AM STRANDE VON TANGER

BARCELONA al amanecer. Los hoteles están a oscuras. Todas las grandes avenidas apuntan hacia el mar.

La ciudad está desierta. Nico duerme. Se halla envuelta con las sábanas retorcidas, con su larga melena, con un brazo desnudo que asoma por debajo de la almohada. Yace inmóvil, ni siquiera respira.

En una jaula, que se perfila bajo un cuadrado de seda añil y negra, duerme su pájaro: Kalil. La jaula está en el interior de la chimenea vacía, que han restregado hasta dejar limpia. Hay flores junto a la jaula, y también un cuenco con frutas. Kalil está durmiendo, la cabeza bajo la suavidad del ala.

Malcolm duerme. Las gafas de montura de acero, que no necesita —y tampoco se las han recetado—, yacen abiertas en la mesita de noche. Duerme boca arriba, y la nariz surca sus sueños como una quilla. Esta nariz, la de su madre, o al menos una réplica de la nariz de su madre, es como un elemento teatral, un extraño postizo que le han pegado en la cara. Es lo primero que uno advierte en él. Lo primero que gusta. En cierto sentido, la nariz es un indicio de compromiso con la vida. La suya es una nariz larga, que no se puede disimular. Por añadidura, sus dientes están en muy mal estado.

En la mismísima cúspide de las cuatro torres que Gaudí dejó sin concluir, la luz acaba de resaltar las inscripciones doradas, demasiado pálidas para poderlas leer. No hay sol. Tan sólo un silencio blanquecino. Domingo por la mañana, la mañana temprano en España. Una neblina cubre la sierra de colinas que rodea la ciudad. Las tiendas están cerradas.

Nico ha salido a la terraza después de bañarse. Lleva la toalla alrededor del cuerpo, el agua todavía resbala sobre su piel.

—Está nublado —comenta—. No es un buen día para ir a la playa.

Malcolm mira el cielo.

—Es posible que despeje —responde.

Por la mañana. En el tocadiscos suena Villa-Lobos. La jaula está sobre un taburete en el vano de la puerta. Malcolm, tendido en una hamaca de lona, come una naranja. Está enamorado de la ciudad. Le une a ella un profundo vínculo, basado en parte en un relato de Paul Morand, y también en un incidente ocurrido en Barcelona tiempo atrás: una tarde, al anochecer, Antonio Gaudí, misterioso, frágil, una especie de santo, el gran arquitecto de la ciudad, fue atropellado por un tranvía cuando se dirigía a pie a la iglesia. Era muy anciano, la barba blanca, el cabello blanco, vestido con el atuendo más humilde. Nadie le reconoció. Permaneció tendido en la calle sin que ningún coche lo trasladara al hospital. Al final le llevaron a la casa de socorro. Murió el mismo día en que Malcolm nació.

El apartamento de Nico está en la avenida General Mitre, y su sastre, tal como suele llamarle a él, vive cerca del templo de Gaudí, al otro lado de la ciudad. Se trata de un barrio de gente trabajadora, con un leve olor a basura. Unos muros rodean el templo, y en la acera hay grabados cuadrifolios. Por encima de todo, se alzan las torres. Sanctus, Sanctus, proclaman. Son huecas por dentro. La iglesia no se ha terminado; las puertas de ambos lados conducen al aire libre. En las tranquilas noches de Barcelona, Malcolm había paseado muchas veces alrededor de este monumento. Solía embutir billetes de una peseta, carentes casi de valor, en una ranura sobre la que un rótulo rezaba: donaciones para la continuación de las obras. Parece ser que al otro lado caen directamente al suelo, o —él suele escuchar con mucha atención— que un cura con gafas los recoge y los guarda dentro de una caja de madera.

Malcolm cree en Malraux y en Max Weber: el arte es la auténtica historia de las naciones. En los detalles de su persona hay pruebas de un proceso que todavía no ha concluido: la formación de un hombre en un verdadero instrumento. Se está preparando para la llegada de ese gran artista que un día espera ser, un artista en el sentido moderno del término, que es como decir sin logros pero con la convicción de un genio. Un artista libre de las exigencias del oficio, un artista de conceptos, de la generosidad, cuya obra es la creación de su propia leyenda. Mientras se le conceda siquiera un único seguidor, podrá creer en la santidad de su proyecto.

