HIJOS PERDIDOS

LOS coches, muchos con matrículas de otros estados, habían ido llegando toda la tarde por la carretera. La larga hilera de edificios de noble ladrillo se divisó en lo alto, y empezaron los muros grises.

En la zona de recepción se celebraba una fiesta de bienvenida. Algunos de los rostros apenas habían cambiado, pero otros, como el de Reemstma, exigían leer más de una vez su etiqueta de identificación. Alguien con una cámara y un flash deambulaba de un sitio a otro, vestido con el atuendo de los cadetes. En los cuarteles estaban bebiendo. Las puertas se hallaban abiertas de par en par. Las voces se vertían hacia fuera.

—Narizotas vendrá —aseguró Dunning, a voz en grito, encima del escritorio, junto a sus pies, había una botella—. No os preocupéis, que va a venir. He recibido carta de él.

—¿Una carta? Klingbeil no ha escrito una carta en su vida.

—Lo hizo su secretaria —explicó Dunning: tenía aspecto de juez, corpulento y bien alimentado; las gafas le otorgaban cierto aire de delicadeza—. Le está enseñando a escribir.

—Y ¿dónde vive ahora?

—En Florida.

—¿Os acordáis de aquella vez en que a las dos de la madrugada regresábamos a escondidas a Buckner, y de repente se acercó un coche por la carretera?

Dunning intentó adoptar una expresión de seriedad.

—Nos lanzamos de cabeza a los matorrales. Resultó que era un taxi. Frenó con brusquedad y dio marcha atrás. La puerta se abre y allí, en el asiento trasero, está Klingbeil, borracho como una cuba. Entrad, muchachos, nos dice.

Dunning estalló en una fuerte risotada. Llevaba desabrochada la guerrera con los galones de coronel, insinuando su potencia glútea por la anchura del faldón.

—Y ¿os acordáis de cuando lanzamos por la ventana el libro de español de Devereaux, con todas sus anotaciones? Cayó en medio de la nieve y nunca lo encontró. Se puso histérico. ¡Malditos cabrones! ¡Os voy a matar!

—Habría sido una lumbrera de no haber vivido contigo.

—Nosotros intentábamos abrir su mente —explicó Dunning.

Solían divertirse hundiendo el Bismarck mientras él estudiaba. Klingbeil era el capitán. Saltaban por encima de las mesas. Der Schiff ist kaputt!, gritaban. Disparaban los cañones. El timón se había atascado y giraban en círculos. Devereaux estaba sentado con la cabeza gacha, las manos apretadas sobre las orejas. ¡Callaos ya, malditos cabrones!, les gritaba.

Bush, Buford, Jap Andrus, Doane y George Hilmo estaban sentados en las camas o en el alféizar de la ventana. Un rostro indeciso se asomó por la puerta.

—¿Quién es ése?

Era Reemstma, a quien nadie había visto hacía muchos años. El cabello se le había vuelto cano. Sonrió con embarazo.

—¿Qué hay?

Los otros se le quedaron mirando.

—Entra y toma un trago —dijo alguien, al final.

Se colocó al lado de Hilmo, que se inclinó para estrecharle la mano con un firme apretón.

—¿Qué tal estás? —le preguntó, mientras los demás seguían hablando—. Tienes buen aspecto.

—Tú también.

Dio la sensación de que Hilmo no le había oído.

—¿Dónde vives? —le preguntó.

—En Rosemont. Rosemont, Nueva Jersey. La familia de mi esposa es de allí —explicó Reemstma.

Hablaba con una extraña intensidad. Siempre había sido raro. Todo el mundo se preguntaba cómo lograba salir adelante. En clase lo hacía todo bien, pero la imagen que perduraba era de alguien desconcertado ante la instrucción en filas apretadas, que sólo pareció dominar al cabo de dos años, y con los apuros de un gato que intentara nadar. Tenía unos labios carnosos que le habían valido un apodo nada halagador. También se le conocía por El Media Vuelta, Ar, debido a los desastres que provocaba ante esa orden.

Le habían dado un vaso de papel ya utilizado.

—¿Qué hay en esa botella? —preguntó.

—No lo sé —dijo Hilmo—. Ten.

—¿Va a venir mucha gente?

