por una pareja de centinelas. La claridad de la mañana se deslizaba desde los tejados hasta el suelo de tierra, sembrando los portales de charcos de luz natural. Sus semblantes, semejantes a una piel de conejo estriada y sin curtir, constituían el más fiel reflejo de su honda preocupación.
El asesinato de Lynette había causado entre los celtas nóricos una terrible conmoción. Todo parecía indicar que el autor del reciente crimen también lo había sido de aquel otro que le había costado la vida a la hija del granjero, aproximadamente dos meses atrás. Lo cual ponía de manifiesto que no se había tratado de un acto puntual, sino de la obra de una mente perturbada dispuesta a seguir matando a la menor oportunidad, como siempre había creído el druida jefe.
—He dado la orden de aumentar la vigilancia por las noches —anunció el rey—. A partir de hoy habrá más patrullas de lo habitual.
—¿Solo en Hallein? —inquirió Meriadec.
—No, también en las inmediaciones.
Las características de uno y otro crimen guardaban una extraordinaria similitud. En ambos casos las víctimas eran chicas jóvenes, violadas primero y degolladas después. Pero sobre todo, el asesino había vuelto a proceder como si celebrase un ritual de sacrificio, aunque esta vez había llevado las cosas incluso más lejos que la anterior. El cuerpo había sido hallado nuevamente desnudo y sin ningún tipo de magulladura, las manos cruzadas sobre su pecho virginal. Pero en esta ocasión, además del corte limpio y preciso efectuado en la garganta, el asesino había abierto pulcramente el vientre de la muchacha como si hubiese pretendido llevar a cabo una práctica de adivinación.
El criminal pronto comenzó a ser conocido entre los habitantes de Hallein por el sobrenombre de «el Verdugo».
—Detesto que el criminal imite los procedimientos de la comunidad druídica.
—No obstante, demuestra tener cierta pericia —replicó Calum—. ¿Estás seguro de que el hombre que buscamos no pertenece a la orden?
—¡De ninguna manera! —protestó Meriadec, que habría puesto la mano en el fuego por todos y cada de sus colegas. No obstante, no le quedaba más remedio que reconocer que el asesino manejaba el cuchillo con la habilidad de un experimentado druida sacrificador.
No había testigos, ni habían encontrado la menor pista en el escenario del crimen. Los vecinos tampoco habían escuchado gritos, lo cual les había llevado a pensar que o bien la víctima había sido cogida totalmente por sorpresa, o que posiblemente conociese a su asesino. Lo que resultaba indiscutible era que se trataba de algún habitante de Hallein o sus alrededores, puesto que había demostrado ser capaz de desplazarse por el poblado sin llamar la atención. Y aquello era algo que martirizaba enormemente a Calum, pues la sombra de la sospecha podía recaer sobre cualquiera.
—Sabe lo que se hace —reflexionó Meriadec en voz alta—. Y no volverá a actuar hasta que las aguas hayan vuelto a su cauce. Presiento que, aunque existe dentro de él una poderosa fuerza que le lleva a cometer tales crímenes, esta todavía no es más fuerte que él.
—¿Crees entonces que volverá a matar?
—Estoy seguro. Es solo cuestión de tiempo.
Calum se sentía tan preocupado como furioso, debido a las inesperadas dificultades que estaba encontrando para atrapar al dichoso asesino. Como máxima autoridad de la tribu, era suya la responsabilidad de hacer cumplir la ley. De lo contrario, se exponía a que ciertas voces cuestionasen públicamente su liderazgo.
A Meriadec, por su parte, aquel desagradable asunto le producía una especial inquietud por motivos muy diferentes. El druida jefe era el guardián de la moral, y su deber consistía en procurar que su pueblo se rigiese por una ética del bien, basada en la bondad, el amor a la Divinidad y el respeto por la naturaleza y los espíritus sagrados que habitaban en ella. Sin embargo, la presencia de aquel elemento discordante —el misterioso y sádico homicida— resquebrajaba la delicada armonía que Meriadec pretendía salvaguardar, la cual conformaba la realidad como si fuese un tejido invisible que entrelazaba espíritu y materia, y que ante la aparición de una sola hebra fuera de lugar podía acabar desbaratando aquella situación de precario equilibrio. Los crímenes sembraban de temor los corazones de la gente, despertaban oscuros deseos de venganza y generaban desconfianza entre la población.
Meriadec, por tanto, quería detener al asesino para restablecer el equilibrio de la moral y devolver la armonía que debía impregnar el alma de su pueblo.
—¿Había alguna conexión entre las dos víctimas? —inquirió el druida jefe.
—No —repuso Calum—. Ni siquiera se conocían. Desde mi punto de vista, lo que mueve al asesino es un deseo sexual incontrolable. Si acaba degollando a sus víctimas es solo para evitar que le delaten.
—No creo que la respuesta sea tan simple. ¿Por qué las mata como si llevase a cabo una especie de ritual? ¿Qué le hace ser tan metódico y frío? Todavía hay demasiados interrogantes que escapan a nuestra comprensión. Y hasta que hallemos las respuestas, iremos siempre un paso por detrás del asesino.
Meriadec se despidió de Calum con un gesto de cabeza y se encaminó hacia la residencia de los druidas. Al rey, sin embargo, no le dio tiempo a dar un solo paso, pues enseguida fue abordado por el gran general Murtagh, cuyo semblante reflejaba cierta zozobra.
—Acabo de recibir la visita de Nadelec, el hombre que tenemos destacado entre los latobicos.
Debido a la desconfianza que imperaba entre las distintas tribus celtas, no era inusual que sus mandatarios infiltrasen hombres de su confianza en las poblaciones vecinas, para recabar información acerca de sus pretensiones y, muy especialmente, de sus intenciones bélicas. Estos hombres solían pasar fácilmente desapercibidos, pues se integraban con total naturalidad en la nueva tribu, dedicándose al oficio que hubiesen ejercido durante toda su vida.
—¿Qué te ha contado?
—Ha oído rumores fundados acerca de una alianza entre varias tribus celtas —repuso Murtagh—. Con toda seguridad, los tulingos formarían parte del pacto promovido por los latobicos.
—¿Con qué fin?
—No lo sabemos, pero resulta evidente que el hecho de habernos dejado fuera nos convierte en enemigos potenciales.
Calum apretó los puños y masculló una maldición.
—¿Es que no tenemos ya suficientes problemas? —se quejó con amargura.
—Debemos ser prudentes. De momento nada indica que piensen lanzar un ataque. Es probable que la alianza posea una intencionalidad puramente defensiva. En todo caso, Nadelec ha prometido avisarnos de cualquier cosa que averigüe al respecto.
2
Las pruebas de selección estaban a punto de tener lugar, justo una semana después de que los aspirantes hubiesen manifestado públicamente su deseo de iniciarse en la orden.
Los candidatos se habían reunido en un claro del bosque, en torno a un roble centenario al que se le atribuía la condición de sagrado, mientras Meriadec y Eboros lo preparaban todo para llevar a cabo la prueba. El druida helvecio también se hallaba presente, pues Ducarius casi nunca se separaba del druida jefe y colaboraba en la mayor parte de los actos celebrados por los celtas nóricos.
El roble sagrado arrojaba una grata sombra bajo la que se cobijaban la totalidad de los asistentes, arrellanados sobre una fina y húmeda capa de hierba y rodeados de hojas muertas y un laberíntico entramado de bulbos y raíces. El trinar de los pájaros, suave y atiplado, resonaba en la fronda y contribuía a relajar el ambiente, algo tenso debido a los nervios de los candidatos.
Serbal estaba sentado junto al resto de los aspirantes, observando el roble sagrado con auténtica veneración. El árbol constituía uno de los ejes centrales de las creencias de los druidas, ya que les permitía establecer una comunicación con los tres niveles de la Divinidad: el subterráneo, por sus raíces; el de la superficie, por su tronco; y el de las alturas, a través de su copa. Los árboles, además, contenían un particular simbolismo. Aquellos que eran de hoja caduca, por su estacionalidad y carácter cíclico, configuraban una alegoría de la vida, la muerte y el renacimiento, mientras que los de hoja perenne representaban la inmortalidad del alma. Los druidas celebraban algunas de sus ceremonias secretas ante el roble sagrado —preferiblemente de noche—, y ciertos actos importantes, como la proclamación del rey, también se realizaban poniendo como testigo al venerado árbol.
Serbal no lo había tenido nada fácil para encontrarse aquella mañana allí. Su padre había montado en cólera después de que le confesase, con voz temblorosa, haberse postulado para iniciarse como druida. Serbal soportó la bronca como pudo e intentó dejar claro que no había sido algo premeditado, sino que lo había hecho siguiendo un súbito impulso. No obstante, por vez primera fue totalmente franco con él, y le reveló que formar parte de la orden era lo que siempre había deseado desde que era solo un niño. A Teyrnon tampoco le sorprendió escuchar aquella afirmación, pues Serbal siempre había mostrado un inusitado interés por asistir a las ceremonias de los druidas, así como a los actos en que los bardos recitaban sus poemas épicos y legendarios, a través de los cuales mantenían viva la historia del clan. Su fascinación por el universo mágico y espiritual que rodeaba la orden druídica saltaba a la vista, pero Teyrnon había dado siempre por sentado que, tratándose de su hijo, al final acabaría aceptando trabajar en la forja.
—Siempre te has quejado de que no tengo los brazos lo bastante fuertes como para manejarme en el oficio con soltura —había argumentado Serbal.
—Cierto, has heredado la frágil constitución de tu madre, pero con el trabajo constante, tu musculatura se desarrollará. El tiempo me acabará dando la razón.
En otras circunstancias, quizás Teyrnon le hubiese dado libertad para elegir. Sin embargo, después de haber aceptado que Derrien se iniciase como guerrero, no podía dejar que su otro hijo emprendiese un camino distinto al que por tradición estaba llamado a seguir. ¿Quién le sucedería entonces al frente del taller? ¿Acaso tendría que tomar como aprendiz a algún tercero ajeno a la familia?
Con todo, Serbal no dio su brazo a torcer, y tras explicarle a su padre que de la veintena aproximada de candidatos no superaban la prueba de acceso más allá de dos o tres, logró arrancarle una autorización con carácter provisional.
—Al menos, déjame intentarlo —le había pedido con el corazón en la mano.
—¿Y qué ocurrirá si lo consigues?
—Entonces hablaremos de nuevo —repuso Serbal—. En cualquier caso, te prometo que la última palabra sobre mi destino será solamente tuya.