Malcolm se siente feliz aquí. Le gustan las anchas avenidas con el frescor de sus árboles, los restaurantes, las largas veladas. Se halla inmerso en las corrientes de una pausada vida conyugal.

Nico sale a la terraza luciendo un suéter color trigo.

—¿Te apetece un café? —pregunta—. ¿Quieres que te lo prepare?

Malcolm se queda pensativo un momento.

—Sí —contesta.

—¿Cómo lo quieres?

—Solo.

—Negro, pues.

A ella le gusta hacerlo. El edificio dispone de un pequeño ascensor que sube con lentitud. Cuando llega, Nico entra y cierra las puertas con extremo cuidado. Luego, con la misma lentitud, baja piso tras piso, como si fueran décadas. Ella piensa en Malcolm. Piensa en su padre y en su segunda esposa. Llega a la conclusión de que ella es con toda probabilidad más inteligente que Malcolm. Sin duda es más obstinada. En cambio, él es más atractivo, extrañamente atractivo. Ella tiene una boca ancha, inerte. Malcolm es generoso. Ella es consciente de que es un poco seca. Pasa por el segundo piso. Se mira en el espejo. Por supuesto, nadie descubre estas cosas de improviso. Es como en una obra de teatro: se desarrolla poco a poco, escena tras escena, la realidad de otra persona va cambiando. En cualquier caso, la inteligencia no es muy importante. Se trata de una cualidad abstracta, que no incluye ese conocimiento cruel e intuitivo de cómo debe vivirse una nueva existencia, una existencia que su padre nunca entendería. Malcolm tiene esa cualidad.

A las diez y media suena el teléfono. Contesta ella y habla en alemán, tumbada en el sofá. Cuando termina, Malcolm la llama:

—¿Quién era?

—¿Te apetece ir a la playa?

—Sí.

—Inge va a venir dentro de una hora —explica Nico.

Malcolm ha oído hablar de ella y siente curiosidad. Además, tiene coche. La mañana, obediente a sus deseos, ha empezado a cambiar. Hay un ligero tráfico matutino en la avenida. El sol asoma por un instante, desaparece y vuelve a salir. A lo lejos, más allá de sus pensamientos, las cuatro torres pasan entre la sombra y el resplandor. En los intervalos de sol, las letras que hay escritas en lo alto se revelan: Hosanna.

Hacia mediodía, sonriente, llega Inge. Lleva una falda de piel de camello y una blusa con los primeros botones desabrochados. Parece algo corpulenta para la falda, que es muy corta. Nico los presenta.

—¿Por qué no telefoneaste anoche? —pregunta Inge.

—Íbamos a llamarte, pero se nos hizo demasiado tarde. No cenamos hasta las once —explica Nico—. Estaba segura de que habrías salido.

No. Estuvo en casa toda la noche, a la espera de que su novio la llamara, dice Inge, abanicándose con una postal de Madrid. Nico ha entrado en el dormitorio.

—Son unos cabrones —exclama Inge, que ha levantado la voz para que la oiga—. Se supone que tenía que telefonear a las ocho. No telefoneó hasta las diez. No disponía de tiempo para hablar. Iba a llamarme de nuevo al cabo de un rato. Bueno, pues no llamó. Al final me quedé dormida.

Nico se pone una falda gris claro con muchos pliegues y un jersey color limón. En el espejo se mira por detrás. No lleva mangas. Inge sigue hablando desde la habitación que da a la calle.

—No saben comportarse, ése es el problema. No tienen ni la más ligera idea. Van al Real Club de Polo, eso es lo único que saben hacer.

Empieza a dirigirse a Malcolm:

—Cuando te acuestas con alguien, debería ser bonito después. Deberían tratarse mutuamente con honestidad... Aquí no. No muestran ningún respeto hacia la mujer.

