COSTAS LEJANAS

LA señora Pence y sus zapatos blancos ya no estaban. Hacía dos días que se había marchado, y la habitación que se hallaba en lo alto de las escaleras estaba vacía, los cosméticos ya no se esparcían por encima del tocador y la tabla de planchar por fin estaba plegada. Sólo quedaban unas cuantas horquillas y polvos de talco desperdigados. Al día siguiente llegó Truus, con dos maletas y las mejillas llenas de puntos negros. Era marzo y hacía frío. Christopher la conoció en la cocina, como por casualidad.

—¿Tú pones inyecciones? —le preguntó.

Truus era holandesa, y resultó que no tenía permiso de trabajo, pero la casa estaba hecha un desastre.

—Puedo pagarte ciento treinta y cinco a la semana —le dijo Gloria.

A Christopher no le cayó bien al principio, pero los platos apilados en la encimera no tardaron en volver a su sitio después de que ella los hubiese lavado, barría el suelo y las cosas recuperaron más o menos su orden: la mujer de la limpieza acudía sólo una vez a la semana. Truus era lenta pero diligente. Se encargaba de la colada —una tarea que la señora Pence, enfermera diplomada, siempre se había negado a llevar a cabo—, hacía la compra y cocinaba, además de cuidar de Christopher. Era muy trabajadora, tenía diecinueve años e iba algo atrasada en su desarrollo. Gloria la envió a la filial de Elizabeth Arden en Southampton para que le hicieran una limpieza de cutis, además de darle libre los lunes y una noche entre semana.

Poco a poco, Truus fue averiguando cosas... La casa, una antigua cochera acondicionada, era de alquiler. A Gloria, que tenía veintinueve años, le encantaba dormir hasta tarde, y a veces aparecían manchas de quemaduras en la moqueta de la sala de estar. El padre de Christopher vivía en California, y Gloria tenía un novio llamado Ned.

—¡Ese hijo de puta! —se quejaba a menudo—. Como no me pague lo que me debe, ya puede olvidarse de volver a ver a Christopher.

—Faltaría más —subrayaba Ned.

Cuando el tiempo mejoró e hizo un poco más de calor, a Truus se la podía ver en el pueblo, en alguna que otra tienda, acompañada por Christopher. Era una chica algo desaliñada. Pero por entonces había conocido a otra chica, una muchacha francesa que también trabajaba de au pair, con quien solía ir al cine. Bajo los árboles, con sus hojas nuevas, comenzaron a desfilar coches muy caros, con mayor frecuencia a medida que transcurrían las semanas, y Truus empezó a llevar a Christopher a la playa. Gloria los observaba marchar. Muchas veces todavía llevaba puesto el albornoz. Los despedía y se bebía el café. Era muy afortunada. Todas sus amistades se lo decían, y ella lo sabía: Truus era una joya. Se había convertido en una más de la familia.

—Truus sabe dónde conseguir rátonos domésticos —dijo Christopher.

—¿El qué?

—Ratonos pequeñitos.

—Ratones —le corrigió Gloria.

El niño la miraba fascinado mientras ella se aplicaba el maquillaje. Con el rostro casi rozando el espejo, concentrada, Gloria se cepilló las largas pestañas hacia arriba. Tenía una abundante mata de cabello rubio, un lunar en el labio superior —del que nacían unos pelitos que no se arrancaba— y una pequeña marca en la frente. A pesar de todo, el suyo era un rostro bonito. Su entrada era siempre deslumbrante, pero luego uno podía ver que tenía unas piernas muy delgadas. Piernas aristocráticas, las llamaba ella; su madre también las tenía así. A medida que transcurría la velada, su perfección se desvanecía. Se esfumaba el brillo de sus labios, extraviaba los pendientes. Todos los agentes de tráfico de la autopista la conocían. Unas semanas atrás, al regresar de una fiesta, se salió de la carretera, y a las tres de la madrugada tuvo que recorrer a pie toda Geórgica Road, para luego romper dos cristales para poder entrar por la puerta de la cocina.

—Ese amigo de ella sabe dónde conseguirlos.

—¿Qué amigo es ése?

—Oh, sólo un amigo —dijo Truus.

—Le conocimos.

Los ojos de Gloria abandonaron su propio reflejo para posarse por un momento en los de Truus, que la miraba con idéntica abstracción.

—¿Puedo tener unos rátonos? —suplicó Christopher.

—¿Qué?

—Por favor.

—No, cariño.

—Por favor...

—No, ya tenemos bastante con los nuestros.

—¿Dónde?

