31
El apartamento de Terri tenía una sola habitación y estaba situado en la Treinta y siete Este, en la zona de Murray Hill. Lo tenía bien decorado, con paredes pintadas en distintas tonalidades de gris y un gran sofá de cuero marrón, cubierto de cojines. Me contó que se le iba casi todo el sueldo en pagarlo, pero que merecía la pena porque le encantaba la ciudad.
Al cabo de unos minutos me quedé sin tema de conversación. Los dos estábamos incómodos. Advertí que Terri se lo estaba pensando mejor, ya que sus músculos faciales interpretaban la gama completa de gestos nerviosos.
Me ofreció otro trago y respondí que sí, aunque no me apetecía. Sacó una cerveza de la nevera, me la dio y dijo:
—Deberías besarme antes de que me eche atrás.
Lo hice.
Todo iba bien hasta que se me enganchó el zapato en el pantalón y estuve a punto de caerme de la cama. Terri me ayudó con el zapato y nos reímos un rato, lo que ayudó a aliviar la tensión hasta que terminamos de desnudarnos. Entonces callamos. Retrocedí, para contemplarla mejor, y ella trató de taparse con la manta, pero se lo impedí y le dije que era preciosa. Nos besamos y nuestros cuerpos hicieron el resto. Creo que no estuvo mal, para ser la primera vez. Cuando terminamos, Terri se acurrucó a mi lado.
—¿Ha sido un gran error? No creerás que soy un putón, ¿no?
Reí.
—Hablo en serio —dijo Terri tras pegarme suavemente en el pecho—. Necesito que me tranquilices, Rodriguez.
—De acuerdo. Para empezar, ¿por qué no me llamas Nate?
—No. Me gusta cómo se mueve mi lengua cuando digo Rodriguez. Rod…riii…guezzzz, ¿lo ves? Nate no tiene ritmo.
—¿Cómo te hiciste esto? —Toqué una cicatriz que tenía en el hombro.
—Una bala. Mola, ¿no?
—Desde luego, Mujer Maravilla. Por que tú eres la Mujer Maravilla, ¿no? Estoy seguro de que sí.
—No lo dudes —respondió. Tocó el contorno del ángel que yo llevaba tatuado en el interior del antebrazo—. ¿Y qué me dices de esto? ¿Cuándo te lo hiciste?
—Cuando era demasiado joven.
Se volvió y me enseñó el culo, que era muy bonito; tenía una rosa tatuada en la nalga izquierda.
—Fue la noche de la graduación. Estaba colgada. Fue una suerte que no me tatuasen un ancla.
Acaricié la rosa tatuada y Terri se volvió otra vez hacia mí.
—Me alegro de que nos hayamos acostado.
—Yo también —repuse—. Aunque seas un putón.
Volvió a pegarme en el pecho, esta vez más fuerte, y los dos reímos.
—No ha estado mal, ¿no?
Noté que necesitaba oír la verdad.
—¿Mal? No. Creo que puede incluirse en la categoría de «muy bueno». —La atraje hacia mí—. Claro que procedo de un largo linaje de latin lovers, así que ¿cómo iba a estar mal?
—Estás muy seguro de ti mismo, ¿no, Rodriguez?
—Sí, desde luego.
—Bueno, ha sido pasable —dijo, y se acurrucó a mi lado—. Conque latin lovers… —Se interrumpió y se puso seria—. Antes, cuando te pregunté por tu padre…
Sentí que mis músculos se tensaban de nuevo.
—Hablar ayuda, ¿sabes? —añadió—. ¿Nadie te lo dijo nunca?
—Sólo algún que otro loquero.
Terri me acarició el brazo.
—No quiero agobiarte, pero sé escuchar. —Al ver que me encogía de hombros, añadió—: ¿No me crees?
—Sí, claro, pero… —Respiré hondo y pensé en la imagen que tenía de mí mismo desde hacía mucho tiempo. Era una caricatura de un niño con sentimiento de culpabilidad, buscando a su padre.
Terri me tocó la mejilla.
—¿Te encuentras bien?
—Sí —respondí, pero la película había empezado, con toda la serie de sentimientos que nunca había conseguido superar: pena, culpa, angustia, ira. Los psicólogos no me habían ayudado, pero era posible que yo no les hubiese dado la oportunidad de hacerlo, porque no quería reconocer las cosas que tanto me había costado enterrar.
