Capítulo XX

Una semana después Carl Joseph se marchó de la casa de su padre. Se abrazaron en el vestíbulo antes de subir al coche. En opinión del señor de Trotta no debían profesarse aquellas muestras de cariño ante la mirada de las personas casualmente presentes en el andén de la estación. Fue un abrazo rápido, como siempre, acompañado de la sombra húmeda del vestíbulo y del hálito frío de las losas del piso. La señorita Hirschwitz esperaba en el balcón, dominándose como un hombre. Era inútil que el señor de Trotta intentara explicarle que no era necesario que saludara. Ella lo consideraba su deber. Aunque no llovía, el señor de Trotta abrió el paraguas. El cielo ligeramente encapotado le parecía motivo suficiente para ello. Al abrigo del paraguas subió al coche. Por lo tanto, la señorita Hirschwitz no podía verle desde el balcón. El jefe de distrito no pronunció ni media palabra. Esperó a que el hijo estuviera ya en el tren para decirle, con la mano levantada y el índice extendido:

—Sería mejor que te marcharas del ejército por motivos de salud. El ejército es algo que no se abandona a menos que existan razones de peso.

—Está bien, papá —dijo el teniente.

Pocos momentos antes de la salida del tren el jefe de distrito se marchó del andén. Carl Joseph vio que su padre se alejaba y desaparecía, erguida la espalda y el paraguas cerrado, con la punta hacia arriba, como si llevara del brazo un sable desenvainado. Ya no volvió a girarse el señor de Trotta.

Se le concedió a Carl Joseph la licencia solicitada.

—¿Qué harás ahora? —le preguntaron sus compañeros.

—Tengo un cargo —dijo Trotta y ya no preguntaron más.

Preguntó por Onufrij. En las oficinas del batallón le comunicaron que el asistente Kolohin había desertado. El teniente Trotta se fue al hotel. Lentamente se cambió de ropa. Primero se quitó el sable, arma y símbolo de su honor. Había temido este momento. Se sorprendió de que transcurriera sin tristeza. Sobre la mesa había una botella de «noventa grados», pero ni tuvo necesidad de beber. Llegó Chojnicki a recogerle; abajo se oía el chasquear de su látigo. Entró en la habitación. Se sentó y miró lo que hacía Trotta. El reloj de la torre dio ya las tres. Todas las voces ahítas del verano penetraban en masa por la ventana abierta. El verano estaba llamando al teniente. Chojnicki, en un traje claro de verano, con botas amarillas y la caña amarilla del látigo en la mano, era un enviado del verano. El teniente pasó la manga por la vaina del sable, desenvainó la hoja, la empañó con su aliento, limpió el acero con el pañuelo y guardó el arma en un estuche. Era como si limpiara un cadáver antes de enterrarlo. Antes de atar el estuche a la maleta lo sostuvo en la mano. Guardó también el sable de Max Demant. Leyó todavía la inscripción debajo de la empuñadura. «¡Vete de este ejército!», le había dicho Max Demant. Y bien, ahora se iba de ese ejército…

Croaban las ranas, cantaban los grillos, al pie de la ventana relinchaban los caballos de Chojnicki, tiraban un poco del pequeño carruaje, chirriaban los ejes de las ruedas. Allí estaba el teniente, con la chaqueta desabrochada, el negro collar de goma entre las verdes solapas de la blusa. Se giró y dijo:

—El final de una carrera.

—La carrera ha terminado —observó Chojnicki—. La carrera ha llegado a su final.

Trotta guardó la chaqueta del uniforme, la chaqueta del emperador. Dobló la blusa sobre la mesa, como había aprendido a hacerlo en la academia. Dio la vuelta el cuello duro, dobló las mangas y las puso sobre la tela. Seguidamente dobló la mitad inferior de la blusa, convertida ya en un pequeño paquete. Brillaba el forro de moaré. Colocó encima los pantalones, doblados dos veces. Se puso su traje de paisano, conservó el cinturón, último recuerdo de su profesión, pues jamás había comprendido el manejo de los tirantes.

—Mi abuelo —dijo— debió de hacer un paquete de su personalidad militar de forma parecida a como acabo de hacerlo yo.

