EL CINE
I
ENTONCES, a las diez y media, llegó ella. Todos estaban esperando. Se abrió la puerta del fondo y, con cierta timidez, intentando atisbar a través de la mortecina luz si había alguien allí, el largo cabello suelto como el de una colegiala, todo el mundo pendiente de ella, se fue acercando poco a poco, casi con desgana... Tras ella venía la joven que era su secretaria.
Los grandes rostros no se pueden explicar. Ella tenía una nariz larga, una boca, una curiosa separación entre los ojos. Su rostro era abierto e inescrutable, como si de alguna manera se declarara indiferente a la vida.
Cuando le presentaron a Guivi, el actor principal, éste sonrió. Tenía los dientes grandes, con una separación entre los incisivos. Y en la barbilla tenía un lunar. En aquel entonces, la gente veneraba estos defectos. Guivi había interpretado tan sólo cuatro o cinco papeles, su descubrimiento había sido repentino, y la escena en la que intervino por vez primera pronto se consideró una de las presentaciones más memorables en toda la historia del cine. Y era verdad. A veces hay una imagen que sobrevive a todo, incluso cuando se han olvidado los nombres. Guivi le sujetó la silla para que se sentara. Ella saludaba con una ligera inclinación de cabeza cuando le presentaban a los demás, apenas se podía oír su voz.
El director se inclinó hacia delante y empezó a hablar. Ensayarían diez días en el estudio vacío. Anna mantenía el rostro enterrado en el cuello del abrigo mientras él hablaba. El director era nuevo para ella. Se trataba de un hombre bajito, del que se sabía que era un gran trabajador. Salpicaba saliva al hablar. Ella nunca había ensayado una película con anterioridad, ni con Fellini ni con Chabrol. Intentó prestar atención a lo que explicaba el director. Sentía con extraña fuerza la presencia de los demás a su alrededor: Guivi sentado tranquilamente, fumando un cigarrillo. Le echó una ojeada con disimulo.
Empezaron la lectura, sentados juntos en torno a la mesa. No debían buscar ningún significado, les advirtió Iles, al menos no tan pronto; aquello no era más que un primer paso. No había ventanas. No se sabía si era de noche o de día. Las palabras de todos parecían elevarse y desvanecerse como humo por encima de sus cabezas. Guivi leyó sus frases como si se desprendiera de unas cartas sin importancia. El bridge era su pasión. Le dedicaba todas las noches. Hacia la mitad de la lectura, Guivi le tocó el hombro de forma casi imperceptible mientras leía un fragmento íntimo. Ella fingió no darse cuenta. Era como una lagartija: sólo su cuello palpitaba. En la siguiente ocasión, él le tocó el cabello. Este gesto sencillo, tan natural como si lo hubiera hecho sin querer, la tranquilizó, mitigó sus temores.
Luego ella escapó. Regresó de inmediato al Hotel de Ville. Su habitación estaba llena de objetos. Encima del escritorio había libros todavía envueltos en papel marrón, revistas en varios idiomas, cartas que había leído de forma apresurada. Disponía de una pequeña antesala, de distribución irregular, y de un dormitorio. La cama era grande. Al estilo de una secuencia en la que la cámara, aumentando progresivamente nuestra aprensión, se traslada con parsimonia de un detalle a otro, la puerta del baño, medio abierta, reveló un amplio surtido de frascos, perfumes oscuros, medicamentos, objetos desconocidos. Abajo, en la vía Sistina, estaba el ruido del tráfico.
Al día siguiente se encontró mejor, se comportó como una mujer dispuesta a trabajar. Con una mano se retiraba el cabello hacia atrás mientras leía. Se mostró atenta, y en una ocasión incluso rió.
Desde el otro lado del patio les trajeron pequeñas tazas de café.
—¿Qué tal suena? —le preguntó ella al guionista.
—Bueno... —vaciló él.
