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El viaje de la reina Goto
El camino de regreso hacia el norte se hizo rápido en extremo, sin las paradas y dilaciones de la ida a Córdoba. Radamiro envió uno de sus veloces correos y nos apremió, porque estaba impaciente y quería saber cuanto antes lo que había manifestado el califa y los términos precisos del pacto que ofreció en la recepción de Medina Azahara. Debíamos llegar pues a la Gallaecia antes de que los legados de al-Ándalus emprendieran su retorno. Y nuestro viaje, no obstante el cansancio por la premura, fue dichoso, esperanzado; nuestros embajadores parecían volver plenamente satisfechos y despreocupados. Todos menos yo, por los motivos que a continuación referiré.
Estaban en primer lugar felices el ministro Musa aben Rakayis y la dama Didaca. ¿Cómo no iban a estarlo si ambos habían descubierto el amor? Resultó que don Julián tuvo razón en sus sospechas. Pues el amorío se confirmó y el asunto ya no se pudo disimular más. Claramente, sólo tenían miradas el uno para el otro y el mundo entero parecía haber desaparecido a su alrededor. Con esta circunstancia tan evidente a los ojos de todos, el resto de los viajeros encontraron un terreno abonado para la guasa. Aunque ellos no se daban cuenta, ¡tan arrobados estaban! El ministro parecía otra persona: había dejado atrás su carácter retraído, su circunspección y toda su cordura; cabalgaba ensimismado, con una sonrisa de oreja a oreja y unos ojos embobados pendientes tan sólo de su dama. Y ésta cabalgaba a su vez siempre a unos diez pasos de él, por delante, volviendo el rostro a cada momento para dirigirle a su amado delicadas sonrisas y miradas centelleantes.
El obispo de Palencia, por su parte, disfrutaba maliciosamente por haberse salido con la suya al descubrir aquella debilidad tan humana en su rival, y no desaprovechaba ninguna ocasión haciendo chistes y chanzas a costa de los tortolitos, para de esta manera acabar de socavar la autoridad de Musa.
Esto propició que yo, que sufría por ver que ellos no se percataban, me decidiera a intervenir, temiendo a la vez que el chismorreo pudiera llegar a León antes que nosotros y estropear el prestigio de la embajada con un asunto que, a fin de cuentas, era tan menor y natural.
Así que, en unos llanos donde el camino discurría cómodamente recto, me puse al lado de Didaca y le hablé con franqueza. Ella se asustó mucho al principio, palideció y se quedó muda. Luego se echó a llorar y acabó reconociéndolo. Le dije:
—¿Y qué hay de malo en ello? ¿Por qué ocultarlo? Eres una mujer viuda, todavía joven. ¿Acaso eres la única en el mundo que encuentra la posibilidad de contraer segundas nupcias?
—Él no quiere hacerlo público —contestó compungida—. El ministro teme que lo nuestro estropee el éxito que ha conseguido en esta misión.
—Entonces, ¿no quiere casarse?
—Sí. Pero esperaremos a llegar a León. Musa quiere antes de nada presentarse al rey y rendirle cuentas de la embajada. Dómina, ¡no sabes qué feliz se siente! Ese pacto que ha logrado con el califa asegurará una paz indefinida en las fronteras. ¿Te das cuenta? Los reinos cristianos podrán prosperar al fin, sin que cada primavera y cada verano aparezca la amenaza de los mauros. ¡Nunca se ha conseguido un éxito semejante! Y todo… todo eso gracias a él…
Dijo esto último con mirada soñadora, completamente embelesada, como suele sucederle a quienes están enamorados y no ven más allá de la persona amada.
Yo sonreí compresiva, y repuse:
—Bueno, Didaca. En esta misión han intervenido muchas personas. Y no se puede olvidar a todos aquellos que lucharon en Simancas y vencieron en el barranco. Digamos mejor que el éxito ha sido de todos.
Se puso seria de repente, me miró con suspicacia y replicó:
—Sí, sí, sí…, dómina. Pero ahí tienes al obispo don Julián; si se le hubiera dejado, lo habría echado todo a perder…
Volví la mirada hacia atrás, temiendo que alguien pudiera estar escuchando y, viendo que nos seguían de lejos, le contesté conciliadora:
—No vamos a discutir tú y yo ahora por eso. ¡Bastante se ha discutido ya en este viaje! Sólo quiero decirte una cosa: todos los miembros de la embajada son muy conscientes de lo vuestro… Seguir ocultándolo es un error. ¿Qué hay de malo en que un hombre y una mujer se amen siendo libres? La gente es muy comprensiva con esas cosas…
Hizo un mohín de disgusto y respondió:
—Él tiene pudor… ¡Es superior a sus fuerzas! Hablad vos con él…
—¿Me das pues permiso?