—Por toda la casa.

—¡Por favor!

—No. Olvídalo. —Luego se dirigió a Truus en un tono despreocupado—: ¿Es tu novio?

—No es nadie —contestó Truus—. Sólo alguien a quien conocí.

—Bien, pero recuerda que debes andar con cuidado. Nunca se sabe a quien conoce una. Debes estar alerta. Se aparto un poco y examinó sus ojos: grandes y perfilados de negro—. Puedes dar gracias a Dios de que no estés en Italia —añadió.

—¿En Italia?

—Allí ni siquiera puedes andar sola por la calle. Ni tan sólo puedes salir a comprarte un par de zapatos sin que los tengas a todos encima, tocándote y sobándote.

Sucedió frente a Dean and De Luca, cuando Christopher insistió en acarrear la bolsa y nada más cruzar la puerta se le cayó.

—Oh, mira lo que has hecho —le reprendió Truus, irritada—. Ya te advertí que la dejarías caer.

—No la he dejado caer. Se me ha resbalado.

—No toques nada —le ordenó ella—. Hay vidrios rotos.

Christopher se quedó mirando el suelo. Tenía el cuerpo robusto, pelo corto y una hendidura en la barbilla, como la de su desterrado padre. La gente pasaba por su lado. Truus estaba enfadada. Hacía calor, la tienda estaba abarrotada y ahora tendría que entrar de nuevo en ella.

—Vaya, parece que habéis tenido un pequeño accidente —dijo una voz—. A ver qué se ha roto. No pasa nada, ahí dentro os lo cambiarán. Conozco a la cajera.

Al cabo de unos minutos, cuando el joven volvió a salir, le preguntó a Christopher:

—¿Crees que podrás con la bolsa esta vez?

El niño guardó silencio.

—¿Cómo te llamas?

—Vamos, díselo —le indicó Truus, y luego, al cabo de un momento—: Se llama Christopher.

—Es una lástima que esta mañana no estuvieras conmigo, Christopher. He ido a un sitio donde tenían un montón de ratones domesticados. ¿Has visto un ratón de ésos alguna vez?

—¿Dónde? —preguntó Christopher.

—Se te ponen en la palma de la mano.

—¿Y eso dónde es?

—Tú no puedes tener un ratón —le advirtió Truus.

—Sí puedo —siguió repitiendo mientras caminaban—. Yo puedo tener cualquier cosa que quiera.

—Cállate.

Ellos dos siguieron hablando por encima de su cabeza. Al llegar a la esquina, se detuvieron un rato. Christopher guardaba silencio mientras charlaban. Sintió que alguien le tironeaba del cabello, pero no alzó la vista.

—Christopher, despídete.

No contestó. Se negó a levantar la cabeza.

A media tarde, el sol era como un horno al rojo vivo. Todo se veía oscuro frente a él, el horizonte perdido entre la neblina. A lo lejos, en la playa, delante de una de las casas más distinguidas, ondeaba una bandera. Con Christopher siguiéndola, Truus avanzaba pesadamente por la arena. Al final distinguió lo que andaba buscando. En lo alto de las dunas se veía la silueta de alguien sentado.

—¿Adonde vamos? —quiso saber Christopher.

—Sólo allí arriba.

Christopher pronto comprendió adonde se dirigían.

—Ya tengo rátonos —fue lo primero que dijo.

—¿De veras?

—¿Quieres saber cómo se llaman? —De hecho eran dos jerbos desesperados, metidos en una jaula con virutas de madera—. Catman y Batty.

—¿Catman?

—Es el más grande. —Advirtió que Truus estaba extendiendo una toalla—. ¿Nos vamos a quedar aquí?

—Sí.

—¿Por qué? —preguntó.

Christopher quería bajar al mar. Al final, Truus accedió.

—Pero sólo si te quedas donde yo pueda verte —le dijo.

La pala se le cayó del cubo mientras corría, y ella tuvo que llamarle para que regresara. Luego el niño se marchó y ella fingió que le vigilaba.

—La verdad, me alegro de que hayas venido. ¿Sabes que todavía no sé cómo te llamas? Conozco el nombre del niño, pero no el tuyo.

—Truus.

—Nunca había oído este nombre. ¿Qué es? ¿Francés?

—Holandés.

—Oh, ¿de veras?

Él se llamaba Robbie Werner.

—No es ni la mitad de bonito —dijo él.

