Capítulo IV
Fue por el camino de costumbre, atravesó el paso a nivel con las barreras abiertas, siguió a lo largo de la delegación de Hacienda, dormido edificio amarillo. Desde allí se veía ya la casa cuartel de los gendarmes. Siguió andando. A unos diez minutos de marcha, desde la casa cuartel, estaba el cementerio con la cerca de madera. El velo de la lluvia parecía caer más denso sobre la muerta. El teniente hizo girar el picaporte húmedo y entró en el cementerio. Se oía el canto perdido de un pájaro desconocido. ¿Dónde estaba escondido? ¿No cantaba acaso desde una tumba? Se dirigió a la portería y abrió la puerta. Dentro, una vieja, con las gafas sobre la nariz, pelaba patatas. Dejó caer las peladuras y las patatas de la falda a un cubo y se levantó.
—¿La tumba de la señora Slama, por favor?
—La penúltima fila, catorce, tumba siete —dijo la mujer sin titubear, como si hubiera esperado largo tiempo esa pregunta.
Era una tumba nueva, una minúscula colina, una cruz de madera, pequeña, provisional y una corona de violetas de cristal, mojada, que hacía pensar en confiterías y bombones. «Katharina Luise Slama, nacida, fallecida». Allí debajo estaba ella; los gordos gusanos anillados empezarían a roer complacidos los senos blancos redondos. El teniente cerró los ojos y se quitó la gorra. La lluvia acariciaba con húmeda terneza sus cabellos peinados en raya. No le interesaba la tumba, el cuerpo en putrefacción debajo de este montículo nada tenía que ver con la señora Slama; estaba muerta, muerta, es decir inaccesible, aun cuando estuviera junto a su tumba. Más cerca de él estaba aquel cuerpo, enterrado en su recuerdo, que el cadáver bajo este montón de tierra. Carl Joseph se puso la gorra y miró el reloj. Faltaba todavía media hora. Salió del cementerio.
Llegó a la casa de los gendarmes, llamó, pero nadie acudió. El suboficial se hallaba aún en su casa. Caía la lluvia sobre la parra que rodeaba la entrada. Carl Joseph dio unos pasos, encendió un cigarrillo, lo tiró; se sentía como un centinela, y cada vez que su mirada se posaba en la ventana, desde donde Katharina siempre lo había saludado, giraba la cabeza, miraba el reloj, volvía a llamar y esperaba.
Cuatro campanadas llegaron lentas, apagadas, desde la torre de la iglesia. De repente apareció ante él el suboficial. Saludó mecánicamente antes de darse cuenta de a quién tenía delante. Como precaviéndose frente a una amenaza del suboficial, Carl Joseph dijo, en voz más alta de lo que pretendía:
—Buenas tardes, señor Slama.
Le dio la mano y se precipitó en el saludo como en una trinchera, esperando con la misma impaciencia que se espera un ataque, los preparativos lentos del suboficial en responder el saludo, los esfuerzos que hacía para quitarse el guante mojado de hilo, la aplicación con que realizaba esta tarea y su mirada caída. Finalmente, la mano húmeda y ancha del suboficial se puso sin fuerza en la del teniente.
—Gracias por la visita, señor barón —dijo el suboficial, como si el teniente no acabase de llegar, sino que estuviese preparándose para marchar.
El suboficial sacó la llave. Abrió la puerta. Una ráfaga de viento lanzó la lluvia torrencial contra la entrada. Parecía como si empujase al teniente hacia la casa. El pasillo era oscuro. ¿Acaso no brillaba una estrecha faja luminosa, argéntea, delgada, terrenal vestigio de la muerta? El suboficial abrió la puerta de la cocina, se ahogó su último vestigio en la luz que penetraba torrencial.
—Por favor, quítese el abrigo —dijo Slama.