—Sí, naturalmente. Me haréis un gran favor… Convenced vos al ministro. Dios os lo pagará.
Hablé con Musa aben Rakayis esa misma tarde. Como era de esperar, me costó mucho abordar la cuestión, por su carácter reservado y su vergüenza. Pero acabó comprendiendo que negar la evidencia suponía un error.
Y por la noche, en torno al fuego donde se compartió la cena, anunció que tenía previsto solicitar a nuestra llegada el permiso del rey para contraer nupcias con la dama Didaca. Hubo albórbolas y brindis, sobre todo porque el enamorado pagó las viandas y todo el vino que se bebió. En medio de la dicha por el éxito de la embajada, cualquier motivo era bueno para hacer una fiesta.
Por la mañana me tocó hablar con el conde Fruela Gutiérrez. También él se sentía dichoso, por los mismos motivos que los demás, y porque llevaba consigo media docena de halcones sacres que había adquirido en Córdoba, donde se pueden encontrar, según es sabido por quienes entienden de eso, las mejores aves de altanería del mundo.
—¡Nunca imaginé que Córdoba iba a gustarme tanto! —me dijo emocionado—. Si no fuera porque es la capital del enemigo… Si no fuera por eso, ¡qué ciudad tan maravillosa!
—Bueno —repuse—. Gracias a Dios, con el pacto que se ha logrado, ahora vendrá al fin la paz con todos sus frutos; los sagrados bienes que propicia… ¿Verdad que aquella Córdoba, antes feroz y distante, ahora no la vemos tan lejana?
—Claro que no, dómina. Nuestro rey estará contento. En Simancas se ganó lo que nunca antes pudo siquiera soñarse.
—¡Bendita sea la paz! —exclamé—. Las mujeres lo celebrarán más que nadie, por tener por fin a su lado a sus padres, esposos, hermanos e hijos… ¡Alabado sea Dios!
Me miró guiñando un ojo, y replicó con ironía:
—¡Qué aburrimiento! ¿Y qué haremos los caballeros ahora, todo el día en casa, mano sobre mano, a merced de las mujeres…?
—¡No digáis eso ni en broma! —rugí.
Prosiguió el camino, por aquellos paisajes tan hermosos, siguiendo la vieja vía romana que servía de calzada a tantos peregrinos y cruzaba los montes, más allá de la Tierra de Nadie. Íbamos deprisa. Hasta los lacayos montaban en buenos caballos árabes, regalo del rey agareno; resistentes monturas que debían llevarnos velozmente a nuestro destino. En las alforjas colmadas de las mulas y en los carros llevaban los viajeros toda suerte de rico género: paños, plata, gemas, cerámica fina, especias, incienso… Porque era verdad aquello que decían de Córdoba: que en ella se hallaba el postrimero de los mercados del Oriente, el más lejano, el que reunía los mejores productos del mundo.
Subimos por eso al paso, fatigosamente, las cuestas que escalaban las sierras. El estío vestía los altos de bellos tonos y en el cielo azul aparecían nubes blancas como el mármol. Pronto empezó a correr el céfiro serrano que refrescaba la cara y anunciaba la proximidad del norte, mientras se divisaba abajo en la distancia un espacio inmenso de bosques, loma tras loma, monte tras monte.
Cuando tomamos la vía militar empedrada, supimos que León estaba ya cerca. Entonces el obispo de Palencia se adelantó hasta donde yo cabalga y se puso con su yegua ágil a mi lado.
—Dómina —dijo—. El camino se acaba y nuestra misión concluye. Hay que dar muchas gracias a Dios, ¿no os parece?
—Sí, muchas, muchas gracias sean dadas —contesté con prudencia—. Todo ha salido muy bien.
—Demasiado bien para lo que se esperaba —observó—. Hemos logrado que el demonio sarraceno firme la paz; se ha quedado conforme, halagado y muy seguro de que le devolverán sus dichosos libros de herejías mahométicas… Encima nos ha colmado de regalos y atenciones. Y mirad todo lo que llevamos después de haber hecho nuestras buenas compras en los mercados de Córdoba. ¡Menudo negocio!
—Lo mejor de todo es la paz —dije—. Nada puede compararse a eso.
