Capítulo V
El cuartel se encontraba al norte de la ciudad. Delante de él terminaba la carretera, ancha y en buen estado; esa carretera que, detrás del edificio de ladrillo rojo, empezaba una nueva vida y se perdía en el azul del paisaje. Diríase que el cuartel era un símbolo del poder de los Habsburgo que el real e imperial ejército había colocado en el país eslavo. El cuartel cerraba el paso a la carretera antiquísima, tan ancha y extensa por las migraciones, siempre repetidas, de los pueblos eslavos. La carretera tenía que ceder ante el cuartel. Daba allí una gran curva. Si uno se situaba en el extremo norte de la ciudad, al final de la carretera, donde las casas se iban haciendo pequeñas hasta convertirse finalmente en chozas campesinas, en los días claros se podía distinguir, en la lejanía, la puerta negra y amarilla del cuartel, puesta allí como un poderoso escudo de los Habsburgo frente a la ciudad, simbolizando, a la vez, amenaza y protección. El regimiento estaba destacado en Moravia. Pero la tropa no estaba formada por checos, como cabría suponer, sino por ucranianos y rumanos.
Dos veces a la semana se celebraban los ejercicios militares en los terrenos del sur. Dos veces a la semana el regimiento pasaba por las calles de la pequeña ciudad. El claro son de los clarines interrumpía, a intervalos regulares, el golpeteo monótono de los cascos de los caballos, y los pantalones rojos de los jinetes sobre los grandes corpachones brillantes de los corceles llenaban la ciudad de una gloria sangrienta. Los ciudadanos permanecían parados en las aceras. Los comerciantes salían de las tiendas, los contertulios ociosos de los cafés abandonaban las mesas, los guardias municipales dejaban sus puestos de vigilancia, y los campesinos, que habían llegado al mercado transportando verduras de las aldeas, olvidaban los carros y los caballos. Solamente los cocheros seguían inmóviles en los pescantes, parados los coches junto al jardín municipal. Desde arriba veían mejor el espectáculo militar. Los viejos jamelgos parecían saludar con sorda indiferencia la llegada exuberante de sus jóvenes compañeros. Los corceles de los soldados eran parientes lejanos de los tristes caballos que, desde hacía quince años, sólo servían para arrastrar los coches de punto hasta la estación y volver.
Carl Joseph sentía total indiferencia hacia los animales. A veces creía sentir dentro de sí la sangre de sus antepasados que nunca habían sido caballeros. Habían pasado el rastrillo una y otra vez por la tierra, entre sus recias manos. Clavaban la reja del arado en los terrones jugosos de los campos y, con las rodillas torcidas, avanzaban al paso mesurado de la poderosa pareja de bueyes. Hacían avanzar la yunta con una vara de mimbre, no con espuelas y látigo. Blandían la guadaña afilada, el brazo en alto, como un rayo, y segaban aquella bendición de Dios que ellos mismos habían sembrado. El padre del abuelo todavía había sido campesino. El pueblo de donde procedían se llamaba Sipolje. Sipolje era una palabra antigua, cuyo significado apenas conocían ya los actuales eslovenos. Pero Carl Joseph creía conocer la aldea. La veía cuando pensaba en el cuadro de su abuelo colgado en la penumbra del gabinete. El pueblo se hallaba rodeado de montañas desconocidas, bajo el resplandor dorado de un sol también desconocido, con chozas miserables de barro y paja. Hermoso era el pueblo, un pueblo bueno. Por él habría dado su carrera de oficial.
Pero, ay, no era aldeano, sino barón y teniente de los ulanos. Él no tenía una habitación en la ciudad como los otros. Carl Joseph vivía en el cuartel. La ventana de su habitación daba al patio. Enfrente estaban los dormitorios de la tropa. Cuando por la tarde volvía al cuartel y la gran puerta a dos batientes se cerraba tras él, tenía la sensación de que había sido hecho prisionero; jamás volvería a abrirse ante él la puerta. Sus espuelas emitían un sonido metálico helado sobre los peldaños de piedra y sus botas resonaban al avanzar sobre el suelo de madera, oscuro, calafateado, del pasillo. Las paredes encaladas aprisionaban la luz del día que moría y la reflejaban como para que no fuese necesario encender los sencillos quinqués que iluminaban desde los rincones las estancias: se podía esperar a que fuese noche cerrada para encenderlos. Diríase que las paredes habían guardado la luz del día en su momento oportuno para soltarla cuando la oscuridad lo exigía. Carl Joseph no encendía la luz. La frente pegada a los cristales de la ventana, esa ventana que parecía separarle de las tinieblas y que en realidad era como el helado límite, tan conocido, de esas mismas tinieblas, así contemplaba el teniente la intimidad acogedora de los dormitorios de la tropa bajo una luz amarillenta. Habría preferido ser uno de ellos. Allí estaban, medio desnudos, con aquellas camisas amarillas, de tela burda, de reglamento, balanceando los pies descalzos, sentados en las literas, cantaban, hablaban y tocaban la armónica. A esta hora del día —estaba ya muy avanzado el otoño—, una hora después de bajar bandera y media hora antes del toque de retreta, el cuartel era como una inmensa nave. A Carl Joseph le parecía incluso que se movían los misérrimos quinqués al ritmo regular de las olas de un ignorado océano. Los soldados cantaban canciones en una lengua desconocida, en una lengua eslava. Los viejos aldeanos de Sipolje las habrían comprendido. Su enigmático retrato dormía en el gabinete de la casa paterna. Los recuerdos de Carl Joseph se aferraban a ese cuadro como a la única y última señal que le había dado la larga y desconocida cadena de sus antepasados. Él era un descendiente. Desde que había ingresado en el regimiento se sentía nieto de su abuelo, pero no hijo de su padre; era, en realidad, el hijo de su sorprendente abuelo. Los soldados soplaban sin cesar en las armónicas. Observaba claramente los movimientos de las morenas manos que deslizaban el instrumento de un lado para otro de sus rojas bocas y, de vez en cuando, el resplandor del metal. El sonido nostálgico de la armónica se precipitaba al patio del cuartel por las ventanas cerradas y sumergía las tinieblas con un claro vislumbre de la aldea y las mujeres, los hijos y el caserío. En su tierra vivían en chozas de techo bajo, por las noches fecundaban las mujeres y de día los campos. Blanca y alta la nieve en el invierno junto a sus chozas. Dorada y alta la mies en verano junto a sus muslos. ¡Eran campesinos, campesinos! ¡Que no otra cosa habían sido los antepasados de los Trotta! No otra cosa.
