Epílogo

Ahora sólo nos queda por contar lo sucedido en los últimos días del señor de Trotta, días que pasaron casi como sí fuesen solamente uno. El tiempo pasaba a su lado como un gran río, ancho, de idéntico caudal, en monótono murmullo. Las noticias de la guerra y las diversas disposiciones y órdenes extraordinarias de gobernación poco le preocupaban al jefe de distrito. Hacía mucho tiempo ya que debería haberse jubilado. Continuaba prestando servicios porque la guerra así lo exigía. A veces le parecía que estaba viviendo una segunda vida, más pálida, y que la primera y auténtica se le había terminado mucho tiempo antes. Sentía que sus días no le llevaban, como a los demás mortales; camino de la tumba: El jefe de distrito estaba petrificado como si fuera su propio mausoleo, a la orilla de los días que se iban. Jamás el señor de Trotta se había parecido tanto al emperador Francisco José. A veces se atrevía incluso él mismo a compararse con el emperador. Pensaba en la audiencia en el palacio de Schönbrunn y, a la manera de la gente sencilla que habla de desgracias comunes, su pensamiento dijo a Francisco José: «¿Pues qué? ¡Si alguien nos hubiera dicho eso antes! ¡A nosotros, los viejos!».

El señor de Trotta dormía poco. Comía sin fijarse en lo que le ponían delante. Firmaba documentos que no había leído detalladamente. Podía suceder que se presentara por la tarde al café y que el doctor Skowronnek todavía no hubiera llegado. En tal caso, el señor de Trotta cogía cualquier Diario de avisos, que databa de tres días, y volvía a leer lo que ya sabía. Pero si el doctor Skowronnek hablaba de las últimas novedades de la jornada, el jefe de distrito se limitaba a asentir con la cabeza, como indicando que conocía desde hacía largo tiempo esas novedades. Un día recibió una carta. Una tal señora de Taussig, para él totalmente desconocida, que trabajaba como enfermera voluntaria en el manicomio vienés de Steinhof, le comunicaba al señor de Trotta que el conde Chojnicki, quien se hallaba loco desde su regreso del campo de batalla unos meses antes, hablaba con mucha frecuencia del jefe de distrito. En sus confusas palabras, el conde Chojnicki repetía que tenía algo importante que comunicarle al señor de Trotta. La señora de Taussig indicaba que si el jefe de distrito tenía por casualidad la intención de ir a Viena, quizá su visita al enfermo podría contribuir a una inesperada mejoría del estado de ánimo del paciente, como había ocurrido a veces en casos parecidos. El jefe de distrito le pidió su opinión al doctor Skowronnek.

—Todo es posible —dijo Skowronnek—. Si usted puede soportarlo, quiero decir soportarlo fácilmente…

—Yo lo puedo soportar todo —dijo el señor de Trotta.

Decidió ponerse inmediatamente en camino. Quizás el enfermo sabía algo importante sobre el teniente. Quizá tenía que entregar al padre algo que le había dado el hijo. El señor de Trotta se marchó a Viena.

Le condujeron a la sección militar del manicomio. Era en pleno otoño, un día sin brillo; la clínica soportaba la llovizna gris que desde hacía días caía sobre la tierra. El señor de Trotta se sentó en el pasillo de un blanco brillante y contempló a través de la ventana enrejada la reja más densa y suave de la lluvia. Pensaba en la pendiente del terraplén donde había muerto su hijo. «Ahora estará mojándose», pensaba el jefe de distrito, como si el teniente hubiese caído entonces el día anterior y el cadáver estuviera fresco todavía. Lento pasaba el tiempo. El jefe de distrito veía pasar a su lado personas con rostros de locura y horrorosas contorsiones de las extremidades, pero para el jefe de distrito la locura no era nada horroroso, a pesar de que era la primera vez que se encontraba en un manicomio. Únicamente la muerte era algo espantoso. «¡Qué lástima! —pensaba el señor de Trotta—. Si Carl Joseph se hubiese vuelto loco en vez de morir en la guerra, ya me habría preocupado yo de volverle a su sano juicio. Y si no hubiese podido hacerlo habría ido a visitarle cada día. Quizás hubiese retorcido el brazo de manera tan horrorosa como ese teniente que ahora pasa. Pero habría sido su brazo; y también se puede acariciar un brazo por muy deforme que esté. También se pueden contemplar los ojos torcidos. Lo único que importa es que sean los ojos de mi hijo. Dichosos los padres que tienen los hijos locos». Finalmente llegó la señora de Taussig, una enfermera como las demás. El jefe de distrito miró únicamente su uniforme. ¡Qué le importaba su cara! Pero ella sí le miró largo rato.