Los nervios de Serbal no solo se debían a la prueba en sí, sino también a que Brianna se había situado justo a su derecha, y su mera presencia le hacía perder a ratos la concentración. Antes de partir, habían intercambiado saludos y unas pocas palabras, pero durante el camino les había sido imposible mantener una conversación. Los druidas no habían dejado de cantar durante todo el recorrido, y el conjunto de muchachos les habían imitado sumándose al canto.
Brianna, por su parte, tenía sentimientos encontrados. La ilusión que le hacía estar allí, pugnando por convertirse en la primera druidesa de los celtas nóricos, contrastaba con la tristeza que sentía por la muerte de Lynette. Su amiga se había ido al Otro Mundo de forma repentina y cruel, y su pérdida le había dejado un enorme vacío. Todavía no se había hecho a la idea de su partida, y cada día que pasaba, más cuenta se daba de lo mucho que la iba a echar de menos. Por otra parte, la reacción de su padre había sido más fría de lo esperado. De entrada, la idea le había disgustado porque contravenía abiertamente la tradición, y lo último que deseaba era que su hija abanderase un cambio de tal magnitud. Pero, a pesar de ello, Murtagh no se opuso a sus deseos, convencido de que Brianna no sería seleccionada, ya que tendría que competir con muchachos de gran intelecto y mejor preparación.
Al inicio de la mañana, cuando todos se reunieron en las puertas de Hallein y tomaron el camino del bosque, Brianna se había sentido bastante intimidada por verse rodeada única y exclusivamente de chicos varones, la mayoría de los cuales la miraban con cierto escepticismo e incluso desdén. Sin embargo, Eboros se había acercado a ella y, dedicándole una alentadora sonrisa, le confesó que pocos días atrás había visitado a Nemausus, el cual lamentaba no poder asistir a la pruebas de selección, pues su salud pasaba por un momento delicado. De haberle sido posible, el druida ermitaño habría acudido encantado para mostrarle su apoyo.
Pero si había alguien allí que parecía estar fuera de lugar, más incluso que Brianna, era Cedric. Desde un principio, el hijo del rey se había mostrado distante y se había mantenido ligeramente apartado del resto de los candidatos, yendo un paso por detrás. Poco o nada interesado en el druidismo, su verdadera motivación radicaba en permanecer cerca de Brianna, con el fin de neutralizar la seria amenaza en que se había convertido Serbal. Desde luego, Calum se había puesto furioso al conocer los inauditos planes del único hijo que le quedaba con vida. ¿Druida? ¿Era eso lo que quería ser ahora? ¿Qué había sido entonces de su obstinado afán por convertirse en mercader? ¿Acaso estaba dispuesto a probar cualquier cosa con tal de evitar iniciarse como guerrero, que era lo que por sangre le correspondía? La acalorada discusión no les condujo a ningún sitio, ya que Cedric rehusó darle explicaciones. No obstante, a su tío Eoghan sí le habló con total sinceridad, y le dejó muy claro que su pasión por la actividad comercial no había disminuido en absoluto.
Sin más preámbulos, los druidas ocuparon sus posiciones de espaldas al roble sagrado. Meriadec, puesto en pie, alzó su bastón de fresno y apuntó con él al conjunto de candidatos.
—A partir de este momento dan comienzo las pruebas de selección —anunció—. No podréis hablar entre vosotros y os limitareis a seguir las instrucciones que tanto yo como Eboros os vayamos dando.
El grupo de muchachos acató la orden y los murmullos cesaron de inmediato. A Serbal se le secó la garganta de golpe e intentó tragar saliva. Brianna parecía tan concentrada, que ni siquiera se permitía un simple parpadeo. De todos los presentes, tan solo Cedric se mantenía inusualmente tranquilo.
Meriadec se desprendió entonces del trisquel que le colgaba del cuello y lo exhibió entre los candidatos. La joya de oro, con forma de tres espirales inscritas en un círculo, brillaba como un sol en miniatura.
—Como todos sabéis, el trisquel es el símbolo supremo de los druidas y solo nosotros —se señaló a sí mismo, a Eboros y a Ducarius— estamos facultados para portarlo. Para vosotros, sin embargo, representa el camino que tendréis que recorrer para alcanzar el conocimiento completo y ganaros vuestro acceso a la comunidad. —Meriadec efectuó una pausa teatral antes de reanudar su discurso—. Tal vez hayáis escuchado decir que las aspas simbolizan cada uno de los estadios de la vida: infancia, madurez y senectud. Pero ese es tan solo uno de los numerosos significados que se le atribuyen al trisquel. A un nivel más profundo, la primera espiral encarna nuestra atadura al mundo físico regido por los sentidos, así como las limitaciones de nuestro cuerpo. La segunda constituye el universo de las ideas, la conciencia y el pensamiento. Y la tercera, la senda del alma para comunicarse con dioses y espíritus.
»Asimismo, el trisquel alude al pasado, el presente y el futuro, y su circunferencia, a la totalidad del tiempo, en constante renovación. Pero también representa la trinidad de mente, alma y cuerpo en perfecto equilibrio; el principio y el fin, la evolución y el crecimiento, el aprendizaje perpetuo y la eterna transformación.
Dicho esto, Meriadec dirigió su mirada hacia el roble sagrado e inició una detallada explicación acerca de la simbología que el árbol encerraba para los druidas, la cual le llevó cerca de diez minutos. Cuando finalizó, se sumió en un calculado silencio y se desplazó lentamente hasta un extremo del claro ante el desconcierto de los jóvenes aspirantes, que le siguieron atentamente con la mirada.
Eboros retomó entonces el testigo del druida jefe, formulando una plegaria al roble sagrado, a la que pronto se le unieron todos los presentes. Poco después, Ducarius señaló a uno de los candidatos y le indicó que acudiese junto a Meriadec, quien se había situado a una prudencial distancia de ellos. El muchacho así lo hizo y, tras departir unos minutos con él, regresó de nuevo al lugar que ocupaba. Uno por uno, todos fueron desfilando de la misma manera ante Meriadec, sin que nadie supiese lo que el druida se traía entre manos…
… Hasta que por fin le llegó el turno a Serbal.
—Quiero que me hables con el mayor detalle posible acerca de la simbología del trisquel, así como la del árbol, que hace un instante acabo de explicar.
Serbal comprendió entonces en qué consistía la primera prueba.
Los druidas, a pesar de conocer el alfabeto griego, tenían prohibido poner sus arcanos conocimientos por escrito —la palabra era considerada divina, y no debía ser profanada transcribiéndola en un soporte físico—, de modo que únicamente podían transmitirse de maestro a pupilo por vía oral. Los druidas debían memorizar, por tanto, un inmenso caudal de información y, para ello, la retentiva resultaba fundamental. A veces, incluso, se usaba la versificación, pues el ritmo y la rima hacían las enseñanzas más fáciles de recordar. Meriadec, por consiguiente, estaba evaluando aquella importante cualidad en cada uno de ellos.
—Respira hondo, muchacho —dijo Meriadec, tras observar que Serbal sudaba de forma profusa.
Serbal aspiró una bocanada de aire y trató de recuperar la calma. Aunque la memoria no era uno de sus puntos fuertes, había puesto tanto interés en la explicación del druida, que si los nervios no le traicionaban, sería capaz de repetir su discurso con bastante exactitud. Por fin, Serbal logró serenarse, hasta lograr reproducir fielmente las palabras del druida jefe. Al regresar junto a los demás, un enorme alivio inundó todo su cuerpo.
Brianna se sintió afortunada en cuanto comprendió la finalidad de aquella prueba. De niña, Melvina había tenido por costumbre narrarle un amplio abanico de fábulas y leyendas antes de dormir, que después ella se repetía a sí misma numerosas veces a lo largo del día siguiente. Así pues, gracias a su madre, Brianna había desarrollado una natural habilidad para memorizar largas parrafadas sin apenas esfuerzo.
La joven regresó al grupo satisfecha y se unió a la oración dirigida por Eboros.
El último en comparecer ante Meriadec no fue otro que Cedric, el cual, como era de esperar, lo hizo tremendamente mal y enseguida supo que había tirado por tierra cualquier posibilidad de ser elegido. Aquello no le importaba, siempre que Serbal y Brianna corriesen su misma suerte, o únicamente fuese seleccionado uno de los dos. Solo si lo fuesen ambos se enfrentaría a un verdadero problema, pues el larguísimo proceso de aprendizaje posibilitaría que uno y otro se viesen a diario, excluyéndole por completo de la ecuación.
Cuando el hijo del rey ocupó de nuevo su sitio, advirtió que Serbal cruzaba una eufórica sonrisa con Brianna para celebrar la buena marcha de la prueba, lo que ponía de manifiesto la creciente complicidad que había nacido entre los dos. El cariz que tomaba aquella relación cada vez le gustaba menos.
Meriadec regresó al pie del roble sagrado habiéndose llevado una primera impresión del conjunto de candidatos que había comparecido ante él. El druida jefe interrumpió la oración y le susurró una instrucción a Eboros, que acto seguido se fue a cumplir algún tipo de encargo relacionado con el proceso de selección.
Meriadec volvió a tomar la palabra tras la enigmática marcha del druida sacrificador:
—Continuemos —proclamó—. Es poco sabido que los druidas nos valemos en ocasiones de acertijos para transmitir nuestras enseñanzas. Y, sin embargo, es absolutamente cierto. ¿No es así, Ducarius?
—En las lejanas tierras de las que yo procedo es de lo más común —corroboró el druida helvecio.
A los muchachos les caía bien el druida extranjero, al que prácticamente ya conocía casi toda la población. Era relativamente joven, poseía un peculiar acento que les resultaba divertido y, para muchos de ellos, se había convertido en todo un ejemplo a seguir.
—Durante la segunda parte del proceso de selección pondré a prueba vuestro ingenio, lo cual me servirá para detectar las mentes más brillantes que tenemos hoy aquí —explicó Meriadec—. Plantearé varias adivinanzas y, aquel que crea conocer la respuesta, deberá levantar la mano. ¿Está claro?
Ninguno puso la menor objeción.
—Bien, pues aquí va la primera: ¿qué es más rápido que el viento?
Durante un largo minuto nadie se atrevió a intervenir. Unos porque estaban en blanco, y otros por temor a equivocarse. Finalmente, un perspicaz muchacho llamado Bowdyn alzó el brazo con cautela.
—El halcón, capaz de alcanzar una velocidad vertiginosa cuando se lanza en picado sobre su presa.