—¡Probablemente! —repuso Chojnicki.

La maleta continuaba abierta, dentro estaba la personalidad militar de Trotta, un cadáver doblado de acuerdo con el reglamento. Había llegado la hora de cerrar la maleta. De pronto, el teniente se sintió dominado por el dolor, apenas podía reprimir las lágrimas. Se dirigió a Chojnicki para decirle algo. A los siete años era ya aspirante, a los diez cadete. Toda su vida había sido soldado. Había que enterrar al soldado Trotta y llorar su muerte. No se podía llevar un cadáver a la tumba sin llorar. Era un alivio tener a Chojnicki a su lado.

—Bebamos —dijo Chojnicki—, se está usted poniendo sentimental.

Bebieron. Después Chojnicki se levantó y cerró la maleta del teniente.

Brodnitzer llevó personalmente las maletas al coche.

—Ha sido usted un huésped excelente, señor barón —le dijo Brodnitzer.

Permaneció junto al carruaje con el sombrero en la mano. Chojnicki había cogido ya las riendas. Trotta sintió afecto de repente por Brodnitzer. Quiso decirle «¡Que tenga usted suerte!», pero ya Chojnicki arreaba los caballos chasqueando con la lengua. Las bestias levantaron la cabeza y la cola al mismo tiempo y las ligeras ruedas del coche avanzaron crujiendo sobre la arena de la carretera como por encima de una blanda cama.

Avanzaron por entre las ciénagas en las que resonaba el croar de las ranas.

—Aquí vivirá usted —le dijo Chojnicki.

Era una casita situada al margen del bosque, de persianas verdes, como las de las ventanas de la jefatura del distrito. Allí vivía Jan Stepaniuk, guarda forestal, un viejo con un largo mostacho de plata oxidada. Había servido en el ejército durante doce años. Se dirigía diciéndole a Trotta «mi teniente», retomando su antiguo lenguaje militar. Llevaba una camisa de lienzo, de tejido basto y de cuello estrecho con orillo azul y rojo. El viento hinchaba las anchas mangas de la camisa; los brazos del guardabosque parecían alas.

Allí se quedó el teniente Trotta.

Estaba decidido a no volver a ver a ninguno de sus antiguos compañeros. A la luz vacilante de la vela, en una estancia de madera, escribía a su padre en papel amarillo, fibroso, con el encabezamiento a cuatro centímetros del margen superior y el texto de la carta a dos centímetros del margen lateral. Las cartas se parecían como los impresos para los partes.

Trotta tenía poco trabajo. Anotaba los nombres de los jornaleros en grandes libros, encuadernados en negro y verde, los jornales, los gastos de los invitados que vivían en la casa de Chojnicki. Sumaba los números, con gran afán, aunque se equivocaba, e informaba sobre el estado de las aves, de los cerdos, de la fruta que se había vendido o que se guardaba, de los campitos donde crecía el lúpulo, del secadero que cada año se alquilaba a un comisionario. Conocía ya la lengua del país. Más o menos comprendía lo que le decían los aldeanos. Estaba en tratos con los judíos pelirrojos que empezaban a comprar madera para el invierno. Fue aprendiendo la diferencia entre el valor del abedul, del pino, del abeto, del roble y del arce. Se volvió tacaño. Como su abuelo, el héroe de Solferino, el Caballero de la Verdad, contaba, con sus dedos delgados y rígidos, las duras monedas de plata cuando iba a la ciudad, los jueves, al mercado de gorrinos, para comprar albardas, colleras, yugos y guadañas, piedra de afilar, hoces, rastrillos y semillas. Si por casualidad un oficial pasaba a su lado, inclinaba la cabeza. Pero era una medida prudencial innecesaria. Tenía poblado el bigote, por las mejillas asomaba ya el pelo negro, duro, de la barba. Apenas era posible reconocerle. Por todas partes se estaban haciendo los preparativos para la recolección. Delante de sus chozas los campesinos afilaban las guadañas con las piedras redondas, de arenisca. El ruido del metal sobre las piedras dominaba el canto de los grillos. Por la noche oía a veces la música y el estrépito del cercano palacio de Chojnicki, esas voces le acompañaban en el sueño como el canto nocturno de los gallos y los ladridos de los perros en las noches de luna llena. Finalmente se sentía satisfecho, tranquilo y solitario. Le parecía que nunca había vivido de otra manera. Si no podía dormir se levantaba, cogía el bastón y se iba a pasear por los campos, entre las mil voces del coro nocturno, esperaba el rocío y el suave canto del viento que anunciaba el alba. Se sentía tan descansado como si hubiera dormido la noche entera.