Estaba ya muy adelantado el otoño. Por la mañana, al levantarse, surgía el sol como una naranja carmín, sangrienta, por oriente. Cuando empezaba la instrucción en los prados, en los claros extensos y verdes, entre los negros abetos, se levantaba torpe la plateada niebla, rasgada por los movimientos regulares, violentos, de los uniformes azules, oscuros. Pálido y nostálgico ascendía el sol por el horizonte. Entre el ramaje negro relucían sus apagadas platas, frías y extrañas. Un escalofrío helado frotaba, como una almohaza maligna, el pelo de un moreno herrumbroso de los corceles; desde los claros cercanos llegaban sus relinchos, en una llamada de dolor, pidiendo la tierra y el establo. Se hacía «instrucción con las carabinas». Carl Joseph apenas podía esperar el regreso al cuartel. Temía aquel cuarto de hora de «descanso» que se producía, con toda puntualidad, a las diez; temía la conversación con los compañeros que solían reunirse en la cantina cercana para tomar una cerveza y esperar al coronel Kovacs. Peor todavía era la velada en el casino. Pronto empezaría. Era obligatorio asistir. Ya se acercaba la hora de la retreta. Las sombras azules, oscuras y metálicas de los soldados que volvían, pasaban ya apresuradas por el sombrío cuadrado del patio del cuartel. El suboficial Reznicek aparecía en la puerta con el farol amarillento en la mano, y los cornetas se reunían en las tinieblas del patio. Brillaban los amarillos instrumentos de latón delante del azul resplandeciente de los uniformes. Desde los establos llegaba el relincho soñoliento de los caballos. En el cielo, parpadeaban, doradas, las estrellas.
Llamaron a la puerta, Carl Joseph no se movió. Era su asistente. «Ya entrará», pensó. En ese momento entraba. Se llamaba Onufrij. ¡Cuánto tiempo había necesitado para recordar ese nombre! ¡Onufrij! Para su abuelo habría sido todavía un nombre corriente.
Onufrij entró. Carl Joseph pegó la frente a la ventana. Oyó a sus espaldas el taconazo del asistente. Era miércoles. Día de salida de Onufrij. Había que encender la luz y rellenar un pase. Enfrente, los soldados seguían tocando la armónica. Onufrij abrió la luz. Carl Joseph oyó el chasquido del interruptor junto al montante de la puerta. Una gran claridad inundó la estancia a sus espaldas. Delante de la ventana le seguían contemplando las tinieblas del patio y, enfrente, relucía la luz amarilla, tan conocida, de los dormitorios de la tropa, ya que la luz eléctrica era un privilegio de los oficiales.
—¿Dónde vas hoy? —preguntó Carl Joseph, que seguía mirando hacia los dormitorios de la tropa.
—A ver a la chica —dijo Onufrij.
Por primera vez el teniente le trataba de tú.
—¿A qué chica? —preguntó Carl Joseph.
—A Katharina —contestó Onufrij.
Se notaba que se hallaba en posición de firmes.
—Descanso —ordenó Carl Joseph.
Se oyó cómo Onufrij hacía avanzar el pie derecho.
Carl Joseph se giró. Delante de él estaba Onufrij; los grandes dientes de caballo brillaban entre sus labios rojos. No podía ponerse en «descanso» sin sonreír.
—¿Cómo es tu Katharina? —le preguntó Carl Joseph.
—A sus órdenes, mi teniente, pechos grandes, blancos.
—Pechos grandes, blancos —repitió el teniente haciendo un hueco con sus manos. Sintió el frío recuerdo de los pechos de Kathi. Estaba muerta, muerta—. El pase —ordenó.
Onufrij le dio el pase de salida.
—¿Dónde está Katharina? —preguntó Carl Joseph.
—Criada en casa de señores —replicó Onufrij, y añadió satisfecho—: Pechos grandes, blancos.
—¡Dame! —dijo Carl Joseph. Cogió el pase, lo desplegó y lo firmó—. Vete a ver a Katharina.
Onufrij pegó un taconazo.
—¡Váyase!
Apagó la luz. En la oscuridad buscó su abrigo. Salió al pasillo. En el preciso instante en que cerraba la puerta, los cornetas, abajo, iniciaban el último toque de retreta. Las estrellas parpadeaban en el cielo. Saludó el centinela en la puerta. La carretera brillaba plateada bajo la luna. Las luces amarillas de la ciudad saludaban hacia el cuartel como estrellas caídas. Resonaban duros los pasos sobre el suelo helado de la noche otoñal.