Inge tiene ojos verdes y dientes blancos y uniformes. Malcolm piensa en cómo sería tener una boca así. Se supone que el padre de ella es cirujano. En Hamburgo. Nico asegura que eso no es verdad.

—Aquí son como niños —continúa Inge—. En Alemania, ahora muestran algo de respeto. Un hombre no te trata de esta manera, sabe lo que tiene que hacer.

—¡Nico! —llama Malcolm.

Ella sale cepillándose el pelo.

—Le doy miedo —explica Inge—. ¿Sabéis lo que hice al final? Lo llamé a las cinco de la mañana. Le dije, ¿por qué no telefoneaste? No sé, me contestó. Estoy segura de que estaba durmiendo... ¿Qué hora es? Las cinco, le digo. ¿Estás enfadado conmigo? Un poco, me dice. Perfecto, porque yo lo estoy contigo. Y, plaf, le cuelgo.

Nico cierra las puertas de la terraza y entra la jaula.

—Hace calor —dice Malcolm—. Déjalo fuera. Necesita la luz del sol.

Nico se queda mirando el pájaro.

—Diría que no está bien —comenta.

—Está perfectamente.

—El otro se me murió la semana pasada —le explica a Inge—. De repente. Ni siquiera estaba enfermo.

Cierra una puerta y deja la otra abierta. El pájaro se coloca ahora en la parte iluminada por el sol, hinchando las plumas, tranquilo.

—Creo que no pueden vivir solos —comenta.

—Está bien —la tranquiliza Malcolm—. Míralo.

El ascensor sigue todavía en su piso. Inge es la primera en entrar. Malcolm tira de las estrechas puertas. Es como cerrar un armario pequeño. Con las caras a muy poca distancia, empiezan a bajar. Malcolm observa a Inge. Ella está absorta en sus pensamientos.

Entran a tomar otro café en el pequeño bar de abajo. Malcolm sostiene la puerta abierta para que pasen las dos. No hay nadie allí, aparte de un hombre que lee el periódico.

—Creo que voy a llamarle otra vez —dice Inge.

—Pregúntale por qué te despertó a las cinco de la mañana —aconseja Malcolm.

Inge se ríe.

—Sí. Eso sería fantástico. Creo que lo haré.

El teléfono está en el otro extremo del mostrador de mármol, pero Nico le habla y Malcolm no puede oír lo que Inge dice.

—¿No te interesa? —le pregunta él.

—No.

El coche de Inge es un Volkswagen azul, de un azul como el de la franja de ciertos sobres para correo aéreo. Tiene abollado un guardabarros.

—Aún no habíais visto mi coche —les dice—. ¿Qué opináis? ¿He hecho una buena compra? Yo no sé nada de coches. Éste es el primero... Se lo compré a un conocido, a un pintor, pero sufrió una avería. El motor se le chamuscó... Yo sé conducir, pero es mejor que alguien vaya sentado a mi lado. ¿Te importaría conducir tú?

—Como quieras —contesta Malcolm.

Se sitúa al volante y pone el motor en marcha. Nico se sienta en la parte de atrás.

—¿Cómo lo notas? —pregunta Inge.

—Te lo diré dentro de un minuto.

Aunque el coche tiene sólo un año, su aspecto es de cierto abandono. El material del techo está algo descolorido. Incluso el volante se ve deteriorado. Después de conducir unas pocas manzanas, Malcolm le dice:

—A mí me parece bien.

—¿De veras?

—A los frenos les falta algo de agarre.

—¿Tú crees?

—Diría que necesitan guarniciones nuevas.

—Acabo de llevarlo a que le cambien el aceite.

Malcolm se vuelve a mirarla. Es una mujer bastante curiosa.

—Gira a la izquierda —le indica ella.

Inge le guía por la ciudad. Hay un poco de tráfico ahora, pero apenas se ve obligado a parar. En Barcelona, muchos de los cruces se han ensanchado mediante un diseño octagonal. Se encuentran sólo con unos pocos semáforos en rojo. Conduce a través de amplias barriadas de pisos viejos, pasan por delante de algunas fábricas, y luego por los primeros campos vacíos en las afueras de la ciudad. Inge se vuelve desde su asiento para poder ver a Nico.

