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Córdoba, octubre del año 939
Isacio, el anciano clérigo que se ocupaba de la iglesia de San Cipriano, impartía clases cada mañana a un grupo reducido de alumnos en su casa. La escuela estaba en el piso alto, en una sala cuadrada sin tabiques que abarcaba todo el espacio superior de la vivienda. Una gran mesa rectangular ocupaba el centro y en torno a ella sentábanse siete mozos, tres a cada lado y uno en el extremo, el discípulo más avezado. El maestro se situaba frente a este último, en la cabecera, donde había un atril con una pizarra que todos podían ver, y cada uno de los alumnos tenía una tablilla de cera y un punzón. Las enseñanzas discurrían por las llamadas «tres vías» relativas a la elocuencia, el trivium: gramática, retórica y dialéctica. Al cual seguía el quadrivium, las cuatro ciencias que completaban la enseñanza clásica: aritmética, astronomía, geometría y música. Desde la primera luz del día, la mañana transcurría entre lecciones, lecturas de la Sagrada Escritura o la vida de los santos, con preguntas, respuestas y repeticiones, a fin de memorizar palabras escogidas y adquirir un lenguaje cultivado. En esto, como en las demás disciplinas, el maestro era muy severo y no permitía en ningún momento a sus alumnos utilizar la llamada lingua rustica, que era la empleada ordinariamente en casa, en las calles y mercados. En la escuela sólo se podía hablar y escribir en latín. Si a alguien se le escapaba una sola frase o palabra en la vulgar lengua materna, debía quedarse castigado limpiando la escuela y vaciando los orinales cuando terminaba la jornada y los demás podían marcharse. Aunque estos alumnos, de más de dieciséis años de edad, eran escogidos y raramente se equivocaban; pertenecían ya al estado clerical por haber recibido algún ministerio menor. El maestro Isacio estaba investido de autoridad por el obispo de Córdoba para preparar a los futuros clérigos de la diócesis y todo candidato a beneficiarse de sus sabias enseñanzas ya sabía leer, escribir y cantar antes de llegar a él. En aquella escuela se dedicaba la mayor parte del tiempo a perfeccionar la sintaxis latina, leyendo y copiando principalmente a Prisciano y Donato, entre otros, y más tarde a Virgilio y Salustio. La escritura elegante se adquiría sirviéndose del estilo del libro De inventione de Cicerón y el ejercicio ágil de la lógica tomando a Boecio como guía. Pero no se olvidaba a los padres de la Iglesia, entre los que destacaban Agustín e Isidoro de Sevilla. Especial devoción tenía el maestro a Álvaro Paulo de Córdoba y todo el que pasaba por la escuela debía copiar su Indiculo luminoso, que defendía los valores tradicionales de la fe cristiana frente a las desviaciones relativas a las costumbres y la moral muslímicas, y que era también una vehemente crítica contra los hermanos mozárabes que se veían seducidos por la sensual vida de los seguidores de Mahoma.
Por ser la quinta feria, jueves, las últimas horas de la mañana se dedicaban a la música. Y la lección versaba sobre una de las oraciones del llamado canto eugeniano: el Trisagion. El anciano maestro se hallaba de pie frente a sus alumnos, con aplomo; su deshilachada y descolorida túnica pardusca de diario no le restaba decoro; sus ojos entrecerrados miraban al techo y su expresión manifestaba suma concentración, mientras entonaba el sagrado cántico melodiosamente:
Hágios o Theos,
Hágios Ischyrós,
Hágios Athánatos,
eléison himas.
A cada invocación respondía cantando, desde el otro extremo de la mesa, el alumno mayor de todos:
Hágios Athánatos,
eléison himas.
Y seguidamente los demás coreaban al unísono:
Doxa Patri ke Hyio ke Hágio Pneúmati,
ke nyn ai ke is tus eónas ton eónon. Amin.
Y así, una y otra vez, iban repitiendo el himno, con sus invocaciones y respuestas, armonizándolo, aunando las voces y perfeccionándolo. Un amplio ventanal dejaba penetrar luz suficiente para ver con claridad el antifonario que descansaba sobre el atril, delante del maestro, aunque, de cuando en cuando, también irrumpía en la estancia algún estridente ruido de la calle: la voz de un pregonero, el ladrido de un perro, el martilleo de un taller, una riña entre mujeres… Isacio entonces detenía el canto con un gesto de su mano y esperaba pacientemente a que retornase el silencio necesario.