—¡Yo he conocido a su hijo! —dijo finalmente. Entonces el jefe de distrito alzó su mirada para contemplar el rostro de la mujer. Su rostro denotaba ya la edad; pero todavía seguía siendo hermoso. La cofia de enfermera la rejuvenecía efectivamente, como a todas las mujeres, porque es propio de ellas que la bondad y la compasión las rejuvenezcan. «Es una mujer del gran mundo», pensó el señor de Trotta.

—¿Cuándo conoció usted a mi hijo? —le preguntó.

—Fue antes de la guerra —dijo la señora de Taussig. Cogió al jefe de distrito por el brazo, como estaba acostumbrada a hacerlo con los enfermos, y añadió—: Nos queríamos, Carl Joseph y yo.

—Perdone usted, pero ¿fue por su culpa todo aquel estúpido asunto? —preguntó el jefe de distrito.

—Sí, también fue por mi culpa —dijo la señora de Taussig.

—Vaya, vaya —dijo el jefe de distrito—, también por su culpa. —Apretó ligeramente el brazo de la enfermera y siguió diciendo—: ¡Quisiera que Carl Joseph pudiese todavía enredarse en algún asunto, por culpa de usted!

—¡Vámonos a ver al paciente! —dijo la señora de Taussig, pues se le subían las lágrimas a los ojos y creía que no debía llorar.

Chójnicki se hallaba sentado en una habitación desmantelada, de la que se habían retirado todos los objetos porque a veces se ponía furioso. Estaba sentado en un sillón con las patas empotradas en el suelo. Cuando entró el jefe de distrito se levantó y se dirigió hacia él.

—¡Vete, Wally! —dijo dirigiéndose a la señora de Taussig—. Tenemos algo importante que decirnos. Se quedaron solos. En la puerta había una mirilla. Chojnicki se dirigió a la puerta y, con la espalda, tapó la mirilla.

—¡Bienvenido a mi casa! —dijo al señor de Trotta.

Por enigmáticas razones, al jefe de distrito le parecía que la calva de Chojnicki estaba aún más calva. De los grandes ojos azules, ligeramente saltones del enfermo, parecía surgir un viento helado que soplaba por el rostro demacrado amarillo y a la vez hinchado y por el desierto del cráneo. De vez en cuando, la comisura derecha de Chojnicki se contraía en una convulsión. Parecía querer sonreír con la comisura derecha. Su capacidad de sonreír se había centrado precisamente en la comisura derecha y había abandonado el resto de la boca para siempre.

—Siéntese —le dijo Chojnicki—. Le he hecho venir porque tengo que comunicarle algo muy importante. ¡Pero no se lo diga a nadie! Excepto usted y yo, nadie lo sabe: ¡El viejo se muere!

—¿Cómo lo sabe usted? —preguntó el señor de Trotta.

Chojnicki, que seguía junto a la puerta, levantó el dedo hacia el techo y se lo puso sobre los labios.

—De lo alto —dijo. Después dio media vuelta, abrió la puerta, llamó a la señora de Taussig, que acudió al instante, y le dijo—: ¡Señorita Wally, la audiencia ha terminado!

