Capítulo XIV

Por casualidad hacía también mal tiempo aquel triste día en que el teniente Trotta tenía que reincorporarse a su batallón. Paseó una vez más por las calles por donde dos días antes había pasado la procesión. Entonces, pensó el teniente, entonces se había sentido satisfecho por una breve hora de su profesión. Pero ahora, al pensar que tenía que volver, se sentía acosado como un prisionero por sus guardianes. Por primera vez el teniente Trotta se rebelaba contra las leyes militares que dominaban su vida. Llevaba obedeciendo desde su más tierna infancia. Y ya no quería obedecer más. Ciertamente no conocía el significado de la libertad, pero sabía que se distinguía de un permiso como la guerra se diferencia de las maniobras. Imaginó esa comparación porque era un soldado y porque la guerra es la libertad del soldado. Pensó entonces que la munición necesaria para la libertad era el dinero. Pero la suma que ahora poseía era como los cartuchos para salvas que se disparaban en las maniobras. ¿Acaso poseía algo? ¿Podía concederse la libertad? ¿O quizá su abuelo, el héroe de Solferino, le había dejado una fortuna en herencia? ¿Heredaría a su padre? Nunca antes había hecho tales reflexiones, que ahora acudían a él como una bandada de extrañas aves, anidaban en su cerebro y revoloteaban inquietas. Oía ahora las desconcertantes llamadas del mundo. Sabía desde la víspera que Chojnicki se iría ese año más temprano que de costumbre de su país. Esa misma semana se iría con su amiga hacia el sur. Sintió los celos de un amigo, lo cual le avergonzó doblemente. Él se iba a la frontera del noroeste. Pero la mujer y el amigo se iban al sur. Y el «Sur», que hasta entonces había sido simplemente un calificativo geográfico, brillaba con todos los deslumbrantes colores de un paraíso desconocido. El sur estaba en un país extranjero. Es decir que había también países extranjeros, no sometidos al emperador Francisco José I, que poseían sus propios ejércitos; con millares de tenientes en pequeñas y grandes guarniciones. En esos países el nombre del héroe de Solferino no significaba nada en absoluto. También allí había monarcas. Y esos monarcas poseían sus propios personajes que les habían salvado la vida. Era desconcertante en extremo tener tales pensamientos, tan desconcertante para un teniente de la monarquía como para nosotros mismos lo es pensar que este mundo es sólo uno entre millones y millones y millones de astros y que en la Vía Láctea existen todavía soles innumerables y que cada sol posee sus propios planetas y, en fin, que no somos más que unos insignificantes individuos, para no ser groseros y decir que somos una mierda.

De las ganancias obtenidas en el juego el teniente poseía todavía setecientas coronas. No se había atrevido a entrar en otra sala de juego, no sólo por temor a encontrar a aquel comandante desconocido, que quizás actuaba por orden del mando central, sino también porque se horrorizaba al recordar su triste huida. ¡Ay! Muy bien sabía que abandonaría inmediatamente otras cien veces cualquier sala de juego, obediente a los deseos y a una simple indicación de un superior. Y, como un niño cuando está enfermo, reconocía con dolor, pero no sin cierta complacencia, que era incapaz de forzar su destino. Se compadecía enormemente. En ese momento le iba bien compadecerse. Tomó unas copas e inmediatamente se sintió cómodo en su impotencia. Como al hombre que va a la cárcel o al convento, al teniente le parecía que el dinero que llevaba consigo era superfluo y constituía sólo una carga. Decidió gastarlo todo de una vez. Entró en la tienda donde su padre le había comprado la pitillera de plata y eligió un collar de perlas para su amiga. Con un ramo de flores en la mano, las perlas en el bolsillo y el rostro apenado se presentó a la señora de Taussig.

—Te he traído unas cosas —confesó, como queriendo decir: «He robado unas cosas para ti».

Sentía que representaba un papel extraño que por derecho no le correspondía: el papel de un hombre de mundo. En el momento preciso en que tenía el regalo en la mano pensó que era ridículamente exagerado, humillante para sí mismo y, quizá, ofensivo para la rica mujer.

—Te ruego que me perdones —dijo—. Quería comprarte una cosilla pero… —y ya no supo qué más decir. Se puso colorado e inclinó la mirada.