—Este país me pone enferma —comenta—. Quiero irme a Roma.

Están pasando frente al aeropuerto. La carretera que lleva al mar está atestada. Es como si todo el tráfico disperso de la ciudad se hubiera concentrado aquí, autobuses, camiones, innumerables coches pequeños.

—Ni siquiera saben conducir —exclama Inge—. Pero ¿qué hacen? ¿No puedes adelantarles? ¡Oh, vamos! —protesta, e, inclinándose por delante de Malcolm, toca el claxon.

—No servirá de nada —le dice él.

Inge lo toca otra vez.

—No pueden avanzar.

—¡Oh, me ponen furiosa! —exclama.

En el coche de delante, dos niños se han vuelto a mirar. Sus caras se ven pálidas y reflexivas en la pequeña ventanilla posterior.

—¿Habéis estado en Sitges? —pregunta Inge.

—En Cadaqués.

—Ah, sí. Es bonito —comenta—. Allí hay que conocer a alguien con casa.

El sol es blanco. La tierra que se extiende bajo él tiene el color de la paja. La carretera, paralela a la costa, pasa junto a unas playas poco cuidadas, campings, casas, hoteles. Entre la carretera y el mar están las vías del ferrocarril, con pequeños túneles por debajo para que los bañistas puedan llegar a la playa. Al cabo de un rato, todo esto deja de verse. Siguen por tramos casi desérticos.

—En Sitges están todas las chicas rubias de Europa —comenta Inge—. Suecas, alemanas, holandesas... Ya lo veréis.

Malcolm sigue atento a la carretera.

—Los ojos castaños de los españoles son irresistibles para ellas —sigue Inge.

Vuelve a inclinarse sobre él para tocar el claxon.

—¡Míralos! ¡Si van a paso de tortuga!

Luego continúa:

—Esas chicas vienen llenas de esperanzas. Ahorran un poco de dinero, se compran un traje de baño tan reducido que podrías meterlo en una cuchara y, ¿después qué ocurre?

Que consiguen amor por una noche, quizá, y nada más. Los españoles no saben cómo tratar a las mujeres.

Nico guarda silencio en el asiento de atrás. La expresión tranquila en su rostro indica que se está aburriendo.

—No saben nada de nada —insiste Inge.

Sitges es una pequeña localidad con hoteles deslucidos, persianas de color verde, con la vegetación moribunda de un pueblo de veraneo. Hay coches aparcados por todas partes. Forman grandes filas por las calles. Al final encuentran un sitio libre a dos manzanas de la playa.

—Comprueba que esté puesto el seguro —le dice Inge.

—Nadie te lo va a robar —contesta Malcolm.

—Entonces es que no lo encuentras tan bonito.

Caminan por el centro del adoquinado, cuyo suelo parece haberse combado por el calor. En torno a ellos todo carece de lustre, fachadas sin adornos de casas construidas demasiado juntas. A pesar de los coches, el pueblo se ve extrañamente vacío. Son las dos de la tarde. Todo el mundo está comiendo.

Malcolm lleva unos pantalones cortos de basto algodón, del color azul vidriado de los turbantes de los tuaregs. Se los sujeta mediante un pequeño cinturón, de un dedo de grosor, que sólo abarca la mitad de la cintura. Se siente poderoso al lucirlos. Tiene el cuerpo de un corredor, sin imperfecciones, el cuerpo de un mártir en una pintura flamenca. Se observan los vasos sanguíneos extendiéndose como cordeles por debajo de la superficie de sus piernas. La pared del fondo de las cabinas es de cemento, y el suelo está cubierto por una estera de cáñamo. Sus prendas cuelgan informes de una percha. Sale al pasillo. Las mujeres todavía se están desvistiendo, pero no sabe detrás de qué puerta. Hay un pequeño espejo colgado de un clavo. Se alisa el cabello y aguarda. Afuera está el sol.