—Chico, no paras de hacer preguntas —le espetó Hilmo.

Reemstma se calló. Durante media hora se fueron contando historias. Él estaba sentado junto a la ventana, a veces contemplaba su vaso. Afuera, el reloj de los números negros empezó a iluminarse. West Point mostraba un aspecto majestuoso a primera hora de la noche, inmóvil su follaje dignificado. Más abajo, el río fluía en silencio, misteriosas islas flotando en el anochecer. Al lado de la esquina de la biblioteca había un policía militar que movía el brazo con precisión mientras dirigía el tráfico frente a un letrero que anunciaba la reunión de la promoción de 1960, un curso sobre el que Vietnam había caído como las estrellas cayeron sobre los de 1915 y 1931. A lo lejos se oyó el débil sonido de un tren.

Ya era casi la hora de cenar. Todavía se oían de vez en cuando gritos de bienvenida abajo, gente que hablaba, voces. Con paso lento fueron bajando las escaleras.

—¡Oye! —le dijo alguien, de improviso—, ¿qué diablos es esa cosa que llevas?

Reemstma bajó la vista. Era una corbata de tela roja y floreada. La había hecho su esposa. Se la cambió antes de salir.

—¡Eh, oiga!

Acercándose con paso lento, a solas, había una silueta de cabello blanco, con un brazal que ponía 1930.

—¿De qué curso es usted?

—De mil novecientos sesenta —dijo Reemstma.

—He estado pensando mientras paseaba. Preguntándome qué habría sido al final de todo el mundo. Cuesta creerlo, pero cuando yo estaba aquí tenía hombres que al cabo de unas semanas se limitaban a hacer las maletas y se marchaban a casa sin despedirse de nadie. ¿Había oído alguna vez una cosa como ésa? ¿Y dice usted que de mil novecientos sesenta?

—Así es, señor.

—¿Alguna vez oyó hablar usted de Frank Kissner? Yo era su jefe de oficiales. Un tipo duro. Coronel de un regimiento en Italia. Mark Clark llegó un día con su coche y le dijo: «Frank, ven un momento; quisiera hablar contigo». Y Frank le contestó: «No tengo tiempo, estoy demasiado ocupado».

—¿De veras?

—Entonces Mark Clark le dijo: «Tenía intención de nombrarte general de brigada». «En tal caso tengo tiempo», fue la respuesta de Frank.

El comedor militar, donde iba a celebrarse la cena de los antiguos alumnos, surgió ante ellos, las puertas abiertas de par en par. Sus proporciones siempre habían sido impresionantes, pero era como si su tamaño se hubiera doblado, y hasta donde alcanzaba la vista dominaba la blancura de los manteles. Las barras estaban atestadas, con colas de quince a veinte hombres esperando pacientemente. Muchas de las mujeres lucían trajes de gala. Por encima de todo destacaba el eco confuso de las conversaciones.

Había aquellos que destilaban la apariencia indiscutible del éxito, como Hilmo, que llevaba un traje veraniego color gris de brillo metalizado, y con quien todo el mundo quería hablar, a pesar de que en el momento menos pensado se sumía en un profundo silencio. También estaban los héroes inmarchitables, aquellos que habían sido oficiales de cadetes y que ahora parecían resucitar. Las formas de antaño no siempre se habían mantenido. Entre los que ahora ostentaban una alta graduación había hombres que en su época de estudiantes eran relativamente mediocres. A Reemstma, que en cierto modo se había mantenido al margen, le sorprendía este hecho. Para él, la jerarquía nunca se había modificado.

De repente asomó una espantosa cara llena de manchas rojizas. Era Cramner, cuyo sitio estaba al final del corredor.

—Hola, Eddie, ¿qué tal te va?

Sostenía dos vasos con bebida. Se había retirado hacía justo un año, le contó. Trabajaba para un bufete de Reading.

—¿Eres abogado?

—Dirijo la oficina —dijo Crammer—. ¿Estás casado? ¿Está por aquí tu esposa?

—No.

—¿Y eso?

—No ha podido venir —explicó Reemstma.

