30

Córdoba, Medina Azahara, marzo del año 940

Era una mañana de primavera, nítida, con un sol taimado e intenso que matizaba el verde de los jardines. En el edificio de la cancillería de Zahara que se alzaba frente a la puerta norte, en la sala principal, estaban reunidos el gran cadí y el hayib de Córdoba. El primero de ellos permanecía sentado, con las piernas cruzadas en un diván, mientras que el segundo se hallaba de pie, al lado de la celosía, observando la entrada y lo que sucedía en la pequeña explanada que se extendía entre la garita de los guardias y el palacio. Con un movimiento de cabeza, que revelaba fastidio, éste se quejó:

—Qué raro… Parece que tarda…

—Todavía es temprano —repuso Najda.

Los grandes y azules ojos del hayib Badr seguían clavados con extrañeza en lo que podía verse a través de la celosía. Los proveedores entraban con sus pequeños asnos cargados con alforjas llenas de verduras, vasijas de barro, sacos de harina, piezas de carne, aves… Allí estaban también esperando su turno los cocineros, jardineros, albañiles, carpinteros, ceramistas, azulejeros, pulidores… Todos se saludaban y se comunicaban entre sí únicamente con gestos. Y procuraban permanecer en silencio mientras uno de los chambelanes distribuía las tareas. Nadie se salía del orden impuesto. Hasta que entró un lechero que parecía inexperto y no pudo evitar que se le encabritara el asno. Los cántaros cayeron al empedrado rompiéndose y la leche se derramó salpicando a todo el mundo. El chambelán se enojó, gesticuló, pataleó e hizo señas a los guardias para que expulsaran a aquel proveedor inútil. Rápidamente acudió un regimiento de esclavos que fregaron el suelo y todo retornó a la calma inicial.

Badr y Najda se entretenían observando estos movimientos propios de las mañanas de Zahara, mitigando de esta manera su impaciencia y el deseo de encontrarse cuanto antes con el hombre cuya espera les mantenía allí, a hora tan temprana, a pesar de las muchas ocupaciones que ambos tenían en virtud de sus importantes cargos. Porque el hombre con quien debían hablar sin mayor dilación ese día también era importante: el judío Baruj, mensajero personal del rey Radamiro, quien era considerado príncipe tanto por los hebreos de León como por los de Córdoba, por ser talentoso, hábil negociador, conocedor de lenguas y dueño de una gran fortuna que le permitía organizar caravanas y armar escoltas para custodiarlas en sus frecuentes desplazamientos entre el norte y el sur. Viajes en los que, además de hacer negocios, portaba las misivas de los gobernantes de uno y otro lado.

Estando pendientes de lo que sucedía abajo en la puerta, el hayib Badr observó revuelo de guardias y oficiales. Suponiendo que el momento esperado había llegado, le dijo a Najda:

—Ya está ahí.

El gran cadí se levantó del diván y se puso a su lado en la celosía. Ambos vieron entrar a tres hombres con lujosos atavíos que intercambiaban saludos con los chambelanes y que, con gravedad y cortesía, les hacían entrega de algunos presentes.

El hayib esbozó una sonrisa de satisfacción y dijo con entusiasmo:

—De momento parece que traen buenos propósitos. Aunque siempre es bueno considerar lo listo que es este endiablado Baruj… No debemos dejarnos ganar demasiado pronto por sus zalamerías. Le haremos esperar un buen rato para que no piense que estábamos pendientes de su llegada.

—Muy bien —asintió Najda—, que espere y, mientras tanto, que se asombre contemplando Zahara. Así tendrá con qué excitar la envidia del puerco Radamiro a su regreso a Gallaecia.

De acuerdo con lo dicho, se sentaron el uno frente al otro y sonrieron sin añadir nada más ante estas últimas palabras. Hasta que, pasado un instante, entró uno de los mayordomos y les anunció:

—Los judíos enviados por el rey de Gallaecia ya están aquí.

El hayib respondió, aparentando indiferencia:

—Que sus criados lleven a abrevar las bestias y que el séquito descanse.