Tenía la sonrisa fácil y los ojos azul pálido. Había algo malogrado en él, como un estudiante al que hubieran expulsado y eso le tuviera sin cuidado. El sol caía con fuerza y castigaba los hombros de Truus a través de la blusa. Debajo llevaba un traje de baño de una sola pieza y de color azul. Era consciente de su sobrepeso, del calor y de las musculosas piernas masculinas que se estiraban a su lado.

—¿Vives aquí? —le preguntó a Robbie.

—No, sólo estoy de vacaciones.

—¿De dónde eres?

—Intenta adivinarlo.

—No sé —contestó, pues no era muy buena en ese tipo de cosas.

—De Arabia Saudí —aclaró él—. Hace tres veces más calor que aquí.

El trabajaba allí, le explicó. Tenía piso propio y teléfono gratuito. Al principio no le creyó. Se limitó a mirarle mientras él hablaba, y comprendió que le decía la verdad. Tenía dos meses de vacaciones al año, le dijo, que por lo general pasaba en Europa. Se lo imaginó durmiendo en hoteles, levantándose tarde y almorzando fuera. Truus no quería que dejara de hablar. No se le ocurría nada que decir.

—¿Y qué me cuentas de ti? —preguntó él—. ¿Qué es lo que haces?

—Oh, sólo cuido de Christopher.

—¿Dónde está su madre?

—Vive aquí. Está divorciada —explicó Truus.

—Es terrible que la gente se divorcie.

—Estoy de acuerdo.

—Me refiero a que... ¿para qué casarse? —dijo él—. ¿Tus padres todavía están casados?

—Sí —contestó ella, aunque no creía que fueran un buen ejemplo: llevaban casados casi veinticinco años y estaban cansados del matrimonio, sobre todo su madre.

De pronto, Robbie estiró un poco el cuello.

—Vaya —exclamó.

—¿Qué ocurre?

—Tu crío. No lo veo.

Truus se levantó de un salto, miró a uno y otro lado y empezó a correr hacia el mar. La marea había formado una especie de repisa que ocultaba la orilla. Mientras corría finalmente lo vio. Por encima del saliente asomaba la rubia cabecita. Empezó a gritar su nombre.

—Te dije que te quedaras donde pudiera verte —le chilló jadeante nada más llegar a su lado—. He tenido que venir corriendo. ¿Sabes el susto que me has dado?

Christopher golpeaba distraído con la pala. Alzó la vista y vio a Robbie.

—¿Quieres que hagamos un castillo? —le preguntó el niño, inocentemente.

—Claro —contestó Robbie, después de pensarlo un momento—. Ven, vamos un poco más allá, más cerca del agua. Luego haremos un foso. ¿Quieres ayudarnos a construir un castillo? —le preguntó a Truus.

—No —exclamó Christopher—, ella no puede.

—Claro que puede. Ella hará algo muy importante para nosotros.

—¿El qué?

—Ya lo verás.

Avanzaron por la aterciopelada pendiente, humedecida por la marea.

—¿Y tú cómo te llamas? —le preguntó Christopher.

—Robbie. Aquí es un buen sitio. —Se arrodilló y empezó a excavar grandes puñados de arena.

—¿Tú tienes pene?

—Claro.

—Yo también —dijo Christopher.

Ella le preparaba la comida mientras él jugaba afuera, en la terraza, golpeando las baldosas de pizarra con la paleta. Hacía mucho calor. La ropa se le adhería al cuerpo y notaba humedad en el labio superior, pero después subiría a su cuarto y se ducharía. Tenía una habitación en el piso de arriba, pero no la que había ocupado la señora Pence. Una pequeña habitación para los invitados, pintada de blanco, y en la puerta un trozo sin pulir, allí donde habían sacado la cerradura original. Justo al otro lado de la ventana había árboles y el grueso seto de la casa de los vecinos. La habitación daba al sur, y captaba la brisa. A menudo, por las mañanas, Christopher andaba a gatas hasta la cama de ella, las piernas frías y el cabello con cierto olor acre. La habitación se llenaba de luz mortecina. Podía notar la arena en las sábanas, hasta el más pequeño residuo. Volvió soñolienta la cabeza para mirar el reloj de la mesita de noche. Aún no eran las seis. Cantaron los primeros pájaros. A su lado, con los ojos cerrados, la boca entreabierta, mostrando una hilera de dientes pequeños, yacía aquel chiquillo perfecto.

Había empezado a cavar en el parterre de flores, y apilaba tierra al borde de la terraza.

—No, que así las vas a estropear —le dijo Truus—. Si no paras te subiré al árbol, el que hay al lado del cobertizo.