—Eh, habla conmigo, Rodriguez, ¿quieres?
Al mirarla, vi compasión en sus ojos y cierta tristeza en su frente arrugada y en las comisuras ligeramente descendentes de su boca, lo cual, sumado a la reciente relación sexual, bastó para aflojarme la lengua. Así que se lo conté.
No entré en detalles, pero dije lo suficiente para que me entendiera.
Cuando hube terminado, Terri cuestionó mis sentimientos de culpa, pero pensé que sólo trataba de hacerme sentir mejor, y se lo dije.
—No —replicó—. Me comporto como una detective. Me gusta conocer los hechos. ¿Cómo puedes estar seguro?
—Lo sé aquí dentro —dije, tocándome en el lugar del corazón. Tragué saliva unas cuantas veces, parpadeé, porque me escocían los ojos, y cambié de tema—. ¿Y qué me dices de ti?
—¿Qué pasa conmigo?
—¿Qué ocurrió entre tú y los federales? Antes de este caso, quiero decir.
—Ah, eso. —Suspiró y titubeó—. No hice caso de un soplo que nos dieron a través de una línea telefónica de denuncia que ellos habían montado. La atendía la policía de Nueva York, concretamente yo. Dejé constancia de miles de llamadas, pero ¿cómo podía saber cuál iba en serio? No mandé a nadie a comprobar el soplo, y la cagué. No teníamos suficiente personal. —Suspiró otra vez, y la rodeé con el brazo—. Me cayeron seis meses de suspensión, durante los cuales me obligaron a hacer terapia. Como si pasar por alto una denuncia telefónica significara que debía echarme en el diván del doctor Freud.
—¿Y qué tal te fue con él?
—¿Con quién?
—Con Freud.
—Mejor que contigo. —Terri rio y me pegó.
—¿Siempre pegas?
—Sólo cuando es necesario —dijo—. Según el loquero de la policía de Nueva York, todo lo que he hecho en la vida, desde convertirme en poli hasta pasar por alto aquel soplo, es culpa del hijo de puta egoísta de mi padre. Por lo visto, trataba de llamar su atención. —Me miró—. Parece que los dos tenemos conflictos paterno-filiales.
A continuación me contó que se había criado en Staten Island, en el seno de una familia de italoamericanos que pensaban que debía casarse, vivir en la casa de al lado con su marido italiano y tener tres hijos y medio, una casa con cerramientos de aluminio y una piscina desmontable.
—Como no me gusta el aluminio, decidí saltármelo todo. —Apoyó la cabeza en mi pecho—. Oigo los latidos de tu corazón, Rodriguez. Me alegra saber que tienes corazón.
—Es un préstamo.
—Dime, ¿te consideras católico o judío?
—Ambas cosas. O ninguna de las dos. Los padres de mi madre eran judíos polacos que decidieron que el este de Nueva York era mejor que los pogromos de Europa del Este. Los padres de mi padre cambiaron Mayagüez, en Puerto Rico, por el Barrio de Manhattan. Yo hice una brevísima incursión en el judaísmo, fui un par de veces a la sinagoga y me puse el kipá, pero no era para mí. Lo mismo digo de la iglesia, con sus olores y sus campanas. Supongo que mi religión es Nueva York.
—¿Te alegras de haber vuelto a la acción?
Le acaricié la pierna.
—¿Quieres decir en la cama?
—No, tonto. En la policía.
—Sabía exactamente a qué te referías, y sí, me alegro. Me gusta mucho.
—Y se te da bien, tienes un talento natural.
—Gracias. —Me sentí halagado de verdad—. Pero también me gusta ser retratista.
—Y eres un retratista genial, eso es indiscutible.
Me encogí de hombros, con falsa modestia.
—Ahora háblame de lo que pasó entre tú y Denton —dije.
—¿Por qué?
—No lo sé. Porque me interesa.
—Yo no recuerdo haberte interrogado sobre tu pasado con otras mujeres.
—No ha habido ninguna. Tú eres la primera. —Sonreí, pero ella ya se había puesto de lado y cubierto con la manta.