—Aunque lo que dices es muy cierto, esa no es la respuesta correcta —aclaró Meriadec.
Se produjo otro breve silencio, al que le siguió una impetuosa réplica de Cedric.
—La espada de Murtagh —terció, con la evidente intención de ganarse el favor de Brianna.
Los muchachos con origen en familias pertenecientes a la aristocracia guerrera le rieron la ocurrencia.
—En efecto, algunos de nuestros guerreros son extraordinariamente rápidos, al igual que un día también lo fue tu propio padre —admitió Meriadec—. No obstante, tampoco es esa la respuesta que busco.
Serbal, muy alejado de resolver el acertijo, creyó que aquel tipo de desafío no estaba hecho para él. Un tercero se decidió entonces a probar suerte.
—Los rayos que los dioses envían durante las tormentas.
Meriadec alabó la tentativa, pero negó con la cabeza.
—Vamos, no os desaniméis —terció Ducarius—. ¿Qué es más rápido que el viento? —repitió.
Brianna, por su parte, se dio cuenta de que todo lo que habían dicho sus compañeros hasta el momento iba orientado hacia el mundo de lo físico, es decir, hacia todo aquello que podía percibirse a través de los sentidos. Pero… ¿y si abordaba la adivinanza desde otra perspectiva? De súbito, una inesperada idea brotó de su interior.
—El pensamiento —contestó.
Meriadec se quedó estupefacto. El acertijo no era nada fácil y la chica lo había resuelto con bastante prontitud. La felicitó por ello y, acto seguido, planteó un nuevo desafío.
—¿Qué es más blanco que la nieve?
—Las nubes que están en el cielo —se apresuró a contestar uno de los candidatos tras levantar la mano.
—No —sentenció Meriadec—. Seguid intentándolo.
Serbal se sentía cada vez más nervioso, porque sabía que si no acertaba ninguno de los acertijos, sus posibilidades de ser elegido disminuirían sensiblemente. No obstante, tenía muy claro que solo si adoptaba el enfoque de Brianna podría dar con la respuesta que buscaba Meriadec.
Bowdyn, que también había llegado a la misma conclusión, fue el siguiente en arriesgarse a contestar.
—La mirada de un niño —apuntó.
—No, pero has estado muy cerca.
Pese a no haber acertado, aquello le sirvió a Serbal para dar con la clave, tras orientar su línea de pensamiento en aquella misma dirección.
—La verdad —señaló el hijo del herrero, conocedor del enorme valor que aquella virtud gozaba entre los druidas.
Meriadec alabó su agudeza, cada vez más sorprendido ante la buena actuación de Serbal durante el transcurso de las pruebas, aunque no se le escapaba que si le seleccionaba, tendría serios problemas con Teyrnon.
—Tercer y último acertijo —anunció—. ¿Qué es más negro que un cuervo?
Varias manos se alzaron a la vez.
—La noche —se apresuró a decir un aspirante.
—No.
Bowdyn fue el siguiente en intentarlo.
—La muerte.
—Exacto.
El druida jefe agradeció la participación de los candidatos y les indicó que se pusiesen en pie.
—Para finalizar, os someteré a una prueba de gran dureza —reveló—. Acompañadme, por favor.
Meriadec y Ducarius dejaron atrás el claro donde se alzaba el roble sagrado y se internaron en la espesura seguidos por los muchachos, cada vez más intrigados conforme avanzaban en silencio. Tomaron un estrecho sendero flanqueado por fresnos y avellanos, hasta llegar escasos minutos después a un calvero alfombrado por una capa de maleza verde y presidido por un altar de piedra en el que los druidas solían celebrar sus sacrificios.
Eboros les estaba esperando allí, ante un pasillo de siete metros de longitud formado por brasas ardiendo a una temperatura superior a los setecientos grados.
—Descalzaos —ordenó Meriadec—. Ante vosotros se extiende el camino de fuego, el cual servirá para poner a prueba vuestra fe en la Divinidad. Os advierto que solo aquellos que crean de verdad serán capaces de superar el reto sin sufrir graves quemaduras.
A la mayoría de los aspirantes, cuya media de edad rondaba los catorce años, les invadió una oleada de pánico ante la idea de tener que cruzar aquella alfombra de ascuas encendidas.
Cedric renunció de inmediato, decisión que fue imitada por todos los candidatos que a aquellas alturas sabían que ya no serían elegidos. La propia Brianna estuvo tentada de hacerlo, aterrorizada ante la idea de tener que enfrentarse a las brasas candentes, convencida además de que por su condición de mujer —menos resistente que el hombre por naturaleza— se encontraba en clara desventaja a la hora de afrontar aquella prueba.
Un chico que quería pasar lo antes posible por aquel difícil trago fue el primero en intentarlo, bajo la atenta mirada de los druidas. El muchacho, envalentonado, cruzó el pasillo de fuego con una sola idea en mente: alcanzar a toda prisa el extremo opuesto. Tras la carrera, el candidato se arrojó al suelo y comenzó a masajearse las plantas de los pies, aullando como un animal herido. Un puñado de grotescas quemaduras y ampollas le brotaron en el acto.
Entretanto, Serbal había procurado mantener la cabeza fría, analizando aquel particular escenario desde una perspectiva que nadie más tenía. Los años de trabajo en el taller de su padre no solo le habían enseñado a conocer sobradamente las propiedades de los metales, sino también las características del fuego. El horno en el que se fundían los minerales alcanzaba elevadísimas temperaturas, y su funcionamiento apenas guardaba secretos para él. Serbal, por tanto, sabía muy bien que no todos los materiales transmitían el calor con el mismo grado de intensidad. La capacidad calorífica del carbón, por ejemplo, era muy inferior a la del cobre. Y aquellas ascuas ni siquiera eran de carbón, sino de madera, cuya idoneidad para propagar altas temperaturas resultaba incluso menor.
Serbal observó que Brianna luchaba por contener las lágrimas, segura de encontrarse ante un reto imposible. El joven se inclinó sobre ella y le cuchicheó algo al oído:
—No tengas miedo. Si caminas con decisión, no te quemarás. Evita correr porque lo que único que conseguirás será aumentar la presión que ejerzas sobre las brasas y que tus pies se hundan más en ellas; y tampoco se te ocurra aminorar la marcha, y menos aún detenerte en mitad del recorrido. —Serbal advirtió que, como consecuencia de los nervios que la atenazaban, Brianna transpiraba profusamente por cada poro de su cuerpo—. Si haces lo que te digo, no te sucederá nada. Además, el sudor será tu aliado, pues actuará como un protector natural para las plantas de tus pies.
El resto de los candidatos se sometió a la prueba con resultados muy dispares. Algunos salieron mejor parados que otros, como Bowdyn, cuyo paso sobre las brasas se saldó con tan solo algunas ampollas superficiales. Serbal fue el único que escapó del lance completamente intacto, ganándose la inmediata admiración de Meriadec.
Solo faltaba Brianna por transitar por el camino de fuego.
La muchacha cerró los ojos, tratando de retener en la cabeza los consejos de Serbal. Después se sujetó con las manos los bajos del vestido y atravesó la alfombra de ascuas de manera firme pero delicada, como si bailara sobre un charco de agua dulce. Sufrió algunas quemaduras de poca importancia, pero demostró estar a la altura de cualquiera de sus compañeros.
Los tres druidas que habían dirigido las pruebas. —Meriadec, Eboros y Ducarius—, se hicieron a un lado y formaron un corrillo para llevar a cabo la deliberación. El acuerdo fue unánime y alcanzarlo les llevó menos tiempo del esperado. Aquel año fueron tres los elegidos para iniciar la carrera druídica: Bowdyn, Brianna y Serbal.
Un reguero de lágrimas acudió a los ojos de la muchacha, que se echó a los brazos de Serbal en agradecimiento por la valiosa ayuda que le había prestado. El propio Serbal, todavía sobrepasado por los acontecimientos, aún no podía creerse que casi pudiese acariciar sus dos sueños más anhelados.
Cedric, mientras tanto, observaba la escena en silencio tratando de contener la rabia que le carcomía por dentro, consciente de que todo se había vuelto contra él. Por primera vez se dio cuenta de que quizás Brianna no acabase siendo suya, como hasta entonces siempre había creído.
3
Transcurrieron algunas semanas más, en las cuales la estación otoñal continuó abriéndose paso en la región de los celtas nóricos.
El hecho más destacado tuvo lugar cuando un mensajero les trajo noticias de la tribu germana del norte. Reginherat reiteraba su exigencia relativa a la entrega de las minas de sal, y les daba de plazo hasta la festividad de Samain. De lo contrario, la guerra entre ambas naciones sería inevitable.
A Calum no le gustaba tener que enfrentarse a Reginherat con todos los augurios en contra, pero desde luego no se dejaría intimidar por el ultimátum del rey teutón. Eoghan, por su parte, se reafirmó en la idea de que debían aprovechar aquella batalla para darles una lección inolvidable a sus enemigos. Calum también escuchó decir a su hermano que todo aquel asunto de la Piedra del Cielo y el despertar de los dioses germanos no afectaría en absoluto al desarrollo de la contienda. Las guerras las hacían los hombres, rara vez los dioses se inmiscuían de forma directa en aquel tipo de vicisitudes de carácter terrenal.
El propio general Murtagh era quien más convencido estaba de su superioridad, pues no solo conocía sobradamente las capacidades de su milicia, sino también las de la facción enemiga. El ejército se había visto reforzado con la nueva hornada de reclutas, cuya participación contribuiría aún más a inclinar la balanza a su favor. Tanto Derrien como Ewyn, por méritos propios, se encontraban entre los elegidos. Ambos recibieron con orgullo su torques de guerrero en una sobria ceremonia presidida por Meriadec, con el rey como testigo y el roble sagrado como telón de fondo. Los dos muchachos, aunque ansiosos por entrar en combate, no podían evitar sentir cierto nerviosismo. Si no se producía ningún cambio, todo apuntaba a que su bautismo de fuego tendría lugar en la inminente guerra contra los germanos.
Serbal, por su parte, ya había comenzado su periodo de instrucción destinado a convertirle en un ilustre druida. En realidad, el ilusionado joven no habría logrado convencer a su padre de no haber sido por la intervención de Meriadec. El druida jefe había visitado a Teyrnon y había mantenido una seria charla con él, acerca de las extraordinarias cualidades que poseía su hijo para la práctica del druidismo. Asimismo, varios auspicios habían puesto de manifiesto que Serbal estaba destinado a jugar un papel determinante en el destino de su pueblo. El muchacho mostraba un potencial pocas veces conocido, que harían mal en ignorar. Las persuasivas palabras de Meriadec sirvieron para que Teyrnon diese su brazo a torcer, muy a pesar suyo. Por todo ello, al afamado herrero no le quedó más remedio que tomar como aprendiz a un sobrino por parte de su mujer, pese a lo mucho que le contrariaba tener que confiarle los secretos de su oficio a alguien por cuyas venas no corría la sangre de sus ancestros.
