Prólogo

Así lo ve siempre.

El hombre tendido en el pavimento, la sangre manando a chorros de la cabeza y filtrándose por las grietas que delimitan la acera. De algún lugar por debajo del cuerpo sale más sangre: un charco con forma de ameba que se extiende alrededor del torso.

Oyó a los detectives describir el lugar del crimen, y años después hasta robó el expediente para leer lo que había escrito el forense. Conoce todos los detalles: un tiro en la cabeza, dos en el pecho. Sabe incluso que el disparo de la cabeza se realizó después, cuando el hombre aún estaba vivo, desangrándose, porque el forense señaló dos cosas: la primera, que en el corazón no había sangre acumulada, lo cual indica que siguió bombeando tras los impactos iniciales; la segunda, que el hombre tenía quemaduras de pólvora en la sien, una prueba inequívoca de que el asesino le disparó a bocajarro.

Así lo ve, a menudo antes de despertar e indefectiblemente mientras se queda dormido, aunque la mayoría de las veces lo que ve le quita el sueño.

Durante casi veinte años, ha sido su cuento nocturno y su pesadilla diurna. Es como un miembro ortopédico que a la larga ha aprendido a quitarse el tiempo suficiente para comer, vestirse, mantener una conversación, hacer el amor, o incluso reír. Entonces lo olvida todo, pero esos momentos son escasos. No es fácil olvidar que has matado a tu padre.