Todas las tardes se iba a los pueblos cercanos. «Bendito sea el nombre del Señor», decían los campesinos. «Y eternamente lo sea», respondía Trotta. Andaba como los aldeanos, doblando las rodillas. También así andaban los campesinos de Sipolje. Un día, Trotta pasó por el pueblo de Burdlaki. El minúsculo campanario se erguía, como dedo del pueblo, hacia el cielo azul. Era una tarde tranquila. Cantaban adormilados los gallos. Bailoteaban los mosquitos y zumbaban por toda la calle mayor del lugar. De repente un aldeano, de poblada barba negra, salió de su choza, se colocó en medio de la calle y exclamó saludando:

—Bendito sea el nombre del Señor.

—Y eternamente lo sea —dijo Trotta y quiso continuar su camino.

—Mi teniente, aquí está Onufrij —le dijo el barbudo campesino. La barba le envolvía el rostro como un abanico abierto, negro y espeso.

—¿Por qué has desertado?

—Sólo me he ido a casa —dijo Onufrij.

De nada servía hacer preguntas tan estúpidas. Comprendía bien la actitud de Onufrij. Había servido al teniente de la misma manera en que éste había estado al servicio del emperador. La patria no existía ya. Se desmoronaba, se descomponía.

—¿No tienes miedo? —le preguntó Trotta.

Onufrij no tenía miedo. Vivía en casa de su hermana. Los gendarmes pasaban una vez por semana por el pueblo sin detenerse a echar una mirada. Por lo demás, eran ucranianos, aldeanos también, como Onufrij. Si no se presentaba una denuncia por escrito al suboficial, no tenía por qué preocuparse. En Burdlaki no se hacían denuncias por escrito.

—¡Que sigas bien, Onufrij! —dijo Trotta.

Siguió avanzando por la sinuosa calle que daba a los anchos campos. Onufrij le siguió hasta la revuelta del camino. Oía los pasos de las botas de soldado claveteadas sobre la piedra machacada del camino: Onufrij se había llevado las botas del ejército. Fueron a la taberna del pueblo, propiedad del judío Abramtschik. Allí se podía comprar jabón de piedra, tabaco, cigarrillos, picadura y sellos. El judío tenía la barba roja brillante. Estaba sentado delante de la puerta de la taberna; con su barba iluminaba a lo lejos, hasta dos kilómetros por la carretera. «Cuando sea viejo, será un judío de barba blanca como el abuelo de Max Demant», pensó el teniente. Trotta bebió una copa de aguardiente, compró tabaco y sellos y se marchó. Desde Burdlaki el camino iba hacia Oleksk y Sosnow, después seguía por Bytók, Leschnitz y Dombrowa. Cada día pasaba por este camino. Dos veces atravesaba la vía del ferrocarril, con las dos barreras descoloridas por la lluvia, amarillas y negras, y el zumbido cristalino de las señales, incesante, en las casillas de los guardabarreras. Eran las voces alegres del mundo que ya no interesaban al barón de Trotta. El gran mundo se había borrado ya. También estaban borrados los años de soldado, como si hubiera andado siempre por los campos y los caminos, el bastón en la mano y nunca el sable a la cadera. Vivía como el abuelo, el héroe de Solferino, y como el bisabuelo, el inválido del jardín de Laxenburg, y quizá también como los antepasados desconocidos, sin nombre, los aldeanos de Sipolje. Siempre por el mismo camino, pasando por Oleksk, hacia Sosnow y Bytók, por Leschnitz y Dombrowa. Esos pueblos se hallaban alrededor del palacio de Chojnicki, todos le pertenecían. Desde Dombrowa, un camino entre sauces llevaba al palacio de Chojnicki. Todavía era temprano. Si aceleraba el paso llegaría antes de las seis y no se encontraría con ninguno de los antiguos compañeros. Trotta aceleró el paso. Llegó frente a las ventanas del palacio. Silbó. Chojnicki se asomó, hizo un gesto con la cabeza y salió a recibirle.

