Día 15

CARLOS FUENTES

Carlos Fuentes, creador de la expresión «territorio de La Mancha», una fórmula afortunada que expresa la diversidad y la complejidad de las vivencias existenciales y culturales que unen la Península Ibérica y América del Sur, acaba de recibir en Toledo el Premio Don Quijote. Lo que sigue es mi homenaje al escritor, al hombre, al amigo.

El primer libro de Carlos Fuentes que leí fue Aura. Aunque no he vuelto a él, guardo desde aquel día (más de cuarenta años han pasado) la impresión de haber penetrado en un mundo diferente a todo lo que había conocido hasta entonces, una atmósfera compuesta de objetividad realista y de misteriosa magia, en que estos contrarios, en el fondo más aparentes que efectivos, se fundían para crear en el espíritu del lector una vibración singular en todos los aspectos. No han sido muchos los casos en que el encuentro con un libro haya dejado en mi memoria tan intenso y perenne recuerdo.

No era un tiempo en que las literaturas americanas (a las del Sur, me refiero) gozasen de un especial fervor del público ilustrado. Fascinados desde generaciones por las lumières francesas, hoy empalidecidas, observábamos con cierta displicencia (la fingida displicencia de la ignorancia que sufre por tener que reconocerse como tal) lo que se iba haciendo a este lado del río Grande y que, para agravar la situación, aunque pudiera viajar con relativa comodidad a España, apenas se detenía en Portugal. Existían lagunas, libros que simplemente no aparecían en las librerías, y también padecíamos la angustiosa falta de una crítica competente que nos ayudase a encontrar, en lo poco que iba siendo puesto a nuestro alcance, lo mucho de excelente que aquellas literaturas, luchando en tantos casos con dificultades semejantes, iban elaborando. Tal vez en el fondo hubiera otra explicación: los libros viajaban poco, pero nosotros todavía viajábamos menos.

Mi primer viaje a México fue para participar, en Morelia, en un congreso sobre la crónica. No tuve tiempo entonces para visitar librerías, pero ya frecuentaba con asiduidad la obra de Carlos Fuentes a través de, por ejemplo, la lectura de libros fundamentales como La región más transparente y La muerte de Artemio Cruz. Entonces ya era evidente para mí también que estaba ante un escritor de altísima categoría artística y de una infrecuente riqueza conceptual. Más tarde, otra novela extraordinaria, Terra Nostra, me abrió nuevas perspectivas y de ahí en adelante, sin que sea necesario referir otros títulos (salvo El espejo enterrado, libro de fondo, indispensable para un conocimiento sensible y consciente de América del Sur, como siempre me gusta denominar a esa parte del mundo), me reconocí, definitivamente, como devoto admirador del autor de Gringo viejo. Conocía al escritor, me faltaba conocer al hombre y ese momento no tardó en llegar, aunque fue necesario que antes me lanzara en esta cosa de escribir. A partir de ahí nos fuimos encontrando en diferentes países, en nuestras casas respectivas, en actos académicos tutelados por Julio Cortázar y bajo la mirada, siempre benevolente y algo irónica, de García Márquez. Nos presentamos amigos que pasaron a serlo de uno y otro, y así hasta que una noche, en el DF, en un bailongo en que se festejaba el aniversario de un libro tan transparente como antaño lo fue la ciudad descrita, Fuentes me declaró portugués y mexicano, y supe que aquella declaración me comprometía mucho. Desde luego a la reciprocidad, de modo que ahora tengo que declararlo a él, en Lisboa, mexicano y portugués, asunto que debe realizarse cuanto antes, porque hay motivo y es ya la hora.

Y al fin, una confesión. No soy persona que pueda ser fácilmente intimidada, muy al contrario, pero mis primeros contactos con Carlos Fuentes, en todo caso siempre cordiales, como era de esperar tratándose de dos personas bien educadas, no fueron fáciles, no por su culpa, sino por una especie de resistencia que me impedía aceptar con naturalidad lo que en Carlos Fuentes era naturalísimo, y que no es otra cosa que su forma de vestir. Todos sabemos que Fuentes viste bien, con elegancia y buen gusto, la camisa sin una arruga, los pantalones con la raya perfecta, pero, por ignotas razones, pensaba yo que un escritor, especialmente si pertenecía a esa parte del mundo, no debería vestir así. Gran equivocación mía. Al final, Carlos Fuentes hizo compatible la mayor exigencia crítica, el mayor rigor ético, que son los suyos, con una corbata bien elegida. No es pequeña cosa, créanme.

El cuaderno
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