Cuando Serbal recibió la noticia, su felicidad se vio parcialmente empañada debido al repentino sentimiento de culpa que le invadió. Después de que su padre se hubiese volcado en cuerpo y alma por transmitirle su pasión por la metalurgia, él se lo pagaba dándole la espalda. Y, si bien Teyrnon había evitado exteriorizar su desengaño, a Serbal no se le escapaba que en su interior debía de sentirse profundamente herido.
Brianna también había iniciado su periodo de formación, con la motivadora perspectiva de convertirse en la primera mujer druida de los celtas nóricos. Y, aunque a su padre seguía sin gustarle la idea, había transigido porque tras la muerte de Melvina —a la que también había que sumarle la de Lynette—, Brianna necesitaba recuperar la sonrisa y darle un nuevo impulso a su vida que la alejase de la tristeza. Además, el gran general tenía problemas más acuciantes de los que preocuparse que los derivados de su vida doméstica.
También cabía destacar el rápido lazo afectivo que se había creado entre Brianna y Serbal, en virtud del cual ambos se daban apoyo mutuo cuando les surgía alguna dificultad relacionada con su formación. Brianna sobresalía en la rama druídica de la sanación, mientras que Serbal conectaba mejor con la esfera más espiritual y mágica del oficio. De un modo u otro, lo cierto era que cada vez pasaban más tiempo juntos y, para evitar malentendidos, Serbal había aprendido a no dejar traslucir los verdaderos sentimientos que albergaba hacia ella. En cualquier caso, tampoco ignoraba que si dejaba pasar demasiado tiempo sin confesarle lo que sentía, corría el riesgo de que para cuando lo hiciese, ya fuese demasiado tarde para él.
Cedric, entretanto, se sentía cada vez más desquiciado. Su perturbadora obsesión por Brianna, lejos de remitir, se acentuaba a pasos agigantados conforme más evidente se hacía su fracaso por intentar convertirla en su esposa. Sus celos hacia Serbal se habían multiplicado, y en no pocas ocasiones se dedicaba a espiar a la incipiente pareja cuando esta se adentraba en el bosque para recibir las enseñanzas de los druidas. Cedric no estaba dispuesto a renunciar a Brianna, ni tampoco a permitir que fuese de ningún otro. Sea como fuere, estaba decidido a salirse con la suya.
Por su parte, no muy lejos de allí, el bueno de Anghus ya se había acostumbrado a pastorear las cabras a diario con la inestimable ayuda de Ciclón. Y aunque había demostrado saber hacer su trabajo, no podía evitar sentirse algo frustrado ya que, pese a lo mucho que lo había intentado, le había resultado del todo imposible silbar como era debido. Sí que había logrado averiguar, en cambio, que todo aquel oscuro asunto tocante a la sexualidad estaba por lo visto relacionado con el amor, el matrimonio y el misterio de traer hijos al mundo, pero su madre le ofrecía explicaciones demasiado superficiales acerca de aquella amalgama de conceptos que tanto intrigaban a Anghus y que no terminaba de comprender.
Las fechas se sucedieron y, una tarde como otra cualquiera, la casualidad quiso que Eboros se convirtiese en testigo de un extraño episodio que difícilmente olvidaría.
El druida sacrificador se encaminaba hacia la residencia comunal tras una jornada de trabajo agotador. La atmósfera estaba cargada de humedad y la brisa vespertina le enfriaba las manos y el rostro. Las fiestas de Samain estaban a punto de tener lugar, y las tareas de los druidas se multiplicaban durante las semanas previas a los ceremoniales. Aquella festividad, celebrada entre finales de octubre y principios de noviembre, no solo constituía la fecha más señalada del calendario, sino que además marcaba el inicio del año celta.
El origen de Samain se correspondía con el final de la estación de pastoreo, cuando se llevaba a cabo la matanza de rebaños y manadas, excepto aquellos animales que se reservaban para la cría. Asimismo, Samain anticipaba la llegada del invierno, y sus fastos se realizaban en memoria de los seres queridos que habían fallecido el año anterior. Durante aquellos días, los druidas efectuaban trabajos de mantenimiento en los espacios funerarios, ofrendaban obsequios en honor a los difuntos, y practicaban numerosos rituales adivinatorios, aprovechando uno de los momentos más propicios para realizar vaticinios. Además, la población celta encendía grandes hogueras nocturnas, hacía sonar los tambores hasta bien entrada la madrugada y celebraba banquetes conmemorativos de carácter fúnebre.
Se decía que, durante el tiempo de Samain, la fina malla que separaba el mundo real del sobrenatural se descosía por completo y que, por tanto, se hacía posible la comunicación entre ambos universos, de manera que los seres humanos y los espíritus de los muertos podían invadir unos el espacio de los otros, alterándose de ese modo el equilibrio natural. Las historias de encuentros entre miembros de ambas esferas se extendían a lo largo y ancho de toda la geografía celta, desde tiempos muy remotos.
Eboros arrastró los pies y accedió a la residencia de los druidas, deseoso de echarse en su lecho durante al menos una hora. Pese a que el tiempo mágico de Samain era su favorito del año, el excesivo número de quehaceres solía dejarle exhausto. Eboros se encaminó hacia su cuarto, pero al pasar junto al aposento de Ducarius, advirtió que la puerta estaba entreabierta, e instintivamente atisbó en su interior. El druida helvecio sostenía entre sus manos aquel enigmático cofre que había traído consigo desde sus tierras, capaz de provocarle —Eboros no lo había olvidado— una tensa reacción cuando se ofreció a cargar con él. Eboros fue incapaz de apartar la vista y observó en silencio la escena a través del resquicio de la puerta. Ducarius se había sentado en el suelo y, con gran boato, abría la tapa del cofre y usaba ambas manos para sacar lo que ocultaba en su interior. Desafortunadamente, el druida helvecio le daba la espalda, por lo que a Eboros le resultaba imposible distinguir lo que era.
El druida sacrificador continuó contemplando el extraño cuadro que se desplegaba ante sus ojos, cada vez más intrigado conforme pasaban los segundos. Ducarius, inclinado sobre el objeto, balanceaba el tronco arriba y abajo una vez tras otra, como si llevase a cabo un acto de adoración. Su cuerpo se estremecía a intervalos, como afectado por el aliento de una tormenta eléctrica, mientras un suave bisbiseo, semejante a una lastimera letanía, brotaba de sus labios como una canción.
De repente, Ducarius giró la cabeza como si hubiese intuido que le observaban, y las miradas de ambos druidas colisionaron en el aire como las cornamentas de una pareja de ciervos. El rostro de Ducarius, demudado, se congeló en un rictus de horror, mientras devolvía velozmente al cofre el objeto que había sacado, mientras que Eboros, sintiendo una gran vergüenza al verse sorprendido espiando a un colega, se alejó inmediatamente de la puerta y reanudó el paso en dirección a su cuarto. No obstante, varios interrogantes acudieron en tropel a la mente del druida sacrificador. ¿Qué podía ser aquello que Ducarius guardaba con tanto celo? ¿Y por qué lo mantenía en secreto? ¿Acaso se trataba de algo prohibido o pernicioso?
Eboros necesitaba respuestas, y se juró a sí mismo que antes o después se ocuparía de desvelar aquel misterio.
4
Tan solo faltaba un día para la jornada grande de Samain, la cual coincidía siempre con la primera noche de luna llena.
El grupo de iniciados, compuesto por los seleccionados de aquel año y también los del anterior, seguía a Meriadec a través del bosque atendiendo a sus enseñanzas. El camino por el que les guiaba el druida jefe era el más largo que habían recorrido hasta ahora. Las hojas desprendidas de los árboles revestían el suelo de láminas otoñales, conformando una espesa alfombra que se deshacía al contacto con los pies. A ambos lados de la vereda se alzaban las menguadas copas de castaños, olmos y arces, que cubrían la falda de la montaña, sembrada en su parte baja por un desmadejado manto de helechos y matorrales. El inconfundible murmullo del discurrir de las aguas indicaba la presencia de un río cercano. Serbal y Brianna miraban en todas direcciones, contemplando la beldad de la floresta con los ojos del saber. Los aromas del monte y el follaje embotaban sus sentidos, y se fusionaban con el tono sepia que impregnaba la paleta de colores durante aquella época del año.
De repente, Meriadec detuvo su avance y, sin previo aviso, se tendió en el suelo con los ojos cerrados y los brazos en cruz. Los alumnos intercambiaron miradas de desconcierto, sorprendidos de que su longevo maestro se comportase como un niño de corta edad.
—Vamos, haced vosotros también lo mismo —indicó—. Quiero que percibáis el bosque a través de los sentidos. Tumbaos y sentid el pulso de la tierra retumbar en vuestros oídos. ¿Sois capaces de oír el ritmo de las corrientes subterráneas deslizarse bajo la roca?
Los iniciados le imitaron y se tendieron alrededor del druida, buscando captar aquel misterioso latido.
—El bosque ha sido siempre el verdadero hogar de los celtas desde que los primeros clanes hiciesen su aparición. —Meriadec parecía estar en trance, tras haberse fundido con la naturaleza que le engullía a su alrededor—. Nos proporcionó refugio contra las inclemencias del tiempo, y nos abasteció de todo cuanto necesitábamos para aplacar el hambre y la sed. —Su voz adquirió un tono aleccionador—. De modo que no olvidéis transmitir este conocimiento de generación en generación —sentenció.
Meriadec se puso de nuevo en pie como si hubiese despertado de un sueño muy profundo y reanudó el camino sin tiempo que perder.
Después de una interminable caminata, llegaron por fin hasta el lugar señalado, situado en una loma de difícil acceso. Los iniciados contemplaron entonces, preñados de admiración, la estructura megalítica que se alzaba ante ellos, consistente en dos gigantescas piedras hincadas en el suelo en posición vertical y una enorme losa situada sobre las mismas a modo de cubierta. La ubicación del dolmen no era casual, pues tenía en cuenta las corrientes magnéticas de la Tierra, como tampoco lo era su entrada, orientada hacia el sur para que los rayos del sol penetrasen en la cámara durante los solsticios de verano e invierno.