—¡Ya está pues! —exclamó Chojnicki—. La guerra ha llegado ya. Mucho la hemos esperado. Pero todavía nos sorprenderá. Parece que no le será concedido a un Trotta vivir largo tiempo en libertad. Mi uniforme está a punto. Creo que dentro de una o dos semanas se nos movilizará.

Trotta sentía que la naturaleza jamás se había mostrado tan pacífica como en ese momento. Se podía mirar directamente hacia el sol que se hundía vertiginosamente en el poniente. Un viento violento salía a recibir el sol mortecino de la tarde, rizaba las blancas nubecillas del cielo, ondeaba por entre las espigas de los trigales y acariciaba las rojas caras de las amapolas. Una sombra azul se cernía sobre los verdes prados. Por el este, el bosquecillo desaparecía en una luz violácea oscura. La blanca casita de Stepaniuk donde vivía Trotta brillaba en la margen del bosque. La luz fundente del sol ardía en las ventanas. Resonaba más fuerte el canto de los grillos. El viento se llevaba sus voces por la lejanía; se produjo un instante de calma. Se oía el hálito de la tierra. De repente se oyeron unos chillidos en las alturas, bajo el cielo. Chojnicki levantó la mano.

—¿Sabe usted lo que es? ¡Ánsares silvestres! Pronto nos abandonan. Todavía estamos en pleno verano. Pero ya oyen los disparos. Saben bien lo que hacen.

Era jueves, el día de «las pequeñas fiestas». Chojnicki se retiró. Trotta marchó lentamente hacia las ventanas brillantes de su casita.

Esa noche no durmió. Oyó a medianoche los gritos roncos de los ánsares silvestres. Se vistió. Salió a la puerta. Stepaniuk estaba en camisa ante el umbral. Su pipa ardía roja. Permanecía tendido sobre el suelo sin moverse.

—Hoy no se puede dormir.

—Los ánsares —dijo Trotta.

—Sí, eso es, los ánsares —corroboró Stepaniuk—. Jamás los había visto marcharse tan pronto. Oiga, oiga…

Trotta miró hacia el cielo. Las estrellas brillaban como siempre. Nada más se veía en el cielo. Pero persistía el grito ronco bajo las estrellas.

—Se están preparando —dijo Stepaniuk—. Hace rato que estoy aquí. A veces consigo verlos. Es únicamente una sombra gris. ¡Mire usted! —Stepaniuk señaló con la pipa encendida hacia el cielo. En ese momento se vio la diminuta sombra blanca de los ánsares silvestres bajo el azul cobalto. Ondeaban entre las estrellas, como un pequeño velo claro—. Y eso no es todo —continuó diciendo Stepaniuk—. Hoy por la mañana he visto centenares de cuervos, como nunca los había visto. Cuervos extraños que vienen de extrañas tierras. Creo que vienen de Rusia. Aquí se dice que los cuervos son los profetas entre las aves.

En el horizonte, al nordeste, se advertía una ancha faja plateada. Aumentaba la claridad: Se levantó el viento, que trajo consigo algunos sonidos confusos desde el palacio de Chojnicki. Trotta se tendió sobre el suelo al lado de Stepaniuk. Contemplaba soñoliento las estrellas, escuchaba los gritos de los ánsares y se durmió.

Se despertó al salir el sol. Le parecía que había dormido media hora, pero por lo menos tenían que haber transcurrido cuatro. En vez de los trinos acostumbrados de los pájaros, que le saludaban cada mañana, resonaban los graznidos negros de centenares de cuervos. Junto a Trotta se levantó Stepaniuk. Se quitó la pipa de la boca —que se había enfriado mientras dormía— y con la boquilla de la pipa señaló los árboles en derredor. Los grandes pájaros negros permanecían rígidos sobre las ramas, frutos siniestros caídos de los aires. Los grandes pájaros negros estaban inmóviles, sólo graznaban. Stepaniuk les tiró piedras, pero los cuervos apenas aletearon. Seguían acuclillados en las ramas, como frutas que allí hubieran crecido.