Cuando su esposa le había conocido, él ya tenía treinta años. ¿Para qué iba a ir?, había preguntado ella. En cierto modo, Reemstma se alegraba de que no hubiera asistido. No conocía a nadie, y de haberle dado la oportunidad habría desviado la conversación hacia el tema de la religión. Habría habido dos personas raras en vez de una. Claro que él no se consideraba raro, lo era sólo a los ojos de los demás. Tal vez ni siquiera eso. Le habían saludado, incluso habían hablado con él. Las mujeres sobre todo, ignorantes de los juicios establecidos, se mostraban amistosas. De pronto se encontró hablando con la animada esposa de un compañero de clase al que recordaba vagamente, R.C. Walker, un tipo delgado, con una sonrisa algo sardónica.

—¿Qué dices que eres? —preguntó ella, con asombro—. ¿Pintor? ¿Te refieres a que eres artista? —Era una mujer con una abundante melena rubia de rizos naturales y una agradable lozanía en sus mejillas. Debajo de la barbilla colgaba una ligera papada—. ¡Esto es fabuloso! —Llamó a una amiga—: ¡Nita, tienes que conocer a alguien! Has dicho que te llamas Ed, ¿verdad?

—Ed Reemstma.

—Es pintor —explicó Kit Walker, eufórica.

Reemstma se quedó aturdido ante la atención que había despertado. Y cuando descubrieron que incluso vendía sus cuadros, el interés que sintieron por él fue todavía mayor.

—¿Y vives de la pintura?

—Bueno, hay lista de espera para mis cuadros.

—¡No me digas!

Empezó a describir el color y la luz del campo cerca de Delaware —pintaba paisajes—, las múltiples formas de la tierra, los surcos, los setos, los ligeros cambios que se producían de año en año, las pequeñas cosas, la dificultad para plasmar el cielo... Describió los hermosos destellos verdes de un colibrí que su esposa le había traído. Lo había encontrado en el garaje; como es lógico, estaba muerto.

—¿Muerto? —inquirió Nita.

—Tenía los ojos cerrados; de no ser por eso, nadie lo hubiera dicho.

La sonrisa de él era casi melancólica. Nita asintió, circunspecta.

Más tarde hubo baile. A Reemstma le habría gustado seguir hablando, pero la gente se desperdigó. Después de la cena, los ocupantes de las mesas se separaron para formar grupos de amigos.

—Adiós —dijo Kit Walker—, hasta la vista.

La vio hablando con Hilmo, que le saludó con un breve gesto de la mano. Reemstma deambuló un rato por allí. Estaban tocando Army Blue. Una oleada de tristeza se apoderó de él, recuerdos de desfiles, los bailes al final, el permiso por Navidades. Cuatro años así, los cursos precendentes que se iban con orgullo y emoción, rostros desconocidos que dejaban atrás. Aquello había acabado, pero nadie le volvía del todo la espalda. La vida que podría haber llevado regresó a él, casi en su totalidad.

Fuera del cuartel, a última hora de la noche, había cinco o seis siluetas sentadas en los peldaños, bebiendo y charlando. Reemstma se sentó cerca de ellos, sin decir nada; no quería romper el hechizo. Volvía a ser uno de ellos, como lo había sido en las frenéticas noches cuando limpiaban los fusiles y lustraban los zapatos hasta dejarlos relucientes como un espejo. La neblina de junio se extendió sobre la gran distancia que le separaba de aquellas interminables tareas de años atrás. Con qué ahínco se había entregado a ellas. Con qué ardor había creído en la imagen de un soldado. La había abrazado como una religión, y se había aferrado a ella en silencio, como un tullido se aferra a Dios.

Por la mañana, Hilmo trotó escaleras abajo, los pantalones de tenis ciñéndole las musculosas piernas, y desapareció por una de las poternas para un partido a primera hora. Su despreocupación no había cambiado. Contaban que antes del partido contra Penn State, cuando le alinearon por vez primera, el entrenador los había animado diciendo que no sólo ganarían a Penn State, sino que lo harían con dos tantos de ventaja, y que luego se había vuelto hacia Hilmo y le había dicho:

—¿Y quién será el mejor defensa del este?

—No sé —fue la respuesta de Hilmo . ¿Quién?