Sonó el teléfono y Gloria descolgó en el otro extremo de la casa. Al cabo de unos instantes la llamó:

—¡Es para ti!

—¿Diga? —contestó Truus.

—¿Que hay? —Era Robbie.

—Hola —dijo ella, no del todo segura de si Gloria había colgado. Luego oyó un chasquido.

—¿Puedes reunirte conmigo esta noche?

—Sí, claro que puedo —contestó ella, sintiendo el corazón extraordinariamente liviano.

Christopher había empezado a rascar la paleta contra la tela metálica de la puerta.

—Perdona un segundo —dijo y, después de tapar con la mano el auricular, ordenó—: No hagas eso.

En cuanto hubo colgado, Truus se volvió hacia Christopher, que la estaba observando desde la puerta.

—¿Tienes hambre? —le preguntó.

—No.

—Anda, vamos a lavarte esas manos.

—¿Para qué vas a salir?

—Para divertirme. Ven.

—¿Y adonde vais a ir?

—Oh, cállate ya, ¿quieres?

Esa noche no soplaba nada de aire. El calor recorría de pronto todo el cuerpo, como una especie de rubor. Una vez en el estrepitoso frescor del café Laundry, pasada la estación a oscuras, se sentaron cerca de la barra, ante la cual se alineaban los hombres. Había mucha gente y mucho ruido. A cada momento, alguien que pasaba por allí los saludaba.

—Es una especie de zoológico, ¿verdad? —preguntó Robbie.

Truus sabía que Gloria iba allí a menudo.

—¿Qué quieres beber?

—Una cerveza —dijo ella.

Habría como mínimo veinte hombres en la barra. Truus consciente de las miradas que de vez en cuando le lanzaban.

—¿Sabes que no estás nada mal en traje de baño? —comentó Robbie.

Pero ella opinaba que en realidad era más bien todo lo contrario.

—¿Alguna vez has intentado rebajar un par de kilos? —preguntó él, cuya manera de hablar era tranquila, sin prisas—. Eso te sería de auténtica ayuda.

—Sí, lo sé.

—¿No has pensado nunca en ser modelo?

Truus no le miró.

—Hablo en serio —insistió él—. Tienes una cara bonita.

—Yo no soy modelo —murmuró ella.

—Pero eso no es todo. También tienes un bonito trasero. ¿Te molesta que te lo diga?

Ella negó con un movimiento de cabeza.

Más tarde pasaron ante unas casas grandes y oscuras y bajaron por una carretera que de repente se abría hacia el final, como la perspectiva que de alguna manera se abría ante ella. Allí había campos que formaban suaves ondulaciones y luces en la lejanía. El letrero de una calle que anunciaba Egypt Lañe —Truus se sentía demasiado mareada para leerlo— osciló por un momento ante los faros del coche.

—¿Sabes dónde estamos?

—No —contestó ella.

—Aquello es el Club Maidstone.

Cruzaron un pequeño puente y siguieron avanzando. Al final doblaron por el camino de entrada. Truus percibió el ruido del océano cuando Robbie apagó el motor. Por allí cerca había aparcados otros dos coches.

—¿Hay alguien ahí?

—No. Todos están durmiendo —susurró él.

Avanzaron sobre la hierba hacia el otro extremo de la casa. La habitación de Robbie era una especie de pabellón anexo. Olía a humedad. La cómoda estaba cubierta de prendas de vestir, utensilios para el afeitado, revistas. Vio todo esto de forma difusa cuando él prendió la cerilla para encender una vela.

—¿Estás seguro de que no hay nadie?

—No te preocupes.

Todo se desarrolló de forma algo tosca. Después se ducharon juntos.

En el menú apenas había nada que a Gloria le apeteciera.

—¿Qué vas a pedir? —preguntó.

—Ensalada de cangrejo —dijo Ned.

—Yo creo que tomaré la de aguacate.

El camarero se llevó los menús.

—¿En una compañía farmacéutica, dices?

—Creo que él trabaja en una de las importantes —explicó Gloria.

—¿En cuál?

—No lo sé. Está en Arabia Saudí.

—¿En Arabia Saudí? —repitió él, en tono de duda.

—Allí es donde está el dinero, ¿no? Lo que es aquí, seguro que no está.

—Y ¿cómo conoció a ese tipo?

—Se lo ligó, supongo.

—Típico —concluyó él, subiéndose con un dedo las gafas sin aros.

Llevaba un suéter de trenzas con las mangas subidas. El cabello descolorido por el sol. Su aspecto era muy juvenil, atractivo. Tenía treinta y tres años y nunca había estado casado. Sólo había dos problemas: su madre, que tenía todo el dinero depositado en una sociedad fiduciaria, y su espalda.

