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El viaje de la reina Goto
Sabes tan bien como yo, venerable Gemondo, cómo es la primavera en Tuy: nubosa y pesada. Todo está húmedo: los arbustos, los troncos moteados de los árboles, la hierba, las piedras, las rejas… Recuerdo aquel aire sin viento, cálido, con un débil sabor a humo, y la vaga efigie del monte Aloia, hacia el cual miraban nuestros ojos cuando se iba aproximando el verano y temíamos que vinieran los mauros desde el sur o los normandos por las costas del poniente, y en ese caso no había más refugio que las alturas de las sierras. Con frecuencia, si todo estaba en calma, navegábamos por el río Miño hasta su desembocadura, que ya no era tan gris, como en invierno, sino glauco, al pie de las vertiginosas pendientes, donde se mezclan las aguas dulces con las del mar, ahogada su sal por la lluvia, entre olas perezosas que rompen en fragante espuma. Aquella primavera de Tuy, nubosa y pesada, guardaba su propio encanto: en la somnolencia húmeda de su Cuaresma, en la emoción de los sagrados ritos de la Pasión del Señor, en la maravilla de la Pascua. ¡Qué feliz fui allí! Bien lo sabes, hermano, porque todos mis recuerdos se quedaron aferrados al viejo palacio, a las flores violáceas de las orillas del Miño y a las empinadas callejuelas que me empeñaba en recorrer, dichosa, con la cabeza empapada por aquella lluvia de abril y toda mi piel bañada por la dulce humedad, cálida y hospitalaria.
Entonces yo era joven y todos mis sentidos estaban especialmente receptivos; todo lo asimilaba y lo hacía mío: la paz de la iglesia del castro, las casas de piedra, el bosque envuelto en la bruma, el pulso del mar distante, el fluir lento del río y el brillo de la hiedra mojada trepando por las murallas. Mi memoria revive cuando retornan aquellas imágenes y hasta me parece que vuelvo a escuchar cantar a los pájaros en las arboledas. Era muy feliz, ciertamente, reinando en medio de aquel mundo pequeño, de aquel reino al que miraba como una niña mira su casita de muñecas y teme que alguna pieza se rompa o se extravíe.
La corte de Tuy era menguada, apenas dos familias nobles nos servían y nos acompañaban en el transcurso de una vida tranquila, en cierto modo monótona y sin sobresaltos. Bien es verdad que se contaban cosas terribles del pasado: ataques sarracenos, oleadas de normandos y pendencias entre algunos condes díscolos. Pero apenas hubo necesidad de correr a buscar refugio en el monte Aloia un par de veces durante aquellos años. Mi esposo solía decir que éramos muy afortunados y que debíamos dar gracias a Dios constantemente por haber conocido una época tan pacífica y por tener el cariño de unos súbditos sencillos y poco exigentes.
Pero, como todo no se puede tener en este mundo, nos faltó la descendencia. No se nos dieron unos hijos que hubieran completado aquella dicha y esa carencia empañó nuestra vida en Gallaecia durante los primeros años. Después nos conformamos, llegando a comprender que era la voluntad del Creador. Y también fuimos capaces de consolarnos sintiéndonos de alguna manera padres de las gentes que teníamos encomendadas.
Nuestros más fieles servidores eran por entonces el matrimonio formado por Arias Menéndez y Aldara Eriz, con sus siete hijos. Ya habitaban en el palacio cuando mi esposo fue coronado y, como él era así de generoso, no le pareció bien desaposentarlos. Así que se quedaron y vivimos todos en familia desde nuestra llegada a Tuy. Si hubiéramos tenido nuestros propios hijos, tal vez habrían surgido problemas; pero no siendo el caso, acabó resultando una experiencia maravillosa.
A nosotros, al rey y a mí, nos encantaba tener la casa llena. Con frecuencia hacíamos fiestas, sobre todo en otoño, cuando las tardes empezaban a ser más cortas. El humo de las carnes que se guisaban en los calderos y el vapor de los pulpos cocidos ascendían por las chimeneas e iba a mezclarse con el cielo gris y la persistente lluvia. Afuera todo parecía volverse lechoso y pesado cuando el día iba avanzando; pero el viejo palacio, a pesar de ser tan grande y destartalado, bullía de gozo entre conversaciones y música. Aquí y allí el pasado y el presente se entrelazaban, porque se contaban las historias de siempre y se cantaban las canciones de toda la vida. En la parte alta había un salón tosco, con una chimenea enorme, donde ardían gruesos troncos de haya. Todo aquello hubiera sido solitario y seguramente triste si no fuera por la presencia alegre de los siete hijos de Arias y Aldara. Pero, como resultaba que éstos todavía eran jóvenes, todavía temerarios, hermosos y fértiles, vino el octavo hijo: Paio.