Tenían la mañana libre. Como siempre, excepto deporte, poco se podía hacer. Pasadas las diez, formaron para marchar a una ceremonia en memoria de los soldados muertos que se celebraba en una esquina de la Explanada. Permanecieron en posición de firmes ante la estatua de Sylvanus Thayer, la cabeza erguida de un indómito con sombrero de vaquero, mientras el coro entonaba The Corps. Las voces emocionadas, las partes solemnes y escalonadas elevándose por el aire. Detrás de Reemstma, alguien murmuró en voz baja:

—¿Sabes una cosa? Los mejores amigos que he tenido y que tendré son los que hice aquí.

Después se dirigieron a pie a ocupar sus sitios en la plaza de armas donde se celebraría el desfile. El supervisor, un delgado teniente general, permanecía en pie no lejos de allí, con su estado mayor y el graduado más viejo, que iba en silla de ruedas.

—Míralo —dijo Dunning, refiriéndose al supervisor—. Eso es lo que tiene de malo este sitio. Es lo que tiene de malo todo el ejército.

Las débiles melodías de una banda llegaron hasta ellos. Hacía calor. Había abejas en la hierba. Las primeras formaciones en miniatura encabezadas por los cadetes, centelleantes las bayonetas, empezaron a hacer acto de presencia. En la parte alta, recortado en el cielo, destacaba un solitario y distinguido edificio, si bien una réplica de los demás: la capilla. Muchos domingos habían escuchado los viriles sermones sobre la virtud, mientras el coro se encaminaba hacia la puerta con paso gracioso y vacilante, los dorados galones brillando en las mangas de los jefes. En la parte de abajo, parcialmente escondido, estaba el gimnasio, la siniestra pátina oscura que cubría lo que había allí dentro: el suelo, las paredes, los pesados guantes de boxeo. Allí se veneraban campeones a los que nunca destronarían, máximas que nunca se borrarían.

Durante el picnic anunciaron que de los quinientos cincuenta miembros originales aún vivían quinientos veintinueve, y que ciento setenta y seis se hallaban allí presentes, por el momento.

—¡Sin contar a Klingbeil!

—De acuerdo. Ciento setenta y seis, más un posible Klingbeil.

—¡Un Klingbeil imposible! —replicó alguien.

Se produjo una breve aclamación.

Habían colocado las mesas bajo una carpa alargada, protegida con mosquiteras, junto al lago. Reemstma buscó a Kit Walker. Antes la había visto de lejos, en la cola para la comida, pero ahora no conseguía localizarla. Era como si se hubiese esfumado. Estaba hablando el presidente del curso.

—Hemos recibido una tarjeta de Joe Waltsak. Joe se jubiló este año. Le habría gustado venir, pero su hija se graduaba en secundaria. No sé si conocen su historia. Joe vive en Palo Alto, y ante el cuerpo legislativo de California se presentó un proyecto de ley para dar a cada calle el nombre de algún norteamericano representativo que hubiese vivido en ella. Dado que Joe reside en Parkwood Drive, iban a rebautizarla como Waltsak Drive. Pero esa ley no se aprobó, así que ahora a él le llaman Joe Parkwood...

A continuación pasaron a las elecciones. Puesto que el tesorero y el vicepresidente del curso no iban a continuar, tendrían que presentar nominaciones para estos cargos.

—Podríamos elegir a alguien diferente, para cambiar —comentó uno en voz baja.

—Alguien a quien conozcamos —añadió Dunning.

—¿Quieres serlo tú, Mike?

—Sí, claro, sería fantástico —murmuró Dunning.

—¿Y qué decís de Reemstma? —Era Cramner, las rosas del alcoholismo asomando a su cara: el perfil de los dientes era irregular cuando sonreía, como si se le hubiesen gastado.

—Buena idea.

—¿Quién? ¿Yo? —preguntó Reemstma, mirando sorprendido a su alrededor.

—¿Qué opinas, Eddie?

No estaba seguro de que hablaran en serio. Todo era tan improvisado..., como cuando eligieron a Grant una noche en la oscuridad, mientras estaba sentado en un banco en St. Louis. Murmuró algo en señal de protesta. La cara se le había puesto colorada.

Se propusieron otros nombres. Reemstma sentía que el corazón le latía acelerado. Había dejado de decir no, no, y se había quedado sentado, la boca algo entreabierta por el desconcierto. No se atrevía a mirar a su alrededor. Meneó ligeramente la cabeza: no... Entonces alguien levantó una mano:

—Propongo que se cierren las nominaciones.