Aquella mañana de jueves, cuando la lección iba tocando a su fin en torno al mediodía, estalló repentinamente un griterío de chiquillería en el exterior. Las voces alborotadas, llenas de júbilo, se confundían entre risotadas y silbidos; y destacó alguien que exclamaba:
—¡Mirad, mirad lo que le han hecho!
El maestro se asomó a ver qué pasaba y pronto se vio balanceado en la ventana por la oleada de sus alumnos que se acercaron también impulsados por la curiosidad. Abajo en la plazuela, frente a la iglesia de San Cipriano, se iba congregando una muchedumbre de muchachos, mujeres, vendedores ambulantes y artesanos, que rodeaban a alguien en ambiente jocoso. Los gritos y las risas iban aumentando, mientras que algunos grupos se agolpaban delante de la puerta de la iglesia, alrededor de un hombre sucio y atemorizado que se cubría la cabeza con un manto, suplicando:
—¡Dejadme! ¡Dejadme en paz, atajo de mezquinos!
El mayor de los alumnos indicó:
—¡Es Lindopelo!
—¿Lindopelo…? —preguntó el maestro lleno de perplejidad.
—¡Sí, sí, es Lindopelo! ¡Es Lindopelo! —confirmaron los muchachos—. ¡Vamos a ver lo que sucede!
Precipitadamente, los alumnos salieron en tropel y descendieron ruidosamente por los peldaños de madera de la escalera que daba a la calle. El anciano Isacio, con mayor cuidado y lentitud, les siguió y pronto se encontró en medio de la muchedumbre, que, entre insultos y groserías, rodeaba a Lindopelo, el cual se hallaba acurrucado junto a la puerta manteniendo su cabeza escondida bajo el manto.
La gente gritaba con desprecio:
—¡Anda, deja que te veamos! ¡Enséñanos tu pelo! ¡Muéstranos tu preciosa cabellera!
—¡Fuera! ¡Dejadme! —suplicaba él.
Dos mocetones le acosaban y forcejeaban con él intentando descubrirle la cabeza. Hasta que lograron con un fuerte tirón arrebatarle el manto y todo el mundo pudo ver con asombro e hilaridad lo que le sucedía al tintor de Zahara: su cuero cabelludo, que él trataba de cubrirse a toda costa con las manos, estaba completamente calvo.
La muchedumbre estalló en una tormenta de risotadas. En medio de la albórbola, exclamaban:
—¿Dónde está tu pelo? ¡Menudo adefesio! ¿Y ahora que harás así, calvo como un huevo?
Los chiquillos, para mayor escarnio, cogían boñigas de asno y se las arrojaban. Y Lindopelo, hecho un ovillo junto a la puerta, gimoteaba con la cabeza entre los brazos.
Sin poder aguantar más la visión de aquella crueldad, el maestro Isacio se abrió paso entre la gente gritando:
—¡Basta! ¡Basta ya! ¡Dejadlo de una vez!
A duras penas consiguió llegar hasta el tintor, mientras la gente se resistía a renunciar a su brutal diversión. Se plantó el clérigo delante y, alzando el bastón por encima de su cabeza, ordenó como un trueno:
—¡He dicho que basta!
Poco a poco se fue haciendo el silencio y una cierta calma reinó en la plazuela. Resoplando, Isacio clavó una mirada furibunda y cargada de autoridad en la gente. Luego dijo con voz tonante:
—¿Acaso somos gente sin piedad? ¿Somos salvajes? ¿No nos manda Nuestro Señor comportarnos como hermanos? ¿A qué viene pues esta falta de caridad tan grande entre nosotros?
Avergonzados, algunos bajaban las cabezas. Otros en cambio seguían sonrientes y burlones. Luego fueron dispersándose, los unos hacia la calle de los bordadores, los otros hacia el callejón estrecho que conducía a las interioridades del barrio y los demás hacia el mercado, mientras que las mujeres recogían sus cestos y se los ponían sobre las cabezas para retornar a sus casas. Sólo la chiquillería permanecía allí, curiosa, aunque a prudente distancia.