A sus espaldas sintió los pasos de Onufrij. El teniente iba deprisa, para que el asistente no le alcanzara. Pero también Onufrij aceleró el paso. Y así iban apresurados por la carretera solitaria, dura y resonante, uno detrás del otro. Al parecer, Onufrij deseaba alcanzar al teniente. Carl Joseph se detuvo y esperó. Onufrij se erguía inmenso bajo el claro de luna, parecía crecer, levantar la cabeza hasta las estrellas, como si de allí le llegara una nueva fuerza para encontrarse con su señor. Movía los brazos de un tirón, al mismo ritmo que las piernas: era como si pisara el aire con las manos. Se detuvo a tres pasos de Carl Joseph, hinchando una vez más el pecho, con un taconazo tremendo, saludó con los cinco dedos de su mano, que parecían formar uno solo. Carl Joseph sonrió desconcertado. Cualquier otro habría pronunciado una frase amable en una situación como ésa. Resultaba conmovedor ver cómo Onufrij le seguía. Nunca se había fijado en él. Mientras no pudo recordar su nombre también le fue imposible recordar su rostro. Era como si cada día hubiese tenido un asistente diferente. Los otros hablaban de sus asistentes con mucho detalle, como si hablaran de mujeres, de vestidos, de comidas preferidas o de caballos. Cuando se hablaba de criados, Carl Joseph pensaba en el viejo Jacques, en su casa, el viejo Jacques que todavía había servido a las órdenes del abuelo. No había otro criado en el mundo a excepción del viejo Jacques. Ahora estaba Onufrij ante él, en la carretera bañada por la luna, hinchado el pecho, los botones del uniforme relucientes, las botas limpias brillantes y en su cara ancha una alegría apenas retenida por hallarse con su teniente.
—Póngase en descanso —le dijo Carl Joseph.
Habría deseado decirle algo amable: El abuelo se lo habría dicho a Jacques. Onufrij puso con estrépito el pie derecho delante del izquierdo. Seguía sacando el pecho, la orden de nada servía.
—Póngase cómodo —dijo Carl Joseph, impaciente y triste.
—A sus órdenes, ya estoy cómodo —replicó Onufrij.
—¿Vive lejos de aquí tu chica? —preguntó Carl Joseph.
—No es lejos. Media hora de marcha, a sus órdenes, mi teniente.
La cosa no tenía remedio, Carl Joseph no encontraba qué palabras decir. Buscaba inútilmente una desconocida ternura. No sabía cómo tratar a los asistentes. ¿Pero acaso sabía tratarse con alguien? Su desorientación era grande, tampoco sabía qué decir a sus compañeros. ¿Por qué murmuraban siempre cuando él se les acercaba o en cuanto se alejaba? ¿Por qué hacía tan mala figura a caballo? ¡Ah, se conocía bien! Veía su silueta como en un espejo y bien sabía que no podían engañarle. A sus espaldas corrían los cuchicheos de los compañeros. No comprendía sus respuestas hasta que se las explicaban y tampoco entonces encontraba motivo por el que reír. El coronel Kovacs le apreciaba a pesar de todo. Y evidentemente tenía una hoja de servicios intachable. Vivía bajo la sombra del abuelo. Eso era lo que pasaba. Era el nieto del héroe de Solferino, su único nieto. Sentía a su espalda la mirada oscura, enigmática, del abuelo constantemente. ¡Era el nieto del héroe de Solferino!
Carl Joseph y su asistente Onufrij permanecieron unos minutos frente a frente en silencio en la carretera envuelta en un brillo lechoso. La luna y la soledad prolongaban los minutos. Onufrij no se movía. Era como una estatua bajo el brillo plateado de la luna. Carl Joseph dio de repente media vuelta y se puso a andar. Exactamente a tres pasos le seguía Onufrij. Carl Joseph oía el golpe regular de las pesadas botas y el resonar metálico de las espuelas. Le seguía la fidelidad en persona. Cada golpe de las botas sobre el suelo era como un nuevo juramento de fidelidad por parte del asistente. Carl Joseph tenía miedo de volverse. Deseaba que la carretera recta desembocase de repente en una bifurcación inesperada, desconocida, en otro camino; huía ante la actitud servicial, pertinaz, de Onufrij. El asistente le seguía a un ritmo continuado. El teniente se esforzaba en mantener la marcha con los pasos que le seguían a su espalda. Tenía miedo de decepcionar a Onufrij si alteraba el paso sin motivo y repentinamente. La fidelidad de Onufrij se manifestaba en el paso seguro de sus botas. Cada nuevo paso conmovía a Carl Joseph. Era como si a sus espaldas un mozo desmañado intentara llamar al corazón de su amo golpeando con sus pesadas suelas. La ternura torpe de un oso con botas y espuelas. Al final llegaron a los arrabales. A Carl Joseph se le ocurrieron unas palabras que le parecieron adecuadas para la despedida. Se giró y dijo:
—Que te diviertas, Onufrij.
Se metió rápidamente por una callejuela. Como un eco lejano le llegaron las manifestaciones de gracias de su asistente.