¡Ay! El teniente Trotta no conocía a las mujeres que ven cómo pasan los años y se acerca la vejez. Tampoco sabía que aceptan cualquier regalo como un don maravilloso que las rejuvenece y que sus ojos, sabios y nostálgicos, saben valorar de manera muy distinta. Por lo demás, a la señora de Taussig le gustaba verlo así, como un chiquillo que no sabe qué hacer, y cuanto más evidente era la juventud del teniente, tanto más joven se sentía ella. Se le echó al cuello, arrebatada y sabía, y lo besó como a su propio hijo, llorando porque iba a perderlo y riendo porque todavía lo tenía allí y también porque las perlas eran muy bonitas. En un mar de lágrimas, furioso y magnífico, le dijo:

—Eres muy bueno, muy bueno, hijo mío.

Inmediatamente sintió haber pronunciado esta frase, en especial las palabras «hijo mío», porque la hacían sentirse con más edad de la que realmente tenía en ese momento. Por suerte, advirtió de inmediato que el teniente estaba orgulloso y satisfecho como si el jefe supremo de los ejércitos le hubiese concedido una condecoración personalmente. «Es demasiado joven para darse cuenta de mi edad», pensó.

Pero para destruir, eliminar y hundir en el océano de su pasión su verdadera edad cogió al teniente por los hombros, cuyos huesos cálidos y suaves iba desconcertando con sus manos, y lo atrajo hacia el sofá. Se lanzó sobre él con aquel deseo inmenso de rejuvenecerse. En violentas llamaradas estallaba en ella la pasión, ataba al teniente y lo subyugaba. Sus ojos parpadeaban frente al rostro del joven encima de ella. Sólo con mirarlo rejuvenecía. Y ¡qué voluptuosidad sentirse eternamente joven!, un placer tan grande como su afán de amor. Por un momento creyó que no podría separarse de ese teniente. Pero unos instantes después dijo:

—¡Qué lástima que te vayas ya!

—¿No volveré a verte más? —le preguntó él, dócil, joven amante.

—Espérame y yo volveré —contestó, añadiendo rápidamente—: ¡No me engañes con otra! —con el temor propio de la mujer que envejece ante la infidelidad y la juventud de las otras.

—Sólo te quiero a ti —le respondió la voz sincera de un joven para quien nada parecía tan importante como la fidelidad.

Ésa fue su despedida.

El teniente se fue a la estación, llegó demasiado temprano y tuvo que esperar mucho rato. Le parecía que ya estaba de viaje. Todos los minutos de más que hubiera pasado en la ciudad habrían sido penosos para él, incluso quizá vergonzosos. Intentaba atenuar su obligación de marcharse, haciendo como si se marchara un poco antes de lo que debía. Finalmente pudo subir al vagón. Pronto quedó sumido en un sueño feliz, casi ininterrumpido. Se despertó poco antes de llegar a la frontera. Su asistente Onufrij le esperaba. Se habían producido desórdenes en la ciudad. Las obreras de la fábrica de crin organizaban una manifestación y las fuerzas armadas estaban en estado de alerta.

El teniente Trotta comprendió entonces por qué Chojnicki se había marchado tan pronto del país. Eso es lo que hacía, marcharse «hacia el sur» con la señora de Taussig. Y él era sólo un débil prisionero y no podía dar media vuelta inmediatamente, subir al tren y marcharse.

Delante de la estación no había hoy coches esperando. El teniente Trotta tuvo que ir a pie hasta la ciudad. Le seguía Onufrij con el macuto en la mano. Las tiendecillas de la ciudad estaban cerradas. Las puertas de madera y los postigos de las casas bajas estaban atrancados con barras de hierro. Los gendarmes andaban de patrulla por las calles con la bayoneta calada. No se oía nada a excepción del croar acostumbrado de las ranas en las ciénagas. El polvo que producía incesantemente esa tierra arenosa había caído, llevado por el viento, a manos llenas sobre los tejados, las paredes, las estacadas, los pavimentos de madera y los escasos sauces. Diríase que el polvo de los siglos yacía ahora sobre ese mundo olvidado. Por la calle no se veía a nadie. Parecía que todos habían sido afectados por una muerte repentina detrás de las puertas y ventanas atrancadas. Delante del cuartel estaba apostada una doble guardia. Desde el día anterior se hallaban allí todos los oficiales; el hotel de Brodnitzer estaba vacío.