—Sí, claro que sí. Pero vos y yo tenemos, además, un motivo más para sentirnos dichosos y darle gracias a Dios especialmente: ¡las reliquias! ¡Las sagradas reliquias de san Paio! ¡Es maravilloso! Cuando lleguemos por fin a León esta misma tarde, la feliz noticia será como la guinda encima del pastel. La gente de Gallaecia será feliz al poder venerar por fin al santo muchacho, después de tantos largos años de espera…
—Ya se le venera con muchísima devoción en todas partes —repuse—. En realidad, Paio no dejó nunca de estar con nosotros…
—Por supuesto. Pero siempre será mucho mejor mantener toda esa devoción en torno a las reliquias teniéndolas cerca. Ahora el rey, según hizo voto, construirá un gran monasterio donde albergarlas y a buen seguro acudirán miles de peregrinos. En fin, todo como debe ser.
Lo miré y asentí con un movimiento de cabeza, sin decir nada. Entonces él añadió muy seguro de sí:
—Por cierto, dómina, antes de que lleguemos a León yo debo manifestar algo; algo que considero de extrema justicia y que deberá solventarse antes de entrar en la ciudad, para evitar complicaciones…
—Bien —contesté—. ¿De qué se trata?
Él se puso extremadamente serio, se irguió sobre su montura y me temí lo peor, a sabiendas de lo exigente que era.
—Antes de emprender este viaje —dijo—, el rey me prometió que, si conseguíamos las sagradas reliquias, podría yo llevarme alguno de los huesos a Palencia. Estoy construyendo ya la iglesia mayor donde pondré la sede de mi episcopado. Me vendrá muy bien presentarme ante mis fieles con ese regalo… Así que tendremos que abrir la urna y sacar el hueso…
—Hágase todo como manda el rey —asentí, enteramente dispuesta a no porfiar con él.
—Perfecto, no esperaba menos de vos —dijo muy satisfecho—. Debéis comprender que si se abriera la arqueta que contienen las reliquias en León todo el mundo reclamaría una parte… Y no consentirían que yo me llevara mi hueso… ¡Menudo problema!
—Tenéis razón —otorgué—. Antes de entrar, os daré lo que solicitáis.
Dos leguas antes de llegar a León, nos detuvimos según lo acordado en una ermita que había a un lado del camino, donde brotaba una fuente bajo un bosquecillo de tilos. Descabalgamos todos y entramos en la pequeña nave, austera, que estaba en penumbra merced a la única luz que penetraba por un ventanuco abierto en el ábside.
Los rostros estaban transidos de emoción y el silencio y el respeto eran enormes; puestos todos los ojos en la arqueta de plata repujada que fue depositada delante del altar.
A petición mía, se entonó entonces el cántico de Isaías:
Así dice el Señor, creador del cielo
—Él es el único Dios—,
Él modeló la tierra,
la fabricó y la afianzó,
no la creó vacía,
sino que la formó habitable…
Luego, con sumo cuidado para no deteriorar la arqueta, que era muy delicada y hermosa, se fueron sacando uno por uno los clavos que la aseguraban, hasta que pudiera abrirse. Entonces yo me aproximé y levanté la tapa.
Los que se hallaban alrededor no pudieron aguantar más el deseo de ver los huesos santos; don Julián el primero. Así que miraron dentro, e inmediatamente todos los ojos se giraron hacia mí, llenos de perplejidad.
—¡Aquí no hay nada! —exclamó con un vozarrón el obispo de Palencia, encarándose directamente conmigo.
De la misma manera, los demás estuvieron pendientes de mí, desconcertados.
Entonces me acerqué a la arqueta, metí la mano dentro y volví a sacarla con el puño cerrado.
—Acercad la palma de vuestra mano —le pedí a don Julián—, para que os dé lo que os corresponde por derecho.
Él, confundido, alargó la mano mirándome con desconfianza y gravedad.
—Aquí tenéis —le dije, haciendo como si le hiciera entrega de algo—. Aquí os doy esta reliquia: un poco de nada; de esa misma nada que había antes de que Dios creara el mundo… Esa maravillosa nada de donde se creó prodigiosamente cuanto hay: el cielo infinito, el sol, la luna, las estrellas, el día y la noche…, y este mundo inmenso y maravilloso en el que vivimos, nos movemos y existimos. De esta nada invisible hizo el Padre bueno a Adán y Eva; hizo a nuestros antepasados, por generaciones y generaciones; hizo a nuestros amados progenitores que nos dieron el ser…; nos hizo a todos nosotros; os hizo a vos, don Julián… Y, con inmenso amor, de esta nada creó el Dios a nuestro bello y querido Paio… Aquí tenéis pues el origen de todo, en esta nada, en esta inesperada reliquia que tenéis en vuestra mano… ¿Qué más podéis pedir?