Peter Lang, en otro tiempo Lengsner, era un hombre lleno de dudas. La había visto en toda su vida de actriz consagrada, una figura de talento, había leído el artículo, la carta de amor escrita para ella en Bazaar. En él se describía su perfecta modestia, su instinto, la forma de su rostro. En la página opuesta estaba la foto que él recortó para pegarla en su diario. Esta película que él había escrito, esta importante obra para el arte más nuevo, existía ya completa en su mente, en su totalidad. Su fuerza procedía de la castidad de su argumento, de la disciplina de sus imágenes. Era una película sobre la vaguedad, la superficie estaba en calma, con la calma de la vida cotidiana. Esto no quería decir que fuera una película sosegada. Debajo de lo visible había emociones, más intensas precisamente debido a su enmascaramiento. Tan sólo de vez en cuando, lo mismo que la punta de un iceberg que desde la nada se eleva amenazador y después desaparece de la vista, surgía el terror.
De modo que cuando ella se volvió a mirarle, Lang se sintió abrumado, sin saber qué decir. Pero no importaba. Guivi se encargó de la respuesta.
—Creo que todavía tenemos un poco de miedo a las frases —comentó—. Ya sabes, has escrito algunas cosas bastante difíciles.
—Yo, bueno...
—Casi incomprensibles. No quiero que me malentiendas, son buenas, sólo que hay que interpretarlas a la perfección.
Anna ya le daba la espalda y estaba hablando con el director.
—Shakespeare está lleno de frases como ésta —prosiguió Guivi, y empezó a citar Otelo.
Ahora había llegado el turno de Iles, el momento de exponer sus ideas. Se sumergió en esta tarea. Recordaba a una especie de maestro de escuela chiflado mientras describía la obra: tenía algo de Freud y algo de columnista sentimental, rastreando líneas ocultas y motivos tan profundos como ríos. Algunos miembros del equipo se habían acercado con disimulo y permanecían junto a la puerta. Guivi escribía algo en su ejemplar del guión.
—Sí, anótalo, toma notas —dijo Iles—. Estoy expresando algunas ideas brillantes.
Una interpretación se construía mediante capas, como una pintura. Su método consistía en eso: en empezar con esto, añadir esto otro, después aquello, y así sucesivamente. De esta manera se desarrollaba, se enriquecía, ganaba en profundidad y en sentido subyacente. Luego, al final, la recortaban y la dejaban a la mitad. A esto se refería cuando hablaba de una buena interpretación.
Más tarde le confesaría a Lang:
—Nunca les explico todo. Te daré un ejemplo. La escena de la clínica... Le digo a Guivi que debe desmoronarse, cree que va a gritar, a gritar con toda su alma, y para evitarlo se mete una toalla en la boca. Pero en el momento de rodar le digo: «Hazlo sin la toalla». ¿Te das cuenta?
Su energía empezó a contagiar a los intérpretes. Un estado de excitación, incluso febril, se había apoderado de todos ellos. Los mantenía intrigados... Era su propio mundo lo que los describía y más adelante los desmontaba con el fin de revelar sus maravillosas complejidades.
Si él era un genio, le coronarían al final de su vida, porque, lo mismo que Balzac, su obra sería tan vasta como la de ese escritor. También él llenaba página tras página, de forma ininterrumpida, con lo sublime y lo ordinario, con personajes fantásticos, con visiones acerca de la fragilidad humana, con sus miserias. Si hago dos películas al año, durante treinta años, se decía... El proyecto era su vida.
A las seis, las limusinas estaban esperando. En el cielo aún había luz, el frío del otoño flotaba en el aire. Todos aguardaban junto a la salida, hablando. Se separaron a regañadientes. Él los había transformado, era su maestro... Se marcharon en sus coches por separado, después de un vago gesto de despedida con la mano. Lang se quedó de pie en el crepúsculo.
Se organizaron algunas cenas. Guivi estaba sentado junto a Anna. Era el cuarto día. Ella inclinaba la cabeza sobre el hombro de él. Guivi discurseaba acerca de la estupidez de las mujeres. En realidad no eran inteligentes, decía, eso era un mito de la sociedad occidental.
—Ahora voy a sorprenderte —intervino Iles—. ¿Sabes qué creo yo? Creo que no son tan inteligentes como los hombres, sino que lo son mucho más.