El teniente Trotta comunicó su vuelta al comandante Zoglauer, quien le indicó que le había sentado bien el viaje. De acuerdo con las ideas de un hombre que llevaba más de diez años sirviendo en la frontera, un viaje no podía sino sentarle bien a uno. Y como si se tratara de un asunto corriente, sin importancia, el comandante le dijo al teniente que al día siguiente temprano saldría una sección de cazadores y tomaría posición delante de la fábrica de crin para intervenir, en caso necesario, frente a las «actividades subversivas» al mando de esta sección. Se trataba de una cosa sin importancia y había razones para creer que la gendarmería seria suficiente para inspirar a esa gente el debido respeto; sólo era necesario tener sangre fría y no intervenir demasiado pronto. Por lo demás, las autoridades políticas gubernamentales decidirían si los cazadores habrían de intervenir o no. Evidentemente no era una labor agradable para un oficial y menos eso de dejarse impartir órdenes por un jefe de distrito. Pero, en fin, se trataba de una misión delicada que suponía también una distinción para el teniente más joven del batallón y, además, sus compañeros no habían disfrutado de permiso alguno y que tenía que aceptarlo, pues, por simple compañerismo y que tal y que cual…

—¡A la orden, mi comandante! —exclamó el teniente y se retiró.

No había nada que decir contra el comandante Zoglauer. Se lo había rogado, a él, nieto del héroe de Solferino; no se lo había mandado. Además, el nieto del héroe de Solferino había gozado de un inesperado y magnífico permiso. Atravesó el patio y se dirigió a la cantina. El destino le había preparado esa manifestación. Por eso había ido a la frontera. Creía saber ahora que el taimado destino le había regalado ese permiso para poder destruirle mejor después. Estaba convencido de ello. Los otros estaban en la cantina, lo saludaron jubilosos, menos por cordialidad hacia el recién llegado que por afán de «saber algo». Todos le preguntaron cómo le había ido el «asunto». Únicamente el capitán Wagner dijo:

—Cuando mañana haya pasado todo, ya nos lo contará.

Todos callaron de repente.

—¿Y si me matan mañana? —dijo el teniente Trotta al capitán Wagner.

—Puah —replicó el capitán—. Sería una muerte asquerosa. Sí, muchacho, ese asunto es un asco. En resumidas cuentas, son unos infelices y, a lo mejor, incluso tienen razón.

El teniente no había pensado que se trataba de unos infelices y que quizá podían tener razón. Encontró perfecta la observación del capitán y ya no dudó de que eran sólo unos infelices. Se tomó dos «noventa grados» y dijo:

—Pues entonces no daré orden de disparar. Ni permitiré que avancen con la bayoneta calada. ¡Que se las arregle la gendarmería por sí sola!

—Harás lo que tengas que hacer. ¡Tú ya lo sabes!

¡No! En ese momento, Carl Joseph no lo sabía. Bebió. Rápidamente se encontró en aquel estado de ánimo en que se sentía capaz de hacerlo todo. No acatar las órdenes, salir del ejército y dedicarse a los juegos de azar que dan dinero. No habría más muertos sobre su camino. «Abandona este ejército», le había dicho el doctor Max Demant. Demasiado tiempo había sido un cobarde, un pusilánime. En vez de abandonar el ejército había pedido el traslado a la frontera. Pero, en fin, ahora la cosa se acababa. No iba a permitir que lo degradaran para convertirlo en una especie de policía aventajado, porque si no, a los cuatro días lo tendrían de servicio por la calle dando informaciones a los forasteros. ¡Qué ridiculez, esa vida del soldado en tiempo de paz! La guerra no llegará jamás. ¡Y se pudrirán en las cantinas! ¡Pero él, el teniente Trotta, vete a saber, quizá la semana siguiente ya estaría a esa hora en el «Sur»!

Todo eso se lo decía a gritos, vehemente, al capitán Wagner. Algunos compañeros los rodeaban y escuchaban. Muchos había poco interesados en una guerra. La mayoría se habría contentado con su actual situación, si el sueldo hubiera sido algo más elevado, un poco menos incómoda la vida en la guarnición y algo más rápidos los ascensos. A muchos el teniente Trotta les resultaba raro e incluso inquietante. Se le sabía protegido por las altas esferas. Acababa de volver de un permiso magnífico. ¡Vaya! Y ahora no le venía bien tomar posición delante de la fábrica de crin.