El mar empieza con una pequeña pendiente de guijarros, puntiagudos como clavos. Malcolm es el primero en entrar.

Luego le sigue Nico, sin decir palabra. El agua está fría. Malcolm nota cómo le sube por las piernas, toca el extremo del bañador y luego una ola —intenta saltar lo bastante alto para esquivarla— le envuelve. Se zambulle. Emerge del agua sonriendo. En los labios el sabor de la sal. Nico también se ha zambullido. Sale muy cerca, suavemente, y con una mano se recoge el pelo mojado hacia atrás. Se queda con los ojos medio cerrados, sin saber muy bien dónde está. Malcolm desliza un brazo en torno a su cintura. Ella sonríe. Nico posee el instinto certero de saber cuándo está más hermosa. Por un momento ambos se quedan en plácida suspensión. Luego él la levanta entre sus brazos y, ayudado por el mar, la lleva hacia donde el agua los cubre. Nico apoya la cabeza en su hombro. Inge sigue tendida en la playa, en bikini y leyendo el Stern.

—¿Qué le pasa a Inge? —pregunta él.

—De todo.

—No, en serio. ¿Es que no quiere bañarse?

—Tiene la regla.

Ambos se tumban a su lado, en toallas separadas. Está muy bronceada, advierte Malcolm. Nico nunca consigue este color, por mucho que esté al aire libre. En ella es casi una especie de testarudez, como si él le ofreciera el sol y Nico se negara a aceptarlo.

—Ha obtenido ese bronceado en un solo día —les dice Inge. ¡En un solo día! Parece increíble. Se mira los brazos y las piernas, como para confirmarlo. Sí, en efecto. Desnuda sobre las rocas de Cadaqués. Baja la vista hacia su estómago, y al hacerlo provoca varias ondulaciones de grasa en la piel, unos michelines.

—Estás engordando —comenta Nico.

Inge se echa a reír.

—Son mis salvavidas —responde.

Y esto es lo que semejan, unos cinturones, parte de un vestido que nunca se quita. Cuando vuelve a tumbarse, éstos desaparecen. Lleva las piernas depiladas. El estómago, así como el resto del cuerpo, está cubierto por una suave pelusa dorada. Dos jóvenes españoles pasan por su lado hacia el agua.

Inge habla hacia el cielo. Si ella se fuera a los Estados Unidos, entona, ¿valdría la pena llevarse el coche? A fin de cuentas, lo ha conseguido a muy buen precio. Tal vez pudiera venderlo si no le interesara conservarlo, y así conseguiría algo de dinero.

—Estados Unidos está lleno de Volkswagens —le dice Malcolm.

—¿Sí?

—Hay muchos coches alemanes. Todo el mundo tiene uno.

—Deben de gustarles —determina ella—. El Mercedes es un buen coche.

—Y muy admirado —reconoce Malcolm.

—Éste es el coche que querría. Me gustaría tener un par. Cuando tenga dinero, serán mi pasatiempo favorito. —Y añade—: Me gustaría vivir en Tánger.

—Allí sí que hay una buena playa.

—¿De veras? Me pondría negra como un árabe.

—Sería aconsejable que llevaras el traje de baño —comenta Malcolm.

Inge sonríe.

Nico parece dormida. Permanecen tumbados en silencio, los pies apuntando al sol. La potencia de éste ha menguado. Sólo hay momentos pasajeros de intenso calor cuando la brisa se extingue por completo y los rayos, débiles pero abundantes, caen de lleno sobre sus cuerpos. Se acerca la hora de la melancolía, la hora en que todo se acaba.

A las seis, Nico se incorpora y se sienta. Tiene frío.

—Ven —le dice Inge—, daremos un paseo por la playa.

Insiste en ello. El sol todavía no se ha puesto, y ella se siente muy juguetona.

—Venid —dice—. Aquélla es la zona buena, por allí están todos los chalets. Pasearemos por la arena y haremos felices a los viejos.

—Yo no quiero hacer feliz a nadie —protesta Nico, abrazándose.

—No creas que es tan fácil —le asegura Inge.