Anna sacudió la cabeza de manera casi imperceptible.
—Carecen de lógica —replicó Guivi—. Eso no forma parte de ellas. La esencia de la mujer reside ahí. —Señaló hacia abajo, cerca de su estómago—. En el vientre —dijo—. En ninguna otra parte. ¿Os dais cuenta de que no hay mujeres entre los grandes jugadores de bridge?
Era como si ella se hubiera sometido a todas las ideas de Guivi. Comía en silencio. Apenas probó el postre. Se contentaba con ser lo que él admiraba en una mujer. Era consciente de su poder, porque por las noches Guivi se postraba ante él, con la mente perdida en otras cosas. Guivi era cada vez menos consciente de la presencia de Anna. Llevaba a cabo su actuación lo mismo que uno juega una mano que ya considera perdida, sacándole el mejor partido posible. La nube blanca surgía de él. Anna soltaba un gemido.
—La verdad es que soy un romántico y a la vez un clasista —dijo—. En dos ocasiones casi llegué a enamorarme.
Anna bajó la mirada y él le dijo algo entre susurros.
—Pero nunca del todo —añadió—, nunca de verdad. No, y lo deseo con todas mis fuerzas. Estoy dispuesto a enamorarme.
Por debajo de la mesa, la mano de Anna encontró la de él. Los camareros estaban retirando las migajas con un cepillo.
Lang se alojaba en el Inghilterra, en una pequeña habitación apartada. Mucho después de que concluyera la velada, todavía se hallaba inmerso en el recuerdo de esa noche. Lavaba distraído su ropa interior. Sabía que en algún lugar de la ciudad de las persianas, el río negro por el otoño, ellos dos estarían juntos, pero no se sentía molesto por eso. Se tumbó en la cama como un estudiante pobre —qué poco cambia la vida desde el principio hasta el final— y se durmió aferrado a sus sueños. Tenía las ventanas abiertas. La brisa fresca se derramaba sobre su cuerpo como el mar sobre un marinero insensato, empapándole, llenando la habitación... Permaneció tendido con las piernas cruzadas lo mismo que un mártir, con el rostro vuelto hacia Dios.
Iles se hospedaba en el Grand, en una suite con puertas altas y suelos que crujían. Oía como las doncellas deambulaban por el pasillo. Se había resfriado y no podía dormir. Telefoneó a su esposa a los Estados Unidos, allí tan sólo estaba a punto de anochecer, y estuvieron hablando mucho rato. Se sentía deprimido: Guivi no era un actor.
—¿Qué ocurre con él?
—Oh, no tiene nada, carece de profundidad, de emoción.
—¿Y no puedes conseguir a otro?
—Ya es demasiado tarde.
Tendrían que trabajar a fondo en eso, le dijo. Tenía el teléfono apoyado en la almohada, y sus ojos vagaban sin rumbo por la estancia. Habría que cambiar el personaje de algún modo, lograr que la falsedad formara parte de él. Con Anna no habría problema. Estaba satisfecho con ella. En fin, habría que hacer algo al respecto, insuflarle algo de vida, conseguir que los pájaros muertos levantaran el vuelo.
Hacia el final de la semana ensayaban ya con movimientos. Hacía frío. Todos llevaban puesto el abrigo mientras se movían de un lado a otro. Anna estaba cerca de Guivi. Le arrebató el cigarrillo de entre los dedos y le dio una calada. A veces se reían.
Iles se sentía estimulado con el trabajo. El cabello le caía sobre la cara mientras explicaba la acción, los detalles. No confiaba en los conocimientos de los demás y lo supervisaba todo. A menudo vinculaba una frase a una determinada acción, lo cual significaba que las palabras estaban reguladas por el movimiento. Guivi tocó a Anna en el codo y ella, sin mirarle, le dijo:
—Vete.
Lang permanecía sentado y observaba. A veces ellos trabajan cerca de él, justo delante de donde solía quedarse. La verdad era que le costaba prestar atención. Anna recitaba sus frases, cosas que él había escrito. Eran como zapatos. Ella se los probaba, los encontraba bonitos, pero en ningún momento se le ocurría pensar en quién los había hecho.