—¿Qué quieres saber? ¿Cuántas veces follamos o qué tal era como amante?
—Olvídalo. Lo siento. No sabía que fuese un tema espinoso.
—Crees que me acosté con él para trepar, ¿no?
—Yo no he dicho nada semejante.
—Pero lo piensas.
—Sólo pienso que te has picado sin motivo.
—No me he picado. Y a propósito, un polvo no te da derecho a fisgar en toda mi trayectoria sexual.
—No te he preguntado por tu trayectoria sexual. Te he preguntado por Denton. Y luego me he disculpado.
—Esto ha sido un error —dijo—. Deberías irte.
—Eh, vamos. Déjalo ya.
—¿Por qué? —La furia afeó sus facciones—. ¿Porque tú lo digas?
—Vale, olvídalo.
—¿Que olvide el qué? ¿Que me estás diciendo cómo debo sentirme o que me estás interrogando sobre mi vida sexual?
—Olvídalo todo. —Me levanté y me puse los pantalones—. Olvida incluso que he estado aquí.
—¿Has estado aquí?
—Creía que sí, pero parece que me equivoqué. —Recogí mi camisa y continué vistiéndome, siempre esperando a que Terri me detuviera, pero no lo hizo.
¿Por qué demonios había hecho eso?
Terri Russo se tiró sobre la cama y trató de responder a su propia pregunta.
¿A qué se refería? ¿A invitarlo a casa, o a echarlo?
No encontró la respuesta, pero daba igual, porque era evidente que aquel había sido un nuevo error en una larga sucesión de errores, siempre relacionados con los hombres. Pero había pensado que Rodriguez era diferente, joder.
Se metió en el cuarto de baño, se recogió el cabello en una coleta, se lavó la cara y se miró en el espejo pensando que jamás acertaba con los hombres. Igual el psiquiatra de la policía tenía razón y su padre le había jodido la vida… y las relaciones amorosas.
—¡Qué gilipollas! —le espetó a su reflejo. No necesitaba que nadie le dijese que por segunda vez había roto una de las normas sagradas, la de no acostarse con un compañero de trabajo.
¿Y ahora qué? Para empezar, ¿cómo trataría a Rodriguez? ¿Como si no hubiera pasado nada? Ya era demasiado tarde para eso. Y encima le gustaba ese tío. Arrojó la toalla con tanta fuerza que el cesto de mimbre de la ropa sucia se tambaleó y cayó.
¿Acaso era verdad que se había acostado con Denton para trepar?
No. No había mentido al decir que entonces no sabía que a Denton lo ascenderían. ¿O sí?
¿Y qué pasaba con Rodriguez, el poli con un talento especial? ¿También lo estaba usando?
Terri volvió a la cama y apoyó la cabeza en la almohada, aunque sabía que no pegaría ojo en toda la noche. Rodriguez le había hecho plantearse muchos interrogantes para los que no tenía respuesta.
Volví a casa andando, para quemar la furia. Había preguntado por Denton porque sentía curiosidad por los motivos que la habían inducido a acostarse con él. Vale, no era la pregunta más apropiada, pero seguía creyendo que la reacción de Terri Russo había sido desproporcionada. Entonces caí en la cuenta de que no sabía nada sobre ella, aunque acababa de descubrir qué aspecto tenía desnuda y cómo olía, y ambas cosas me gustaban.
Sin embargo, la pelea me había puesto paranoico y empecé a preguntarme si de verdad le resultaba atractivo o me había llevado a su casa por alguna razón inconfesable. Pero ¿cuál? Yo no era poderoso, como Denton. No podía ayudarla en su carrera. ¿O sí?
No sabía qué pensar, salvo que me arrepentía de haberle hablado de mi padre. Por un momento, obviamente de debilidad, había deseado contárselo todo, liberarme del peso del dolor y la culpa y compartirlo con alguien que empezaba a gustarme. Ahora me parecía un error, y todos los sentimientos hacia mi padre, que tanto me había costado reprimir, habían quedado casi a flor de piel.
Mierda.
Además, sería muy raro verla en la comisaría. ¿Quién no sabía que acostarse con una colega era una tremenda equivocación? Yo no, por lo visto.