Nico la sigue de mala gana. Se coge de los codos. La brisa sopla del interior. Hay pequeñas olas ahora, y es como si rompieran en silencio. El ruido que hacen es suave, casi imperceptible. Nico lleva un bañador gris de una pieza, con la espalda al descubierto, y mientras Inge hace el tonto ante las casas de los ricos, ella contempla la arena.

Inge se mete en el agua. Le dice que entre, que está caliente. Se ríe feliz, y su alegría es más poderosa que la hora, más poderosa que el frío. Malcolm entra poco a poco tras ella. El agua está caliente. Y también se ve más clara. En ambas direcciones, hasta donde abarca la vista, está desierta. Son los únicos que se bañan. Las olas suben y bajan con suavidad. El agua se desliza sobre ellos, bañando el alma.

A la entrada de las cabinas, los chicos españoles remolonean a la espera de entrever algo si la puerta de la ducha se abre demasiado pronto. Llevan bañadores de lana azul marino. Y también negros. Por lo visto, todos tienen muy largos los dedos de los pies. Sólo hay una ducha, y en ella un único grifo que se ha vuelto blancuzco. El agua sale fría. Inge es la primera en entrar. Por encima de la puerta asoma su traje de baño, primero una pieza y luego la otra. Malcolm espera. Puede oír el suave chapoteo y el roce de sus manos, el repentino choque del agua sobre el suelo de cemento cuando ella se aparta a un lado. En la puerta, los chicos le alaban. Malcolm mira de reojo. Hablan en voz baja. Intentan alcanzarse unos a otros, para dar la sensación de que están jugando.

Las calles de Sitges han cambiado. Ha sonado la hora que anuncia la noche, y por todas partes hay gente paseando. Es difícil mantenerse juntos. Malcolm pasa un brazo en torno a cada una. Como los caballos, ambas se mueven bajo su tacto. Inge sonríe. La gente pensará que los tres se lo montan juntos, dice.

Se detienen en un café. No es muy bueno, se queja Inge.

—Es el mejor —se limita a contestar Nico.

Una de sus cualidades es que, vaya donde vaya, con una simple ojeada puede decir cuál es el sitio adecuado, el restaurante adecuado, el hotel.

—No —insiste Inge.

A Nico, esto no parece importarle. Deambulan por separado, y Malcolm musita:

—¿Qué es lo que anda buscando?

—¿No lo sabes? —contesta Nico.

—¿Veis estos muchachos? —pregunta Inge.

Están sentados en otro sitio, en un bar. En torno a ellos, bronceados los brazos, el cabello desteñido a causa de las largas y abrasadoras tardes, los muchachos se sientan con la dulce mirada de la indolencia.

—No tienen dinero —prosigue ella—. Ninguno podría invitarte a cenar. Ni uno solo. No tienen nada. Esto es España —concluye.

Nico elige el sitio donde cenar. Durante el día se ha convertido en una persona inferior. La presencia de su amiga, esta chica con la que por casualidad compartió una existencia en una época en que ambas luchaban por ganarse la vida en la ciudad, antes de que conociera a alguien o siquiera los nombres de las calles, cuando se sentía tan enferma que juntas escribieron un telegrama a su padre —no tenían teléfono—, esta repentina revelación de Inge parece haberla privado de un pasado decente... De pronto la asalta la certeza de que Malcolm no siente más que desprecio hacia ella. La seguridad en sí misma, sin la cual no es nada, se ha esfumado. El mantel de la mesa se ve blanco y deslumbrante. Es como si los iluminara a los tres con una luz implacable. Los cuchillos y los tenedores se hallan dispuestos como si fueran instrumentos quirúrgicos. Los platos se quedan fríos. Nico no tiene hambre, pero no se atreve a rechazar la comida. Inge está hablando de su novio.

—Es terrible —asegura—. No tiene corazón. Pero yo le entiendo. Sé lo que quiere. En cualquier caso, una mujer no puede esperar serlo todo para un hombre. No es natural. Un hombre necesita varias mujeres.