El teniente Trotta sintió a su alrededor un silencio hostil. Por primera vez desde que estaba en el ejército decidió provocar a sus compañeros. Sabiendo lo que más les dolería exclamó:

—Es posible que solicite el traslado a la escuela de estado mayor.

—Claro, ¿por qué no? —dijeron los oficiales.

Si había pedido el traslado de la caballería también podía pedir ahora el traslado a la escuela de estado mayor. Y seguro que aprobaría los exámenes e incluso le nombrarían general por las buenas, cuando ellos acababan apenas de ser nombrados capitanes y podían calzar espuelas. En fin, no era mala cosa para él presentarse al día siguiente ante los revoltosos.

Al día siguiente tuvo que levantarse muy temprano. Porque era el ejército quien controlaba el paso de las horas. El ejército cogía el tiempo y lo ponía en el sitio que le correspondía de acuerdo con el criterio militar. Si bien «las actividades subversivas que atentaban contra la seguridad del Estado» no se esperaban hasta mediodía, ya a las ocho de la mañana avanzaba el teniente Trotta por la polvorienta y ancha carretera. Los soldados estaban tendidos, en pie o paseando entre los pabellones, limpios y ordenados, de los fusiles. Las alondras cantaban, y los grillos entonaban su cri-cri y los mosquitos zumbaban. Sobre los lejanos campos se veían brillar los pañuelos de colores de las aldeanas. Cantaban ellas. A veces les respondían los soldados, hijos del país, con las mismas canciones. ¡Bien hubieran sabido ellos lo que tenían que hacer allí en los campos! Pero no comprendían por qué esperaban aquí. ¿Era ya la guerra? ¿Iban a morir ese día a mediodía?

Cerca había una taberna. Allá se dirigió el teniente Trotta a tomar un «noventa grados». La taberna, una estancia baja de techo, estaba abarrotada. El teniente se dio cuenta de que eran los obreros que a las doce se reunirían delante de la fábrica. Todos se callaron cuando él entró, chirriando y con tremendos correajes. Se quedó junto al mostrador. Demasiado lento, muy lento, el tabernero movía las botellas y los vasos. Detrás de Trotta se erguía el silencio, una ingente montaña callada. Vació el vaso de un trago. Notó que todos esperaban que se marchara. Hubiera deseado decirles que él no podía hacer nada. Pero no era capaz de decirles nada ni de marcharse. No quería dar la sensación de que tenía miedo y se tomó unas cuantas copas más de aguardiente. Seguían callados. Quizás a su espalda se hacían señales. El teniente no se giró. Finalmente salió de la taberna y le pareció que atravesaba aquella dura roca de silencio; más de cien miradas se clavaban en su nuca como sombrías lanzas.

Cuando se reunió con su sección le pareció que era oportuno llamar a formación, a pesar de que eran sólo las diez de la mañana. Se aburría y sabía también que la tropa se desmoraliza si se aburre y que los ejercicios con el fusil sirven para mantener la moral. En un santiamén tuvo a la tropa formada en dos hileras entre sí, según ordena el reglamento. De pronto le pareció, seguramente por primera vez desde que era soldado, que las extremidades idénticas de los hombres eran piezas muertas de máquinas muertas que nada producían. La sección estaba inmóvil; todos los hombres sostenían la respiración. El teniente Trotta, que hacía unos instantes había sentido a su espalda la calma poderosa y sombría de los obreros en la taberna, se dio cuenta cabal de que existen dos clases de calma. Pensó también que había todavía otras formas de silencio, como también hay muchos tipos de ruidos. Nadie llamó a formación a los obreros cuando él entró en la taberna. Sin embargo, se habían callado de repente. Y de su silencio fluía un odio callado y sombrío, como sale a veces el silencioso bochorno eléctrico de las nubes cargadas infinitamente mudas, prueba de que todavía no ha desaparecido la tormenta. El teniente Trotta escuchaba atentamente. Se sucedían los rostros de piedra. Muchos le recordaban a su asistente Onufrij. Anchas eran las bocas y pesados los labios, que apenas se podían cerrar; ojos claros, estrechos, sin mirada. Allí se hallaba, delante de su sección, el pobre teniente Trotta, bajo la cúpula azul, gloriosa, de un día de verano, todavía primaveral, entre el canto de las alondras, el cri-cri de los grillos y el zumbido de los mosquitos. Sin embargo creía oír, más fuerte aún que todas las voces del día, el silencio muerto de sus soldados. En ese momento tuvo la certeza absoluta de que él nada tenía que hacer allí. «Pero entonces, ¿dónde? —se preguntó mientras la sección esperaba que siguiera dando órdenes—. ¿A dónde debo ir yo? ¡No con aquellos que están en la taberna! ¿Quizás a Sipolje? ¿A la tierra de mis mayores? ¿Debería empuñar el arado y no el sable?». El teniente dejó que sus soldados siguieran en la posición inmóvil de firmes.

