AKHNILO
ERA finales de agosto. En el puerto, las embarcaciones flotaban inmóviles, sin el más ligero movimiento de los mástiles ni el suave tintineo de una polea. Hacía rato que los restaurantes habían cerrado. Algún que otro coche, con sus faros deslumbrantes, se aproximaba por el puente de North Haven, o giraba por la calle principal y pasaba ante las iluminadas cabinas de teléfonos con sus auriculares destrozados. En la autopista, las discotecas se estaban quedando vacías. Eran más de las tres.
Fenn se despertó en medio de la oscuridad. Creía haber oído algo, un ruido breve, como el chasquido de un muelle, el de la puerta de tela metálica de la cocina. Permaneció tendido bajo el calor. Su esposa dormía en silencio. Aguardó. La casa no estaba cerrada con llave a pesar de que había habido muchos robos y cosas peores cerca de la ciudad. Oyó un golpe seco y amortiguado. No se movió. Pasaron varios minutos. Se levantó sin hacer ruido y, con extremo cuidado, se dirigió al estrecho umbral que daba a las escaleras que bajaban hasta la cocina. Allí se detuvo. Silencio. Otro golpe sordo y un gemido. Era Birdman, dejándose caer en otro lugar del suelo.
Afuera, los árboles semejaban reverberaciones negras. Las estrellas se habían escondido. Las únicas galaxias eran las voces de los insectos que llenaban la noche. Miró a través de la ventana abierta. Aún no estaba seguro de si había oído algo. Las hojas de la gigantesca haya que se cernía sobre el porche trasero estaban tan cerca que casi podía tocarlas. Durante lo que le pareció un largo rato, examinó la zona en sombras alrededor del tronco. La inmovilidad de todo hizo que se sintiera demasiado expuesto, aunque también extrañamente receptivo. Deslizó la mirada de una cosa a otra por detrás de la casa, las pálidas columnas de estilo corintio en la glorieta de al lado, el misterioso seto, el garaje con sus alféizares podridos. Nada.
Eddie Fenn era carpintero, aunque se había trasladado a Dartmouth, donde había cursado estudios de historia. La mayor parte del tiempo trabajaba solo. Tenía treinta y cuatro años. Se estaba quedando calvo y exhibía una tímida sonrisa. Poco más se podía decir. Había una especie de fuego extinguido en él. Cuando era joven, creían que tenía algo de talento, pero nunca había destacado en la vida; se había quedado en el umbral. Su esposa, una mujer alta y corta de vista, era de Connecticut. El padre de ella había sido empleado de banca. «De Greenwich a La Habana», decía el anuncio que publicaban en los periódicos. Había dirigido allí la sucursal de un banco de Nueva York cuando ella era pequeña. Eso fue en la época en que La Habana era una leyenda y los millonarios se suicidaban después de haberse fumado un último habano.
Habían pasado los años. Fenn miró hacia la noche. Al parecer era el único en oír aquel infinito mar de gritos. Su inmensidad le producía pánico. Pensó en todo lo que yacía oculto tras ella: los actos desesperados, los deseos, las sorpresas fatales... Aquella tarde había visto un zorzal migratorio picoteando algo justo al borde del césped: lo atrapaba, lo lanzaba al aire y volvía a cogerlo. Era un sapo, con sus pequeñas patas abiertas y paralizadas. El pájaro lo había lanzado otra vez. Las ciegas musarañas cazaban sin cesar en sus famélicas excavaciones, las puntiagudas lenguas de los reptiles cataban el aire, luego el chasquido de los vientres, la pasividad de los atrapados, las angustias de los apareamientos. Al final del pasillo, sus hijas estaban durmiendo. Nada estaba a salvo, excepto por una hora.
Mientras seguía allí quieto, pareció que aquel ruido cambiaba, y no supo por qué. Era como si se quebrara para permitir que algo emergiera de él, algo brillante y remoto. Intentó identificar lo que estaba oyendo a medida que aquel grillo, o aquella cigarra —no, se trataba de otra cosa—, se percibía cada vez con mayor nitidez. Cuanto más intensamente escuchaba, más difícil se le hacía identificar aquel sonido. No se atrevía a moverse por temor a perderlo. Captó la suave llamada de un búho. Fue como si la oscuridad de los árboles, ahora absoluta, se desprendiera, y junto con ella aquella nota única, estridente.
Sin que él se diera cuenta, la noche se había abierto. El cielo se revelaba, las estrellas brillaban tenues. La ciudad estaba durmiendo, desiertas las aceras, silencioso el césped ante las casas. A lo lejos, entre algunos pinos, asomaba el hastial del granero. De allí procedía el sonido, pero seguía sin poder identificarlo. Tendría que acercarse más, bajar la escalera y salir de la casa. Sin embargo, así podría perderlo. Consciente de su presencia, era posible que el sonido de pronto guardara silencio.