—Voy a disparar —dijo Stepaniuk.

Entró en la casa, sacó la escopeta y disparó. Cayeron algunas aves, pero el resto pareció no haberse enterado del disparo. Todas seguían acuclilladas en las ramas. Stepaniuk recogió los negros cadáveres; había cazado una buena docena. Con las dos manos llevó para la casa su botín, la sangre goteaba sobre la hierba.

—¡Qué cuervos más raros! —exclamó—, ni se mueven. Son los profetas de las aves.

Era viernes. Por la tarde, Carl Joseph pasó como de costumbre por los pueblos. No cantaban los grillos, ni croaban las ranas, ni gritaban los cuervos. Seguían allí, en los tilos, en los robles, en los abedules, en los sauces. «Quizá vienen cada año antes de la siega —pensó Trotta—. Oyen a los campesinos que afilan las guadañas y entonces se juntan». Pasó por el pueblo de Burdlaki, abrigaba la esperanza de que Onufrij volviera a recibirle. Pero Onufrij no acudió. Delante de las chozas estaban los aldeanos afilando el metal con las rojas piedras. Miraban a veces hacia lo alto; los graznidos de los cuervos les molestaban y lanzaban negros improperios contra las negras aves.

Trotta pasó por la taberna de Abramtschik. El judío pelirrojo estaba sentado delante del portal; su barba brillaba. Abramtschik se levantó. Se quitó el gorro de terciopelo negro, señaló hacia lo alto y dijo:

—¡Han llegado cuervos! ¡Gritan todo el día! Son aves inteligentes. Hay que tener cuidado.

—Quizá sí, quizá tenga usted razón —dijo Trotta y siguió su camino, avanzando por el sendero de costumbre entre los sauces, hacia la casa de Chojnicki. Silbó. Nadie salió.

Seguramente Chojnicki estaba en la ciudad. Trotta fue por el camino entre las ciénagas para no encontrarse con nadie. Únicamente los aldeanos utilizaban este camino. Algunos iban en dirección contraria. El camino era tan estrecho que no podían pasar dos a la vez. Había que detenerse y dejar paso al otro. Todos con los que Trotta se cruzó parecían tener más prisa que de costumbre. Saludaban precipitadamente, no como de costumbre. Avanzaban a grandes zancadas. Llevaban inclinada la cabeza como hombres preocupados por un único pensamiento. De pronto Trotta vio la barrera de los consumos, a partir de la cual empezaba ya la ciudad. El número de caminantes aumentaba allí; era un grupo de unos veinte que se separaban y penetraban, uno tras otro, por el estrecho sendero. Trotta se detuvo. Se dio cuenta de que eran obreros de la fábrica de crin, que se volvían a los pueblos. Quizás había entre ellos algunos sobre los cuales había disparado. Se detuvo para dejarlos pasar. Avanzaban rápidamente, en silencio, uno detrás de otro, todos con un paquetito colgado del bastón a la espalda. Parecía anochecer más rápidamente, como si aquellos hombres apresurados intensificaran las tinieblas. El cielo estaba ligeramente nublado, el sol se ponía rojo y diminuto, la niebla plateada surgía de los pantanos, hermana terrenal de las nubes, con las que quería unirse. Un instante después todas las campanas de la villa empezaron a tañer. Los caminantes se detuvieron un momento para escuchar y continuaron después su marcha. Trotta detuvo a uno y le preguntó por qué sonaban las campanas.

—Es por la guerra —respondió el hombre sin levantar la cabeza.

—Por la guerra —repitió Trotta.

Claro que había guerra. Era como si lo hubiera sabido desde esa mañana, desde la noche anterior, desde hacía varios días, desde hacía semanas, desde su marcha del ejército y desde aquella triste fiesta de los dragones. Era la guerra para la cual se había estado preparando desde que tenía siete años. Era su guerra, la guerra del nieto. Volvían los días y los héroes de Solferino. Retumbaban sin cesar las campanas. Llegó a la barrera de los consumos. El consumero de la pata de palo estaba delante de su casilla rodeado de gente. Sobre la puerta había un bando de color negro y amarillo. Desde lejos se podían leer las primeras palabras, negras sobre fondo amarillo. Destacaban como negras vigas sobre las cabezas de la gente allí reunida: «¡A mis pueblos!».