Tuvo que dar un rodeo. Llegó al casino diez minutos después. Estaba en el primer piso de una de las mejores casas del antiguo bulevar. Como todas las noches, las ventanas del casino iluminaban la plaza, paseo preferido de la población. Era tarde ya, había que pasar rápido por los apiñados grupos de ciudadanos que paseaban con sus mujeres. El teniente sufría lo indecible al tener que pasar, día tras día, con su uniforme abigarrado y brillante, por entre la población, seguido de sus miradas curiosas, hostiles y lascivas, para penetrar finalmente como un dios en el gran portal iluminado del casino. Serpenteaba rápidamente entre los paseantes por los bulevares. Eran dos minutos, dos minutos odiosos. Subió las escaleras saltando los peldaños de dos en dos. Lo mejor era no encontrarse con nadie. Era un mal síntoma encontrarse con alguien en las escaleras. Calor, luz y voces le llegaban desde el vestíbulo. Entró y saludó. Buscaba al coronel Kovacs en el rincón de costumbre. Allí jugaba al dominó cada noche con otra persona. Jugaba al dominó con gran entusiasmo, quizá porque tenía un temor exagerado a las cartas. «Jamás he tenido un naipe entre mis manos», solía decir. Pronunciaba la palabra «naipe» con un tono no exento de cierta odiosidad y se miraba las manos como si en ellas estuviera la prueba de su carácter intachable. «Señores míos —decía a veces—, os recomiendo que juguéis al dominó. Es un juego limpio y sirve para ejercer moderación». A veces levantaba una ficha de dominó al aire, como un instrumento mágico, con el cual les sacaba a los viciosos jugadores de cartas el diablo del cuerpo.
Hoy le tocaba jugar al dominó al jefe de escuadrón Taittinger. La cara del coronel emitía un reflejo entre rojo y azulado sobre el rostro amarillo, seco, del jefe de escuadrón. Carl Joseph se plantó con ligero tintineo de las espuelas delante del coronel.
—¡Hola! —dijo el coronel Kovacs sin dejar de jugar al dominó.
Era un hombre cordial. Desde hacía tiempo se había acostumbrado a adoptar una actitud paternal. Solamente una vez al mes soltaba su rabieta, más temida por él que por el regimiento. Para eso cualquier motivo era suficiente. Gritaba como para que temblaran las paredes del cuartel y los viejos árboles alrededor del campo de maniobras. Su cara, roja con vetas azules, se ponía pálida hasta en los labios, y con la fusta golpeaba, incansable y tembloroso, el empeine de la bota. Decía palabras sin sentido, entre las que destacaba, como un sonsonete, la frase, dicha sin más, «y esto en mi regimiento», pronunciada en voz más baja que las restantes. Al final se paraba, sin saber por qué, de la misma manera en que había empezado, y se iba de la oficina, del casino, del campo de instrucción o de dondequiera que se hubiese producido su pataleta. Todos conocían bien al bueno del coronel Kovacs. Se podía confiar en la regularidad de sus ataques de rabia como en la repetición de las fases de la luna. El jefe de escuadrón Taittinger, que había cambiado ya dos veces de regimiento y que tenía un buen ojo clínico hacia los superiores, aseguraba incansable, a quienquiera que se terciase, que en todo el ejército no había otro coronel más inocente.
Finalmente, el coronel decidió apartar su atención de la partida de dominó y dio la mano a Trotta.
—¿Comió ya? —preguntó—. ¡Qué lástima! —siguió diciendo y su mirada se perdió en una enigmática lejanía—. El filete estaba hoy excelente. —Y al cabo de un rato repitió—: ¡Excelente!
Lamentaba que Trotta no hubiese aprovechado el filete. De buena gana le habría mostrado al teniente con qué placer había comido su filete; que viera por lo menos comer con apetito.
—Bueno, pues, que se divierta —dijo finalmente y volvió a ocuparse de su partida de dominó.
En esos momentos reinaba una confusión general en el salón, ya no quedaba ningún sitio agradable que ocupar. El jefe de escuadrón Taittinger, quien desde tiempo inmemorial dirigía el restaurante de oficiales y cuya única pasión era el consumo de dulces y pastas, había ido convirtiendo el casino, con el tiempo, en una imitación de la pastelería donde solía pasar las primeras horas de la tarde. Se le podía ver allí, sentado detrás de la puerta de cristal, con la inmovilidad sombría de un sorprendente maniquí militar puesto allí para atraer al cliente. Era el mejor cliente de la pastelería y, seguramente, el más hambriento. Sin que se alterasen en absoluto los rasgos hipocondríacos de su rostro, devoraba una fuente de dulces tras otra, tomándose un sorbito de agua de vez en cuando, y correspondía con una lenta inclinación de cabeza al saludo de los soldados que pasaban por la calle. En su gran cráneo flaco, de pelo escaso, no parecía suceder nada en absoluto. Era un oficial dulce y perezoso. De todas las obligaciones que le imponía el servicio, la única agradable era ocuparse de los asuntos del restaurante, de la cocina, de los cocineros, de los ordenanzas y de la bodega. Su extensa correspondencia con comerciantes en vinos y fabricantes de licores daba trabajo a no menos de dos escribientes. Con los años consiguió que el mobiliario del casino acabara por parecerse al de su amada pastelería, colocó unas mesitas muy graciosas en todos los rincones y les puso lamparillas con pantallas rojas.