El suboficial seguía con el abrigo y los correajes puestos. «¡Mi más sentido pésame!», pensó el teniente. «Se lo digo ahora y después me marcho». Slama extendía ya los brazos para quitarle el abrigo a Carl Joseph. Se sometía ahora a esta cortesía; la mano de Slama rozó por un instante la nuca del teniente, donde empezaba el pelo, junto al cuello, precisamente allí donde solían entrecruzarse las manos de la señora Slama, dulce cerrojo de aquellas adoradas cadenas. «¿Cuándo, exactamente cuándo, en qué momento va a ser posible soltar el pésame? ¿Cuando entremos en el salón o cuando nos sentemos?». Le parecía que no podría decir nada en tanto no hubiera pronunciado aquellas breves palabras, palabras que había traído por el camino, siempre en la boca, en la punta de la lengua, molestas e inútiles, insípidas.
El suboficial giró el picaporte; la puerta de la sala estaba cerrada.
—Perdone usted —dijo, aunque no tuviera culpa alguna.
Buscó en los bolsillos del abrigo que se había quitado —hacía mucho tiempo, parecía— hasta que se oyó el ruido metálico de las llaves.
«Jamás había estado cerrada esta puerta, cuando vivía la señora Slama. ¡Eso quiere decir que no está aquí!», pensó el teniente de repente, como si no estuviera él precisamente allí porque ella ya no existía. Entonces advirtió que durante todo el rato había acariciado en secreto la idea de que quizá se encontrara ella allí, sentada en la habitación, esperando. «Pero ahora estoy seguro de que ya no está. Efectivamente, está fuera, en la tumba que acabo de ver», pensó Carl Joseph. En el salón se percibía un olor húmedo; una de las dos ventanas tenía las cortinas corridas, por la otra entraba la luz gris del día nuboso.
—Pase usted, por favor —indicó el suboficial, pisándole los talones al teniente.
—Gracias —dijo Carl Joseph, mientras daba unos pasos hacia delante y se dirigía a la mesa redonda. Conocía todos los detalles de aquel mantel a rayas que cubría la mesa, su pequeña mancha en el centro y el oscuro barniz y las volutas de los pies estriados.
Allí estaba el aparador con las puertas de cristal, y dentro vasos de plata, muñequitas de porcelana y un cerdito de cerámica amarilla con una ranura para las monedas en el lomo.
—Siéntese, hágame el favor —murmuró el suboficial.
Estaba de pie tras el respaldo de la silla, rodeándolo con los brazos, como si fuera un escudo. Carl Joseph lo había visto por última vez más de cuatro años atrás. Entonces estaba en activo. Llevaba un penacho en el sombrero negro y el pecho atravesado por correajes. Con el fusil en la mano, esperaba ante la puerta del presidente de distrito. Era el suboficial Slama, el nombre era como su grado, el penacho pertenecía a su fisonomía como el bigote mismo. En ese momento estaba allí ante él, la cabeza descubierta, sin sable, correajes ni cinturón. Podía ver el brillo grasiento de la tela rayada del uniforme en la pequeña curva del estómago, sobre el respaldo, y ya no era el suboficial Slama de entonces, sino el señor Slama. Los cortos cabellos rubios le caían, partidos por la mitad, como un cepillito doble sobre la frente sin arrugas, que ostentaba una raya roja horizontal, la señal dejada por la constante presión de la dura gorra. Esa cabeza parecía huérfana sin gorra y sin casco. Su rostro, sin la sombra de la visera, era un óvalo regular, rellenado por las mejillas, nariz, barbilla y unos pequeños, insensibles, fieles ojos azules. Esperó hasta que Carl Joseph se hubo sentado; entonces corrió la silla, se sentó también él y sacó su pitillera, que tenía una tapa de esmalte de colores. El suboficial la dejó en medio de la mesa, entre el teniente y él y dijo:
—¿Le apetece un cigarrillo?
«Ha llegado el momento del pésame», pensó Carl Joseph. Se levantó y dijo:
—¡Mi más sentido pésame, señor Slama!
