42

Era la segunda vez en la semana que recorría los pasillos de la sede del FBI en Manhattan, ahora más incómodo, flanqueado por Collins y Richardson. La adrenalina me había subido por tercera o cuarta vez en el día. Me sentía irritable y nervioso, como cuando tenía catorce años y me pasaba la noche drogándome. Richardson hablaba sin parar —de béisbol, de política, del tiempo—, pero Collins permanecía muda.

Me hicieron pasar a una sala sin ventanas, con dos sillas y una mesa, y me pidieron que esperase. Dijeron que volverían enseguida. Pasaron diez minutos. Luego otros diez. Me paseé por la habitación, midiéndola con mis pasos, doce por un lado y nueve por el otro. No paraba de ver a Cordero tendido en el suelo, sobre un charco de sangre. Consulté mi reloj de pulsera cada dos minutos y me mordí las cutículas. Transcurrieron veinte minutos más antes de que Collins volviera.

Se sentó, alisando cuidadosamente la falda bajo el trasero, como una señora, aunque no había nada de femenino en su cara inexpresiva, intencionalmente paralizada. Abrió una libreta y señaló con la cabeza una cámara situada en la intersección del techo con la pared.

—Lo filmaremos —dijo—. Es el procedimiento habitual.

—Supongo que el FBI lo filma todo, ¿no? —dije con una risita forzada.

Ella permaneció seria. Miró en dirección a la cámara, dijo la hora y la fecha, su nombre y el mío y luego me preguntó a qué hora había llegado de Boston, cosa que ya les había dicho más de una vez, y cuál era mi relación con Cordero.

—No teníamos nada que pudiera llamarse una relación. Era el encargado del edificio donde vivo.

—¿Se llevaban bien?

—¿Qué clase de pregunta es esa?

—Tranquilícese —dijo.

Había algo en su tono, y sobre todo en su cara inexpresiva, que me ponía nervioso.

Collins echó una ojeada a la cámara y luego al espejo de la pared. Supe que había alguien del otro lado, mirándonos.

Leyó de la libreta:

—Así que encontró el cadáver de Manuel Cordero a eso de las once y media.

—Sí. Ya se lo dije a Richardson.

—Pero ahora me lo dice a mí. —Entornó los ojos, y sus párpados se fruncieron como cuando alguien empieza a enfadarse.

—Estoy muy cansado —dije, perdiendo la paciencia, y con la adrenalina abandonando mis venas como si estuviera donando sangre.

—Todos estamos cansados. Pero tiene que decirlo ante la cámara.

—Sí, fue a eso de las once y media.

—¿Y lo sabe porque…?

—Porque miré el reloj.

—¿Antes o después de encontrar el cadáver?

—Antes. Cuando estaba arriba. Me había estado preguntando si era demasiado tarde para bajar.

—Y llegó a la conclusión de que no lo era.

—Salta a la vista.

Collins me fulminó con la mirada.

—Creo que esa respuesta está de más.

Quizá tuviese razón, pero no me apetecía disculparme.

—Así que eran las once y media —dijo, pasando las páginas del informe del forense.

—Minuto más, minuto menos.

Apuntó algo en su libreta.

—¿Y Cordero estaba tendido boca abajo cuando lo encontró?

—Sí, lo he dicho unas diez veces durante la noche.

—¿Lo tocó? ¿Le dio la vuelta?

—¿Por qué iba a hacer una cosa así?

—Sólo preguntaba.

—No. No lo toqué. Sabía que estaba muerto.

—¿Y cómo lo supo?

—Estaba tendido sobre un charco de sangre, mucha sangre, y no se movía. Me pareció evidente que estaba muerto.

—¿De veras? —Collins hizo otra anotación y me miró con la cara neutralizada, aunque la delató la tensión en el músculo triangularis, alrededor de la boca—. Otro habría pensado que estaba herido, pero usted, por algún motivo, sabía que estaba muerto.

—Sí, yo…

—¿La puerta se encontraba abierta?

—Sí…

—¿Así que pudo ver el interior del apartamento?

—Sí. Bueno, no…

—¿En qué quedamos?

—Sólo estaba abierta un par centímetros, de modo que en realidad no vi nada. Se lo expliqué a Richardson y…

—¿Podría dejar de referirse al interrogatorio del agente Richardson, por favor?

—No, no puedo. —El corazón me latía con fuerza y sentí tensión en los músculos de la parte posterior del cuello—. Me estoy cansando de repetir las mismas cosas una y otra vez…

—Ya se lo he explicado. —Collins señaló la cámara—. No sé por qué me lo está poniendo tan difícil. —Su tono gélido concordaba con su rostro inexpresivo—. Esto no pinta bien.