—Estás loca —dice Nico, sin énfasis.

—Es verdad.

Esa afirmación es todo cuanto necesitaba para desmoralizarla. Malcolm se entretiene mirando la correa del reloj. Nico tiene la impresión de que permite todo esto. Es un estúpido, piensa. Esta chica es de origen humilde, y él encuentra eso interesante. Inge cree que por el hecho de acostarse con ella, ya se van a casar. Por supuesto que no. Nunca. Nada más lejos de la realidad, piensa Nico, si bien, mientras lo piensa, sabe que puede estar equivocada.

Van a Chez Swann para tomar café. Nico se sienta algo lejos. Está cansada, dice. Se acurruca en uno de los sofás y se pone a dormir. Se siente agotada. La noche ha refrescado.

Una voz la despierta, música, una voz maravillosa en medio de los ocasionales rasgueos de una guitarra. Nico la oye en sueños y se incorpora. Malcolm e Inge están hablando. La canción es como algo que llevara esperando desde hace mucho tiempo, algo que ha estado buscando. Tiende la mano hacia Malcolm y le roza el brazo.

—Escucha —le dice.

—¿El qué?

—Escucha —repite ella—. Es María Pradera.

—¿Quién?

—La letra es preciosa —dice Nico.

Frases sencillas. Nico las repite como si fueran una letanía. Repeticiones misteriosas: madre morena, niño moreno. La elocuencia de los pobres, gastada y lisa como una piedra.

Malcolm escucha pacientemente, pero 110 oye nada. Nico puede verlo: él ha cambiado. Mientras ella dormía le han envenenado con historias de una España horrible, poco a poco, hasta que ahora corren por sus venas; una España inventada por una mujer consciente de que no puede ser más que una parte de lo que un hombre necesita. Inge está tranquila. Cree en sí misma. Cree en su derecho a existir, a gobernar.

La carretera está a oscuras. Han abierto el techo a la noche, una noche tan plagada de estrellas que parecen derramarse dentro del automóvil. En el asiento de atrás, Nico se siente asustada. Inge está hablando. De vez en cuando se inclina a un lado para tocar el claxon a los coches que circulan demasiado lentos. Malcolm ríe ante este gesto. En Barcelona hay habitaciones privadas donde Inge, con su amante, pasaba las tardes de invierno ante un fuego cálido y crepitante. Hay casas en donde hacían el amor sobre pieles de animales. Entonces él era maravilloso, por supuesto. Tiene visiones del Real Club de Polo, de cenas en las mejores casas.

Las calles de la ciudad están casi desiertas. Es casi medianoche. La medianoche del domingo. El día al sol les ha cansado, y el mar ha consumido sus fuerzas. Avanzan por General Mitre y se despiden a través de la ventanilla del coche. El ascensor sube con lentitud. Los dos se hallan suspendidos en el silencio. Miran el suelo como jugadores que han perdido.

El piso está a oscuras. Nico da la luz y luego desaparece. Malcolm se lava las manos. Se las seca. Las habitaciones están muy silenciosas. Empieza a recorrerlas poco a poco, y al final encuentra a Nico de rodillas en el umbral de la terraza, como si se hubiese caído.

Malcolm mira hacia la jaula. Kalil yace en el suelo.

—Dale un poco de brandy con la punta de un pañuelo —le dice.

Nico ha abierto la puerta de la jaula.

—Está muerto —contesta.

—Déjame ver.

El pájaro está rígido, las pequeñas patas, ahora curvadas y secas como ramitas. De algún modo parece más liviano. El aire ha abandonado sus plumas. Un corazón no mayor que la pepita de una naranja ha dejado de latir... La jaula permanece vacía en el frío umbral. Es como si no hubiera nada por decir. Malcolm cierra la puerta.

Más tarde, en la cama, escucha los sollozos de Nico. Intenta consolarla, pero no lo consigue. Está de espaldas a él. No le responde.

Nico tiene pechos pequeños y pezones grandes. Y también, como ella misma dice, un trasero bastante grande. Su padre tiene tres secretarias. Hamburgo está cerca del mar.