Algo iba mal. Padecía espasmos terribles y a veces tenía que permanecer horas tumbado en el suelo.

—Bueno, de lo que sí estoy segura es de que sabe que Truus sólo es una niñera. Él está aquí de vacaciones. Confío en que no le destroce el corazón —dijo Gloria—. En el fondo me alegro de que le haya conocido. Es mejor para Christopher. Así hay menos probabilidades de que corresponda a los sentimientos eróticos que el pequeño experimenta hacia ella.

—¿Los qué?

—Créeme, no son figuraciones mías.

—¡Oh, vamos, Gloria!

—Algo está pasando. Es posible que Truus no sea consciente de ello, pero el niño no hace más que meterse en la cama con ella.

—Si sólo tiene cinco años...

—A los cinco se pueden tener erecciones —replicó Gloria.

—Oh, ¿de veras?

—Cariño, lo he visto yo misma.

—¿A los cinco?

—¿Te sorprende? Ya nacéis teniéndolas. Lo que ocurre es que no te acuerdas, eso es todo.

Truus no se volvió loca de amor, no perdió la cabeza. En las semanas que siguieron se la vio más silenciosa, pero también más estable, y no particularmente melancólica. Con los zapatos planos que le daban una apariencia algo rechoncha, iba a la compra como de costumbre. A Gloria incluso le pasó por la mente la idea de que pudiera estar embarazada.

—¿Todo va bien? —le preguntó.

—¿Cómo dice?

—Querida, ¿te encuentras bien? Ya sabes a qué me refiero.

Había ocasiones en que, tras regresar los dos de la playa, mientras Truus se entretenía sacudiendo con paciencia la arena de los pies de Christopher, Gloria experimentaba una gran simpatía por ella y entendía su silencio. ¡Cuánta parte del destino se plasma en el semblante! El rostro de Truus parecía vacío, sin expresión, excepto cuando jugaba con Christopher: sólo en ese momento se le iluminaba. De todos modos, recordaba tanto a una chiquilla, una chiquilla voluminosa, una compañera de juegos sin imaginación, de las que se olvidan con el paso del tiempo. ¡Y la ingenuidad de sus sueños! Quería ser diseñadora de modas, comentó un día. Estaba interesada en el diseño de prendas femeninas.

Lo que de veras sintió cuando su novio se fue es algo que nadie sabe. Entró acarreando las bolsas de comestibles, la puerta de tela metálica se cerró de golpe a sus espaldas. Contestó al teléfono y tomó los mensajes. Por la noche se sentó en el sofá ya gastado de arriba a ver la televisión junto a Christopher. De vez en cuando, los dos se reían. En los estantes se apilaban juegos, juguetes de plástico, libros infantiles... A veces, Christopher pedía que le bajaran alguno para que su madre pudiera leerle una de las historias. Era muy importante que le gustaran los libros, aseguraba Gloria.

Era un sobre azul pálido, con letras árabes impresas en una esquina. Truus lo abrió de pie ante la encimera de la cocina y empezó a leer la carta. La letra era pequeña y de rasgos infantiles. «Querida Truus —ponía—. Gracias por tu carta. Me alegré al recibirla. Pero no tienes que poner tantos sellos en las cartas para Arabia Saudí. Basta con uno de tarifa aérea para los Estados Unidos. Me alegro de que me eches de menos.» Alzó la vista. Christopher estaba en la puerta aporreando algo.

—Así no va a funcionar —le dijo.

El niño arrastraba un coche de juguete al que había que inyectar aire para que corriera.

—Ven, deja que lo vea —le dijo; el niño estaba al borde del llanto—. Esto se encaja aquí, ¿verdad? —Conectó al coche la pequeña manguera de plástico—. Ten, ahora funcionará.

—No, no funcionará —se quejó.

—No, no funcionará —le imitó ella.

El niño la observó con expresión melancólica mientras ella bombeaba. En cuanto la bomba estuvo inflada, Truus depositó el coche en el suelo, lo orientó y lo soltó. El juguete salió disparado por la habitación y chocó contra la pared de enfrente. El niño se acercó y lo empujó con el pie.

—¿No quieres jugar con él?

—No.

—Entonces recógelo y guárdalo.

El niño no se movió.

—Ve a guardarlo... —le ordenó con voz grave, avanzando con cada sílaba un paso hacia él.

Christopher la observaba por el rabillo del ojo. Otro paso oscilante.