Carl Joseph dio una mirada a su alrededor. Buscaba un sitio soportable. Entre el alférez de complemento Bárenstein, caballero de Zaloga, un rico abogado recientemente ennoblecido, y el risueño teniente Kindermann, originario de la Alemania Imperial, era donde disfrutaría de mayor seguridad. No resultaba muy adecuado para el alférez su cargo juvenil. Era ya algo entrado en años, tenía barriga y más parecía un paisano disfrazado de militar que un oficial del emperador. Llamaba la atención su rostro, con un pequeño bigotito negro, al que faltaban, por así decir, los quevedos que la naturaleza exige. Con todo, irradiaba una dignidad en la que se podía confiar: Carl Joseph creía ver en él a un médico de cabecera o a un tío. Era la única persona en los dos grandes salones de la que podía afirmarse que estaba verdadera y auténticamente sentado, mientras que los demás no hacían sino menearse en sus asientos. La única concesión que el alférez Bárenstein, doctor en derecho, hacía al uniforme militar era el monóculo que usaba cuando estaba de servicio, porque efectivamente el paisano llevaba quevedos.
La persona del teniente Kindermann resultaba también más tranquilizadora que la de los demás, sin duda alguna. Estaba hecho de una sustancia rubia, rosada y transparente, incorpórea casi y que se podía atravesar como la neblina soleada, vaporosa de la tarde. Todo cuanto decía era vaporoso y transparente, como un hálito huido de su cuerpo, sin que por ello perdiera tamaño. Incluso la seriedad con que seguía una conversación era como una sonrisa de primavera. Una nonada sonriente sentada a la mesa: eso era el teniente.
—¡Hola! —dijo con un tono de voz muy quedo, una voz que el coronel Kovacs consideraba como uno de los instrumentos de viento del ejército prusiano.
El alférez de complemento Bárenstein se levantó, según ordenaba el reglamento, con toda solemnidad.
—Mis respetos, mi teniente —le dijo.
«Buenas noches, doctor», casi le habría respondido Carl Joseph respetuosamente, pero se limitó a preguntar:
—¿No molesto?
—Hoy estará de vuelta el doctor Demant —dijo Bárenstein iniciando la conversación—. Me he encontrado con él esta tarde por casualidad.
—Es una bellísima persona —dijo Kindermann cantarín.
Su voz sonaba como un suave airecillo entre las cuerdas de un arpa, especialmente en comparación con la voz recia, propia del foro, del barítono Bárenstein. Kindermann, que siempre estaba preocupado en superar su interés, extremadamente escaso, por las mujeres, mediante la especial atención que aparentaba dedicarles, les informó además:
—Y su mujer, ¿la conocéis?, es una belleza, una mujer encantadora.
Al pronunciar la palabra «encantadora» levantó la mano, haciendo bailotear los dedos sueltos por el aire.
—Yo la conocí cuando todavía era una jovencilla —señaló el alférez.
—¡Qué interesante! —dijo Kindermann, en un tono evidentemente hipócrita.
—Su padre era antes uno de los más ricos fabricantes de sombreros —siguió diciendo el alférez, como si estuviese leyendo en un informe.
Parecieron sorprenderle sus palabras y se calló. La expresión «fabricante de sombreros» era, quizá, demasiado propia de paisanos, y él no se hallaba de tertulia con abogados. Se juró en silencio a sí mismo que, en adelante, pensaría más antes de decir una frase. En su opinión, la caballería se merecía esto y mucho más. Intentó mirar a Trotta, pero éste estaba sentado a su izquierda, mientras Bárenstein llevaba el monóculo puesto precisamente en el ojo derecho. Sólo veía con claridad a Kindermann, pero Kindermann no le interesaba en absoluto. Para darse cuenta de si el uso del giro «fabricante de sombreros», propio del habla familiar, había tenido fatales efectos sobre Trotta, Bárenstein sacó su pitillera y la tendió a Carl Joseph, pero al mismo tiempo recordó que Kindermann era más antiguo en el cargo y, girando rápidamente a la derecha, le dijo:
—Perdón.
Los tres fumaban en silencio. La mirada de Carl Joseph se dirigía hacia el retrato del emperador colgado en la pared de enfrente. Allí estaba Francisco José en uniforme de general, blanco como el azahar, con la ancha faja roja cruzándole el pecho y la orden del Toisón de Oro al cuello. El gran sombrero negro de mariscal con el penacho de exuberantes plumas verdes de pavo real estaba al lado del emperador, sobre una mesita que no parecía tenerse muy firme sobre sus patas. El cuadro parecía estar colgado muy lejos, más lejos que la pared. Carl Joseph recordó que durante los primeros días que siguieron a su llegada al regimiento este cuadro le había causado cierto orgulloso consuelo. Entonces le parecía que el emperador podría surgir en cualquier momento del estrecho marco negro. Pero, paulatinamente, el jefe supremo de los ejércitos fue adquiriendo el rostro indiferente y usual de los sellos y las monedas, en el que ya no se fijaba. En el casino estaba colgado su cuadro como un extraño sacrificio que un dios se ofrece a sí mismo. Sus ojos —que en otro tiempo fueron como un cielo estival de vacaciones— eran ahora sólo dura porcelana azul. ¡Y seguía siendo el mismo emperador! En su casa, en el despacho del jefe de distrito, también se hallaba colgado este cuadro. También lo estaba en el aula magna de la academia, en el despacho del coronel en el cuartel. En cien mil puntos distintos distribuidos por todo el ancho Imperio, allí estaba Francisco José, omnipresente entre sus súbditos, como Dios en la Tierra. Y a él le había salvado la vida el héroe de Solferino. El héroe de Solferino se había hecho viejo y había muerto. Ahora se lo comían los gusanos. Y su hijo, el jefe de distrito, también se hacía viejo ya. Pronto se lo comerían los gusanos. Solamente el emperador había envejecido un día, a una hora bien determinada, y desde aquel momento parecía permanecer encerrado en su vejez helada y eterna, plateada y espantosa, como dentro de una armadura de cristal para inspirar respeto. Los años no se atrevían a atacarle. Sus ojos eran cada vez más y más azules. Pero su gracia, que se cernía sobre la familia de los Trotta, era una carga de acerado hielo. Carl Joseph sentía un frío bajo los ojos azules de su emperador.
