29
JOHN dejó la guitarra a un lado, casi violentamente, y comprobó la hora por enésima vez. El resto dejó de tocar.
—Ya no vendrá —afirmó Thomas—. Es demasiado tarde.
—¡Venga, John, ensayemos de una vez! Siempre falta uno u otro, ya lo sabes.
—Necesitamos a Paul —dijo con terquedad John. Y el tono de su voz fue conminatorio.
Henry se levantó de la batería.
—¡Vete al diablo, estás insoportable desde hace una semana!
—Yo me iré al diablo, pero tú tendrás que ir a la farmacia de Moore —le desafió John.
—¿A buscarte una aspirina?
—A comprar algo para que deje de sangrarte la nariz.
Henry dio un paso hacia él y fue Thomas el que se interpuso entre los dos, separándolos.
—Vamos, John, por favor.
—Si no se siente cómodo, que se largue. ¡Éste es mi grupo!
Henry tomó su chaqueta. Thomas dejó caer los brazos, abatido.
—Quédate con «tu grupo» —le dijo el batería desde la puerta—. Esto es una completa mierda.
John hizo un nuevo ademán, pero el disidente ya había cerrado la puerta. Thomas bajó la cabeza, abatido.
—¿Por qué siempre has de estropearlo todo? —protestó.
—¿Estropearlo todo yo? —gritó John. Luego, señaló hacia el lugar por el que se acababa de marchar Henry—. ¡Le doy la oportunidad a ese imbécil! ¿Y qué saco en limpio?
—Paul habrá tenido que hacer algo a última hora.
—Siempre es muy puntual, y si no, habría llamado.
Su compañero le miró de hito en hito, más relajado. Tenía un año más que él y medía casi un metro noventa. Solía ser paciente y reflexivo, un poco lento de reflejos. Ésa era la razón de que nunca entrase a tiempo en los compases. Suplía su falta de habilidad con el bajo derrochando grandes dosis de buena voluntad. Era lo suficiente, por el momento.
—Henry ha dicho una verdad después de todo.
John se plantó ante él.
—¿Ah, sí?
—Estás insoportable desde hace una semana.
—No es cierto.
—Lo es y lo sabes. ¿Es por lo de tu cumpleaños?
—No.
—Tu madre no vino, y apareció hace una semana, pero sólo un par de horas, el día que no viniste tú al ensayo.
—He dicho que no. Oye, ¿estás jugando a psicólogos?
Thomas respiró hondamente.
—No tienes por qué enfadarte conmigo. Te lo digo por que yo también sé lo que es eso. Desde que mi padre y mi madre se divorciaron, ella se casó con el otro y tuvo las gemelas, ya no la veo apenas. De todas formas, pienso que es su vida, ¿no?
John dejó escapar la furia retenida en su sangre.
—Mi tía dice que todo es culpa de la guerra.
—¡Oh, sí! —dijo Thomas, en tono sarcástico—. Ésa es la excusa.
—Nosotros seremos distintos; hemos aprendido la lección.
Suavemente, avanzando entre el silencio, oyeron unos pasos ahogados, discretos y, al mismo tiempo, rápidos y nerviosos. Tía Mimi se asomó a la puerta. Se extrañó al no oír ningún ruido. Se quedó un poco embobada.
—¿Qué pasa, tía?
La buena mujer recordó el motivo de su presencia allí.
—¡Oh, sí! —reaccionó—. Es ese amigo tuyo, Paul Ma… Maca…
—McCartney —la ayudó John.
—Bueno, da igual; está al teléfono. Dice que te pongas.
Siguió los pasos de su tía. Antes de salir, Thomas dijo:
—¿Lo ves, amasijo de nervios?
Llegó a la casa antes que ella y se precipitó al teléfono. Henry se había largado. Otro problema. La hoja del calendario marcaba el miércoles 31 de octubre. Un día que era mejor olvidar. Hablar con Paul solía serenarle. Él era de otra pasta.
—¿Paul? —preguntó—. ¿Qué diablos te ha pasado?
Por el auricular recibió una oleada de silencio.
—Paul, ¿estás ahí?
—John…
Era una voz débil, dolorida y vacía. Parecía llegar de un mundo muy lejano. Quien hablaba era un ser destrozado.
—¿Qué te pasa?
La respuesta tardó unos segundos. Pero cuando llegó a John, lo hizo con la fuerza de un terremoto devastador.
—Es… mi madre —dijo Paul McCartney—. Ha… ha muerto hoy.