—Anna tiene unos registros limitados —le confesó Guivi.
Lang dijo que sí. Quería averiguar más cosas acerca de la interpretación, de este mundo secreto.
—Pero qué cara —añadió Guivi.
—¡Sus ojos!
—Aunque hay en ellos un punto de idiotez, ¿no crees?
Anna los veía hablar. Más tarde envió a alguien a Lang. Lo que le hubiera dicho a Guivi, ella quería saberlo también. Lang se volvió a mirarla, pero Anna no le hizo ningún caso.
Lang se sentía confuso, no sabía si aquello iba en serio.
Los actores secundarios sin nada que hacer permanecían sentados en dos viejos sofás. El suelo era de greda, y el polvo les cubría los zapatos. Iles seguía de cerca las escenas, asintiendo con la cabeza, sí, sí, muy bien, excelente. La script caminaba a su lado, con el cronómetro alrededor del cuello: tenía cuarenta y cinco años y al llegar la noche le dolían las piernas. Le seguía por todos lados anotándolo todo, al tiempo que intentaba no tropezar con alguno de los clavos medio salidos.
—Querida. —Iles se volvió hacia ella, había olvidado su nombre—. ¿Cuánto ha durado?
Siempre tardaban demasiado. Había que darles prisa, obligarles a economizar.
Por último, como en el colegio, se hizo el examen final. Todos lo hacían a la perfección, los gestos, las cadencias que él había diseñado. Les cronometraba como si fueran corredores. Dos horas y veinte minutos.
—Fantástico —les dijo.
Esa noche, Lang se emborrachó en la fiesta que organizó el productor. Fue en un pequeño restaurante. La entrada estaba llena de olores y comida en exposición, los cocineros saludaban con un gesto de la cabeza desde la cocina. Habría allí una cincuentena de personas, un centenar, todas apiñadas y hablando diversos idiomas. En medio de aquella gente, Anna brillaba como una reina. En la muñeca lucía un brazalete nuevo de Bulgari: con la mayor tranquilidad del mundo había pedido que le hicieran un descuento, y el dependiente no había sabido qué decir. Llevaba un vestido dorado, tan fino que enseñaba los pechos. Su rostro uniforme, extraño, parecía flotar inexpresivo entre los demás, a veces exhibía una sonrisa débil y pasajera.
Lang se sentía abatido. No entendía lo que habían estado haciendo, las exageraciones le consternaban, no creía en Iles, en sus energías, en su intuición, no creía en nada de aquello. Intentó tranquilizarse. Los observó en la mesa de los grandes, el productor pegado a Anna. Los dos estaban hablando. ¿Por qué se mostraba ella tan animada? Alguien había comentado: «En cuanto encienden los focos, es como si revivieran».
Observó a Guivi. Podía ver a Anna inclinada frente a él, su larga melena, su garganta.
—Es una estupidez hacerla en color —dijo Lang al hombre que tenía a su lado.
—¿Qué? —Era un directivo de la empresa productora de la película: tenía cara de pez, de lubina, y se había quedado calvo—. ¿A qué se refiere con eso de que no habría que hacerla en color?
—Pues hacerla en blanco y negro —contestó Lang.
—¿De qué habla usted? No se puede vender una película en blanco y negro. La vida es en color.
—¿La vida?
—El color es la realidad —replicó el hombre, que era de Nueva York. Las diez mejores películas de todos los tiempos, añadió, las veinte más grandes, eran en color.
—¿Qué me dice de...? —Lang intentó concentrarse, pero el codo le resbaló—. ¿Del Ladrón de bicicletas?
—Me refiero a películas modernas.
II
«Hoy ha hecho un día soleado.» Lang escribía mediante frases breves, llenas de aflicción. «Ayer llovió, estuvo oscuro hasta última hora de la tarde, y el día anterior ocurrió lo mismo.» Los pasillos del Inghilterra eran abovedados como los de un convento, las puertas, tan gruesas como las paredes. Aun así, pensó, era cómodo. Por la mañana entregó las camisas a la doncella, se las devolverían al día siguiente. Ella las lavaba en casa. La había visto inclinarse para coger las sábanas del armario. La parte superior de las medias dejaba entrever —al estilo clásico de Buñuel— la misteriosa blancura de una pierna.