Entonces cruzó por su mente un pensamiento inquietante, del que resultaba difícil librarse: que aquel sonido fuera consciente. Estremeciéndose por allí, repitiéndose una y otra vez por encima de los demás, era como si lo emitieran sólo para él. El ritmo no era constante. Se aceleraba, vacilaba, seguía. Cada vez le recordaba menos un grito instintivo y más una especie de señal, un código, nada que hubiese escuchado con anterioridad. No una secuencia de impulsos largos y cortos, sino algo mucho más complicado, en cierto modo; algo semejante a un discurso. La idea le asustó. Las palabras, si es que de esto se trataba, eran penetrantes y finas, pero la percepción de ellas le estremeció, como si fueran la combinación de una caja fuerte.
Bajo la ventana estaba el tejado del porche. Tenía una suave inclinación. Se detuvo allí, inmóvil, como sumido en sus pensamientos. El corazón le latía con fuerza. El tejado se veía ancho como una calle. Tendría que salir por allí, con la esperanza de no ser visto, deslizándose en silencio, sin brusquedades, haciendo pausas para comprobar si había habido algún cambio en el ruido, respecto al cual ahora era sensible en extremo. La oscuridad no le protegería. Entraría en una noche de innumerables redes, de ojos cambiantes. No estaba seguro de si debía hacerlo, de si se atrevería. Una gota de sudor se liberó y rodó veloz por su costado desnudo. Incansable, la llamada proseguía... Las manos le temblaban.
Quitó el seguro de la rejilla, la bajó con cuidado y la apoyó en la pared de la casa. Avanzó en silencio, igual que una serpiente, por el verdor apagado del tejado. Miró hacia abajo. El suelo parecía muy lejano. Tendría que colgarse del tejadillo y dejarse caer, como una araña. Aún se podía distinguir la punta del granero. Fenn se movía en la misma dirección que la estrella polar, podía percibirlo. Era como si estuviese cayendo. El movimiento resultaba vertiginoso, irreversible. Le llevaba donde nada de lo que poseía le protegería, descalzo, solo.
Cuando se dejó caer al suelo, experimentó un estremecimiento en todo el cuerpo. Iba a redimirse. Su vida no se había desarrollado como esperaba, pero aún pensaba en sí mismo como en alguien especial que no pertenecía a nadie. De hecho, consideraba el fracaso como algo romántico. Casi había sido su objetivo. Tallaba pájaros, o los había tallado. En una mesa del sótano todavía estaban las herramientas y algunos bloques de madera a medio esculpir. En otra época se había convertido casi en un naturalista. Había algo en él —su silencio, su disposición a permanecer apartado— que se ajustaba a ello. Sin embargo, en vez de dedicarse a esto había empezado a fabricar muebles con un amigo que poseía algo de dinero, pero el negocio no había funcionado. Él bebía... Una mañana se despertó acostado junto al coche en las gastadas rodadas del camino de entrada, cuando la mujer que vivía al otro lado de la calle le gritó a su perro que no se acercara. Pudo entrar en casa antes de que sus hijas le vieran en aquel estado. El médico le dijo, con toda franqueza, que le faltaba muy poco para convertirse en un alcohólico. Estas palabras le sorprendieron. De eso hacía ya mucho tiempo. Su familia le había salvado, pero no sin pagar un alto precio.
Se detuvo un momento. La tierra era firme y seca. Prosiguió hacia el seto y cruzó el camino de entrada del vecino. El ruido que le obsesionaba era cada vez más nítido. Siguiéndolo, pasó por detrás de unas casas que apenas reconocía vistas desde la parte posterior, pasó por jardines abandonados en donde las latas y la basura se ocultaban entre los oscuros hierba jos, pasó frente a cobertizos vacíos que nunca había visto. El terreno empezó a descender con suavidad, se acercaba al granero. Ya podía oír la voz, su voz, saliendo a borbotones desde lo alto. Surgía de algún punto en aquel fantasmagórico triángulo de madera, que se alzaba como la cara de una montaña lejana, de repente próxima gracias a una curva cerrada de la carretera. Avanzó con paso lento hacia el granero, con el miedo de un explorador. Y en lo alto percibió la aguda vibración de aquella corriente. Aterrorizado por su proximidad, se quedó completamente quieto.
Al principio, recordaría después, aquello carecía de significado, era demasiado brillante, demasiado puro. No paraba de revelarse desde lo alto, cada vez con mayor insensatez. No lograba identificar aquel sonido, nunca lo podría repetir, ni siquiera describirlo. Éste se iba ampliando, iba empujando todo lo demás. Fenn renunció a intentar comprenderlo y permitió que le traspasara, que le inundara como un cántico... Poco a poco, como el dibujo que cambia de aspecto cuando lo miras y empieza a entrar en otra dimensión, de forma inexplicable el sonido se alteró y exhibió su auténtico núcleo. Y Fenn empezó a identificarlo. Eran palabras. Carecían de significado, de antecedentes, pero sin duda se trataba de un lenguaje, el primero que oía de una estructura más vasta y más densa que la nuestra. Allí arriba, en la blanquecina superficie, desesperado, llamando, estaba el pionero anónimo.