—¡Descansen! —mandó finalmente—. ¡Rompan filas!

Todo siguió como antes. Detrás de los pabellones formados con los fusiles estaban tendidos los soldados. De los campos lejanos llegaba el canto de las aldeanas. Los soldados respondían con las mismas canciones.

De la ciudad llegaba la gendarmería. Eran tres cuerpos de guardia y algunos refuerzos acompañados por el jefe de distrito Horak. El teniente Trotta le conocía. Era un buen bailarín polaco de Silesia, garboso y honrado a la vez, que le recordaba a su padre, a pesar de que nadie lo conocía. Y su padre había sido cartero: Iba de uniforme, según exigían las disposiciones del reglamento, ya que estaba de servicio, la chaqueta verdinegra con solapas violetas y el espadín. Le brillaba el pequeño bigote rubio, como doradas mieses y, en sus mejillas anchas y rosadas, se olían ya a lo lejos los polvos. Estaba contento como en un domingo, en un desfile.

—Se me ha encargado —dijo al teniente Trotta— disolver inmediatamente la asamblea. Esté usted a punto, señor teniente.

Distribuyó a los gendarmes alrededor de la gran plaza desierta delante de la fábrica en que debería celebrarse la asamblea.

—¡Está bien! —dijo el teniente Trotta y se marchó dando media vuelta.

Esperó. De buena gana se hubiera tomado otro «noventa grados», pero ya no podía volver a la taberna. Vio cómo el sargento y un cabo se iban a la taberna y volvían al cabo de un rato. Se tendió sobre la hierba y esperó. Avanzaba el día y ascendía el sol por el horizonte. Callaron los cantos de las aldeanas en la lejanía. Le parecía que había transcurrido una eternidad desde su vuelta de Viena. De aquellos días lejanos recordaba únicamente a la mujer, que hoy seguramente ya estaba en el «Sur», aquella mujer que le había abandonado, «traicionado», pensó. Y allí estaba en la frontera, junto al camino y esperaba, no al enemigo sino a los manifestantes. Y éstos llegaban. Se dirigían a la taberna. Les precedían cantos, una canción que el teniente no había oído jamás. Una canción que apenas se había oído en la comarca. Era la Internacional cantada en tres lenguas distintas. El jefe de distrito la conocía por razones de su oficio. El teniente Trotta no comprendía ni media palabra, pero le pareció que esa melodía era el silencio oído antes a sus espaldas, transformado en música. Se fue excitado, solemnemente, el garboso jefe de distrito. Corría de uno a otro de los gendarmes. En la mano sostenía cuaderno y lápiz. El teniente ordenó formar una vez más. Como una nube caída sobre la tierra, el apiñado grupo de manifestantes pasó junto a la doble valla rígida de las dos hileras de cazadores. El teniente tuvo un oscuro presentimiento de que se acababa el mundo. Recordó los mil colores de la procesión de Corpus y, por un instante, le pareció que la negra nube de los rebeldes rodaba a enfrentarse con el desfile imperial. Por el espacio de un brevísimo momento el teniente tuvo la fuerza sublime del visionario: vio a los tiempos enfrentarse como dos peñascos y él, el teniente, perecía aplastado entre ambos.

Sus hombres se ponían el fusil al hombro mientras allí delante, sostenido por manos invisibles, aparecía por encima de la negra muchedumbre, siempre agitada, la cabeza y el torso de un hombre. Inmediatamente, ese cuerpo flotando formó casi el centro perfecto de un círculo. Levantó las manos al aire. De su boca salieron incomprensibles sonidos. La muchedumbre gritó. Junto al teniente, con el cuaderno y lápiz en la mano, estaba el jefe de distrito, Horak. De repente cerró el cuaderno y avanzó hacia la muchedumbre situada al otro lado de la carretera, lentamente, entre dos gendarmes con sus armas brillando al sol.

