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A Terri, el escritorio de Harvey Tutsel le recordó el dormitorio de un adolescente: tazas sucias de café, un envase de yogur que iba camino de convertirse en un experimento biológico, servilletas arrugadas y un bolso de gimnasio abierto, con dos calcetines asomando.

—¿Qué te trae a Deadwood? —preguntó Tutsel levantando una taza de café y luego la otra, tratando de decidir cuál era la más reciente. Olió una tercera, hizo una mueca de asco y volvió a dejarla sobre la mesa.

—Eso tiene unos tres días. —Su compañera, Mary Perkowski, entró en el despacho común con dos cafés y un par de bocadillos del Starbucks, arrojó la basura de la mesa de Tutsel a la papelera, puso el bolso del gimnasio en el suelo y colocó un café y un bocadillo ante él.

—¿Cómo estás, Mary? —preguntó Terri.

—Muy ocupada, pero compartir despacho con este guarro hace que la vida merezca la pena.

Tutsel la fulminó con la mirada.

—Supongo que no has venido a hacer una visita de cortesía, ¿no?

Terri le entregó el expediente del asesinato de Rodriguez. Había estado buscándolo un buen rato en una habitación polvorienta, lo había leído y se había quedado en blanco, igual que los polis que habían investigado el caso en el ochenta y seis.

—Juan Enrique Rodriguez —dijo Tutsel—. ¿Tiene algo que ver con el caso en que estás trabajando?

Terri se encogió de hombros. Tenía sus razones, pero no quería comentarlas.

—Estamos hasta el cuello de trabajo, Russo. —Puso la mano sobre una pila de expedientes—. ¿Ves esto? Se remonta a hace diez o quince años. Y sólo es una pequeña parte del total.

—Sé que estáis ocupados —dijo Terri—, pero Rodriguez era policía, uno de los nuestros, y nunca descubrieron al asesino. Pudo haber sido alguien relacionado con un caso en que trabajaba o… No lo sé. Según el expediente, en la pistola había sangre, pero no toda pertenecía a la víctima.

—En 1986… —Perkowski ladeó la cabeza—. Debió de ser muy poco antes de que se empezase a analizar el ADN; pero si había sangre o tejidos, es muy probable que el forense los congelara.

—¿Puedes averiguarlo?

—Bueno, nos gustaría ayudarte, Russo, pero estamos cortos de personal.

Terri intuyó que el expediente de Juan Rodriguez acabaría debajo de un montón de envases de yogur y tazas de café.

—Preferiría no tener que esperar otros veinte años —dijo—. A propósito, ese sobrino tuyo que quería hacer prácticas en Homicidios este verano…

—Sí, el hijo de mi hermana, un chico brillante, sólo le faltan dos asignaturas para graduarse en el John Jay.

—El mismo —dijo Terri—. Lo sé. Su solicitud aterrizó nada más y nada menos que en mi mesa, ¿puedes creerlo?

Tutsel esbozó una sonrisa cómplice y cogió el expediente de Rodriguez.

—¿Sabes? Creo que uno de nuestros chicos tiene un poco de tiempo. —Se volvió hacia su compañera—. Horton está libre, ¿no, Perkowski?

—Ya no —respondió ella—. He oído que lleva el caso de Juan Rodriguez.

El vestíbulo estaba en penumbras y los peldaños crujían a pesar de las suelas de goma, pero eso no le preocupó. Era un profesional y sabía lo que hacía. Llevaba dos horas vigilando el apartamento. Había visto entrar al hombre con una bolsa del supermercado, y ya no había vuelto a salir. Tenía que hacer el trabajo esa misma noche, porque al parecer el tío quería irse al Caribe o a un sitio por el estilo. No había prestado atención, porque cuanto menos supiera, mejor.

Se detuvo en lo alto de la escalera para asegurarse de que todo estaba listo, luego llamó a la puerta y murmuró el nombre que le habían dicho que dijera.

—Está abierto —gritó alguien desde el interior.

Entró en el apartamento y siguió la parpadeante luz del televisor por un pasillo estrecho, hasta que vio a un hombre sentado en una silla, comiendo helado directamente del envase. Acababa de meterse en la boca una cucharada de helado de cereza y chocolate.

Le disparó dos veces al corazón. La silla se tambaleó y cayó hacia atrás, y el cadáver produjo un golpe seco al dar contra el suelo.

El tirador esperó un momento, distraído por una película en blanco y negro que ponían en la tele: Richard Widmark empujaba a una vieja en silla de ruedas por la escalera mientras reía. Rio con él. Después se inclinó a comprobar el pulso del hombre al que acababa de disparar y vio el Rolex. Le sorprendió que un tipo que vivía en ese cuchitril tuviera un reloj tan caro, pero no le dio más vueltas al asunto. Aunque no le hubiesen pagado por el trabajo, no lo robaría; robar iba contra sus principios. Extendió la pierna hacia atrás, le asestó una patada en la boca y se agachó para comprobar que le había roto los dientes. Se metió la mano en el bolsillo de la americana, sacó un pequeño envase de gasolina para mecheros, roció con ella al hombre y encendió una cerilla.