Reemstma se sintió estúpido. Una vez más se habían burlado de él. Se sentía como si le hubieran traicionado. Nadie le prestaba la menor atención. Estaban contando las manos levantadas.

—Oye, que tú no puedes votar —le dijo alguien a su esposa.

—¿No puedo? —preguntó ella.

A última hora de la tarde, deambulando por allí, Reemstma descubrió por fin a Kit Walker. Se comportaba de un modo algo extraño. Al principio dio la sensación de no reconocerle. Tenía una mancha de hierba en la parte de atrás de su vestido blanco.

—Ah, hola —le saludó.

—Te estaba buscando.

—¿Podrías hacerme un favor? —preguntó ella—. ¿Te importaría traerme una copa? Tengo la impresión de que mi marido me rehúye.

Aunque Reemstma no se diera cuenta, otra persona también la estaba rehuyendo. Se trataba de Hilmo, que permanecia algo apartado. Habían procurado regresar cada uno por su lado al pabellón. Los amigos que se disponían a partir estaban hablando en pequeños grupos, el rostro ensombrecido contra el brillo del agua a sus espaldas. Reemstma regresó con un vaso de plástico lleno de vino en la mano.

—Aquí tienes. ¿Te ocurre algo?

—Gracias. No, ¿por qué? ¿Sabes que eres una persona muy agradable? —inquirió ella. Había descubierto algo por encima del hombro de él—. Oh, querido...

—¿Qué?

—Nada. Por lo visto nos vamos.

—¿De veras te tienes que marchar? —consiguió decir.

—Rick está junto a la puerta. Ya le conoces, odia que le hagan esperar.

—Confiaba en que pudiéramos seguir charlando.

Reemstma se volvió. Walker aguardaba fuera, bajo el sol. Lucía una camisa hawaiana y pantalones color crudo. Parecía algo retraído. Sintió envidia de él.

—Tenemos que conducir hasta Belvoir para pasar allí la noche... —dijo ella.

—Supongo que es un largo trayecto.

—Encantada de haberte conocido.

Se marchó, dejando la bebida sin tocar en una esquina de la mesa. Reemstma la observó mientras cruzaba la pista. No era como las demás, pensó. Vio como los dos se dirigían al coche. ¿Tendrían hijos?, se preguntó de pronto. ¿De verdad le había encontrado interesante?

A las seis de la tarde, la hora que precede al crepúsculo, oyó la algarabía y se asomó afuera. Cruzando la zona, en dirección adonde estaban ellos, se acercaba el indómito colegial, las piernas largas como una grulla, el antiguo oficial de infantería, ahora con una pequeña barriga redondeada, agitando los brazos.

Dunning estaba vociferando desde una ventana.

—¡Narizotas!

—¡Mirad a quién traigo aquí! —le contestó Klingbeil a gritos.

Iba con Devereaux, el colegial atormentado. Ambos venían cogidos de los hombros. Cruzaban el campo juntos, amigos desde sus días como cadetes, amigos de toda la vida. Empezaron a subir las escaleras.

—¡Narizotas! —exclamó Dunning.

Klingbeil abrió los brazos de par en par, con fingida alegría.

Era hijo de un oficial de la armada. De niño había navegado con la Matson Line y había ido de un lado al otro del país. Contaba historias de seducción en la litera de abajo. Hijo mío, hijo mío, gemía ella. Era un tipo incorregible, que se ganaba las simpatías de la gente, sus hombres le adoraban. Debido a la lentitud de la promoción, se había retirado y convertido en promotor urbanístico. Conducía un Cadillac verde, famoso en Tampa. Era el rey jugando al póquer, bebiendo, trasnochando.

Lo más probable era que ella no lo hubiera dicho en serio, pensaba Reemstma. La experiencia se lo había enseñado. No era susceptible a las mentiras.

—Oh, desde luego —le decían las esposas—, creo que he oído a mi marido hablar de usted.

—Yo no conozco a su marido —les respondía Reemstma.

Un momento de alarma.

—Por supuesto que sí. ¿No estaban ustedes en el mismo curso?

Podía oírles abajo:

—Der Schiff ist kaputt! —estaban gritando—. Der Schiffist kaputt!