—Esta construcción no es obra nuestra, sino de los Antiguos —explicó Meriadec—, lo cual quiere decir que se erigió en un pasado muy remoto.
El druida jefe se descalzó y accedió al interior del dolmen. Los inmensos bloques de piedra liberaban una fuerte carga telúrica capaz de estimular las habilidades sobrenaturales de los druidas hasta límites insospechados. Los iniciados le imitaron y se sentaron alrededor de Meriadec, preparados para recibir lo que se antojaba como una lección magistral. Serbal estaba encantado, pues la clase de aquel día versaría en torno a la magia ritual, que sin duda constituía su tema preferido.
Meriadec se pasó la mano derecha por su larga barba y clavó su afilada mirada en todos y cada uno de sus pupilos.
—Nuestra magia se basa en la interrelación de los cuatro elementos básicos que conforman la esencia de la naturaleza: tierra, aire, fuego y agua. —El sereno discurso del druida captó inmediatamente la atención de su reducido grupo de oyentes—. La labor de los druidas consiste en tomar la energía yacente en el otro plano de la existencia y mezclarla con palabras sagradas y prácticas arcanas, con el fin de lograr que las ideas adopten una apariencia de realidad. Para ello, nos valdremos de los depósitos de energía presentes en la naturaleza, que combinaremos con los que todos atesoramos en nuestro propio interior. Solo así llegaremos a dominar los secretos de la magia celta.
Para regocijo de los iniciados, las enseñanzas de Meriadec se prolongaron durante toda la tarde, al amparo del formidable escenario que les ofrecía la estructura megalítica.
Aquella extraordinaria visita llevó a Serbal a evocar con nostalgia la temeraria aventura que llegó a protagonizar cuando solo tenía diez años. Su obsesión por el druidismo era tan fuerte, que una noche decidió escaparse de su casa para presenciar un ritual secreto, muy poderoso, que la orden solía celebrar en plena naturaleza, a salvo de miradas ajenas a la comunidad. ¡Se decía que los druidas podían hacer que los árboles cobrasen vida y se desplazasen por su propio pie! Espiar a los druidas se consideraba una falta grave, castigada con gran severidad. Sin embargo, el afán de Serbal por verles desarrollar su magia prevaleció sobre su miedo a que le sorprendiesen infringiendo la ley.
Su plan era simple a la par que efectivo. Primero aguardó a que sus padres y su hermano se quedasen dormidos, y después abandonó el lecho y salió al exterior. Cuando lo hizo, Serbal se topó de frente con una noche fría y cerrada que no invitaba precisamente a realizar ningún tipo de exploración. Pese a todo, no renunció a su objetivo y, eludiendo al centinela que dormitaba en su atalaya, dejó atrás la empalizada que rodeaba Hallein para adentrarse en la espesura. A partir de aquel punto, su osada hazaña se tornó mucho más complicada de lo que había previsto en un principio. Si hubiese sido de día, habría sabido orientarse con relativa facilidad, pero cercado por la oscuridad, le resultaba imposible hallar el camino. El cercano aullido de un lobo sirvió para empeorar aún más la situación. No obstante, lo que finalmente le llevó a desistir de su empeño fueron las espectrales voces que resonaron en sus oídos, que si bien podían tener su origen en el bramido del viento, Serbal las atribuyó a los espíritus del bosque, cuya paz podía haber perturbado como consecuencia de su injustificada presencia allí.
Serbal pasó tanto miedo, que jamás se le ocurrió intentar hacer en el futuro nada parecido.
Al poco de finalizar la charla, Meriadec alzó su bastón de fresno y señaló a Brianna con él, como dando a entender que había algo muy importante que le tenía que decir. La joven sintió un escalofrío. La grave expresión adoptada por el druida jefe no auguraba nada bueno.
—Brianna, en primer lugar quiero que sepas que tu presencia entre nosotros ya no me resulta extraña, pues has demostrado poseer el mismo grado de compromiso que tus compañeros del sexo opuesto. Sin embargo, no es menos cierto que un amplio sector de la comunidad druídica no acepta tu inclusión como iniciada, y me presiona cada vez más para que no te permita seguir. —La noticia cogió a Brianna tan desprevenida, que casi se le para el corazón—. Por esta razón, pronto nos reuniremos todos los miembros de la orden para intercambiar puntos de vista y tomar una decisión definitiva acerca de tu continuidad. Puedes estar segura de que me postularé a tu favor. No obstante, te advierto que si me encuentro con un excesivo número de voces en contra, no me quedará más remedio que ceder.
Los ojos de Brianna se colmaron de lágrimas, convencida de que Meriadec se escudaba en la reunión anunciada para no asumir la responsabilidad de haberla aceptado en un principio.
—Por tanto —añadió—, tu formación queda en suspenso hasta que dicha reunión se haya celebrado.
La joven quería defenderse, pero el nudo que se le había formado en la garganta apenas la dejaba hablar. Serbal salió entonces en su auxilio, contrariado por la inesperada actitud adoptada por Meriadec.
—Pero ya la aceptaron como iniciada —argumentó—. Sería injusto para ella que ahora se echasen atrás.
—Confío en hacer valer mi criterio —ofreció el druida por toda respuesta.
—Pero ¿y si a pesar de todo fracasa? —insistió Serbal elevando la voz—. ¡Brianna se ha ganado su derecho a estar aquí, al igual que todos nosotros!
—Ya es suficiente, Serbal.
—¡Pero no es justo!
—¡Basta he dicho! —sentenció Meriadec—. No quiero volver a oírte decir ni una sola palabra más.
Serbal apretó los puños y obedeció a regañadientes. Bowdyn y el resto de sus compañeros le miraban sin dar crédito, pues ninguno de ellos habría podido imaginarse a Serbal contradiciendo y encarándose al druida jefe. Al propio Serbal le sorprendió su encendida reacción, pero enseguida comprendió que cuando se trataba de Brianna, el corazón se imponía sobre la mente. La muchacha, mientras tanto, se había sumido en un amargo llanto para el que no encontraba consuelo. De repente, ya no quedaba ni rastro del buen ambiente que había reinado durante toda la tarde.
Había llegado la hora de regresar.
A las afueras de Hallein, Cedric aguardaba el retorno del grupo de iniciados del que él había intentado en vano formar parte. De sus observaciones en la sombra había podido deducir que la confianza entre Brianna y Serbal aumentaba cada día, aunque por fortuna no le constaba que la relación entre ambos hubiese llegado más lejos, lo cual le producía cierto alivio. Con todo, sabía muy bien que si dejaba transcurrir más tiempo sin intervenir, sus escasas opciones de ganarse el corazón de Brianna se esfumarían por completo. De hecho, estaba tan desesperado, que había incluso considerado la posibilidad de instruirse como guerrero para de ese modo impresionar a la joven y, de paso, satisfacer también a su padre, con quien mantenía un enfrentamiento cada vez más fuerte.
De repente, Cedric escuchó voces aproximarse y se ocultó rápidamente entre la arboleda.
Meriadec y sus pupilos regresaban de su especial visita al dolmen de piedra, entorno incomparable donde en ciertas ocasiones la comunidad druídica llevaba a cabo complejos rituales de poder. Los muchachos estaban cansados por lo que, cuando alcanzaron una intersección cercana al poblado, Meriadec dejó que cada cual emprendiese su propio camino —la mayoría de los iniciados residían en Hallein, pero unos pocos lo hacían en las aldeas de la periferia—.
Serbal vio la oportunidad perfecta y le pidió a Brianna que aguardase un momento porque deseaba hablar con ella. Los demás se fueron marchando cada uno por su lado, hasta que solo quedaron ellos dos.
—Te agradezco mucho que hayas dado la cara por mí —murmuró Brianna, bastante más recompuesta tras su disgusto inicial—. Arriesgaste mucho enfrentándote a Meriadec.
—No es nada. Solo hice lo que consideré justo. Después de que te hubiesen permitido iniciar el camino para convertirte en druidesa, ahora no deberían apartarte de él.
La afinidad entre Serbal y Brianna era cada vez mayor, pero el hijo de Teyrnon sabía que si aspiraba a conquistarla, tendría que llegar más lejos. Le gustase o no, había llegado la hora de expresarle sus sentimientos. El muchacho fijó su mirada en Brianna, sin poder evitar que sus manos le temblasen sin control. Estaba tan nervioso, que podía incluso sentir su propia sangre correr. Si hubiese tenido que improvisar, no habría sabido qué decir sin quedar como un idiota pero, afortunadamente, había ideado un plan.
—Brianna, me gustaría darte algo. —Serbal introdujo la mano bajo su sayo y extrajo una daga adornada con grabados celtas, fraguada en bronce fundido—. Cógela. Es para ti. —La joven tomó el arma algo extrañada, acostumbrada a recibir dádivas de naturaleza muy distinta—. La he forjado yo mismo. Es pequeña, para que puedas llevarla cómodamente a todas partes contigo, pero muy afilada. Mientras no prendan al «Verdugo», ninguna chica podrá considerarse a salvo, ni siquiera la hija del general Murtagh.
Un escalofrío de emoción recorrió la espalda de Brianna, que pese a estar acostumbrada a recibir obsequios de todo tipo, en aquel caso valoraba muy especialmente el hecho de que Serbal hubiese fabricado la daga con sus propias manos. Debía de importarle mucho para haber tenido aquel especial detalle con ella.
—Gracias —murmuró—. Es realmente preciosa.
Serbal supo en ese instante que de las palabras tocaba pasar a la acción. Se inclinó muy despacio sobre Brianna y juntó sus labios con ella. El contacto fue suave y delicado. La muchacha se quedó tan sorprendida que ni siquiera se movió, pues hasta entonces Serbal no había ofrecido señales claras de que albergase tales sentimientos por ella.
El joven despegó los labios de Brianna, convencido de que el tiempo se había detenido a su alrededor. Los sonidos del bosque se habían evaporado, la paleta de colores se había atenuado, y hasta los insectos parecían haber emprendido la huida de aquel segmento de vegetación. Las miradas de ambos jóvenes se encontraron y sobraron las palabras. Serbal acarició la melena de la muchacha y le arrancó un nuevo beso, mucho más húmedo que el anterior. Brianna, hechizada por la magia del momento, deslizó la mano por la nuca de Serbal y entrelazó los dedos en su cabello ensortijado. Ahora, el tiempo parecía haberse detenido para los dos.
Cedric, desde la espesura, presenciaba la escena con horror.