El suboficial permaneció sentado, con ambas manos sobre la mesa, como si no supiera de qué se trataba. Intentó sonreír mientras se ponía de pie. Pero su ademán llegó demasiado tarde, en el momento en que Carl Joseph iba a volver a sentarse. El suboficial retiró las manos de la mesa y las dejó caer sobre los pantalones. Inclinó la cabeza, la levantó de nuevo, miró a Carl Joseph, como si quisiera preguntarle qué debía hacer. Se sentaron de nuevo. Había pasado. Callaron.
—Era una buena mujer, la difunta señora Slama —dijo el teniente.
El suboficial se llevó la mano al bigote y dijo, con un pequeño mechón entre los dedos:
—Fue muy hermosa, señor barón, usted ya la conoció.
—Sí, conocí a su mujer. ¿Murió de repente?
—En dos días. Llamamos al doctor demasiado tarde. Si no, seguiría viva. Yo tenía guardia por la noche. Cuando volví, estaba muerta. La señora de aquí en frente estaba con ella. —Y, a continuación, agregó—: ¿Un poco de jarabe de frambuesa?
—Por favor —dijo Carl Joseph con voz más alegre, como si el jarabe de frambuesa procurase una situación totalmente distinta. Siguió con la mirada al suboficial mientras éste se levantaba e iba hacia la cómoda, sabiendo que allí no se guardaba el jarabe de frambuesa. Estaba en la cocina, en un armario blanco, detrás del cristal, allí era de donde siempre lo sacaba la señora Slama. Siguió atentamente todos los movimientos del suboficial, los brazos cortos y fuertes en las estrechas mangas, que se extendían para alcanzar la botella del estante más alto, y que caían después impotentes, mientras los talones volvían a tocar el suelo, y Slama, como si acabara de regresar de un territorio extranjero, por el que había emprendido un viaje de exploración inútil y sin resultados, se volvió hacia él con conmovedora desesperación en los ojos azules y le dio esta breve información:
—Le ruego me perdone, no lo encuentro.
—No se preocupe, señor Slama —le consoló el teniente.
Pero el suboficial, como si no le hubiera oído o como si debiera obedecer una orden procedente de altas esferas que no admitía alteración alguna por parte de alguien inferior, salió de la habitación. Le oyó rebuscar en la cocina, volvió con la botella en la mano, sacó del aparador unos vasos con desgastados dibujos en los bordes y puso una jarra de agua sobre la mesa. Vertió el viscoso líquido rojo intenso de la botella verde oscuro y repitió:
—¡Hágame el favor, señor barón!
El teniente escanció agua de la jarra en el jarabe de frambuesa; en el silencio, sólo se oyó el leve chapoteo del grueso chorro que caía de la jarra, como una pequeña respuesta al incansable murmullo de la lluvia afuera, que en todo el rato no había dejado de oírse. Envolvía la casa solitaria y parecía hacer a los dos hombres más solitarios aún. Estaban solos. Carl Joseph levantó el vaso, el suboficial hizo lo mismo. El teniente saboreó el líquido dulce y pegajoso. Slama vació el vaso de un sorbo, tenía sed, una sed sorprendente e inexplicable en un día fresco como ése.
—¿Se va a incorporar al X de ulanos? —preguntó Slama.
—Sí, no conozco el regimiento todavía.
—Tengo a un suboficial conocido allí, el cabo de tesorería Zenober. Estuvo conmigo en los cazadores y después pidió el traslado. De buena familia, muy educado. Seguro que aprueba el examen de oficial. Pero nosotros no pasaremos de suboficial. En la gendarmería no hay oportunidades. Zenober sirvió conmigo en los cazadores de montaña y después se pasó a los ulanos.
Llovía cada vez con más intensidad, las ráfagas de viento eran cada vez más violentas y la lluvia azotaba los cristales de la ventana sin cesar.
—Es difícil en nuestra profesión —señaló Carl Joseph, y agregó—: en el ejército quiero decir.