—¿Qué quiere decir? —Noté que la situación se desquiciaba, como si me estuvieran aflojando unos tornillos para entrar en mi cerebro y en mi psique.

—O sea que entró.

—¿Qué?

—Al apartamento. Entró.

—Sí. Ya lo sabe. Llamé a la puerta, pero no contestó. Esperé un minuto y volvía a llamar. Oí la tele y vi la luz azulada que despide la pantalla. Se reflejaba en el pasillo. Ya sabe.

—No, no lo sé. Cuénteme.

—Acabo de hacerlo.

—Lo único que dijo fue que la puerta estaba abierta y que entró. No me explicó por qué lo hizo.

—Bueno, yo… —¿Por qué había entrado?—. Tuve la sensación…

—¿La sensación? —Collins rompió su máscara enarcando una ceja.

—Como he dicho, la puerta estaba entornada. Llamé y…

—Y entró. Sí, ya lo ha dicho. —Collins se rascó la cabeza con el lápiz—. ¿Pretende decirme que ese hombre tenía la puerta abierta, sin llave y entornada, en un apartamento subterráneo de un barrio poco recomendable de Nueva York? No quiero despreciar su barrio, Rodriguez, pero…

—Eh, ya sé que no es Park Avenue, pero ¿adónde quiere ir a parar?

—A que es muy raro que tuviera la puerta abierta, ¿no le parece?

—Desde luego que me lo parece, joder. Es obvio que estaba abierta porque así la había dejado quienquiera que haya asesinado a Cordero. —Sentí que me subía la presión arterial y que la sangre se me agolpaba en los oídos.

—¿Y cómo lo sabe?

—No lo sé con seguridad, pero estaba presente, igual que usted, cuando un técnico de la policía científica dijo que habían forzado la cerradura, y puesto que no lo hice yo, doy por sentado que lo hizo el asesino de Cordero, ¿vale?

—Si usted lo dice.

—No lo digo yo. Lo dijo la policía científica.

—Bien —repuso.

—¿Qué insinúa? ¿Que yo… maté a Cordero? —Me sudaban las manos. Tuve la misma sensación que experimenta uno cuando advierte que está siendo observado por un guardia de seguridad: un injustificado sentimiento de culpa.

—No insinúo…

—Ya he tenido suficiente. Me largo. —Me puse de pie.

—Tómese las cosas con calma, Rodriguez. Tranquilícese. —Respiré hondo, pero no me tranquilicé—. Le haré sólo unas pocas preguntas más. No hay motivos para que se ponga nervioso.

Me ofreció una breve sonrisa falsa, y yo me senté.

—Volvamos a lo que hizo cuando entró y vio a Cordero en el suelo.

—Como he dicho ya, llamé al 911.

—¿De inmediato?

—No. De inmediato no. Me quedé paralizado por un segundo, atónito, supongo. Luego vi el dibujo junto al cadáver y caí en la cuenta de que no se trataba de un simple robo.

—O sea, que esperó antes de hacer la llamada.

—No fue lo primero que se me ocurrió, no. Y… quería ver el dibujo.

—Se acercó para mirarlo, ¿no?

—Sí.

—Y esa es la razón por la que hay sangre de la víctima en las suelas de sus zapatos y dejó pisadas por toda la habitación.

Aquello sonaba fatal.

—No me di cuenta de lo que hacía. —Joder, ¿en qué demonios había estado pensando? Sabía todo lo que había que saber sobre la contaminación del lugar del crimen—. No pensaba con claridad.

—Aunque sí con claridad suficiente para acercarse a ver el dibujo, ¿no es cierto?

—Había estado trabajando en el caso… —Mi enfado ascendió un grado hacia la furia—. Pues sí, quería ver si se parecía a los demás.

—¿Y entonces? —Advertí que me estudiaba, con la cabeza hacia atrás y los ojos entornados.

—Examiné el dibujo e hice la llamada.

—¿Podría mirar a la cámara y repetir esto último, especificando a quién llamó?

—¿A quién iba a llamar? ¿A mi marchante?

—No es necesario que sea sarcástico. Es el procedimiento de rigor.

—¿De veras? Porque no lo parece. —Solté un bufido—. Oiga, estoy cansado. He estado toda la noche de pie y…

—Ya lo sé —respondió—. Pero fue usted quien encontró el cadáver.

Introducción al homicidio: «El que encuentra el cuerpo es siempre el principal sospechoso».