Su frustración era tal, que a punto estuvo de salir de su escondite para interrumpir a la pareja, en pleno arrebato. Sin embargo, al final se contuvo y prefirió alejarse sin ser visto. Durante el camino de vuelta no pudo quitarse de la cabeza la maldita imagen de Serbal y Brianna besándose. Aquello no podía estar pasando. La muchacha más bella de la tribu, que a su vez era la hija del gran general, debía de pertenecer al hijo del rey de los celtas nóricos. ¡No podía ser de otra manera! ¡Era de ley!
Definitivamente, Serbal se había convertido en un obstáculo demasiado serio como para pasarlo más tiempo por alto. Había llegado la hora de actuar…
5
La noche de Samain, Murtagh reposaba frente al fuego del hogar, sumido en una profunda tristeza inevitable durante aquella época del año. Aquel día en particular se reservaba para honrar a los muertos y mantener viva su memoria, y al general se le agolpaban los recuerdos de su esposa, para la que solo tenía palabras de ternura y gratitud. Si en ese instante alguien hubiese podido verle en semejante estado de abatimiento, habría puesto en duda encontrarse frente al héroe de todo un pueblo, como actualmente se le consideraba.
Brianna terminó de apilar los platos de la cena para, acto seguido, acercarse a su padre y abrazarse a uno de sus poderosos brazos.
—¿Estás bien? —inquirió.
—Echo de menos a tu madre.
—Yo también. Hay días en los que aún me levanto sin haberme hecho a la idea de que realmente se haya ido del todo.
Murtagh no lo dudaba. Sin embargo, aquel día, pese a su especial significación, había notado en su hija una actitud ligeramente incongruente con aquel sentimiento. Un singular brillo en su mirada, así como una sonrisa nerviosa que se le escapaba de forma incontrolable, denotaban que Brianna había contraído un mal para el que no existía remedio conocido: el amor de juventud.
Y el gran general no se equivocaba.
Aquel mismo día la pareja había vuelto a verse a escondidas, entregándose a una nueva ronda de besos y caricias, seguida de una profunda charla que marcaba el punto de partida de su incipiente relación. Brianna, que hasta la fecha no había sabido qué buscaba en un hombre, sentía que por fin lo había encontrado en Serbal. Más allá de su gentileza y generosidad, a la muchacha le había cautivado su gran determinación, capaz de desafiar el orden establecido para perseguir su propio sueño. La pasión que ambos compartían por el druidismo, además, había supuesto la guinda del pastel. Tras su segundo encuentro, los dos habían estado de acuerdo en mantener en secreto su relación un poco más, hasta que llegase el momento oportuno de comunicárselo a sus respectivas familias.
Brianna contempló absorta la sensual danza del fuego asida al brazo de su padre, como cuando era una niña.
—¿Puedo hacerte una pregunta? Cuando conociste a mamá… ¿Cuándo supiste que te habías enamorado?
Murtagh rememoró aquellos lejanos días sin poder evitar que una melancólica sonrisa acudiese a sus labios.
—Cuando es la persona adecuada —explicó—, lo sabes desde el instante en que intercambiáis vuestro primer beso, y luego te ves reflejado en sus ojos como jamás imaginaste que alguien pudiese verte así. En mi caso, me bastó un solo día para estar seguro de que tu madre sería la mujer de mi vida.
La elocuente respuesta de Murtagh convenció a Brianna aún más de que por fin había encontrado en Serbal al hombre al que llevaba tanto tiempo esperando.
El general tomó un leño y lo arrojó al fuego del hogar. Aunque podría haberle preguntado a Brianna acerca del misterioso muchacho que parecía tenerla embelesada, decidió que aquella no era la noche apropiada para hacerlo, los que ya no estaban con ellos eran los que se merecían toda su atención. De cualquier manera, conociendo a su hija como la conocía, no le cabía la menor duda de que habría sabido elegir.
6
Serbal ascendía por un empinado sendero que daba la vuelta al cerro trazando una gigantesca espiral semejante a una escalera de caracol.
Era el día siguiente a la fiesta grande de Samain, y la ardua caminata se debía a un encargo de los druidas que debía llevar a cabo como parte de su adiestramiento. Meriadec le había encomendado a cada uno de los iniciados que localizase una determinada planta y recogiese una muestra. A él le había correspondido una especie de ortiga que solamente crecía en lo alto del cerro y que, pese a resultar particularmente dañina al contacto con la piel, poseía extraordinarias virtudes terapéuticas. A Serbal no se le escapaba que su encargo era el que más dificultad entrañaba, no solo por el lugar tan alejado donde crecía la planta, sino también porque su presencia era más bien escasa en aquella época del año. No obstante, el muchacho no expresó queja de ningún tipo, convencido de que el druida jefe le exigía más que al resto por lo mucho que esperaba de él.
En cualquier caso, Serbal se sentía en aquellos momentos especialmente eufórico tras haber logrado la tremenda gesta de besar a Brianna y que esta le hubiese correspondido. La relación, aunque en sus inicios, no podía haber comenzado con mejor pie.
Serbal recorría un camino pedregoso, cercado a un lado por una barrera de matorrales que lindaba con la arboleda y al otro, por la pendiente que conformaba la ladera de la montaña. Su soledad era absoluta, a excepción de las alimañas que se ocultaban en el sotobosque y las escasas aves que describían círculos en el cielo. Tan pronto alcanzó el área más propicia para hallar la clase de ortigas que Meriadec le había encargado, Serbal redujo la marcha. Una fuerte brisa le revolvía el cabello y le agitaba la ropa. Entonces, tras un largo rato de exploración infructuosa, por fin descubrió un espécimen de la dichosa planta.
Serbal se acercó a la cornisa donde brotaban las ortigas con mucha precaución, pues aunque el declive de la montaña no era excesivamente inclinado, en aquel punto ofrecía cinco o seis metros de caída hasta el siguiente repecho. La ladera de la colina presentaba una orografía en forma de grada, que descendía escalonadamente hasta la vaguada del valle. El joven se inclinó sobre la planta y comenzó a excavar con las manos para desenterrar la raíz.
Serbal, sin embargo, no estaba tan solo como había creído. Cedric, haciendo gala de su sigilo habitual, le había seguido a cierta distancia en pos de una oportunidad, la cual, gracias a su infinita paciencia, por fin le había llegado.
Al hijo del rey no le gustaba tener que ensuciarse las manos, pero aquel asunto no podía fiarlo a terceros, así que tendría que ocuparse personalmente del problema. Las piernas le temblaban y el corazón parecía que le iba a estallar pero, aun así, no pensaba echarse atrás por nada del mundo.
Cedric abandonó la protección que le ofrecía la cortina de maleza y se adentró en la cornisa de tierra sin hacer el menor ruido. Serbal, agachado sobre las ortigas, le daba la espalda y no le vio acercarse, como tampoco oyó sus pasos debido a las corrientes de aire que se formaban en aquella parte del altozano. Cedric alcanzó enseguida la posición que ocupaba Serbal y, sin pensárselo dos veces, le empujó con todas sus fuerzas. El hijo de Teyrnon perdió la estabilidad y se precipitó hacia el abismo emitiendo un alarido.
Cedric le observó rodar por la pendiente como un tronco desbocado hasta que la siguiente lengua de tierra frenó su caída, unos metros más abajo. Un segundo después, el silencio retornaba a aquel remoto páramo, tan pronto el eco del grito de Serbal se hubo diluido en la cuenca del valle.
Cedric tomó aire y, sin tiempo que perder, comenzó a descender por la misma ladera por la que Serbal acababa de despeñarse, aferrándose a las rocas y raíces que sobresalían de la tierra para no caerse. Cuando llegó al lugar donde había aterrizado el cuerpo de su adversario y comprobó que seguía con vida, respiró aliviado. Cedric no pretendía matarle. El plan que había concebido era bastante más retorcido de lo que parecía a simple vista.
Antes de que Serbal recuperase la consciencia, Cedric registró sus ropajes hasta dar con lo que andaba buscando, se guardó el diminuto objeto que había sustraído y abordó la escalada para volver al sendero principal. El ascenso, aunque más fatigoso, no le resultó tan laborioso como la bajada. Sin embargo, una vez que estuvo en lo alto del cerro, una variable imprevista arruinó de repente la buena marcha de su plan. Cedric, perplejo, observó que tenía compañía. Una cabra pastaba al borde del camino y, detrás, un muchacho mantenía sus ojos clavados en él…
Cedric maldijo su mala suerte. Un pastor le había sorprendido en el momento más inoportuno. ¿Habría sido testigo solamente del último tramo de la escena, o también de la parte en que había empujado a Serbal? No había modo de saberlo. Sea como fuere, debía solventar a toda prisa el inesperado contratiempo que se le acababa de presentar.
El pastor era más grueso que él, lo cual hizo que Cedric se sintiese de entrada ligeramente intimidado. No obstante, le bastó acercarse unos pocos pasos para reconocer en aquel muchacho al retrasado del que se había burlado en las fiestas de Lugnasad. Aquel detalle le daba un giro completo a la situación.
Cedric sopesó las distintas alternativas que tenía ante sí. Por una parte, podía echar mano del puñal que llevaba encima y hundirlo en las entrañas de aquel pobre idiota, si bien un asesinato levantaría un revuelo innecesario que a todas luces le convenía evitar. También podía recurrir al soborno, estrategia que seguramente habría funcionado con una persona normal, pero no con aquel simplón incapaz de apreciar el valor del oro o de las piedras preciosas. Semejante panorama tan solo le dejaba una opción: debía asustarle de tal manera, que jamás se atreviese a decir una sola palabra de lo que había visto allí.
Entretanto, Anghus observaba al hijo del rey con los ojos desorbitados, después de haber presenciado cómo aquel desalmado arrojaba por la ladera al único joven que había sido amable con él durante las fiestas. ¡Por la madre Dana! Lo había visto todo, pero ¿qué se suponía que debía hacer? Por muy lento de mente que fuese, Anghus era muy consciente del tremendo lío en el que se había metido.
Cedric blandió su puñal ante el hijo del granjero, que instintivamente dio un paso atrás. De pronto, un perro de pequeño tamaño emergió entre los arbustos y comenzó a ladrar en tono agresivo para defender a su dueño.
—¡No, Ciclón! ¡Para! —exclamó Anghus. El perro obedeció y se situó entre las piernas de su amo, sustituyendo su agudo ladrido por un gruñido intermitente.