Campesinos con zamarras cortas que olían a piel de carnero, judíos con grandes caftanes negros y verdes, agitados por el viento, campesinos suavos de las colonias alemanas, vestidos de paño tirolés, los polacos de la ciudad, comerciantes, artesanos y funcionarios rodeaban todos la casilla del consumero. En las cuatro paredes estaban pegados los bandos, cada uno en una lengua nacional diferente. Todas empezaban por la frase: «¡A mis pueblos!». Los que sabían leer leían los bandos en voz alta. Sus voces se confundían con el canto vibrante de las campanas. Algunos iban de una pared a otra y leían el texto del bando en las distintas lenguas. Cuando dejaba de sonar una campana empezaba inmediatamente a tañer otra. La gente llegaba desde la ciudad por la ancha carretera que llevaba a la estación. Trotta avanzó hacia ellos para entrar en la ciudad. Había anochecido ya y era viernes. En las casitas de los judíos brillaban las velas e iluminaban las aceras. Cada casita era como un diminuto mausoleo. La muerte había alumbrado esas velas. Desde las casas donde oraban se oía el canto de los judíos más fuerte que en las otras fiestas. Saludaban un sábado extraordinario, sangriento. Se precipitaban a la calle en negras manadas apresuradas, se reunían en las encrucijadas y pronto entonaban sus lamentos por sus compatriotas soldados que al día siguiente tendrían que incorporarse. Se daban las manos, se besaban en las mejillas. Cuando dos se abrazaban, sus rojas barbas se unían como en una despedida especial y los hombres tenían que separarlas con sus manos. Sobre las cabezas tañían las campanas. Entre sus tañidos y los gritos de los judíos se oían las voces aceradas de las trompetas de los cuarteles. Tocaban a retreta, el último toque de retreta. Ya era de noche. No se veían estrellas. El cielo se tendía bajo y llano, turbio, sobre la pequeña ciudad.

Trotta dio media vuelta. Buscaba un coche pero no encontró ninguno. Avanzó a grandes pasos hacia la casa de Chojnicki. El portalón estaba abierto, todas las habitaciones iluminadas como para las «grandes fiestas». Chojnicki salió a recibirle en el vestíbulo, con casco y cartucheras. Ordenó que engancharan. Tenía que recorrer tres leguas hasta su batallón y quería marcharse esa noche.

—¡Espera un momento! —dijo. Por primera vez trataba de tú a Trotta, quizá por distracción, quizá porque no iba ya de uniforme—. Te llevo a casa y después vuelves conmigo a la ciudad.

Se dirigieron a la casa de Stepaniuk. Chojnicki se sentó y observó cómo Trotta se quitaba su traje de paisano y se ponía el uniforme, una pieza tras otra. También así había observado, unas pocas semanas antes —pero parecía que hacía ya muchísimo tiempo— en el hotel Brodnitzer, cómo Trotta se quitaba el uniforme. Trotta volvía a sus correajes, a su patria. Sacó el sable del estuche. Se puso el tahalí.

Las enormes borlas negras y amarillas acariciaban suavemente el metal brillante del sable. Trotta cerró la maleta.

Les quedaba poco tiempo para despedirse. Se detuvieron delante del cuartel de los cazadores.

—¡Adiós! —dijo Trotta.

Se dieron un largo apretón de manos. Diríase que se oía pasar el tiempo detrás de las anchas espaldas inmóviles del cochero. Parecía como si no fuera suficiente darse la mano. Ambos sintieron que debían hacer algo más.

—En mi país nos besamos —dijo Chojnicki.

Se abrazaron, pues, y se besaron rápidamente. Trotta bajó del coche. Saludó el centinela delante del cuartel. Los caballos arrancaron: Detrás de Trotta se cerró la puerta del cuartel. Se detuvo un momento y oyó el carruaje de Chojnicki que se alejaba.