El suboficial estalló en unas carcajadas incomprensibles; al parecer resultaba muy divertida la observación de que era difícil la profesión que ejercían él y el teniente. Reía algo más fuerte de lo que habría querido. Se notaba en su boca, más abierta de lo que exigía la risa, que continuaba entreabierta todavía cuando aquélla ya había cesado. Por un momento pareció que al suboficial, por razones físicas, le costaba decidirse a adoptar su actitud reservada de cada día. ¿De verdad se alegraba de que resultara difícil su profesión, tanto para él como para Carl Joseph?
—El señor barón tiene la amabilidad de hablar de «nuestra» profesión. Le ruego que no lo tome a mal, pero para nosotros la cosa es muy distinta.
Carl Joseph no supo qué decir. Comprendió, de forma poco precisa, que el suboficial sentía cierto rencor hacia él, quizás hacia la situación en el ejército y en la gendarmería en general. En la academia no le habían enseñado sobre la manera en que debía comportarse un oficial en circunstancias parecidas. De todos modos, Carl Joseph decidió sonreír, con una sonrisa que, como tenacillas, tiraba de sus labios hacia abajo, contrayéndolos. Parecía como si Carl Joseph quisiera ahorrar las manifestaciones de alegría que el suboficial gastaba complacido. El licor de frambuesa, que hacía un instante todavía era tan dulce en el paladar, arrojaba ahora desde la garganta un insípido sabor. Lo mejor habría sido tomarse un coñac. El salón rojo resultaba más pequeño y bajo que en otras ocasiones, como aplastado por la lluvia. En la mesa se hallaba el álbum tan conocido, con las cantoneras de latón. Carl Joseph conocía todas las fotos.
—¿Me permite usted? —dijo el suboficial, mientras abría el álbum y se lo mostraba al barón.
El señor Slama aparecía fotografiado de paisano junto a su mujer, de recién casado.
—Entonces era jefe de sección —dijo en un tono algo amargado, como sugiriendo que ya entonces le correspondía un cargo más alto.
La señora Slama se hallaba sentada a su lado en un vestido de verano, estrecho, claro, con una cintura delgadísima, como en una coraza de olor, y, en la cabeza, una pamela blanca. ¿Qué pasaba? ¿Era acaso que Carl Joseph no había visto nunca antes el cuadro? ¿Por qué le resultaba hoy tan nuevo? ¿Y tan viejo? ¿Y tan extraño? ¿Y tan ridículo? Sonreía como si estuviera contemplando un cuadro grotesco de épocas pasadas y como si nunca hubiese querido a la señora Slama, como si ella no hubiera muerto hacía unos meses, sino muchos años antes.
—Era muy bonita. Se ve bien —dijo el teniente, y no ya por no saber qué decir, como antes, sino por pura hipocresía.
Hay que decir algo agradable de una muerta, cuando se está delante del viudo al que se da el pésame. Carl Joseph se sentía ahora libre de la muerta y separado ya de ella, como si todo se hubiera borrado. «¡Todo fueron meras imaginaciones!», se dijo. Se bebió el resto del licor y se levantó.
—Buenos días, señor Slama, me marcho ya —dijo, y sin esperar, salió.
El suboficial apenas había tenido tiempo de levantarse. Se hallaban ya en el pasillo, Carl Joseph se puso el abrigo y, lentamente, los guantes. Complacido, pues ya no le corría prisa.
—Hasta la vista, señor Slama —dijo, percibiendo satisfecho un tono extraño, engreído, en su propia voz.
Allí estaba Slama, la mirada caída y sin saber qué hacer con las manos, que de repente se encontraban vacías, como si hasta entonces hubieran sostenido algo que en ese momento habían dejado caer y habían perdido para siempre. Se dieron la mano. Slama parecía querer decirle algo. Pero no.
—Ya nos veremos, señor teniente —dijo, sin embargo.
No lo diría en serio. Carl Joseph se había olvidado ya de la cara de Slama. Sólo recordaba la tirita dorada en el cuello y los tres galones dorados en las mangas negras de la camisa de gendarme. ¡Quede usted con Dios, suboficial!