—O si no te voy a comer... —rugió.

El niño corrió chillando hacia las escaleras. Ella siguió con su cantilena al tiempo que avanzaba tras él arrastrando los pies. El perro no paraba de ladrar. Gloria apareció en la puerta, se agachó para quitarse los zapatos y de un puntapié los lanzó a un lado.

—Hola, ¿ha habido alguna llamada? —preguntó.

Truus dejó de actuar.

—No, ninguna.

Gloria había ido a visitar a su madre, y eso siempre la dejaba agotada. Miró a su alrededor y comprendió que algo estaba pasando.

—¿Dónde está Christopher?

Un destello rubio asomó en el rellano de arriba.

—Hola, cariño —dijo, y le contestó el silencio—. Mami ha dicho «hola». ¿Qué pasa? ¿Ha ocurrido algo?

—No, sólo estábamos jugando —explicó Truus.

—Bien, pues deja un momento de jugar y ven a darme un beso.

Gloria se lo llevó a la salita. Truus se fue arriba. Más tarde oyó que la llamaban. Dobló la carta, que había estado leyendo por quinta o sexta vez, y se acercó a lo alto de la escalera.

—¿Sí?

—¿Puedes bajar? —le pidió Gloria—. Me está volviendo loca.

Cuando Truus llegó, Gloria le comentó:

—Está insoportable. Ha derramado la leche, ha dado un puntapié al agua del perro. ¡Mira qué desastre!

—Vamos afuera a jugar —le dijo Truus, haciendo el gesto de cogerle de la mano, pero el niño la escondió—. Vamos... ¿O prefieres montar a caballito?

El niño se quedó mirando el suelo. Como si estuviera a solas en la sala, Truus se colocó a cuatro patas. Luego sacudió la cabellera suelta y dejó escapar un curioso sonido, un débil relincho, puro como el tintineo de una copa. Volvió la cabeza y le miró indiferente por encima del hombro. El niño la estaba observando.

—Anda —le dijo con voz tranquila—. Tu caballito espera.

Después de este incidente, cuando llegaban sus cartas, Truus las doblaba y se las metía en el bolsillo mientras Gloria examinaba el correo: facturas, inauguraciones de galerías de arte, solicitudes de pagos urgentes, alguna que otra carta. Gloria escribía muy poco, pero siempre se quejaba de que no recibía cartas. Sin embargo, cualquier comentario referente a la lógica de esto sólo servía para enojarla.

Se acercaba el otoño, pero todo parecía negarlo. Los días todavía eran cálidos, el gran sol tardío brillaba con fuerza.

Las hojas, más exuberantes que nunca, cubrían los árboles. Detrás de los setos, los cortacésped emitían su alboroto final. En la caliente pizarra de la terraza, un saltamontes rezagado, un veterano de color amarillo y verde oscuro, avanzaba cojeando. Los pájaros le habían arrancado una de las patas.

Una mañana, Gloria se encontraba en el piso de arriba cuando algo le llamó la atención. La puerta de la pequeña habitación de invitados estaba abierta, y en la mesita de noche, doblada, había una carta. Yacía allí en silencio, medio levantada, como un ala al viento. No había nadie en la casa. Truus había salido a comprar y a recoger a Christopher en el parvulario. Con la curiosidad de una colegiala, Gloria se sentó en la cama. Desplegó el sobre y sacó las hojas escritas. Lo primero que captaron sus ojos fue una frase justo por encima de la mitad. Aquello la sorprendió. Por un momento se quedó aturdida. Leyó con nerviosismo la carta de principio a fin. Abrió el cajón. Había otras, y también las leyó. Como ocurre con las cartas de amor, eran repetitivas, pero aquéllas no eran cartas de amor. Aquel hombre hacía algo más que trabajar en una oficina, mucho más. Viajaba por toda Europa, de ciudad en ciudad, en busca de jóvenes que, en habitaciones de hoteles y apartamentos baratos —se horrorizó sólo con imaginar aquello—, se desnudaban y se veían inmersas en un río de sórdidos comportamientos. Las cartas eran como las de un estudiante de secundaria, y eso era lo más terrible. Eran cartas de reclutamiento, tan simples que podría haberlas redactado un analfabeto.

Allí sentada, enmarcada por el dintel de la puerta, la mano casi temblorosa, no sabía qué pensar ni qué hacer. Se sentía profundamente trastornada, asustada, traicionada. Miró hacia la ventana. Se preguntaba si debía ir de inmediato al parvulario podía llegar allí en tres minutos— y llevar a Christopher a cualquier sitio donde estuviera a salvo. No, eso sería una estupidez. Se apresuró a bajar en busca del teléfono.