Recordaba que en su casa, cuando volvía por las vacaciones y los domingos después del almuerzo, cuando el músico mayor Nechwal distribuía a los músicos de la banda en el semicírculo de costumbre, habría deseado en aquel momento morir de una muerte placentera, cálida y dulce por el emperador. El legado de su abuelo, de salvar la vida al emperador, permanecía vivo. Y si uno era un Trotta salvaba sin cesar la vida del emperador.
Ahora apenas habían pasado cuatro meses de su llegada al regimiento. De repente parecía que el emperador, encerrado y apartado en su armadura de cristal, ya no necesitase más de los Trotta. La paz duraba hacía ya demasiado tiempo. Lejos estaba la muerte para aquel joven teniente de caballería, como el grado de ascenso por escalafón. Un día se llega a coronel y después a la muerte. Mientras tanto, iba cada noche al casino y contemplaba el cuadro del emperador. Cuanto más lo contemplaba Trotta, tanto más lejos sentía al emperador.
—Mira —resonaba cantarina la voz del teniente Kindermann—, Trotta se come al viejo con los ojos.
Carl Joseph sonrió en dirección a Kindermann. Hacía rato ya que el alférez Bárenstein había empezado una partida de dominó y se hallaba ya camino de perderla. Consideraba que su deber era perder cuando jugaba con los oficiales en servicio activo. De paisano ganaba siempre. Incluso entre abogados era un temible jugador. Pero cuando participaba en las prácticas anuales eliminaba su capacidad de reflexión y se esforzaba por parecer un iluso. «Ése siempre pierde», le decía Kindermann entonces a Trotta. El teniente Kindermann estaba convencido de que los «paisanos» eran seres de capacidad inferior. Ni siquiera podían ganar al dominó. El coronel seguía sentado en su rincón con el jefe de escuadrón Taittinger. Algunos oficiales paseaban aburridos entre las mesas. No se atrevían a marcharse del casino mientras jugara el coronel. El suave reloj de péndulo tocaba llorando cada cuarto de hora, muy claro y con gran lentitud. Su nostálgica melodía interrumpía el entrechocar de las fichas de dominó y de las piezas del ajedrez. A veces resonaba el taconazo de algún ordenanza, que corría a la cocina para volver con una copa de coñac sobre una enorme y ridícula bandeja. A veces alguien soltaba una sonora carcajada y, si se miraba en la dirección de donde provenía la risa, se veían cuatro cabezas agrupadas, que revelaban que se estaban contando chistes. ¡Ay, esos chistes! Esas anécdotas en las que todos advertían inmediatamente si uno reía a gusto o simplemente por complacer a los demás. Trazaban la línea de demarcación entre propios y extraños. Quien no las comprendía era un extraño. Y Carl Joseph jamás las comprendió.
Iba a proponer una nueva partida a tres cuando se abrió la puerta y el ordenanza saludó con un estrepitoso taconazo. Se hizo un gran silencio al momento. El coronel Kovacs saltó de su asiento y miró hacia la puerta. Estaba entrando nada menos que el médico del regimiento, el doctor Demant. Él mismo se hallaba sorprendido por el desconcierto que había provocado. Se detuvo en la puerta y sonrió. El ordenanza, a su lado, seguía firme, lo cual, evidentemente, molestaba al doctor. Le hizo un gesto con la mano, pero el soldado no lo advirtió. Los gruesos lentes del doctor estaban ligeramente empañados por la niebla otoñal de la tarde. Demant acostumbraba a quitarse los lentes en cuanto entraba en algún sitio, pero aquí no se atrevía. Tardó un rato en salir del umbral bajo la puerta.
—Vaya, vaya, ya está aquí el doctor —gritó el coronel.
Gritaba cuanto podía, como si quisiera hacerse oír en medio del barullo de una verbena. El buenazo del coronel creía que los miopes eran también sordos y que, si oían mejor, podrían asimismo ver mejor con los lentes. La voz del coronel se abrió paso. Los oficiales se hicieron a un lado: Los pocos que todavía seguían sentados a las mesas se pusieron de pie. El médico del regimiento avanzaba paso a paso, como si anduviera sobre hielo. Los cristales de sus lentes eran cada vez más claros. De todas partes le saludaban. No sin dificultad iba reconociendo a sus compañeros. Se inclinaba para leer en los rostros como quien lee en los libros. Finalmente se detuvo ante el coronel Kovacs, con el cuerpo erguido. Se notaba que exageraba, echando hacia atrás, con su cuello delgado, la cabeza eternamente inclinada e intentando levantar los hombros estrechos y caídos. Durante su largo permiso por enfermedad casi se habían olvidado de él y de su actitud tan poco militar. Ahora lo contemplaban con ligera sorpresa. El coronel se apresuraba a terminar con el rito reglamentario del saludo. Dio unos gritos que hicieron temblar los vasos.
—¡Y tiene buen aspecto el doctor! —exclamó como si su deseo fuera comunicárselo a todo el ejército.