Crucé el centro de la ciudad, lleno de tiendas y oficinas cerradas, calles desiertas que durante el día eran un hervidero de gente. Había empezado a caer una llovizna gélida, y mi vieja chupa de cuero, raída y ya casi zarrapastrosa, se empaparía y se estropearía del todo, pero no podía hacer nada al respecto. Me subí el cuello, y entonces el hombre del pasamontañas y el abrigo largo se coló en mi cabeza. Doblé en la esquina de la Treinta y nueve con la sensación de que me seguía alguien, pero cuando me volví, no vi a nadie.
Me estremecí y culpé de ello al frío. Nunca había tenido miedo en la ciudad. Hacía demasiados años que la consideraba mi hogar. Me dije que aquel temor era ridículo, la consecuencia de estar trabajando en un triple asesinato, de pensar en mi padre y de los sentimientos que había removido Terri Russo. Pasé por delante de varios comercios, todos cerrados, y apreté el paso.
En la Octava avenida había gente —viajeros nocturnos que se dirigían al puerto, borrachos y yonquis que no iban a ninguna parte, unos cuantos ejecutivos saliendo de los sexshops—, y me alegré de verlos a todos, incluso a los transexuales hispanos que salían de la discoteca Escuelita, situada en la esquina de mi casa. Había tres reunidos bajo una farola, pasándose un porro y arreglándose las minifaldas y las camisetas de tirantes.
—Hola, guapo —dijo uno, y los demás lo imitaron, silbando, gritando y ofreciéndome sexo y un buen rato, aunque mi idea de pasar un buen rato no incluía un rastrojo de barba asomando a través del maquillaje barato.
Les dije que estaba cansado y me llamaron mentiroso, pero no insistieron y me sentí aliviado.
Los chicos de la Escuelita no eran mariquitas. La mayoría ostentaba tatuajes de expresidiarios y llevaba navajas caseras. Unos días antes de que me mudase al barrio habían apuñalado a una persona enfrente de la discoteca y alguien había improvisado un altar con flores de plástico, imágenes de santos, velas y una inscripción de la pared: «En memoria de Ángel», todo sobre las manchas de sangre que se habían filtrado por el pavimento poroso y que no desaparecieron hasta una semana después, cuando cayó un vendaval. De pronto aquello me pareció un mal augurio, el presagio de otro asesinato. Me sacudí esa idea y me obligué a recuperar la compostura.
Después de la Escuelita no había nada, sólo un par de aparcamientos vacíos y varios edificios de oficinas desiertos, incluido el mío. Por primera vez desde que me había mudado allí deseé no ser el único residente del inmueble.
Cuando llegué a la puerta, volví a experimentar la sensación de que me vigilaban. Miré por encima del hombro y habría jurado ver a una persona, o una sombra, pero temí estar confundiendo la realidad con las imágenes que había almacenado en mi cerebro durante años.
En la entrada había dos bombillas quemadas y la parte posterior del vestíbulo estaba a oscuras. Abrí el ascensor y subí a mi piso.
Demasiado excitado para dormir, saqué una cerveza del frigorífico y pensé en llamar a Terri, pero no estaba de humor para disculparme. Me senté a la mesa de dibujo, encendí la potente lámpara, abrí el bloc y empecé a dibujar. Esta vez no dibujé ni un pasamontañas ni un abrigo. Sólo una cara. Pero ¿de dónde procedía la nueva información? No lo sabía. ¿Era ese el hombre que buscábamos, o me lo estaba inventando?
Tendría que enseñárselo a Terri y a los testigos, aunque aún no había material suficiente para una identificación. Incluso si lo hubiese habido, ningún testigo había visto al asesino de cerca, y algunos ni siquiera lo habían visto.
La luz de la lámpara me estaba lastimando los ojos, pero esperé un rato por si surgía algo más. Cuando quedó claro que no, apagué la luz y me quedé sentado en la oscuridad, pensando en Terri Russo, en mi padre y en la cara que acababa de dibujar, tan luminosa en mi mente como en el papel.
Desde la acera de enfrente ve que la ventana se oscurece. Ante sus ojos danza una imagen residual, formada por orbes amarillos, que no tarda en desaparecer mientras él camina hacia la estación de metro de Times Square, pensando en las imágenes que ha reunido y grabado en su cerebro y en lo que hará con ellas.