—¡En nombre de la ley! —gritó.

Su clara voz dominó la del orador. La asamblea quedaba disuelta.

Se produjo un segundo de silencio. Después estalló un único grito de todas las bocas. Junto a los rostros surgieron los blancos puños de los hombres; cada rostro era flanqueado por dos puños. Los gendarmes formaron un cordón. Un instante después se puso en movimiento el semicírculo humano. Todos avanzaban corriendo contra los gendarmes.

—Bayoneta calada —ordenó el teniente. Desenvainó el sable. No podía advertir que su arma relumbraba al sol y lanzaba un reflejo fugaz, juguetón e irritante sobre el otro lado de la calle en sombras, donde se encontraba la muchedumbre. Las puntas de los cascos de los gendarmes y de las bayonetas desaparecieron de repente entre la muchedumbre.

—¡A la fábrica! —ordenó Trotta—. ¡De frente, mar! Los cazadores avanzaron mientras les caían encima oscuros objetos de hierro, pardos maderos y blancas piedras, silbaban, zumbaban, roncaban. Como un hurón, Horak corrió junto al teniente.

—¡Mande que disparen, señor teniente —le rogó—, por el amor de Dios!

—¡Alto! —gritó el teniente, y después—: ¡Fuego! Los cazadores dispararon la primera salva al aire, de acuerdo con las instrucciones del comandante Zoglauer. Seguidamente se produjo un gran silencio. Durante un segundo se pudieron oír las pacíficas avecillas de aquel mediodía de verano. Se sentía el calorazo agradable del sol entre el polvo que habían levantado los soldados y la muchedumbre y el ligero olor a quemado de los cartuchos disparados que el viento disipaba ya. De repente el claro alarido de una voz femenina rasgó el silencio del mediodía. Algunos manifestantes creyeron que había sido alcanzada por una bala y empezaron de nuevo a lanzar cuanto tenían a mano, de cualquier manera, contra los militares. A ellos se unieron otros; pronto todos lanzaban una cosa u otra. Algunos cazadores de la primera fila comenzaron a caer al suelo; allí estaba el teniente Trotta, bastante indeciso, con el sable en la diestra y buscando con la izquierda la pistola. A su lado oyó la voz de Horak, como un murmullo que le decía: «¡Fuego! ¡Por el amor de Dios, ordene que disparen!». En un solo instante rodaron por la excitada mente del teniente Trotta cientos de deshilvanados pensamientos e ideas, muchas de ellas a la vez; voces confusas le ordenaban en su corazón que tuviese compasión, o que fuese cruel, le recordaban también lo que habría hecho su abuelo en semejante situación, amenazándole con la muerte próxima, o sugiriéndole también que la muerte era la única salida posible y deseable de esa lucha. Sintió que alguien le levantaba el brazo y que una voz desconocida salía de su garganta para mandar: «¡Fuego!». Alcanzó a ver que los fusiles encañonaban a la muchedumbre. Un segundo después ya nada más pudo saber. Porque una parte de los manifestantes, que parecía haber huido al principio, o que hizo como si huyera, había dado un rodeo y volvía ahora corriendo para situarse a espaldas de los cazadores. De esta forma, la sección del teniente Trotta se encontró entre los dos grupos. Cuando los cazadores disparaban la segunda salva, caían sobre ellos piedras y maderos con clavos en sus espaldas y nucas. Una de esas armas dio contra la cabeza del teniente Trotta, quien cayó desmayado al suelo. Aun caído siguió recibiendo toda clase de objetos. Los cazadores dispararon sin órdenes ya, para cualquier parte, contra los atacantes y los pusieron en fuga. La acción duró apenas tres minutos. Los cazadores, bajo las órdenes del sargento, cerraron las filas. En el polvo de la carretera había obreros y soldados heridos. Las ambulancias tardaron bastante en llegar, llevaron al teniente Trotta al pequeño hospital militar, donde se comprobó que tenía fractura de cráneo y también de la clavícula izquierda. Se temía que presentara una encefalitis. Un destino, evidentemente absurdo, le había deparado al nieto del héroe de Solferino una herida en la clavícula. Por lo demás, nadie entre los vivientes, a excepción quizá del emperador, podía saber que los Trotta debían su ascenso en la escala social a una herida en la clavícula del héroe de Solferino.