Golpeó con la mano sobre los hombros de Demant como si quisiera que recuperaran su posición normal. Le tenía aprecio a ese médico del regimiento. Pero, vaya por Dios, ¡tenía un aire tan poco militar el tío ése! Con que sólo se pusiera un poco más marcial, no habría que esforzarse siempre en mostrarse benévolo con él. ¡Bien podían haberle enviado otro médico a su regimiento, qué joder! Y estas eternas contiendas que sostenía la buena voluntad del coronel frente a su sentimiento del honor militar le estaban haciendo polvo, a él, un viejo soldado, y todo por culpa de este maldito y simpático individuo. «¡Este doctor me llevará a la tumba!», pensaba el coronel cuando el médico del regimiento montaba a caballo. Un día le sugirió que era mejor que no cabalgase por la ciudad. «Hay que decirle algo amable», pensó el coronel excitándose. Con las prisas le vino a la mente aquello de «el filete estaba excelente». Y se lo dijo. El doctor sonrió. «¡Pero este tío sonríe como un paisano!», pensó el coronel. De repente se dio cuenta de que entre los presentes había uno a quien el doctor aún no conocía. ¡El Trotta ese, claro! Se había incorporado al regimiento cuando el doctor estaba ya de permiso. El coronel empezó a soltar gritos.
—¡Nuestro benjamín, Trotta! Todavía no os conocéis.
Carl Joseph se presentó ante el médico del regimiento.
—¿Nieto del héroe de Solferino? —preguntó el doctor Demant.
Nadie habría imaginado que supiera tantas cosas de la historia militar.
—Todo lo sabe nuestro doctor —gritó el coronel—. Es un ratón de biblioteca. —Y por primera vez en la vida le gustó hasta tal punto el sospechoso término de «ratón de biblioteca» que lo repitió—: Un ratón de biblioteca —con aquel tono cariñoso de voz con el que solamente solía decir «un ulano».
Todos volvieron a sentarse y la velada siguió su curso habitual.
—Su abuelo —dijo el médico del regimiento— era uno de los hombres más extraordinarios del ejército. ¿Lo conoció usted?
—No llegué a conocerle —respondió Carl Joseph—. Su retrato está en casa, en el gabinete. Cuando yo era pequeño solía contemplarlo. Su asistente, Jacques, todavía está con nosotros.
—¿De qué retrato se trata? —preguntó el médico del regimiento.
—Lo pintó un amigo de mocedad de mi padre —respondió Carl Joseph—. Es un cuadro extraño. Está colgado tocando casi el techo. Cuando yo era pequeño tenía que subirme a una silla. Y así podía contemplarlo.
Permanecieron en silencio unos momentos. Después el doctor dijo:
—Mi padre era tabernero; un tabernero judío en Galitzia, ¿conoce este país? Está en la frontera polaca.
Así pues, el doctor Demant era un judío. En todos los chistes se hablaba de los médicos del regimiento judíos. En la academia había también dos judíos, que después se habían pasado a la infantería.
—¡Vamos a ver a Resi, a Resi! —dijo alguien en aquel momento.
—¡Vamos a ver a Resi! ¡Todos para allá! —repitieron todos—. Vamos a ver a Resi.
Nada habría aterrorizado más a Carl Joseph que esos gritos. Desde hacía semanas los esperaba con temor. Recordaba con todo detalle su última visita al lupanar de la señora Horwath. Todo lo recordaba: el champaña hecho a base de cánfora y limonada, las carnes fláccidas lechosas de las mozas, el carmín estrepitoso y el amarillo enloquecido de las paredes, aquel olor a gatos, ratones y lirios en los pasillos y los ardores de estómago doce horas después. Apenas hacía una semana que se había incorporado y era la primera vez que estaba en un burdel. «Maniobras de amor», había dicho Taittinger. Él los acaudillaba. Era una de las obligaciones de quien estaba al frente del restaurante de oficiales desde tiempo inmemorial. Pálido y delgado, con el guardamanos del sable al brazo, Taittinger se paseaba por el salón de la señora Horwath con pasos anchos, elásticos y de un suave retintín metálico; iba de una mesa a otra, como furtivo profeta amonestándoles a cumplir con su deber. Kindermann casi se desmayaba en cuanto olía mujeres desnudas: el sexo débil le producía vómitos. El comandante Prohaska estaba en el retrete intentando meterse, como fuera, su dedo gordezuelo en el fondo del paladar. Las faldas sedosas de la señora Resi Horwath deambulaban simultáneamente por todos los rincones de la casa. Sus grandes ojos negros giraban sin rumbo alguno por su cara ancha, farinácea, blanca y enorme; en su ancha boca, la dentadura postiza brillaba como las teclas de un piano. Desde un rincón, Trautmannsdorff seguía todos los movimientos de la señora Horwath con miradas verdes, avispadas. Finalmente se puso en pie y hundió la mano en los senos de la fulana, perdiéndose en ella como un ratoncillo blanco entre blancas montañas. Pollak, el pianista, seguía sentado, esclavo de la música, con el espinazo doblado sobre el piano de negros lustres; en sus manos sonaban huecos los puños almidonados, como platillos roncos, acompañando los rotos acordes del piano.
¡Vamos a ver a Resi! Y todos fueron para allá. En la puerta del casino el coronel dio media vuelta y exclamó:
—Que lo pasen bien, señores.
—Mis respetos, mi coronel —repitieron veinte voces en la calle silenciosa mientras cuarenta botas daban un taconazo. El médico del regimiento, el doctor Max Demant, probó también tímidamente de despedirse.