—¡Escúchame, estúpido! —rugió Cedric—. Tú no me has visto hoy aquí. ¿Entiendes? Sea lo que sea lo que has visto, tienes que mantener tu bocaza cerrada.
Anghus, visiblemente nervioso, asintió repetidas veces con la cabeza, mientras gruesas gotas de sudor resbalaban por su frente.
—Ten en cuenta que si me delatas, nadie creerá a un bobo como tú —prosiguió—. Y si aun así lo haces, te juro que rajaré a tu madre y la abriré en canal, como si arase un campo de trigo, y a tu padre le degollaré mientras duerme, y nunca más verá un nuevo amanecer. Pero tu pesadilla no acabará ahí. Por último iré a por ti. Primero te cortaré la lengua y luego te sacaré los ojos, pero te dejaré vivir para que sufras de por vida.
Cedric, complacido, observó que Anghus rompía a llorar como un niño, al tiempo que una cálida mancha de orín se extendía por su entrepierna.
—Atiéndeme bien —espetó acercando el puñal al rostro del muchacho con gesto amenazador—. Ya sé que eres un retrasado, pero a pesar de eso espero que hayas comprendido lo que quiero de ti.
Anghus lo había entendido a la perfección. No obstante, era tal el pánico que sentía, que en lugar de palabras solo lograba emitir una retahíla de incontrolables sollozos. Cedric creía haberle metido suficientemente el miedo en el cuerpo, aunque no lo podría jurar. Aquel sujeto era tan impredecible, que lo mismo pasados unos días su memoria relativizaba aquel encuentro y le daba por hablar más de la cuenta. Tenía, por tanto, que hacer algo que no pudiese olvidar, que le dejase bien claro la realidad de su amenaza…
Fue entonces cuando se le ocurrió el golpe de efecto definitivo. Cedric se agachó a toda velocidad y sujetó con una mano la cabeza de Ciclón.
—¡No! —gritó Anghus.
Pero ya era demasiado tarde. Cedric había hundido el puñal en el lomo del animal, a la altura de la cruz. La cuchillada fue tan profunda que la punta de la hoja asomó por el extremo opuesto. El perro apenas alcanzó a exhalar un lastimero quejido antes de que le sobreviniera la muerte.
Cedric asió a Ciclón y lo alzó cual si fuera un trofeo, mientras un torrente de sangre manaba de la herida y teñía su pelaje de color carmesí.
—Esto es lo que haré con tu familia si no guardas silencio —dijo agitando al animal en el aire, y después lo dejó caer al suelo. Anghus había palidecido. Respiraba de forma entrecortada, incapaz de apartar la mirada del cuerpo sin vida del que hasta hacía un momento había sido su mejor amigo—. Y ahora, vete de aquí —ordenó Cedric, decidido a zanjar de una vez para siempre aquel asunto.
Pero Anghus estaba tan conmocionado, que ni siquiera le alcanzó a oír.
—¡Que te vayas de una vez, bobo estúpido! —insistió, y acompañó sus palabras de un fuerte empujón.
Por fin, el joven pastor reaccionó, pero antes de atender su petición, recogió el cadáver de Ciclón con suma delicadeza y lo abrazó contra su pecho. Luego se giró y se adentró en la arboleda, ignorando las cabras que se hallaban desperdigadas por todo el cerro.
Cedric le siguió con la mirada hasta perderlo de vista, momento en el que se asomó al borde de la pendiente. Quería asegurarse de que Serbal no hubiese recobrado el sentido, pues de haberlo hecho, podría haberle escuchado y reconocido por la voz. Por suerte, continuaba igual que le dejó.
Finalmente, se incorporó al sendero que circunvalaba la montaña y emprendió el camino de regreso.
Ahora le tocaba poner en marcha la segunda parte de su plan…
7
Tan pronto abrió los ojos, a Serbal le invadió una sensación de aturdimiento como pocas veces había conocido. Desorientado, miró a su alrededor y comprobó que estaba en uno de los repechos de la montaña, a una considerable altura. Un tremendo dolor le recorría todo el cuerpo, como si le hubiese arrollado un carro o pisoteado un caballo. Serbal sacudió la cabeza y, al fin, a su mente acudió el recuerdo de lo ocurrido: alguien le había empujado cuando recogía las ortigas al borde del sendero, pero… ¿quién podía haberle hecho algo así?
Desde donde se encontraba, podía ver ante él un estrecho valle situado entre dos cerros. Soplaba una refrescante brisa, agradable al contacto con la piel. El sol había alcanzado el punto más alto de su recorrido diario, de lo cual se desprendía que no podía llevar demasiado tiempo allí.
Serbal se apoyó trabajosamente sobre los codos para incorporarse y llevó a cabo una apresurada revisión de su estado. Aunque tenía magulladuras por todas partes, lo más alarmante era el tajo en su muslo derecho, por donde un constante flujo de sangre se le escapaba a borbotones. Seguramente se había rajado la pierna con una piedra afilada mientras rodaba ladera abajo. Serbal reaccionó a toda prisa y, despojándose de su sayo, se lo ató en torno a la herida esperando contener la hemorragia. Luego trató de incorporarse, pero sintió un terrible latigazo al apoyar el pie y se dejó caer con todo su peso. Al parecer, también se había roto un tobillo.
Serbal se tendió de nuevo en el suelo, más consciente que nunca de la gravedad de su situación. La exigua franja de terreno donde había caído no conducía a ninguna parte. Podía intentar ascender por la empinada cuesta para alcanzar el sendero, el cual se hallaba varios metros por encima de su cabeza, pero incapacitado para caminar, aquella tarea se le antojaba imposible. Y bajar por la pendiente de la ladera implicaba recorrer un trecho mucho más largo y peligroso que de ningún modo podía afrontar en su actual condición. Tampoco parecía probable que alguien le encontrase por casualidad y le rescatase, pues aquel paraje resultaba tan inaccesible como poco transitado.
De repente, Serbal experimentó una fuerte fatiga, los párpados comenzaron a pesarle terriblemente, y perdió el conocimiento.
Cuando Serbal volvió de nuevo en sí, calculó que había debido de transcurrir un buen puñado de horas, a juzgar por la posición del sol. Se sentía débil, dolorido, la fractura del tobillo le palpitaba con furor, y la prenda que había usado para vendar la herida del muslo estaba completamente empapada. Además, su extrema debilidad indicaba que había perdido demasiada sangre en el proceso.
Una densa niebla descendía por el valle y se extendía sobre las copas de los árboles que asomaban al pie del cerro, como una ola que devorase una playa. Serbal se dio perfecta cuenta de que su vida pendía de un hilo extremadamente fino. Si no moría desangrado, sucumbiría como consecuencia de las gélidas temperaturas que sobrevendrían por la noche. A semejante altura, el frío resultaría insoportable durante aquella época del año.
Serbal reunió las escasas fuerzas que le quedaban y trató de ponerse en pie, pero le resultó del todo imposible mantener la verticalidad. Llevado por la desesperación, empezó a gritar, aun a sabiendas de que nadie podría oírlo. Al cabo de un rato se quedó sin voz y prorrumpió en un desconsolado llanto tras pensar en todo lo que dejaba atrás: su familia, su incipiente relación con Brianna y su prometedor futuro en la orden de los druidas. Definitivamente, Serbal aún no estaba preparado para iniciar su viaje al Otro Mundo.
Poco después volvía a desvanecerse una vez más.
Abrió los ojos por tercera vez desde que sufriese la caída, y advirtió que su último desmayo no había durado tanto como el anterior. El banco de niebla había avanzado y reptaba por la falda de la montaña, amenazando con engullirle también a él. Se arrastró hacia atrás como una oruga, hasta lograr recostar la espalda contra la pared de la montaña. El dolor había retornado con furia a la zona del tobillo, si bien la sed comenzaba a suponer un problema todavía mayor. Fue entonces cuando distinguió una silueta moverse en el interior de la neblina.
Para su sorpresa, alguien había llegado hasta allí.
Serbal aguzó la vista y distinguió entre los jirones de bruma la figura de un anciano de barba puntiaguda que se dirigía hacia él con lentitud. Un manojo de coloridas mariposas revoloteaban alrededor de su cabeza, siguiéndole por donde él iba. ¡Era Nemausus!
El druida ermitaño se inclinó con dificultad sobre el muchacho y, tras ofrecerle una cálida sonrisa, comenzó a examinarle las heridas.
—Gracias a la madre Dana y al padre Lugh que me ha encontrado —murmuró Serbal conteniendo las lágrimas—. Estaba convencido de que iba a morir aquí.
Tras una exhaustiva exploración, Nemausus adoptó una seria expresión y se dio rápidamente la vuelta, fundiéndose con la niebla tras solo dos pasos. Serbal le observó partir esperanzado, aunque algo desconcertado por su extraña actitud. Desde su milagrosa aparición, el druida no había pronunciado ni una sola palabra.
Al cabo de unos minutos que a Serbal le parecieron horas, Nemausus regresó provisto de algunos útiles y remedios naturales que había recogido en las inmediaciones y que emplearía en su curación. En primer lugar, el anciano aplicó un emplasto de hierbas sobre la herida del muslo, concebido para cortarle la hemorragia de raíz e impedir que Serbal muriese desangrado. A continuación, Nemausus centró toda su atención en el tobillo fracturado. Usó una rama a modo de férula, y se valió de unas lianas impregnadas con resina para dejarla bien atada alrededor de la base del pie. Se aseguró de que el amarre estuviese lo bastante prieto como para sostener el entablillado, pero lo suficientemente suelto como para que no le afectase a la circulación.
Serbal le dejó hacer en silencio, hasta que el druida sanador hubo finalizado.
—Tiene que avisar a alguien para que me ayuden a subir —rogó—. Como pase la noche aquí, me helaré sin remedio.
Nemausus le escuchó con gesto serio y, tras retroceder dos o tres pasos, volvió a ser devorado por la bruma dejando tan solo algunas mariposas tras de sí.
El ocaso trajo consigo la retirada del banco de niebla, y la noche hizo acto de presencia sepultando la montaña bajo un sudario de oscuridad. Enseguida se notó el descenso de las temperaturas, y Serbal se abrazó a sus piernas para combatir el frío. Poco después comenzó a tiritar y a sufrir continuos espasmos, mostrando la sintomatología típica de un principio de hipotermia. Justo entonces, cuando Serbal ya pensaba que el druida ermitaño le había abandonado, o que algo malo le había tenido que ocurrir, este reapareció.
—¡Nemausus! ¿Fuiste al poblado a buscar ayuda? ¿Por qué no ha venido nadie a rescatarme todavía?