Dominado por una especie de éxtasis, se acercó un poco más. Al instante comprendió que algo iba mal. El sonido titubeó. Fenn cerró los ojos angustiado, pero ya era demasiado tarde: el sonido había vacilado y luego se había interrumpido. Se sintió estúpido, avergonzado. Retrocedió unos pasos, impotente. De pronto, a su alrededor, las voces empezaron a parlotear. La noche se llenó de ellas. Fenn se volvió a un lado y a otro con la esperanza de averiguar su procedencia, pero aquello que había percibido ya no estaba.
Demasiado tarde. La primera capa de palidez asomaba en el cielo. Fenn se hallaba junto al granero, con los fragmentos de un sueño que debía esforzarse en recordar: cuatro palabras, precisas e inimitables, que había logrado percibir. Protegiéndolas, concentrándose en ellas con todas sus fuerzas, se dispuso a llevarlas consigo. El chirriar de los insectos sonaba con mayor intensidad. Temió que algo fuera a suceder —el ladrido de un perro, la luz encendida en un dormitorio— y le distrajera, que le hiciera perder su presa. Tenía que regresar sin ver nada, sin oír nada, sin pensar. A medida que se alejaba repetía para sí aquellas palabras, moviendo continuamente los labios. Apenas se atrevía a respirar. Ya podía distinguir la casa. Había adquirido un tono grisáceo. Las ventanas seguían a oscuras. Tenía que llegar hasta allí. El sonido de las criaturas de la noche parecía crecer en tormento y rabia, pero él no les hacía caso. Huía. Había avanzado una gran distancia y ahora se acercaba al seto. El porche no estaba muy lejos. Se puso de pie encima de la balaustrada, el alero del tejado al alcance de la mano. El canalón para la lluvia resistía, haló de él y se subió al tejadillo. Bajo sus pies notó el calor del desmenuzado asfalto verdoso. Pasó una pierna por encima del alféizar, luego la otra. Estaba a salvo. De manera instintiva, se alejó de la ventana. Lo había conseguido. Afuera, la luz se veía apagada, histórica ya. Un amanecer espectral empezó a asomar entre los árboles.
De pronto oyó que el suelo crujía. Había alguien allí, una silueta bajo la tenue luminosidad, carente de color. Era su esposa. Se quedó pasmado ante la imagen de ella sujetándose la bata de algodón sobre los hombros, el rostro sin atractivos a causa del sueño. Le hizo una seña para que se marchara.
—¿Qué pasa? ¿Ocurre algo? —musitó ella.
Fenn retrocedió, haciendo gestos vagos con ambas manos. Movía la cabeza de un lado a otro, como un caballo. Reculaba, fija la mirada en ella.
—¿Qué ocurre? —preguntó alarmada—. ¿Qué ha sucedido?
No, suplicó con movimientos de cabeza. Ya se le había caído una palabra. No, no. Se alejaba bamboleante, como algo en el mar. A ciegas, estiró la mano para recuperarla.
Su mujer se le acercó y él se apartó con brusquedad. Cerró los ojos.
—Cariño, ¿qué te pasa? —Sabía que él estaba preocupado: nunca había superado su problema. A menudo se despertaba en plena noche, y ella se lo encontraba sentado en la cocina, el rostro con aspecto extraño y cansado—. Vente a la cama —le invitó.
Fenn mantenía los ojos fuertemente cerrados. Se tapaba las orejas con ambas manos.
—¿Te encuentras bien?
Bajo la dedicación de su esposa, todo se disolvía, las palabras se desparramaban por todas partes. Empezó a girar sobre sí mismo, a un ritmo frenético.
—¿Qué ocurre? —gritó ella—. ¿Qué te pasa?
La luz se acercaba por todos lados y se extendía por encima del césped. Los sagrados murmullos se desvanecían. No podía perder ni un momento. Pegadas las manos a la cabeza, corrió por el pasillo en busca de un lápiz mientras su esposa corría tras él, suplicándole que le dijera lo que pasaba. Las palabras se desvanecían, tan sólo una le quedaba, inútil sin las demás, y sin embargo de un valor incalculable. Mientras garabateaba, la mesa se estremeció. En la pared, una foto empezó a temblar. Su esposa, sosteniéndose el cabello con una mano, leyó lo que él había escrito. Mantenía la cara muy cerca del papel.
—¿Y eso qué significa? —preguntó.
Dena, en camisa de dormir, había aparecido en la puerta, despierta por el alboroto.
—¿Qué ocurre? —preguntó.
—¡Ayúdame! —le gritó su madre.
—Papá, ¿qué ha sucedido?
Ambas tendían sus manos hacia él. En el cristal de la foto enmarcada temblaba un brillante cuadrado azul y verde, el luminoso follaje de los árboles. Las innumerables voces se estaban retirando, transformándose en silencio.
—¿Qué pasa? Dime, ¿qué ocurre? —suplicaba su esposa.
—¡Papá, por favor!
El meneaba la cabeza. Estaba al borde de las lágrimas cuando intentó soltarse. De repente se dejó caer al suelo y se quedó allí sentado, y para Dena empezó de nuevo la fase que recordaba de los años en que era la primera en el colegio, cuando la tristeza había llenado la casa, las puertas se cerraban con estrépito y su padre, torpe y afectuoso, entraba de noche en su dormitorio para contarles alguna historia y se quedaba dormido al pie de su cama.