—¿Tiene usted que acompañarles? —le preguntó en voz baja al teniente Trotta.
—Creo que sí —musitó Carl Joseph.
Y el médico del regimiento le siguió en silencio. Eran los últimos en la desordenada caterva de oficiales que avanzaban con estrépito por las calles silenciosas, bañadas por la luna, de la pequeña ciudad. Ni el médico ni Trotta decían palabra. Ambos sentían que la pregunta dicha en voz baja y la respuesta musitada les unía. Los dos se encontraban separados del resto del regimiento. Y apenas hacía media hora que se conocían. De repente, y sin saber por qué, Carl Joseph dijo:
—Yo quería a una mujer que se llamaba Kathi. Ha muerto.
El médico del regimiento se detuvo y se giró hacia el teniente.
—Todavía querrá a otras mujeres —le dijo. Y siguieron andando.
Se oían silbar los trenes en la estación lejana.
—Quisiera marcharme, irme muy lejos —dijo el médico del regimiento.
Se hallaban ya delante del farol azul del lupanar. Taittinger, jefe del escuadrón, llamó a la puerta cerrada. Alguien abrió. Adentro las teclas empezaron a aporrear la marcha de Radetzky. Los oficiales entraron al paso en el salón.
—Rompan filas —ordenó Taittinger.
Las hembras semidesnudas se les acercaron en amplio gorjeo, como una bandada de blancas gallinitas.
—¡Dios os guarde! —exclamó Prohaska.
Esta vez Trautmannsdorff agarró ya de entrada los pechos de la señora Horwath. Y, de momento, no los soltaba. Ella tenía que cuidar de la cocina y de la bodega y se la veía sufrir bajo las caricias del teniente, pero la ley de hospitalidad le exigía este sacrificio. Se dejó seducir. El teniente Kindermann se puso pálido. Estaba más blanco que las espaldas empolvadas de las mujeres. El comandante Prohaska encargó agua de Seltz. Quien le conociera bien, habría asegurado que iba a emborracharse en grande. Se limitaba a abrirle paso con agua al alcohol, como se limpian las calles antes de una recepción.
—¿Ha venido el doctor? —preguntó a grito pelado—. ¡Que estudie las enfermedades en su foco de origen! —dijo con seriedad científica, pálido y seco como siempre.
El monóculo del alférez Bárenstein estaba ahora en el ojo de una moza rubia platino. Allí estaba sentado, parpadeantes los ojuelos negros, mientras sus manos morenas, peludas, avanzaban como extraños animales por las carnes de la hembra. Al final, cada uno fue encontrando su sitio. Entre el doctor y Carl Joseph, sentados sobre el rojo sofá, se hallaban dos mujeres, quietas, encogidas las rodillas, intimidadas ante la mirada desesperada de los dos hombres. Cuando llegó el champaña, servido personalmente por la severa ama de llaves envuelta en negro tafetán, la señora Horwath sacó decidida la mano del teniente de su escote y se la puso sobre los pantalones negros, como quien devuelve un objeto prestado. Con imperio y majestad, se levantó. Apagó la araña de cristal. En los rincones brillaban únicamente lamparillas. En la penumbra rojiza relucían los blancos cuerpos empolvados, parpadeaban las doradas estrellas y brillaban los sables de plata. Las parejas se fueron levantando y desaparecieron. Prohaska, que ya le daba al coñac desde hacía rato, se acercó al médico del regimiento y dijo:
—Como vosotros no las necesitáis, me las llevo yo. Cogió a las mujeres y, apoyándose en ellas, avanzó dando tumbos hacia la escalera.
El doctor y Carl Joseph se hallaban ahora a solas. El pianista Pollak acariciaba apenas las teclas al otro extremo del salón. Les llegaba con gran terneza un vals que, tímido y suave, se difundía por la estancia. Por lo demás, el ambiente era tranquilo, casi íntimo, y se oía el tic-tac del reloj.
—Me parece que nada tenemos que hacer aquí. ¿No cree usted? —preguntó el doctor, al tiempo que se levantaba.
Carl Joseph miró en dirección al reloj y se levantó a su vez. En la oscuridad no distinguía bien la hora. Se acercó al reloj, pero retrocedió unos pasos. En un marco de bronce, con cagadas de mosca, se hallaba el jefe supremo de los ejércitos. Era una reproducción en pequeño del conocido y omnipresente retrato de su majestad, con los atavíos blancos como el azahar, la faja roja y el Toisón de Oro. «Algo tiene que pasar —pensó el teniente—, algo, ¡que pase algo!». Sentía su propia palidez, y le latía aceleradamente el corazón. Cogió el cuadro, lo abrió y sacó el retrato. Lo dobló, volvió a doblarlo dos veces más y se lo metió en el bolsillo. Dio media vuelta. Detrás de él se encontraba el médico del regimiento. Con el dedo señalaba el bolsillo donde Carl Joseph guardaba el retrato del emperador. «También lo salvó el abuelo», pensó el doctor Demant. Carl Joseph se puso colorado.
—¡Qué mierda! —dijo—. ¿En qué está usted pensando?
—Nada —replicó el doctor—. Estaba pensando en su abuelo.
—Yo soy su nieto —dijo Carl Joseph—. Desgraciadamente, nunca tuve ocasión de salvarle la vida. Pusieron cuatro monedas de plata sobre la mesa y salieron de la casa de la señora Resi Horwath.