—Ned —dijo cuando pudo contactar con él: le temblaba la voz mientras buscaba una de las cartas en donde se formulaban determinadas preguntas de tipo pragmático.

—¿Qué pasa? ¿Ocurre algo malo?

—Ven enseguida. Te necesito. Ha sucedido algo.

Por un momento, se quedó allí de pie, con la cartas en la mano. Miró presurosa a su alrededor y las dejó en un cajón donde guardaba las semillas para plantar en el jardín. Empezó a calcular cuánto tardaría él en llegar en coche desde la ciudad.

Les oyó entrar. Gloria estaba en su dormitorio. Había recuperado la calma, pero nada más entrar en la cocina sintió que el corazón le latía con frenesí. Truus estaba preparando el almuerzo.

—Mami, mira esto —dijo Christopher, tendiéndole una hoja de papel—. ¿Sabes lo que es?

—Sí. Es muy bonito.

—Esto es el motor —le explicó—. Esto las alas. Y esto las ametralladoras.

Intentó centrar su atención en el perfil dibujado y en los colores chillones, pero sólo era consciente de la chica que trabajaba al otro lado de la encimera de la cocina. Cuando Truus llevaba los platos a la mesa, Gloria intentó mirarla tranquila a la cara: un rostro que reconoció no haber visto con anterioridad. En él descubrió por vez primera la depravación, y en las piernas de Truus, en su suavidad, en su volumen, vio la brutalidad y el vicio. Afuera, bajo la luz diurna habitual, estaban los árboles alineados a lo largo del lateral de la finca, el techo de una casa, el césped, algunos juguetes desperdigados. Era un paisaje amenazador, demasiado idílico, demasiado inmóvil.

—Christopher, no uses los dedos —le ordenó Truus, que se había sentado con él—. Utiliza el tenedor.

—No llego.

Truus empujó un poco el plato hacia él.

—Prueba ahora —le dijo.

Más tarde, viéndolos jugar afuera, sobre el césped, Gloria no pudo evitar ver un aspecto salvaje, casi bestial, en la excitación de su hijo, como si la zafiedad se convirtiera de alguna manera en parte de él, ensuciándolo. Un párrafo de los muchos que le habían quedado grabados en la mente destacó sobre los demás: «Espero que estés a punto para tragarte mi gran polla cuando vuelva a verte. P.D. ¿Has tenido otras pollas grandes últimamente? Te echo de menos, y sólo con pensar en ti ya se me pone dura».

—¿Habías leído alguna vez una cosa como ésta? —preguntó Gloria.

—La verdad es que no.

—Es de lo más repugnante. Me cuesta creerlo.

—Claro que no ha sido ella quien las ha escrito —dijo Ned.

—Pero las conserva, que es peor.

Ned las sostenía todas en su mano. «Si vinieras a Europa sería fantástico», ponía en una. «Viajaríamos y tú podrías ayudarme. Trabajaríamos juntos. Sé que serías muy buena en eso. Las chicas que vamos buscando están entre los trece y los dieciocho años. Y también chicos, aunque algo mayores.»

—Tienes que entrar ahí y decirle que se vaya —le ordenó Gloria—. Dile que debe largarse de esta casa.

Ned volvió a ojear las cartas. «Te sorprendería ver lo bien dotados que están algunos. Pienso que sabes muy bien lo que andamos buscando.»

—No sé... Quizá sólo sean unas cartas de amor algo simplonas.

—Ned, no estoy bromeando.

«Por supuesto, también follaríamos sin parar.»

—Avisaré al FBI.

—No, está bien... Toma, coge esto. Hablaré con ella.

Truus estaba en la cocina. Mientras hablaba con ella, intentó ver en sus ojos grises el descaro que le había pasado inadvertido. En ellos sólo vio confusión. Era como si la muchacha no le entendiera. Truus se dirigió adonde estaba Gloria. Estaba a punto de llorar.

—Pero... ¿por qué? —quiso saber.

—He encontrado las cartas —fue la única respuesta de Gloria.

—¿Qué cartas?

Estaban desparramadas sobre el escritorio. Gloria las cogió.

—Son mías —protestó Truus—. Me pertenecen.

—He avisado al FBI —dijo Gloria.

—Por favor, démelas.

—No te las daré. Las voy a quemar.

—Por favor, deje que las conserve —suplicó Truus.