A los tres días presentó, en efecto, una encefalitis. Seguramente se habría avisado al jefe de distrito de no haber rogado el teniente, el mismo día que ingresó en el hospital, después de recuperar el conocimiento, con insistencia al comandante que no se dijera nada de lo sucedido a su padre bajo ningún concepto. Cierto era que el teniente había vuelto a perder el conocimiento y que había motivos sobrados para temer por su vida, pero a pesar de ello el comandante decidió esperar todavía. Y así fue como el jefe de distrito no se enteró, hasta dos semanas después, de la rebelión de la frontera y del papel poco brillante desempeñado por su hijo. Primero conoció la noticia por los periódicos, que habían sido informados por los políticos de la oposición. Éstos estaban decididos a hacer responsables de los muertos, las viudas y los huérfanos al ejército, al batallón de cazadores y al teniente Trotta, que había dado la orden de disparar. Trotta corría el riesgo de que se le abriera efectivamente un expediente; es decir: se le abriría formalmente un expediente para calmar a los líderes políticos. Su redacción correría a cargo de las autoridades militares y constituiría un motivo para rehabilitar al acusado e incluso, quizá, para galardonarlo de alguna manera. A pesar de todo, el jefe de distrito no estaba nada tranquilo. Telegrafió incluso dos veces a su hijo y también al comandante Zoglauer. Por aquellas fechas el teniente ya se encontraba mejor. Todavía no se podía mover en la cama, pero su vida estaba ya fuera de peligro. Escribió un breve informe a su padre. Por lo demás, no estaba preocupado en lo más mínimo por su salud. Pensaba que se habían vuelto a cruzar muertos por su camino y estaba decidido a solicitar la excedencia del ejército. Con tales preocupaciones le habría resultado imposible ver a su padre y hablar con él, a pesar de lo mucho que lo deseaba. Sentía añoranza por su padre, pero sabía también que en él no podría hallar un refugio. El ejército, además, ya no era su profesión. Aunque se horrorizaba al pensar en los motivos por los que se hallaba en el hospital, no se lamentaba de su enfermedad, que le obligaba a retrasar la necesidad de tomar una decisión. Se abandonó al triste olor del fenol, a la blanca soledad de las paredes y de la cama, al dolor que sufría cuando le cambiaban los vendajes, a la rígida y maternal benevolencia de los enfermeros y a las aburridas visitas de los compañeros eternamente alegres. Leyó algunos de aquellos libros —los primeros que leía desde que había salido de la academia— que su padre le había dado en fechas lejanas como lectura amena y distraída. Cada línea le recordaba a su padre y a las tranquilas mañanas de verano y a Jacques, al músico mayor Nechwal y a la marcha de Radetzky.

Un día fue a visitarle el capitán Wagner. Permaneció largo rato sentado junto a la cama, dijo una u otra cosa, se levantó y volvió a sentarse. Finalmente sacó, con un suspiro, una letra de cambio del bolsillo de la chaqueta y le pidió a Trotta que la firmara. Trotta firmó. Se trataba de quinientas coronas. Kapturak había exigido terminantemente que Trotta diera esa fianza. El capitán Wagner se puso muy animado, contó con muchos detalles una historia de un caballo de carreras que quería comprar a buen precio y que llevaría a las competiciones de Baden. Añadió un par de anécdotas sobre el tema y se marchó repentinamente.

Dos días después llegó el comandante médico, pálido y preocupado, y le contó a Trotta que el capitán Wagner había muerto. Se había pegado un tiro en el bosque junto a la frontera. Había dejado escrita una carta de despedida a los compañeros y un cordial saludo para el teniente Trotta.

El teniente no pensó en la letra de cambio ni en las consecuencias de su firma. Volvió a tener fiebre. Soñaba, en voz alta, que los muertos le llamaban y que ya le había llegado la hora de marcharse de este mundo. El viejo Jacques, Max Demant, el capitán Wagner y los obreros desconocidos muertos a tiros, todos se ponían en fila y le llamaban. Entre Trotta y los muertos había una mesa de ruleta, vacía, sobre la que giraba la bola, que no movía mano alguna, y que sin embargo giraba incesantemente.