Telefoneó la chica de publicidad. Necesitaban información para su biografía.
—¿Qué información?
—Enviaremos un coche a buscarle —le contestó.
El coche nunca llegó. Al día siguiente acudió allí en taxi y esperó media hora en el despacho de ella: estaba reunida con el productor. Al final regresó, una chica delgada, con manchas de humedad en el vestido, bajo las axilas.
—¿Quería verme? —preguntó Lang.
La chica no sabía quién era.
—Iba a enviar un coche a buscarme.
—¡Señor Lang! —exclamó de pronto—. ¡Oh, cuánto lo siento!
La mesa estaba cubierta de fotos, las sillas, de periódicos y revistas. Era una auxiliar de publicidad, había trabajado en Cleopatra, La Biblia y El día más largo. Se ganaba dinero en las películas norteamericanas.
—Me han asignado este pequeño despacho —se disculpó.
Se llamaba Eva. Vivía en casa. Su familia comía sin pronunciar palabra, cuatro personas inmersas en la tristeza de un entorno de clase media, la radio que no funcionaba, alfombras gastadas en el suelo. Cuando el padre había terminado, carraspeaba. La carne era mejor la última vez, había dicho. ¿La última vez?, había preguntado la madre.
—Sí, era mejor.
—La última vez no sabía a nada.
—Ah, bueno, entonces la penúltima.
De nuevo se sumergían en el silencio. Sólo se oía el ruido de los tenedores, algún que otro vaso. De pronto, el hermano se levantaba de la mesa y salía del comedor. Nadie alzaba la vista.
Su hermano estaba loco. Bueno, quizá no del todo loco, pero sí lo bastante para hacerles llorar. Permanecería días en su habitación, la puerta cerrada con llave. Era escritor. Pero había una dificultad: todo lo que valía la pena ya había sido escrito. Había pasado una época en que devoraba los libros, tres o cuatro al día, y después era capaz de citar de memoria largos fragmentos, pero esta fiebre ya había pasado. Ahora se quedaba tumbado en la cama, mirando al techo.
Eva era nerviosa, decía la gente. No cabía la menor duda de ello. Tenía treinta años, el cabello negro, dientes pequeños, y una vida en la que había renunciado a cualquier esperanza. No disponían de material para redactar su biografía, le dijo a Lang. Necesitaban la biografía de todos. Al final le sugirió que la escribiera él mismo. Sí, por supuesto, ya había imaginado que sería algo por el estilo.
La mejor amiga de ella —como todos los italianos, Eva era muy escrupulosa en lo referente a sus amigos y a sus enemigos—, su amiga más íntima, era una histérica llamada Mirella Ricci, que poseía un piso grande y anhelos aristocráticos, aparte de los temores y las dolencias de las mujeres que viven solas. Los amigos de Mirella eran homosexuales y mujeres separadas, con quienes solía salir a cenar por las noches y a quienes llamaba por teléfono varias veces al día. Era una mujer con una prominente nariz y piel blanca, pálida como la cera, pero aun así capaz de revelar manchitas blancas en ella. Su médico aseguraba que se debía a un problema circulatorio.
Trabajaba en la película, al igual que Eva, y hablaban de todo el mundo. Según Mirella, Iles conocía a los actores. Fuera cual fuera el que le presentaran, elegía el mejor; bueno, había cometido un par de errores. Solían cenar en Otello, las tortugas arrastrándose por el suelo. La script era interesante, según Mirella, pero el guionista no le caía bien; era muy frío. Y también era un frocio, ella reconocía las señales. En cuanto al productor..., soltó un ruido desagradable. Según ella, se teñía el pelo. Parecía tener treinta y nueve años, pero en realidad tenía cincuenta. Ya había intentado seducirla.
—¿Cuándo? —quiso saber Eva.