Hizo una reverencia. El señor de Trotta salió. Marchó por los largos pasillos acompañado por la señora de Taussig. Descendió por los anchos peldaños.

—¡Quizás ha servido de algo! —dijo ella.

El señor de Trotta se despidió y se fue a ver al consejero Stransky. En realidad ni él mismo sabía por qué iba a visitarlo. Iba a ver a Stransky, que se había casado con una Koppelmann. Los Stransky estaban en casa. Al principio no reconocieron al jefe de distrito. Después le saludaron, entre avergonzados y nostálgicos y, al mismo tiempo, con frialdad según le pareció al jefe de distrito. Le dieron café y coñac.

—Carl Joseph —dijo la señora Stransky, née Koppelmann—, cuando salió teniente, vino inmediatamente a visitarnos. ¡Era un buen muchacho!

El jefe de distrito se acariciaba la barba y nada decía. Al rato llegó el hijo de los Stransky. Cojeaba desagradablemente. Cojeaba mucho. «¡Carl Joseph no cojeaba!», pensó el jefe de distrito.

—Parece que el viejo está muriéndose —dijo el consejero Stransky de repente.

Al oír esas palabras, el jefe de distrito se puso de pie inmediatamente y se marchó. Ya sabía él qué el viejo estaba muriéndose. Chojnicki lo había dicho y Chojnicki siempre lo había sabido todo. El jefe de distrito se fue a ver a su amigo Smetana en la cancillería imperial.

—El viejo se muere —le dijo Smetana.

—Quisiera ir a Schönbrunn —dijo el señor de Trotta. Y se fue a Schönbrunn.

La llovizna incesante envolvía el palacio de Schönbrunn como antes el manicomio de Steinhof. El señor de Trotta avanzó por la avenida, la misma avenida por donde había avanzado mucho, muchísimo tiempo antes, cuando iba a la audiencia secreta por asuntos de su hijo. Su hijo estaba muerto. Y el emperador se moría. Por primera vez desde que había recibido la noticia de la muerte de su hijo creía el señor de Trotta que su muerte no había sido casual. «¡El emperador no puede sobrevivir a los Trotta!», pensó el jefe de distrito. ¡No puede sobrevivirles! Ellos le han salvado y él no sobrevive a los Trotta.

Se quedó afuera. Se quedó afuera entre los criados. Un jardinero salió del parque de Schönbrunn; llevaba un delantal verde y la azada en la mano.

—¿Qué hace ahora? —preguntó a todos los allí reunidos.

La gente, guardabosques, cocheros, pequeños funcionarios, porteros e inválidos, como lo había sido el padre del héroe de Solferino, respondieron al jardinero:

—Nada nuevo, se muere.

El jardinero se alejó, desapareciendo con la azada, a cavar los bancales, la tierra eterna.

Suavemente caía la lluvia, cada vez más abundante. El señor de Trotta se quitó el sombrero. Los pequeños funcionarios de la corte creyeron que era uno como ellos o lo tomaban por uno de los porteros de la oficina de correos de Schönbrunn.

—¿Conocías al viejo? —preguntaron algunos.

—Sí —dijo el señor de Trotta—. Una vez habló conmigo.

—Ahora se muere —dijo un guardabosques.

En ese momento entraba el sacerdote con el Santísimo en el dormitorio de Francisco José. Francisco José tenía treinta y nueve y tres décimas; acababan de tomarle la temperatura.

—Vaya, vaya —dijo al capuchino—. ¿Conque esto es la muerte?

Se incorporó sobre los almohadones. Oía el murmullo incesante de la lluvia delante de las ventanas y percibía a veces el crujido de pasos sobre la grava del jardín. Al emperador le parecía que esos ruidos se alejaban y volvían a acercarse constantemente. A veces se daba cuenta de que la lluvia era la causa de aquel murmullo delante de la ventana. Pero al poco rato olvidaba que era la lluvia.

—¿De dónde viene ese susurro? —preguntó un par de veces a su médico de cabecera.