Aún llovía, suave, incesantemente, con ráfagas aisladas de aire cálido. Parecía como si ya tuviera que ser de noche y, sin embargo, no acababa de serlo. Persistía eterna la gris humedad. Por primera vez desde que llevaba uniforme —es más, por primera vez en la vida—, Carl Joseph sintió la necesidad de levantar el cuello del abrigo. Levantó por un instante las manos y, al recordar que vestía el uniforme, las dejó caer de nuevo. Pareció que, por un instante, se había olvidado de su profesión. Avanzó lentamente por la grava húmeda del jardín que crujía bajo sus pies, alegrándose de su lentitud. No necesitaba apresurarse; no había pasado nada, todo había sido un sueño. ¿Qué hora sería? El reloj de bolsillo estaba demasiado bien escondido bajo la camisa, en el bolsillo del pantalón. Era mejor no desabrocharse el abrigo. Además, pronto darían las campanadas.
Abrió la verja del jardín y salió a la calle.
—¡Señor barón! —oyó de repente gritar a sus espaldas.
Se sorprendió que le hubiera seguido sin dejarse oír. Se detuvo, pero no se decidió a dar media vuelta. Quizá le estuviera encañonando con una pistola precisamente en el hueco que dejaban los pliegues de reglamento en la espalda. ¡Qué ocurrencia más horrorosa y más ingenua! ¿Acaso todo volvía a empezar?
—¡Diga! —exclamó con orgullosa indiferencia, continuación penosa de su despedida, que le costaba muchísimo mantener, y dio media vuelta.
Sin abrigo y con la cabeza descubierta se encontraba ante él el suboficial Slama, bajo la lluvia, con el pelo como un cepillo y grandes goterones sobre la frente rubia y lisa. Sostenía en la mano un paquetito azul, atado con hilo de plata formando una cruz.
—Esto es para usted, señor barón —dijo bajando la mirada—. ¡Le ruego mil perdones! Lo ha ordenado el señor jefe de distrito. Cuando lo encontré se lo di yo mismo. El señor jefe de distrito lo miró rápidamente y me dijo que tenía que entregárselo yo personalmente.
Hubo un instante de calma, la lluvia caía sólo sobre el pobre paquetito azul pálido, que se tiñó rápidamente, sin poder aguardar más bajo la lluvia. Carl Joseph se puso colorado; cogió el paquete y lo hundió en el bolsillo del abrigo. Por un instante pensó en quitarse el guante de la mano derecha, pero, después de reflexionar, extendió la mano enguantada al suboficial.
—¡Muchísimas gracias! —dijo, y se fue rápidamente.
Tocó con la mano el paquete en el bolsillo. Desde allí le llegaba, a través de la mano y del brazo, un calor desconocido que le enrojeció el rostro. Pensó entonces que sería conveniente desabrocharse el cuello, igual que poco antes había pensado que lo mejor sería levantarlo. Sintió otra vez el amargo sabor del licor de frambuesa en la boca. Volvió a pensar en la necesidad de beber un coñac. Carl Joseph sacó el paquete del bolsillo. Sí, no cabía duda. Eran sus cartas.
Deseaba que se hiciera de noche y dejara de llover. Mucho tendría que cambiar el mundo para ello; el sol de la tarde enviaría acaso un último rayo de luz a la tierra. Bajo la lluvia, los prados respiraban aquel olor que él conocía tan bien. Resonaba la llamada solitaria de un ave desconocida, jamás oída allí; parecía encontrarse en una región extraña. Dieron las cinco; había pasado una hora exactamente, no más de una hora. ¿Convenía apresurar el paso o retenerlo? El tiempo va a una velocidad extraña, enigmática, una hora es a veces como un año. Tocaron las cinco y cuarto. Carl Joseph apenas había andado unos pasos. Aceleró entonces la marcha. Atravesó las vías y aparecieron las primeras casas de la ciudad. Pasó por delante del café de la villa, el único local que poseía una moderna puerta giratoria. Pensó que quizá fuera conveniente entrar, tomar un coñac en el mostrador y después marcharse. Carl Joseph entró.