La fiebre persistió durante dos semanas: Motivo excelente para las autoridades militares de ir retrasando la formación del expediente y de comunicar a diversas entidades políticas que el ejército también había tenido sus víctimas, de las cuales era responsable la autoridad gubernamental, que debería haber enviado refuerzos a tiempo para la gendarmería. Se acumularon actas inmensas sobre el caso del teniente Trotta, que fueron aumentando y, en cada oficina por donde pasaron, rociadas con un poco de tinta, como si fueran flores, para que crecieran mejor. Finalmente, el asunto fue a parar al gabinete militar del emperador, porque un auditor muy circunspecto había descubierto que el teniente era nieto de aquel héroe de Solferino, desaparecido hacía ya tantos años, persona que había estado estrechamente relacionada con el jefe supremo de los ejércitos, a pesar de que todo estaba ya muy olvidado; en consecuencia, el caso de este teniente debería interesar a las más altas esferas; era mejor esperar antes de cerrar el expediente.

Y así fue como el emperador, que acababa de volver de Ischl, una mañana a las siete tuvo que ocuparse de un tal Carl Joseph marqués de Trotta y Sipolje. El emperador, viejo ya, si bien algo recuperado gracias a su estancia en Ischl, no acababa de explicarse por qué la lectura de ese nombre le hacía pensar en la batalla de Solferino. Se levantó de su mesa escritorio y, con los pasos cortos de un anciano, empezó a pasear por la habitación, muy sencillamente amueblada, donde solía trabajar. El emperador no cesaba de pasear, hasta tal punto que su viejo ayuda de cámara acabó por intranquilizarse y llamó a la puerta.

—¡Adelante! —exclamó el emperador—. ¿A qué hora viene Montenuovo? —preguntó al descubrir a su criado.

—¡A las ocho, majestad!

Faltaba aún media hora para las ocho. Pero el emperador no podía soportar más su actual estado de ánimo. ¿Por qué, por qué el nombre de Trotta le hacía pensar en la batalla de Solferino? ¿Y por qué no conseguía recordar los detalles del caso? ¿Acaso era ya tan viejo? Desde que había vuelto de Ischl le preocupaba saber los años que tenía, porque de repente le parecía sorprendente que para saber la edad hubiera que restar de la fecha actual la fecha del nacimiento. ¡Pero los años empezaban el l de enero y su cumpleaños era el 18 de agosto! ¡Ah, ojalá hubiesen empezado los años en agosto! La cosa habría resultado también fácil si hubiera nacido, por ejemplo, el 18 de enero. Pero, así, era imposible saber si tenía ochenta y dos y había empezado ya el ochenta y tres o si tenía ochenta y tres y había empezado el ochenta y cuatro. ¡Y al emperador le habría disgustado tener que preguntar esas cosas! Además, todos estaban muy ocupados y tampoco tenía importancia ser un año más joven o más viejo. Aunque hubiera sido más joven, tampoco habría recordado por qué ese condenado de Trotta le hacía pensar en la batalla de Solferino. El jefe de su casa civil seguramente lo sabría. Pero no llegaría hasta las ocho. ¡Quizá lo supiera su ayuda de cámara!

El emperador detuvo su deambular a pequeños pasitos.

—Dígame usted, ¿recuerda el nombre de Trotta? —preguntó al criado.

En realidad, el emperador hubiera querido tratar de tú al criado, como hacía con frecuencia, pero se trataba esta vez de la historia universal y el emperador tenía incluso respeto por las personas a las que preguntaba acerca de hechos históricos.

—¡Trotta! —dijo el ayuda de cámara del emperador—. ¡Trotta!

El criado también era muy viejo. Recordaba vagamente un libro de lecturas donde había una historia titulada «La batalla de Solferino». Súbitamente brilló el recuerdo en su rostro como un sol.

—¡Trotta! —exclamó—. ¡Trotta! ¡Es el que salvó la vida a su majestad! —El emperador se acercó a la mesa escritorio. Por la ventana abierta del gabinete entraba el júbilo matinal de los pajarillos de Schönbrunn. El emperador sintió que era joven otra vez. Oyó las descargas de los fusiles y creyó que le agarraban por la espalda y lo arrastraban al suelo. De repente recordó perfectamente el nombre de Trotta, tan bien como el de Solferino.

—Bien, bien —dijo el emperador, y le indicó con un gesto al criado que se retirase.

El emperador tomó la pluma y escribió al margen del informe Trotta: «¡Désele curso favorable!».

Después se levantó y se acercó a la ventana. Alegres estaban los pajarillos y el emperador les sonreía como si los viera.