Ya no podía pronunciar la palabra «murmullo», a pesar de que la tenía en la punta de la lengua. Pero después de preguntar por la causa del susurro le pareció que efectivamente sólo oía un susurro. Un susurro era la lluvia y los pasos de las personas a su alrededor. Esta palabra, y los ruidos que con ella designaba, le resultaba cada vez más agradable al emperador. Por lo demás, podía preguntar lo que quisiera, era igual, no se le oía ya. Movía únicamente los labios, pero él creía que hablaba y que los otros podían oírle, si bien con voz apagada, pero ni más ni menos que en esos últimos días. A veces se sorprendía de que no le respondieran. Poco después olvidó tanto sus preguntas como también su extrañeza ante el silencio de las personas a quienes se dirigía. Volvió a sumirse en el dulce «susurro» del mundo todo, vivo a su alrededor, mientras él se moría. Parecía un niño que abandona ya toda resistencia frente al sueño que le invade, dominado y arrullado por la canción de cuna. El emperador cerró los ojos. Al cabo de un rato volvió a abrirlos y vio la sencilla cruz de plata y las velas encendidas sobre la mesa esperando al sacerdote. Se dio cuenta entonces de que iba a llegar el padre. Movió los labios y empezó a rezar como le habían enseñado de pequeño:

—Yo pecador me confieso a Dios…

Pero tampoco se le oía ya. Entonces advirtió la llegada del padre capuchino.

—¡He tenido que esperar mucho! —dijo. Después pensó en sus pecados. «¡Vanidad!», le vino a la memoria.

—¡Eso! He sido vanidoso —dijo.

Fue repasando sus pecados como enseña el catecismo. «¡He sido emperador demasiado tiempo!», le parecía que al mismo tiempo moría, lejos de allí, en algún rincón, la parte de él que era imperial.

—¡También la guerra es un pecado! —dijo en voz alta.

Pero el sacerdote no le oyó. Francisco José volvió a sorprenderse. Cada día llegaban las listas de los muertos, la guerra duraba ya desde 1914.

—¡Ojalá me hubiera muerto en Solferino! —dijo. Pero no le oía. «Quizás estoy muerto ya y hablo como un muerto. Es por eso por lo que no comprenden», pensó. Y se durmió.

Afuera, entre los criados, esperaba el señor de Trotta, el hijo del héroe de Solferino, con el sombrero en la mano, bajo la llovizna incesante. Los árboles del parque de Schönbrunn resonaban bajo el murmullo de la lluvia que los azotaba lenta, paciente e incesantemente. Anochecía ya. Acudieron los curiosos. El parque se llenó de gente. La lluvia no cesaba. Los que esperaban se fueron turnando; unos llegaban, otros se iban. El señor de Trotta siguió siempre allí. Cerró la noche, las escaleras se fueron vaciando, la gente se fue a dormir. El señor de Trotta se acurrucó en el portal. Oía pasar coches, a veces alguien abría una ventana allá en lo alto. Oía voces. Se abrían puertas, se cerraban. No le veían a él. Seguía la lluvia, inagotable, lenta, un murmullo eterno entre los árboles.

Finalmente empezaron a tañer las campanas. El jefe de distrito se alejó. Bajó por los anchos peldaños, siguió por la avenida hasta la verja, que esa noche estaba abierta. Se volvió a la ciudad a pie, sin ponerse el sombrero que seguía llevando en la mano. No se encontró con nadie. Iba muy despacio, como detrás de un coche mortuorio. Cuando amanecía llegó al hotel.

Se volvió a su casa. Llovía también en la capital del distrito de W. El señor de Trotta mandó llamar a la señorita Hirschwitz.

—¡Me voy a la cama, señora mía! ¡Estoy cansado! —le dijo, y se acostó, por primera vez en su vida, en pleno día.

No podía dormir. Mandó llamar al doctor Skowronnek.