Las dos parecían saberlo todo. Eran como enfermeras que hubiesen renunciado a la ternura desde hacía mucho tiempo. Eran las que dirigían el manicomio. Sabían cuánto dinero ganaba cada uno, de cuál de ellos no podía uno fiarse.
El productor: en primer lugar, era impotente, dijo Mirella. Cuando no lo era, no estaba de humor para hacer nada, y el resto del tiempo no sabía cómo arreglárselas, y las pocas veces que lo sabía, resultaba insatisfactorio. Y por si eso no bastara, era de esos que siempre van sin una chica que los acompañe.
Su nariz adquirió un tono oscuro. Esperaba que los camareros la trataran con deferencia.
—¿Qué tal tu hermano?
—Oh, como siempre.
—¿Sigue sin trabajar?
—Consiguió un empleo en una tienda de discos, pero no le duró mucho. Le despidieron.
—¿Qué les pasa a los hombres? —inquirió Mirella.
—Estoy agotada... —suspiró Eva. Tenía ojeras debido a lo avanzado de la hora. Había tenido que mecanografiar unas cartas para el productor, porque una de sus secretarias estaba enferma.
—También a mí intentó seducirme —admitió.
—Cuéntame —le pidió su amiga.
—En su hotel...
Mirella se quedó esperando.
—Le llevé las cartas e insistió en que me quedara. Quería invitarme a una copa. Al final intentó besarme. Se arrodilló ante mí, yo estaba encogida en el sofá, y me dijo: «Eva, hueles muy bien». Intenté fingir que todo era una broma.
Las delicias de la rectitud. Circulaban por allí en unos pequeños Fiats. Daban mucha importancia a su atuendo.
La película avanzaba a la perfección, llevaban un día de adelanto sobre el horario previsto. Iles trabajaba con una especie de gran seguridad en sí mismo. Deambulaba en zapatillas de tenis en torno al enorme y negro Mitchell, pero no almorzaba. Se rumoreaba que las primeras pruebas eran extraordinarias. Guivi nunca asistía a su proyección. Anna le preguntó por ellas a Lang, ¿qué opinaba él? Lang intentó tomar una decisión. Ella salía muy hermosa, le dijo —y era verdad—, había algo en su rostro que iluminaba toda la película... Nunca llegó a terminar la frase. Como de costumbre, ella ya se había desinteresado. Se había vuelto hacia otra persona, al operador.
—¿Las has visto? —le preguntó.
Iles llevaba un suéter viejo, el cabello pegado a la cara. Dos películas al año, repetía... Ésa era la clave de todas sus creencias. Eisenstein sólo hizo seis en total, pero no trabajaba bajo el sistema norteamericano. Además, Iles perdía toda seguridad en sí mismo cuando estaba inactivo.
Fueran cuales fueran sus debilidades, su acto sublime consistió en ocultar su certeza de que la película era ya un fracaso: sencillamente, Guivi no era lo bastante bueno, interpretaba sin pensar, actuaba de igual modo con que uno come la comida que tiene delante. Iles conocía a los actores.
Adiós, Guivi. Era el anuncio de su muerte. Ya empezaba a formar parte del pasado: los autógrafos que había firmado, el espacio entre sus dientes. Encandilaba a los periodistas. Era la víctima perfecta, no sospechaba nada. El brillo de su vida le había cegado. Cenaba en las mejores mesas, ante una botella de Burdeos. Remedaba las tonterías de Iles.
—Guivi, querido —le imitaba—, el problema es que eres ruso, irritable y violento. ¿Y él me va a explicar lo que es ser ruso? Cuando menos lo espere me describirá la vida bajo el comunismo.
Anna comía pequeños bocados con gran parsimonia.
—¿Sabes una cosa? —inquirió ella, muy tranquila.
Guivi aguardó.
—Pues que nunca he sido tan feliz.
—¿De veras?
—En toda mi vida —añadió ella.
Guivi sonrió. Su sonrisa fue operística.
—Contigo soy la mujer que todo el mundo cree que soy —le dijo.