—Rápido, un coñac —dijo en el mostrador.
No se quitó la gorra ni el abrigo. Algunos concurrentes se levantaron. Se oía el ruido de las bolas de billar y de las piezas de ajedrez. Bajo la penumbra de los rincones estaban sentados los oficiales de la guarnición; Carl Joseph no los vio, ni tampoco los saludó. Ante todo necesitaba un coñac, urgente. Estaba pálido. La cajera, una rubia pajiza, sonreía maternalmente desde su posición elevada; con mano bondadosa colocó un terrón de azúcar junto a la taza. Carl Joseph bebió el coñac de un trago y pidió inmediatamente otro. De la cara de la cajera sólo distinguía un resplandor amarillo y los dos empastes de oro junto a las comisuras de los labios. Se sentía como si estuviera cometiendo algo prohibido, y no entendía por qué iba a estar prohibido tomarse dos coñacs, ahora que ya había acabado la academia. ¿Por qué le miraba la cajera con esa sorprendente sonrisa? Su mirada azul, oscura, le resultaba penosa, al igual que las negras cejas. Dio media vuelta y miró por el salón. En el rincón junto a la ventana estaba su padre.
Sí, era el jefe de distrito. ¿Qué tenía ello de sorprendente? Todos los días se sentaba allí, entre las cinco y las siete, leía el Diario de avisos y el Boletín Oficial y fumaba un Virginia. Toda la ciudad lo sabía desde hacía seis lustros. El jefe de distrito seguía sentado allí, contemplaba a su hijo y parecía sonreír. Carl Joseph se quitó la gorra y se acercó a su padre. El viejo señor de Trotta levantó la mirada del periódico, pero sin dejarlo.
—¿Vienes de ver a Slama? —preguntó.
—Sí, papá.
—¿Te ha dado las cartas?
—Sí, papá.
—Siéntate.
—Sí, papá.
El jefe de distrito dejó entonces el periódico, apoyó los codos en la mesa y dirigiéndose a su hijo le dijo:
—Te ha dado un coñac barato, la verdad. Yo siempre tomo Hennessy.
—Lo tendré en cuenta, papá.
—Pero bebo poco.
—Sí, papá.
—Todavía estás algo pálido. Quítate el abrigo. El comandante Kreidl está allí y nos está mirando. Carl Joseph se levantó y saludó con una reverencia al comandante.
—¿Estuvo desagradable Slama?
—No; es un tipo excelente.
—Ya te lo decía yo.
Carl Joseph se quitó el abrigo.
—¿Dónde están las cartas? —preguntó el jefe de distrito.
El hijo extrajo el paquete del bolsillo del abrigo. El viejo señor de Trotta lo cogió entre sus manos. Lo levantó con la derecha como para tantear el peso.
—Son muchas cartas.
—Sí, papá.
Callaron. Se oía el choque de las bolas de billar y de las piezas de ajedrez. Afuera seguía cayendo la lluvia.
—Pasado mañana te incorporas —dijo el jefe de distrito mirando por la ventana.
De pronto Carl Joseph sintió la mano reseca del padre sobre su diestra. La mano del jefe de distrito se encontraba sobre la del teniente, fría y huesuda, como un duro caparazón. Carl Joseph inclinó su mirada. Se puso colorado y respondió:
—Sí, papá.
—La cuenta —exclamó el jefe de distrito, apartando su mano—. Dígale a la señorita que nosotros sólo tomamos Hennessy —indicó al camarero.
Trazando una diagonal atravesaron el salón hacia la puerta, el padre delante y el hijo detrás.
Goteaban lentos y cantarinos los árboles mientras avanzaban por el húmedo jardín hacia su casa. En el portal de la jefatura del distrito apareció el suboficial Slama. Llevaba casco, el mosquetón con bayoneta calada y el diario bajo el brazo.
—Buenas tardes, querido Slama —dijo el viejo señor de Trotta—. Sin novedad, ¿verdad?
—Sin novedad —repitió el suboficial.