—Querido doctor Skowronnek —dijo—, ¿tendría usted la bondad de traerme el canario?

Le llevaron el canario de la casita del viejo Jacques.

—Déle un terrón de azúcar —dijo el jefe de distrito.

Le dieron un terrón de azúcar al canario.

—Es un fiel animalito —dijo el jefe de distrito.

—Un fiel animalito —repitió Skowronnek.

—Nos sobrevivirá a todos —anunció Trotta—. ¡Gracias a Dios! —Después, agregó—: ¡Dígale al cura que venga! ¡Pero vuelva usted!

El doctor Skowronnek esperó hasta que el sacerdote se hubo marchado. Después volvió a la habitación del jefe de distrito. El viejo señor de Trotta yacía ahora tranquilo y sosegado en la cama. Tenía los, ojos semicerrados.

—¡Déme su mano, querido amigo! —le dijo—. ¿Querría usted traerme el retrato?

El doctor Skowronnek se fue al gabinete, se subió a una silla y descolgó el retrato del héroe de Solferino. Cuando volvió con el cuadro entre las manos, el señor de Trotta ya no era capaz de verlo. La lluvia golpeaba suavemente contra los cristales. El doctor Skowronnek esperaba con el retrato del héroe de Solferino sobre las rodillas. Al cabo de unos minutos se levantó, tomó la mano del señor de Trotta, se inclinó sobre el pecho del jefe de distrito, respiró profundamente y cerró los ojos del muerto.

Era el día en que enterraban al emperador en la cripta de los capuchinos. Tres días después, el cadáver del señor de Trotta descendió a la tumba. El alcalde de la ciudad de W pronunció una oración fúnebre junto al féretro. Como todos los discursos de la época, el alcalde empezó con la inevitable referencia a la guerra. Dijo además que el jefe de distrito había dado su único hijo al emperador y que, a pesar de ello, había seguido viviendo y prestando sus servicios a la monarquía, sin desfallecer, hasta su último día. Mientras tanto, la lluvia incansable seguía cayendo sobre las cabezas descubiertas de los congregados alrededor de la tumba; llegaba un murmullo de los arbustos mojados de alrededor, las coronas y las flores. El doctor Skowronnek se esforzaba en mantenerse en posición de firmes en su uniforme de comandante médico de la milicia, al que todavía no estaba acostumbrado —evidentemente seguía siendo un personaje civil—, a pesar de que no creía que fuese una actitud adecuada para un entierro. «¡Bien mirada, la muerte no es un general médico, ni mucho menos!», pensó el doctor Skowronnek. Después se acercó a la tumba; era el primero en hacerlo. Rechazó la azada que le daba un enterrador. Se inclinó y arrancó un terrón de tierra mojada, la desmenuzó en su mano izquierda y fue tirando con la derecha los pequeños fragmentos sobre el ataúd. Después se retiró. Pensó que era ya la tarde y que se acercaba la hora de la partida de ajedrez. Pero ahora ya no tenía con quién jugar; pese a todo, decidió irse al café.

Cuando salieron del cementerio el alcalde le invitó a subir a su coche. El doctor Skowronnek subió al coche.

—Me habría gustado mencionar —dijo el alcalde— que el señor de Trotta no podía sobrevivir al emperador. ¿No le parece a usted, señor doctor?

—No sé —replicó el doctor Skowronnek—. Yo creo que ninguno de los dos era capaz de sobrevivir a Austria.

Delante del café el doctor Skowronnek mandó que se detuviera el vehículo. Se fue, como cada día, a la mesa de costumbre. El tablero de ajedrez seguía allí, como si el jefe de distrito no hubiera muerto. El camarero acudió para quitar el tablero.

—Déjelo, no es necesario —dijo Skowronnek.

Se puso a jugar una partida solo, sonriendo de vez en cuando al sillón vacío que tenía delante. Oía todavía el suave murmullo de la lluvia otoñal que seguía deslizándose incansable por los cristales.