—Un momento, ¿cree que lo maté yo porque encontré el cadáver? ¿Está de broma o qué? Ya sabe que he estado trabajando en el caso. No puede pensar que he tenido algo que ver con el asesinato. —Al ver que Collins no se inmutaba, añadí—: Mire, es verdad que encontré el cadáver y que fui lo bastante estúpido como para dejar huellas de sangre por todas partes. De acuerdo, fue una estupidez, como ya he dicho, pero no pensaba con claridad. Yo no le hice nada a Cordero.

—De acuerdo —dijo Collins.

—¿De acuerdo en qué?

—No pensaba con claridad.

—Y tampoco lo maté.

—De acuerdo —repitió con tono evasivo.

¿Me creía? Observé su rostro en busca de indicios, pero sus facciones parecían paralizadas.

Comenzaba a sentirme como un personaje de Kafka.

—No tuve nada que ver con la muerte de Cordero, y espero que me crea.

No dijo nada, pero entonces la vi entornar ligeramente los ojos: la señal de la sospecha.

—¿Cuántas veces tengo que decirlo? He estado trabajando en el caso, ¡por eso quería… necesitaba ver el dibujo! —Mi voz sonó más aguda. Quería mantener la calma, pero no lo conseguía.

—Le he oído.

Me negaba a soltar la frase de marras, pero no tuve más remedio:

—¿Debería llamar a un abogado?

—Si lo cree necesario, hágalo, pero sólo le estoy tomando declaración para que conste en nuestros archivos… y para la cámara. —Se echó hacia atrás en su asiento y me observó—. Es usted muy paranoico, Rodriguez.

¿Lo era? Dios sabía que durante veinte años me había sentido culpable. Quizás empezara a notarse. No dejaba de decirme que debía tranquilizarme, pero mi cabeza era un torbellino. ¿Debía pedir un abogado, o eso confirmaría que tenía algo que ocultar? Podría llamar a Julio. Aunque estaba especializado en gestión inmobiliaria, sin duda conocería a un criminalista. Un criminalista, ni más ni menos. ¿De verdad lo necesitaba? ¿Qué estaba ocurriendo?

Collins se inclinó hacia delante.

—Sólo unas preguntas más. Después podrá marcharse a casa. —Su voz era serena y sus palabras sonaban razonables. Pero yo sabía lo que había visto en su cara. Las palabras mienten. Las caras, no.

Sin embargo, asentí, deseando que dijera la verdad. Tal vez fuese cierto que yo era un paranoico. Estaba tan cansado que no regía bien.

—¿Por qué cree que Cordero apagó la calefacción? —preguntó.

—No lo sé. Supongo que porque los propietarios del edificio le dicen que ahorre cuanto pueda.

—¿Lo había hecho antes?

—Sí. Si quiere saber por qué Cordero apagó la calefacción, debería preguntárselo a los propietarios del edificio, no a mí.

—Lo haremos —dijo—. Vale; sólo un par de preguntas más. Tenemos que cerciorarnos de que no se queda nada en el tintero. No le apetece volver sobre lo ocurrido, ¿verdad?

No me molesté en confirmar lo obvio. Y volvimos sobre lo ocurrido. Una y otra vez.

Fuera, el aire se había vuelto más frío y cortante, aunque quizá fuera sólo mi impresión. Recorrí media manzana y tuve que detenerme. Apenas podía respirar, sentía la cabeza dolorida y hueca y el cuerpo, flojo, como si fuera de barro.

¿Era posible que sospecharan de mí? Qué ridiculez. Collins tenía razón, estaba paranoico. Si hubiesen sospechado de mí, me habrían detenido, ¿no? Pero estaba en la calle, era un hombre libre.

Sin embargo, no conseguía olvidar lo que había visto en la cara de Collins: la duda.

Y había visto algo más, algo que no conseguía precisar, pero estaba demasiado cansado para desentrañar el enigma.

Caminé hacia la estación de metro, y al final cogí un taxi. Era incapaz de dar un paso más.

Me arrellané en el asiento y traté de relajarme. Me dije que todo iría bien, que sólo me estaba dejando llevar por mi imaginación. Había sido el primero en llegar al lugar del crimen y tenían que interrogarme. Era su trabajo. El que fuese yo quien había descubierto el cadáver de Cordero no constituía más que un contratiempo, una coincidencia.

¿Qué nos habían enseñado en la academia sobre las coincidencias? Que no existían.

En el taxi hacía calor, pero aun así me estremecí.

Había algo más relacionado con esa regla que me inquietaba, otra coincidencia que no era tal cosa, pero era incapaz de descubrir el misterio con la cabeza a punto de estallar y un agotamiento tan grande que me temblaban los músculos.

Abrí el móvil para llamar a Terri y encontré dos mensajes suyos. Necesitaba que fuese a la comisaría de inmediato. Era urgente.