Él la miró fija y profundamente. Sus ojos eran oscuros, invisibles las pupilas. Escenas de amor durante el día, pensó con cansancio, escenas de amor por la noche. La gente los observaba desde todos los rincones del local. En cuanto se levantaron para irse, los camareros se apiñaron junto a la puerta.
En tres años su carrera habría concluido. Se vería en el parpadeante televisor como si se tratara de un sueño extraño. Había invertido en edificios de apartamentos, poseía tierras en España. Se volvería como una mujer, celosa, implacable, y tal vez algún día, en un restaurante, vería a Iles con un joven actor, explicándole con el apasionamiento de un fanático alguna idea extraordinaria. Guivi tenía treinta y siete años. Había tenido una época en la gran pantalla que nunca olvidaría. Los carteles con su imagen desteñida pelándose en los laterales de los edificios serían cada vez más remotos, el parecido se borraría, su nombre convertido en algo del pasado. Y él sonreiría al otro lado de los callejones, hacia la amarga oscuridad. A lo lejos, los perros estarían aullando. Las calles olerían a pobreza.
III
Para el cumpleaños de Anna se celebró una fiesta en un restaurante de las afueras, el mismo en el que el rey Faruk, después de caer hacia atrás en la mesa, había fallecido. No se invito a nadie. Se suponía que tema que ser una sorpresa.
Ella llegó con Guivi. No era una mujer, sino una diosa menor, un animal inocente, ignorante de su gracia. Estaban en febrero, la noche era fría. Los conductores aguardaban en el interior de los coches. Después se reunieron en el servicio de guardarropa.
—Querida —le dijo Iles—, vas a ser muy, pero que muy feliz.
—¿De veras?
Él la rodeó con un brazo sin contestarle; se limitó a asentir. El rodaje casi había finalizado. Las primeras pruebas, le dijo, eran las mejores que había visto en su vida. En toda su vida.
—En cuanto a ese tipo... —añadió, señalando hacia Guivi.
El productor se les unió.
—Te quiero para mi próxima película —anunció—. A los dos... —Llevaba un traje que le iba una talla pequeña, un traje de terciopelo adquirido en vía Borgognona.
—¿Dónde lo has comprado? —preguntó Guivi—. Es fantástico... ¿Quién se supone que es aquí la estrella?
Posener bajó los ojos para mirarse. Sonrió como un niño culpable.
—¿Te gusta? —quiso saber—. ¿De veras?
—No, ¿dónde lo has encontrado?
—Mañana te envío uno.
—No, no...
—Guivi, por favor —le suplicó—. Quiero regalártelo.
Se sentía lleno de buena voluntad, lo peor había pasado ya. Los actores no se habían largado ni se habían negado a trabajar, estaba lleno de amor por ellos, como por un niño malo que cuando menos lo esperas hace algo bueno. Tenía la impresión de que debía corresponderles con algo.
—¡Camarero! —llamó, mirando a su alrededor: sus gestos siempre parecían como perdidos, como si se desvanecieran en el aire—. ¡Camarero! ¡Champán!
Habría unas veinte personas en el local, otros actores, la esposa norteamericana de un conde. En la mesa, Guivi contaba anécdotas. Bebía como un príncipe cosaco, tenía planes para ir a Ginebra, a Gstaad. Explicó que el productor italiano tenía el contrato de una actriz, una segunda Sophia Loren. Había hecho una fortuna con esa mujer. Sus películas sólo se exhibían en Italia, pero todo el mundo iba a verlas; el éxito de taquilla era enorme. Sin embargo, siempre mantenía a la prensa apartada de la actriz; nunca dejaba que hablaran con ella a solas.
—¿Sellerio? —intentó uno adivinar.
—Sí —admitió Guivi—, así es. ¿Conoces el resto de la historia?
—Creo que él la vendió.
Pero sólo la mitad del contrato, explicó Guivi. Su popularidad se estaba apagando y Sellerio quería obtener el mayor beneficio posible.