El mayordomo puso en él una mirada llena de suspicacia y preguntó:

—¿Debo pues hacerles esperar?

—No hay prisa —añadió Badr, acariciándose la barba.

Pasado el tiempo que estimó oportuno para cumplir lo mandado, el chambelán regresó:

—¿Hago pasar ya a los judíos?

Badr y Najda se miraron, sonrieron con aire de complicidad, y el primero de ellos respondió una vez más:

—No hay prisa.

Después de un largo rato, volvió el mayordomo:

—¿Ya?

El gran visir se puso de pie sin decir nada y lo mismo hizo el gran cadí. Ambos descendieron hasta el recibidor y el mayordomo entendió que debía conducir allí a los mensajeros.

Baruj no tardó en llegar, radiante, aun siendo un hombre pequeño, cetrino, de larga nariz y acento judío. Venía seguido por sus dos acompañantes: uno alto, cargado de hombros y larga barba enmarañada, y el otro muy grueso, de rostro colorado y sonrisa bobalicona. Los tres se inclinaron ceremoniosamente y luego depositaron dos arquetas de plata en el suelo.

—Aquí traemos doscientas monedas de oro, cien en cada cofre, acuñadas por los reyes de la Gallaecia —explicó Baruj con alegría—. Altísimos señores, ministros del poderosísimo Comendador de los Creyentes, ¡nos sentimos felices por estar en Córdoba una vez más! ¡Córdoba es reflejo del paraíso!

El rostro del gran visir se iluminó durante un instante, acogiendo aquella demostración de cortesía, pero enseguida se tornó grave para contestar:

—Se acepta el tributo y se acoge la manifestación de buena voluntad.

Baruj se rio, señalando las arquetas, y repuso cordial:

—Si lo tomáis como tributo estáis en vuestro derecho, pero las doscientas monedas de oro son un obsequio, una prueba de esa buena voluntad que, sin embargo, habéis aceptado.

Parecía que el hayib se disponía a replicar con cierto enojo a esta respuesta, pero se contuvo y, simplemente, les hizo un gesto a los chambelanes para que retirasen de allí las arquetas. Entonces el judío, muy sonriente, sentenció:

—El Eterno premia siempre la prudencia y el buen arte de tomar sabias decisiones, sin el consejo de la torpe soberbia y los engaños del orgullo.

El gran cadí Najda lo examinó con ojos penetrantes, luego soltó una sonora carcajada y le espetó:

—¡Allah premiará a la leona hebrea que te parió, viejo zorro!

Baruj le respondió, guiñándole un ojo:

—A buen seguro que la premiará, gran cadí, tanto como a ti la fidelidad y el amor que profesas al elevadísimo califa Abderramán al Nasir.

—Bien, pasemos al salón —propuso el hayib—, que es mucho lo que hay que tratar.

Entraron los cinco y se sentaron en los divanes, en torno a una pequeña mesa donde un criado sirvió sirope de moras y almendras fritas. Aunque era pleno día y el sol lucía afuera dejando que sus rayos penetrasen a través de la celosía, del techo colgaba un gran fanal con multitud de llamas encendidas y refulgentes espejuelos.

En silencio, se oía el roer de las almendras en las bocas, mezclándose con los sorbos del líquido caliente. Hasta que el judío fue el primero en hablar preguntando:

—Y bien, ministros, el altísimo califa, ¿cómo se encuentra vuestro señor Abderramán al Nasir?

Badr y Najda se miraron. Era una pregunta esperada e incómoda, y no quisieron interpretar en ella ninguna alusión velada al disgusto por la derrota de Simancas. El hayib tomó la palabra y respondió con unas frases hechas para salir del apuro:

—Al Nasir es resistente e inagotable como los caballos de Arabia, paciente como el desierto y de mirada alta y larga como la de los montes.

Baruj tomó una almendra, la sujetó debidamente entre los dedos y se la acercó a los labios, diciendo con tranquila naturalidad:

—No sabéis cuánto nos alegra saber que nada turba su espíritu. —Se comió la almendra y añadió masticando—: ¡El Eterno le ampare!