Truus se sentía confusa y lloraba. Pasó ante Ned al correr hacia arriba, y él creyó ver en ella los halagadores atributos descritos en las cartas saudíes, tal como luego las llamaría.

En su cuarto, Truus se sentó en la cama. No sabía qué hacer ni adonde ir. Empezó a empacar sus pertenencias, con la esperanza de que las cosas pudieran de algún modo cambiar si se demoraba lo suficiente. Se movía con gran lentitud.

—¿Adonde vas? —inquirió Christopher, desde la puerta.

Truus no le contestó. El niño volvió a formular la pregunta, entrando esta vez en la habitación.

—Voy a ver a mi madre —dijo ella.

—Está abajo.

Truus negó con la cabeza.

—Sí, sí que está —insistió él.

—Vete, no molestes ahora —le dijo, en un tono sin énfasis.

El niño empezó a dar patadas en la puerta. Al cabo de un rato se sentó en el sofá. Luego desapareció.

Cuando llegó el taxi a buscarla, el niño se hallaba escondido detrás de unos árboles en el camino de la entrada. Al final, Truus le había estado buscando.

—Oh, estás ahí —dijo ella y, dejando las maletas en el suelo, se arrodilló para despedirse.

Él permaneció de pie, con la cabeza gacha. Desde lejos, semejaba una especie de sumisión.

—Mira eso —dijo Gloria, dentro de la casa. Ned estaba de pie a sus espaldas—. A todos les encantan las zorras —comentó.

Christopher se quedó a un lado del camino después de que el taxi se fuera. Esa noche bajó al dormitorio de su madre. Estaba llorando, y Gloria encendió la luz.

—¿Qué te ocurre? —preguntó, e intentó consolarlo—. No llores, cariñito. ¿Te ha asustado algo? Ven, mami te acompañará arriba. No te preocupes. Todo irá bien.

—Buenas noches, Christopher —le deseó Ned.

—Dile «buenas noches», cariño.

Subió con él, se acostó a su lado en la cama y al final logró que se durmiera, pero seguía dando patadas cuando ella volvió a bajar. Con una mano sujetaba la bata para que no se le abriera. Ned le había dejado una nota: la espalda le fastidiaba de tal modo que se había marchado a casa.

El lugar de Truus lo ocupó una colombiana muy religiosa, que no bebía ni fumaba. Luego fue una chica negra llamada Mattie, que hacía ambas cosas, y que se quedó mucho tiempo.

Una noche, en la cama, mientras hojeaba Town and Country, Gloria se encontró con algo que le hizo dar un brinco. Se trataba de la foto de una recepción al aire libre en Bruselas. Era tan sólo una foto pequeña, pero reconoció el rostro, estaba completamente segura, y con una terrible sensación de amilanamiento acercó la página a la luz. No llevaba maquillaje y estaba en su momento más vulnerable. Examinó de cerca la fotografía. Ya no hablaba con Ned, hacía por lo menos un año que no le veía, pero aun así tuvo la tentación de llamarle. Luego, al leer el pie de la foto y contemplar de nuevo la imagen, decidió que se había equivocado. No era Truus, sólo alguien que se le parecía, y, en todo caso, ¿qué importancia tenía? Todo resultaba muy lejano ya. Christopher la había olvidado. Ahora iba a la escuela y sacaba buenas notas, estaba en el equipo de fútbol, jugando con chicos de ocho y nueve años, más corpulentos que él y bastante prometedores. Llegaría a medir un metro noventa. Tendría novias remoloneando a su alrededor, muchachas cuyas familias poseerían una residencia en las Bahamas. Las enamoraría a todas.

Sin embargo, tendida allí, con la revista sobre sus rodillas, no pudo evitar pensar en lo sucedido. ¿Qué habría sido de Truus? Volvió a examinar la fotografía. ¿Habría regresado a Amsterdam o a París para hacer películas pornográficas o algo por el estilo, habría conocido a alguien? No soportaba la idea de que la invitaran a fiestas, más delgada ahora, sentada entre el brillo de los restaurantes atestados de gente, el cutis todavía en mal estado bajo la capa de maquillaje, y la moral de una mosca doméstica. La idea de que existe una felicidad inmerecida, y de que ciertas personas encuentran el camino hacia esa felicidad, casi la ponía enferma. Lo mismo le ocurría con la joven que se había casado con Ned, la que trabajaba en las oficinas de catering al lado de la autopista, cerca de Bridgehampton. Aquello había sido un gran golpe; había sido más que un golpe. Pero la verdad era que nada, o casi nada, tenía ya sentido en realidad.