El obispo se miró la palma, dio un salto hacia atrás y gritó enfurecido:
—¡Qué suerte de farsa es ésta! ¿Me tomáis por idiota? ¿Habéis urdido toda esta fantasía engañosa para quedaros con las reliquias?
—No —negué—. ¡Nada de eso! Las reliquias están donde deben estar, en su sitio, en Córdoba.
Todos me miraron, aturdidos, y con sus ojos me exhortaron a que diera una explicación.
—Soy muy consciente de lo que he hecho —añadí—. Pero debéis comprender que no podía obrar de otra manera sin causar un mal mayor… Si se hubiera violentado a la fuerza aquel túmulo donde Paio reposa desde su martirio, nuestros hermanos cristianos de Córdoba habrían sufrido un gran dolor; nunca lo hubieran aceptado ni entendido… ¿No os dais cuenta?
—Pero… —repuso el conde Fruela—. El califa dijo que…
—¡Sí, el califa lo dijo! —Le salí al paso—. ¿Y qué? ¿Acaso debiera ser finalmente el califa quién decidiera lo que debía o no hacerse con los restos del muchacho? ¡Cuando fue él y sólo él quien lo asesinó cruelmente…! ¡Por Dios, razonad! ¡Hice lo que debía hacer!
Don Julián entonces se encaró conmigo, lleno de ira, gritando:
—¡El rey os pedirá cuentas! ¡Dios os pedirá cuentas!
Dicho esto, salió de la ermita, montó en su yegua y se marchó seguido de su gente, sin despedirse.
Nunca más volvió don Julián a dirigirme la palabra desde entonces, hasta el día de hoy, que sigue rencoroso sin hablarme.
Venerable Gemondo, muy querido hermano mío en el Señor, ya expresé mis sentimientos cuando tú y yo hablamos al termino de mi viaje y fui a verte a San Pedro de Rocas. Te conté todo esto que ahora escribo, cuando todavía, por la proximidad de los hechos, no sabía yo si había obrado bien o mal. Llovía ese día pausadamente y el pequeño monasterio tenía un aura especial, húmeda y encantadora, como siempre… Y tú te reíste entonces, porque te hizo mucha gracia lo que te referí acerca de aquella nada que le entregué a don Julián. Pero luego, más serio y con esa serenidad tan tuya, hablaste con palabras semejantes a éstas:
«Obraste sabiamente, hermana mía, y debes sentirlo así, porque lo que hiciste brotó directamente de tu conciencia. Creo que Dios mismo te dictó al corazón la solución de todo aquel embrollo. Porque en tu forma de actuar, más que otra cosa, veo humildad… Y toda humildad viene de Dios. Ya que, aunque esta rara virtud a veces se disfraza como pobreza o incluso indigencia, es algo mucho más profundo. La palabra “humildad” viene de la raíz latina humilis, que a su vez deriva de humus, que significa sencillamente “tierra”. ¿Te das cuenta? “Humilde” quiere decir “inclinado a la tierra”; es decir, reconocer que todo, absolutamente todo, cuanto somos y tenemos, lo que amamos y el amor que recibimos, ¡todo!, viene de la tierra y a ella vuelve… Entonces, ¿qué más da aquí o allá, este sitio o el otro? Todo está lejos y, al mismo tiempo, próximo a nosotros… La tierra es tierra y nada más; espacio entre el presente y la eternidad… De la tierra venimos y a ella retornamos… Hiciste muy bien en recordarle al presuntuoso y fanático don Julián aquello de donde todo procede y a donde todo vuelve…
»¡Líbrenos Dios de toda soberbia y fanatismo!; de la falsa religión que se impone a los demás por la fuerza; de los llamados “piadosos”, que basan su fe en rígidos e insoportables principios y obligaciones para perpetuar su poder, para retener bajo sus pies a los sencillos… Así nacen tantas guerras y conflictos, ya sea amparándose en la religión o en las inestables ideas de los hombres…
»Cuando no somos más que eso: nada. Pero qué difícil resulta ser verdaderamente humildes… Dios es el único que puede enseñarnos, hablándonos en su silencio, en su preciosa nada, directamente al corazón… Porque Él es el único que puede mostrarnos nuestras propias debilidades y maldades; nuestra incapacidad ante situaciones difíciles y peligrosas; nuestros errores y fracasos…
»Y sólo seremos medianamente humildes, bien lo sabes tú, hermana mía, cuando seamos capaces de reconocer con sinceridad que nada, absolutamente nada, tenemos por nosotros mismos, ni por herencia, ni por sabiduría, ni por regalo, ni por experiencia, ni siquiera por puro amor… Vivamos pues felices, como seres agradecidos y siempre en deuda…».