—Se organizó una gran ceremonia, invitaron a toda la prensa... Ella iba a firmar. De modo que cogió la pluma, se inclinó un poco para que los fotógrafos... Ya sabéis, ella tiene esas enormes... En fin, en el documento ella escribió... —Y con el dedo Guivi trazó una enorme equis—. Los periodistas se miraron unos a otros. Entonces Sellerio cogió la pluma y, con un gesto grandilocuente, justo debajo de donde había firmado ella... —Guivi trazó otra equis y al lado de ésta, con extremo cuidado, trazó otra—. Analfabetos. Es la pura verdad. Entonces le preguntaron a él: «Oye, ¿qué significa esa segunda equis?». ¿Y sabéis lo que les contestó? Dottore.
Todos rieron. Luego les contó cosas acerca de un rodaje en Nápoles, con un productor tan escaso de presupuesto que tenían que lanzar un cable por encima del tendido del tranvía para robar la electricidad. Era muy listo, Guivi; un narrador nato en la tradición oriental, capaz de hablar tres idiomas. Después, cuando Anna entendió por fin lo sucedido, recordó lo feliz que se le veía esa noche.
—¿Queréis que sigamos en la bostaria? —preguntó el productor.
—¿Dónde? —preguntó Guivi.
En la hostutici... Como ocurría con los camareros, parecía como si nadie le oyera—. El Blue Bar. Venga, vayamos al Blue Bar —anunció.
En las afueras del Jardín Botánico, aparcado en medio del frío, empañadas las ventanillas del coche, estaba Lang. Tenía la ropa desabrochada. La piel pálida bajo la luz refractada. Había cenado con Eva. Ella había estado hablando durante horas en voz baja, dubitativa. Era una noche para contar historias. Ella se lo había contado todo, le había hablado de Coleman, el jefe de publicidad, de Mirella, de su hermano, de Sicilia, de su vida. A las cinco de la tarde, en la carretera de las colinas que dominaban Palermo, había coches aparcados. Una pareja en cada uno, el hombre con un pañuelo desplegado en su regazo.
—Me siento tan sola —dijo ella de pronto.
Sólo tenía tres amigas, con las que se veía a todas horas. Iban juntas al teatro, al ballet... Una era actriz. Otra estaba casada. Ella guardó silencio, como a la espera. El frío lo llenaba todo, cubría las ventanillas del coche. El aliento de Eva salía en forma de cristales, visible en la oscuridad.
—¿Puedo besarle? —preguntó ella.
Entonces empezó a musitar, como si aquello fuera algo sagrado. Lo tocaba con la frente. Murmuraba algo. Su nuca había quedado al descubierto.
A la mañana siguiente, Eva le llamó por teléfono. Eran las ocho.
—Quiero leerte algo —le dijo.
Él seguía medio dormido, pero le llegaba ya el ruido de la calle. La habitación estaba helada y a oscuras. En el aparato, distante como una grabación antigua, sonaba la voz de ella. Penetraba dentro de él, impulsando su sangre.
—He encontrado esto —le dijo—. ¿Sigues ahí?
—Sí.
—He pensado que podría interesarte.
Pertenecía a un artículo periodístico. Eva se lo empezó a leer.
En febrero de 1868, en Milán, el príncipe Umberto había dado un baile espléndido. «En un salón resplandeciente de luz fue presentada la joven novia que un día sería la reina de Italia. Fue el acontecimiento del año, abarrotado de gente y desbordante de animación. Y mientras el mundo elegante se divertía de esta manera, a la misma hora y en la misma ciudad, un astrónomo solitario descubría un nuevo planeta, el número noventa y siete del atlas de Chacornac...»
Silencio. «Un nuevo planeta...»
En la mente de él, todavía caldeada por la almohada, pareció como si hubiera descendido una calma sagrada. Permaneció allí tendido como un santo. Estaba desnudo, los tobillos, los huesos de la cadera, la garganta.
Oyó que ella pronunciaba su nombre. No dijo nada. Se quedó allí tendido mientras empequeñecía, cada vez más, hasta desvanecerse. La habitación se convirtió en una ventana, en una fachada, en un grupo de edificios, de plazas, de barrios, y al final en toda Roma... Su éxtasis estaba más allá de toda comprensión. Los tejados de las grandes catedrales refulgían bajo el aire invernal.