Lindopelo entonces, al verse libre del acoso, se envalentonó y empezó a gritar:
—¡Fieras! ¡El demonio os lleve a todos! ¡Envidiosos! ¡Que eso es lo que sois, unos envidiosos!
El anciano clérigo le dio un manotazo en el hombro y le hizo callar. Luego murmuró en su oído:
—No compliquemos otra vez las cosas…
Pero el tintor, insistiendo, con la brusquedad que brotaba de su rencor, siguió dando voces:
—¡Malnacidos! ¡Atajo de miserables! ¡Perros rabiosos!…
Isacio le volvió a dar un manotazo y le reprendió:
—¡Calla de una vez! ¿O quieres que vuelvan y te den una paliza?
Temeroso, Lindopelo alzó hacia el clérigo una mirada llorosa y gimoteó:
—¡Encima eso, una paliza! ¿No tengo suficiente con lo que me ha pasado? ¡Mira mi cabeza! ¡Ay, mi pelo, mi precioso pelo!…
El maestro le miró compadecido y le preguntó:
—Pero… ¿Se puede saber qué te ha pasado, criatura? ¿Quién te ha hecho eso?
El tintor se cubrió la cabeza con las manos y estuvo llorando en silencio durante un rato, ante la mirada perpleja del clérigo y sus alumnos.
El mayor de éstos, el discípulo más avanzado, se llamaba Asbag aben Nabil; era un joven de diecinueve años, inteligente, de grandes y oscuros ojos, callado y bondadoso. En un susurro propuso:
—Maestro, deberíamos entrar en la iglesia.
El maestro le miró intensamente, pensativo. Luego contestó:
—No. No es sitio adecuado para estas cosas… Vayamos a mi casa.
El joven cogió de la mano a Lindopelo y, con el cuidado de quien teme causar más daño a quien tan lastimado estaba, le dijo:
—Anda, levántate y ven con nosotros.
El tintor alzó unos ojos confusos y enrojecidos. Su aspecto era lamentable: el cráneo mondo con la piel muy blanca, requemado; despojado de su vistosa cabellera, apenas abultaba y las orejas parecían desmedidamente grandes; los ojos, en cambio, insignificantes; la nariz pequeña y la barbilla envuelta en la blanda papada. Como nunca le habían visto desprovisto de su singular pelo, los alumnos le observaban con asombro. Uno de los pequeños dejó escapar una incontenible risita que contagió a los demás.
—¡Cada uno a su casa! —les ordenó Isacio—. Que se quede solamente Asbag.
Sin rechistar, los muchachos se marcharon. Luego el maestro, el mayor de los alumnos y Lindopelo cruzaron la calle y entraron en la casa. En el zaguán se encontraron con Teódula, la hermana del clérigo, alta y delgada como él, que les preguntó con preocupación:
—¿Este hombre quién es?
—Estebanus al Sabbag, el tintor —respondió Isacio.
—¿El tintor? —dijo ella—. ¡Si no parece el mismo! ¿Qué le ha pasado a su pelo?
Fueron todos hasta el final de la casa, a la cocina, donde esperaba como siempre un puchero humeante lleno de caldo de legumbres, y se sentaron en torno a la mesa, mirándose confusos y apurados. La anciana observó:
—Es hora de comer. Echaré un par de puñados de habas más en el puchero.
—Haces bien —dijo Isacio—. Asbag y Estebanus se quedan a comer hoy con nosotros.
Y luego, dirigiéndose a Lindopelo, añadió:
—Mejor será que esperes aquí a que pase la noche, no sea que vuelvan a mortificarte ésos. Y si te parece bien puedes contarnos con tranquilidad lo que te ha sucedido.
El tintor se echó a llorar de nuevo, negando con la cabeza y cubriéndose el rostro con las manos.
—Vamos —le animó Asbag—. Con nosotros puedes desahogarte. Sabes que no nos burlaremos…
—Hoy no puedo contaros nada, hoy no —respondió entre sollozos Lindopelo—. ¡Ha sido horrible! Hoy no puedo hablar de ello… Ya os lo contaré cuando se me vaya pasando el disgusto…