El anciano volvió a hacer caso omiso de sus palabras, y en vez de contestar, le ofreció agua y algo de comida que había traído consigo. También le tendió una piel de oveja para que se cobijase del frío durante la noche.
—¿Qué? ¡Una sola manta no bastará! —protestó Serbal.
Un instante después, una cabra que había seguido al druida surgía de la negrura y se recostaba mansamente junto al atónito muchacho. Serbal se tumbó junto al animal para que su calor corporal le ayudase a mantenerse a salvo, y a continuación se arrebujó en la manta tratando de buscar la mejor postura. Luego recordó que Nemausus estaba haciendo todo lo posible por ayudarlo, y que era de justicia agradecerle el esfuerzo. Sin embargo, cuando alzó la vista de nuevo, comprobó que el druida había vuelto a perderse en la oscuridad.
A la mañana siguiente, cuando despertó, el animal se había marchado y la bruma había vuelto a abrazar la montaña como una llama prendida al extremo de una antorcha. Serbal continuaba sin poder moverse y se pasó todo el día reponiendo fuerzas, comiendo y durmiendo de manera intermitente. Cada vez que despertaba, Nemausus emergía de la niebla y le proporcionaba agua y frutos silvestres, y revisaba constantemente el estado de sus heridas. Serbal no entendía cómo un hombre tan anciano era capaz de subir y bajar por aquel tramo tan empinado que conectaba con la cornisa superior, pero no se molestó en preguntárselo. ¿Por qué gastar saliva si sabía que el druida no articularía una sola palabra?
Serbal comenzó a obsesionarse con la persistente bruma, tan poco frecuente durante aquella época del año. La niebla era tan espesa como una humareda y tan húmeda como la atmósfera que se respiraba en la necrópolis que había junto al río. La noche se llenó de luna y, puntual a su cita, acudió la misma cabra que ya le había hecho compañía la jornada anterior.
Al tercer día tuvieron lugar dos cambios importantes: la niebla se había desvanecido, y el pie que Serbal se había lastimado parecía lo suficientemente restablecido como para soportar buena parte de su peso. Le llevó casi una hora y un titánico esfuerzo ascender por la ladera, pero al final logró alcanzar la cornisa de la que había caído.
Casi sin aliento, Serbal tomó el sendero que rodeaba el cerro y agradeció a la Divinidad haber podido salir con vida de allí.
8
Meriadec había acudido al taller de Teyrnon resignado a soportar la reprobadora mirada del herrero. Aquel hombre había hecho un gran sacrificio confiándole a su hijo, y en menos de un mes él lo había perdido. Serbal llevaba dos días desaparecido después de haberse embarcado en la tarea de encontrar unas determinadas plantas. Desde entonces nadie le había visto, ni se había vuelto a saber de él. Teyrnon temía que su hijo hubiese sido atacado por algún animal salvaje, o incluso por un guerrero enemigo que anduviese de paso por aquellas tierras.
—Está vivo —afirmó Meriadec—. De eso puedes estar seguro. Todos los druidas que han puesto a prueba sus dotes adivinatorias, incluido Dughall, comparten idéntico parecer.
—¿Entonces por qué no aparece?
Meriadec sacudió la cabeza, incapaz de ofrecer una respuesta. En la fragua hacía tanto calor, que al druida le costaba pensar con lucidez.
—Teyrnon, quiero que sepas que se ha organizado una patrulla de búsqueda. No obstante, desearía hacerte una pregunta para no descartar ninguna opción. ¿Sabías si Serbal tenía algún motivo que le hubiese llevado a marcharse voluntariamente?
—Si lo tenía, yo lo desconozco por completo.
En ese momento, Eboros entró en el taller respirando con cierta dificultad tras haber venido a la carrera.
—Meriadec… traigo noticias… —El rostro del druida sacrificador parecía transfigurado y su voz sonaba medio rota.
—¿Qué ocurre?
—El roble sagrado ha sido objeto de una terrible profanación —reveló—. He corrido a buscarte en cuanto nos hemos enterado. Ducarius se ha quedado junto al árbol intercediendo por su maltrecho espíritu.
El druida jefe precisó de varios segundos para asimilar las palabras de Eboros, y acto seguido se marchó de allí a toda prisa, prácticamente sin despedirse de Teyrnon.
Entretanto, la noticia se había propagado por el poblado como una enfermedad contagiosa, provocando que un cuantioso número de ciudadanos, sobre todo druidas e iniciados, se congregasen a las puertas de Hallein. La indignación se palpaba en el ambiente, aunque todavía ninguno de los presentes conociese de primera mano lo ocurrido. Cedric se unió a la muchedumbre fingiéndose escandalizado, pese al escaso interés que siempre había mostrado hacia el culto transmitido por los druidas.
Sin tiempo que perder, Meriadec encabezó la marcha para comprobar con sus propios ojos el alcance de lo anticipado por Eboros. La turba de exaltados se adentró en el bosque siguiendo los pasos del druida jefe, murmurando palabras de desconcierto. Ni siquiera los más ancianos recordaban un episodio como aquel. Brianna formaba parte del grupo, aunque su preocupación continuaba girando más en torno al incierto paradero de Serbal, que al reciente hecho del que todos hablaban.
En cuanto llegaron al claro del bosque presidido por el roble sagrado, las voces se acallaron y un turbador silencio se adueñó de la multitud. Ducarius aguardaba junto al árbol, entonando con los brazos en alto una amarga plegaria. El espectáculo que tenían ante sí era tan desolador, que nadie se atrevió a dar un solo paso.
Cedric advirtió que Brianna estaba profundamente consternada, y aprovechó la ocasión para ofrecerle consuelo.
—Es horrible —comentó mientras posaba una mano sobre su hombro—. No imagino quién podría haber hecho algo tan cruel.
Pero la chica no respondió al gesto, simplemente siguió observando impotente.
Por fin, el druida jefe se repuso del impacto y se acercó lentamente al roble mancillado. Alguien, valiéndose de un instrumento afilado, se había ensañado con el roble sagrado infligiéndole un severo castigo: el tronco presentaba gran cantidad de cortes trazados en diagonal, de los cuales manaba la sangre del árbol en forma de resina; retales de corteza habían sido arrancados de cuajo, como si hubiesen pretendido arrancarle la piel; y algunas de sus extremidades también habían sido amputadas, dado que las ramas de la parte baja habían sido taladas de forma indiscriminada.
Meriadec dio varias vueltas en torno al árbol, contemplando horrorizado la obra de su profanador. Naturalmente, el roble sagrado se repondría de sus heridas, en el fondo poco más que rasguños superficiales para un ejemplar de semejante magnitud. No obstante, un ataque de aquella naturaleza al símbolo por excelencia de los druidas equivalía a una ofensa hacia la propia Divinidad. A Meriadec le preocupaba sobre todo el momento en que se había producido, porque aquello añadía un elemento discordante más al tejido invisible que conformaba la realidad, cuya estabilidad se resquebrajaba poco a poco. A la agresión padecida por el roble sagrado había que sumarle la amenaza de los dioses germanos expresada en la Piedra del Cielo y corroborada por los augurios, así como la siniestra presencia de un criminal sin escrúpulos —el llamado «Verdugo»—, dedicado a acabar con la vida de las muchachas más jóvenes de la región.
Aquella mañana temprano el cielo lucía encapotado, en consonancia con el lúgubre espectáculo dispuesto en el claro del bosque. Meriadec, cada vez más alterado, trató de buscar en Eboros las respuestas que precisaba.
—¿Se sabe algo de quién ha podido hacer esto? ¿Tenemos alguna pista? ¿Testigos?
El druida sacrificador extendió los brazos con las palmas abiertas y negó con la cabeza.
—Los daños no son recientes. Posiblemente hirieron al roble sagrado hace un día o dos, aunque hasta hoy no lo hemos descubierto.
Ducarius se unió entonces a la conversación.
—He encontrado algo mientras Eboros acudía en tu busca. —El druida helvecio les mostró un diminuto objeto que reposaba en la palma de su mano: una fíbula—. Estaba entre la hierba que crece al pie del árbol —agregó.
Meriadec sintió que el corazón le daba un vuelco. El broche adoptaba en su montura la silueta de un martillo, el tradicional emblema del herrero. La insignia, sin ningún género de duda, pertenecía a Serbal, que la había exhibido infinidad de veces en su pecho. Meriadec ignoraba qué podía haber llevado al hijo de Teyrnon a cometer un acto tan atroz, pero al menos eso explicaba su misteriosa desaparición. Un rápido intercambio de miradas con Eboros le bastó para comprender que ambos habían llegado a la misma conclusión.
Cedric se sentía exultante: su plan se desarrollaba de la forma prevista. Después de haber arrojado a Serbal por la ladera y haberle robado su fíbula, acudió al claro aquella misma noche, donde se había encargado de dejar el árbol en su actual estado. La culminación de su obra consistió en depositar el broche junto al roble, para de ese modo incriminar a Serbal.
Como máximo responsable espiritual de la tribu, Meriadec se sintió enormemente culpable por que se hubiese producido un suceso de semejante naturaleza bajo su mando. El druida jefe titubeaba y negaba con la cabeza, sin dejar de golpear el suelo con la base de su bastón. Por primera vez en su vida, Eboros vio a su maestro demasiado alterado como para pensar con claridad, por lo que decidió relevarle de su responsabilidad y asumir el control de la situación hasta que se hubiese tranquilizado. Así pues, el druida sacrificador reunió a todos los presentes en torno al roble sagrado e inició un cántico dedicado al espíritu del árbol, destinado a promover su sanación. La melodía se extendió más allá de la espesura y, muy pronto, el trinar de los pájaros se unió al improvisado coro de voces celtas. El salmo se prolongó durante más de una hora, y hubiera continuado de no ser porque un habitante del poblado irrumpió en el claro del bosque portando noticias de importancia capital.
—Serbal ha reaparecido —anunció—. Dicen que está en una granja fronteriza con los celtas latobicos.
Meriadec reaccionó al instante e hizo un aparte con Eboros, para darle una serie de instrucciones muy precisas.
—Vuelve inmediatamente a Hallein y habla con Calum. Explícale lo que hemos averiguado y dile que envíe una patrulla para que prenda a Serbal. Si da tiempo, le juzgaremos esta misma tarde y dictaremos sentencia.
—¿Qué le ocurrirá al chico?
—Si es declarado culpable, la condena prevista solo contempla dos opciones: la muerte o el exilio.