Este último niño ya fue tan nuestro como de sus padres, porque llegó casi por sorpresa, no lo esperaban y no tuvieron inconveniente en compartirlo. Además, el hermano de Aldara, Hermogio, era por entonces obispo de Tuy; y el día que bautizamos al niño dejó asentadas las obligaciones de sus padrinos, que éramos el rey y yo. Debíamos criarlo con el mismo denuedo y cariño que a un hijo de nuestra sangre. Y así lo hicimos. Desde ese momento pasaba mucho tiempo junto al pequeño. Observaba embelesada aquella carita en la que se reconocía la piel pura de la madre y los ojos grandes y azules del padre. Me encantaba verlo mamar, agarrado con fruición al pecho de la nodriza y después sonreír satisfecho, hasta dormirse en mis brazos.
Queríamos mucho a Paio tanto el rey Sancho como yo, y a punto estuvimos de convertirlo en un niño inquieto, egoísta y desobediente. Si no fuera porque su tío el obispo estuvo muy atento, habríamos hecho de él un verdadero diablillo. Se paseaba por el palacio sabiendo que nadie le regañaría, aunque rompiera cosas, arrancara las plantas del jardín o prendiera fuego en cualquier parte. Y así creció, haciendo lo que le daba la gana hasta que cumplió los ocho años; hasta que Hermogio se percató de que era llegado el momento crítico en el que decidir hacer algo o dejar correr más el tiempo y tener que lamentar luego haber criado una fiera. Entonces nos hizo comprender a todos que debíamos permitir que el niño fuera llevado al monasterio para iniciar sus enseñanzas.
Aquello fue para mí doloroso, porque había desarrollado un sentido maternal fuerte y profundo. Paio fue como un don del cielo para una mujer como yo, que ya no podía esperar amar a una criatura, y era difícil asimilar que el tiempo había pasado y que ya todo debía seguir su propio camino, sin aferrarse, sin poseer, sin revelarse…
Recuerdo que, como despedida, le hice un manto de nutria y le encargué una pequeña corona. Después lo senté en el trono, ¡qué disparate!, todo delante de los otros niños. Pero yo estaba un poco loca, a causa de la mezcla del amor y la pena. Y recordando una antigua melodía de mi infancia, le cantaba:
Éste, éste es nuestro pequeño rey, el rey de la casa;
que Dios nos lo conserve para siempre…
Entonces, como otras veces me había pasado a lo largo de mi vida, un pensamiento oscureció toda mi alegría, como una nube del cielo de primavera, porque aquellas últimas palabras de la canción resonaban muy dentro de mi alma: «para siempre».
Ya sabes, venerable Gemondo, todo lo que sucedió después. Como antes, como en los tiempos antiguos, retornó la guerra y traía las fauces muy abiertas, con deseo de devorarlo todo: tanto los bienes como la dicha de las gentes. Partieron a la hueste los reyes, los caballeros, los obispos; los hombres parecían encantados devolviéndole el brillo a las armas herrumbrosas. Una euforia grande, como una locura, se apoderó de todos: jóvenes y viejos. Hasta los niños querían ser llevados a toda costa para ver, aunque fuera de lejos, el sucio y polvoriento fragor, al cual llaman insensatamente «gloria» y «grandeza».
Marchó mi esposo el rey en aquella campaña, marcharon el obispo Hermogio, Arias y todos sus hijos varones; partiste tú, hermano Gemondo, cuando todavía ardía dentro de ti el fuego del siglo…
Vencieron los mauros en Valdejunquera y regresasteis los que habíais sobrevivido al desastre, agotados y heridos en los cuerpos y en las honras. Se perdieron muchas vidas de cristianos en aquella batalla y muchos fueron hechos cautivos y arrastrados hasta Córdoba. Entre ellos, el obispo de Tuy y el obispo de Talamanca. Y nuestro pequeño Paio, que había ido con su tío Hermogio, también fue apresado. Después, como siempre, se sucedieron las largas negociaciones, los viajes de los rescatadores de cautivos, los pagos abusivos y el consiguiente rescate de algunos, aunque no todos. Regresó el obispo, pero el niño se quedó allí, en Córdoba, sin que supiéramos el verdadero motivo. Sólo nos dijeron que el obispo estaba muy enfermo y que era condición necesaria para su libertad que el muchacho se quedase como rehén, esperando el segundo pago. Pero pasó el tiempo, retornaron las guerras y no se pudo ir.
Una tarde de mayo, tan esperada como fatídica, llegó a Tuy un comerciante que traía la horrible noticia: en Córdoba todos sabían que Paio había muerto.
Enloquecimos de dolor en el viejo palacio. Y Hermogio ya no volvió a ser el mismo; abandonó su sede y las cosas del mundo e ingresó como simple monje en el monasterio de Santo Estevo de Ribas de Sil.