El gran cadí Najda frunció el ceño y, poniendo en él una mirada dura, preguntó:

—¿Por qué dices eso?

El judío masticaba la almendra sin ponerse en guardia, a pesar de aquella mirada, y respondió:

—Por nada, por nada… La paz en el corazón del califa de Córdoba se estima en Gallaecia tanto como el sol del verano; porque esa paz hace madurar buenos frutos…

—Nos alegra mucho oír eso —dijo Badr con un tono alegre y triunfante—. Y nos satisface saber que teméis ofender a nuestro califa enturbiando esa paz.

Se hizo un breve silencio, en el que todos estuvieron rumiando estas palabras. Luego, con aire más severo, el hayib añadió:

—Lo que hace falta es que el rey de Gallaecia medite, sopese en la balanza de su prudencia el valor de esa paz y obre en consecuencia.

El judío suspiró hondamente y observó:

—El serenísimo rey Radamiro no desea en modo alguno ofender al califa de Córdoba.

—¡Allah te oiga! —exclamó el gran cadí.

Retornó el silencio a la reunión. Todos se lanzaban miradas interpelantes, a veces furtivas, y trataban de leerse el pensamiento y de detectar la sinceridad en la conversación que se iba desenvolviendo cada vez con mayor soltura. Podría decirse que esperaban con ansiedad un cierto entendimiento, no obstante la dificultad de la negociación. Porque no era la primera vez que se reunían; no eran desconocidos cuyos rostros se enfrentaban por primera vez. Ya tuvieron la ocasión de encontrarse cuatro años antes, casi por las mismas fechas y en aquel mismo salón, cuando se intercambiaron cartas y embajadores entre Córdoba y León intentándose por primera vez un acuerdo amistoso entre ambos reinos. En los tres años siguientes, y hasta los últimos momentos que precedieron a la pasada guerra, Baruj y sus ayudantes hicieron repetidas veces el viaje a Córdoba portando las insistentes peticiones de paz de Radamiro; las cuales unas veces aceptó Abderramán y otras no. Hasta que definitivamente se rompieron las negociaciones y el curso de los acontecimientos acabó enfrentando a los ejércitos en Simancas.

Nuevamente rompió el hielo el mensajero judío y dijo, con una voz tenue y clara, aparentemente llena de cortesía y humildad:

—Mi señor el rey Radamiro no quiere perjudicar al Comendador de los Creyentes en Allah. ¡Oh, líbrele el Eterno de hacer tal cosa! Así lo siente, debéis creernos…

Badr y Najda se inclinaron a la vez en sus asientos, examinándole con miradas aceradas, como si indagasen profundamente cuánto de verdad y franqueza había en esas palabras…

—Sí, señores —prosiguió sin vacilar Baruj—. Y no quiere el rey de Gallaecia tener en su poder nada que pertenezca al califa y cuya carencia pueda entristecer su alma.

Los ojos del gran cadí brillaron con un repentino interés, que lo desviaron de la prudencia requerida, y preguntó con preocupación y ansiedad:

—¿Qué ha sido del sagrado Corán de Al Nasir?

El judío dio un sorbo de sirope, mirando por encima del borde del vaso de plata, y luego respondió calmadamente:

—Se halla en perfecto estado de conservación. El califa no tiene por qué preocuparse. El Corán es respetado y custodiado por orden del rey Radamiro. Nadie osará poner la mano encima de los libros sagrados del califa.

—¡Allah te oiga! —volvió a exclamar el gran cadí.

—No debéis temer por el Corán —prosiguió Baruj—. Como tampoco por los demás efectos personales de Abderramán: su pabellón, su estandarte, su cota de malla… Todo ha sido tratado con el respeto que merece. También el gobernador de Zaragoza, Al Tuyibí, y los demás magnates que fueron hechos cautivos conservan sus vidas y su salud. Nadie ha osado hacerles el mínimo daño a pesar de que se supo en León que unos desalmados muslimes de la marca asesinaron a doscientos monjes en Coca…

Najda movió furioso la cabeza, diciendo:

—¡Estaría bueno! Esos monjes eran guerreros que soliviantaban a las gentes de la frontera; no eran pacíficos hombres de Dios…

Ante esta réplica, Baruj sonrió y dijo calmadamente:

—No te enojes, gran cadí. Al decir eso no quería ofender, sino únicamente haceros ver que Radamiro está inclinado a la negociación…

Najda empezó a atusarse la espesa barba con gesto nervioso y, de repente, se levantó preguntando:

—¿Qué pide el rey de Gallaecia? ¿Qué quiere a cambio del sagrado Corán, de los prisioneros y de las demás cosas robadas?

Baruj bajó la mirada, bebió otro sorbo de sirope y respondió con voz trémula:

—Esas cosas no fueron robadas…

—¡Di de una vez lo que Radamiro pide a cambio! —insistió el gran cadí.

—Nada, en principio… —contestó Baruj.

—¿Nada? —preguntaron al unísono Najda y Badr.

—Precisemos la cuestión —explicó el judío—. El rey Radamiro sólo pide que, en principio, se haga un intercambio de embajadores para iniciar las conversaciones necesarias. Únicamente quiere llegar a un acuerdo que beneficie a todos. Ambos reinos deben enviar sus embajadas. Así no habrá prepotencia por ninguna de las dos partes…

El gran cadí sacudió la mano colérico, mientras chillaba:

—¡Qué osadía! ¿Quién se cree que es ese rey de pastores de cabras?

El hayib, también enojado, pero con cierta mesura, añadió:

—Ése no es el uso seguido hasta ahora. Al rey de Gallaecia le corresponde enviar embajadores primero para suplicar al Comendador de los Creyentes que se les atienda. Radamiro no puede exigir, sino rogar.

Baruj miró con ojos apagados a uno y otro, y pregunto con aire cansado:

—¿Queremos que el Comendador de los Creyentes recupere su preciado Corán?

Najda y Badr se miraron, y en los ojos de ambos asomó la perplejidad.

Baruj entonces, con un tono que insinuaba tener que aceptar la única solución posible, dijo:

—Aquí no se trata de antes o después… Esos embajadores deben partir en la primera luna de primavera. Se trata de conseguir la mutua confianza antes de cualquier negociación.

—¿La mutua confianza? —replicó el gran cadí—. ¿Se puede acaso confiar en el terco Radamiro?

El judío tragó su reseca saliva, apuró el sirope y respondió con aplomo:

—Como prueba de buena voluntad, el rey de Gallaecia enviará con sus embajadores el primero de los siete libros que componen el Corán de Al Nasir.

En los rostros de Najda y Badr brilló la esperanza. Y Baruj, con una voz que se excitaba a medida que crecía en ellos esa esperanza, añadió:

—Esos embajadores que portarán el libro sagrado son hombres de toda confianza. Al frente de la legación vendrá el ministro Musa aben Rakayis, un alto dignatario mozárabe oriundo de Zamora que cuenta con la mayor estima del rey. Con él vendrán a Córdoba importantes magnates de la corte, obispos, condes… Y una reina…

Los ojos del gran cadí y el hayib se abrieron desmesuradamente por la sorpresa y brillaron de inquietud mezclada con desaprobación, como si dudaran de que el judío hablase en serio. Y éste, llevándose la mano al pecho, añadió con una extraña tranquilidad:

—Esa reina es nada menos que la serenísima Goto, viuda del propio hermano del rey de Gallaecia. ¿Qué mayor confianza puede pedir el califa?

El hayib Badr no tuvo más remedio que decir con brevedad, parpadeando confuso:

—¿Una reina de la Gallaecia aquí?

—Así es —asintió Baruj—. Por mucho que pueda sorprenderos, así ha sido dispuesto por Radamiro.

El gran cadí dio una fuerte palmada y exclamó:

—¡Qué estupidez!

Mientras tanto, Badr, que seguía atónito, fijó los ojos muy abiertos en el hebreo y murmuró:

—Todo sea por recuperar el sagrado Corán de Al Nasir.