11
Maggie miró al cura como si estuviera allí para practicar un exorcismo. En la habitación reinaba el silencio y Carina los miraba muy nerviosa por su falta de reacción. De hecho, en cualquier otro momento y lugar, habría sido tremendamente gracioso. Casi como una de esas comedias que le gustaba ver sentada en la comodidad de su salón, en las que se sucedían las situaciones ridículas.
Ni de coña. No se iba a casar con Michael Conte.
Se le escapó una carcajada histérica. Esa era la gota que colmaba el vaso. Esperó a que Michael contase la verdad. Jamás lo llevaría a cabo. Joder, ella era su peor pesadilla hecha realidad, aunque en la cama fueran muy compatibles y él le hubiera murmurado tonterías. A plena luz del día Michael perdería el interés y seguiría buscando a su esposa ideal. Una que fuera más apropiada para su familia y para él. Alguien como Alexa.
Carina dijo por fin:
—Esto… ¿Chicos? ¿No os alegráis? Vamos a celebrar una boda.
Dado que su falso marido parecía petrificado y totalmente aturullado, decidió mostrar sentido común. Inspiró hondo.
—Veréis, tenemos que deciros algo importante. La cosa es que Michael y yo…
—¡Espera! —rugió Michael ahogando sus palabras.
Los ojos casi se le salieron de las órbitas cuando Michael se acercó a ella, la cogió de la mano y se volvió hacia su familia.
—Lo que Maggie quiere decir es que no esperábamos que la ceremonia se pudiera celebrar tan pronto. Maggie quería invitar a todos nuestros primos y tíos a la celebración. —Su carcajada sonó hueca y falsa—. ¿Cómo habéis conseguido el permiso tan rápido? Padre Richard, lo que quiero decir es que supuse que querría que Maggie y yo asistiéramos a los cursos prematrimoniales antes de bendecir nuestra unión.
El padre Richard, con su presencia celestial, no se percató de maldades ni de mentiras, de modo que esbozó una sonrisa afable.
—Por supuesto, por supuesto, es lo habitual, Michael. Sabes que la Iglesia tarda un poco en aprobar la celebración de un matrimonio, pero tú has estado a mi cargo desde pequeño. En cuanto tu madre se enteró de que volvías a casa, se puso en contacto conmigo y empezamos con los trámites. Además, eres un conde, y la aristocracia tiene sus privilegios.
Mamá Conte se incorporó con mucho trabajo. Bebió unos sorbos de agua y le dio el vaso al padre Richard. Cuando habló, su voz sonó muy débil. Cosa rara, porque incluso cuando estaba cansada su madre escupía las palabras con una fuerza que se contradecía con la frágil visión que tenía delante. Por Dios, tal vez estuviera muy enferma.
—Lo entiendo, hijo mío. Y no quiero pasar por encima de vuestros deseos, pero me temo que no estoy en condiciones de soportar una gran fiesta. Me siento muy débil. El médico va a volver mañana y dice que, si sigo así, puede que me traslade al hospital para hacerme unas pruebas. —Sus ojos castaños tenían un brillo decidido—. Os pido que lo hagáis por mí. Pronunciad vuestros votos en la terraza trasera para que pueda asegurarme de que vuestra unión es completa.
Carina parecía aliviada al escuchar el porqué de su reacción y volvió a parlotear por los codos.
—¿Veis? No hay nada de lo que preocuparse. Sé que lo ideal sería organizar una gran fiesta, pero como volvéis a vuestra casa la semana que viene, mamá ha creído más importante celebrar la ceremonia religiosa de inmediato. —Dio unas palmadas—. Maggie, ¡tengo un vestido para ti! Ojalá te guste. He estado mirando en tu armario a hurtadillas para saber tu talla y lo tengo escondido en mi habitación. ¡Vamos a prepararte! Las chicas llegarán en cualquier momento. Michael, tú deberías ponerte el estupendo esmoquin que te dejaste aquí la última vez. La Dolce Famiglia nos ha traído una tarta de cannoli y chocolate, y yo he metido varias botellas de champán en el frigorífico. ¡Va a ser divertidísimo!
Maggie empezó a verlo todo borroso. Se le desbocó el corazón y comenzó a sudar. El nudo que sentía en la garganta le impedía respirar. Intentó con las prácticas habituales, pero una parte de su mente le dijo que ya era demasiado tarde. Estaba perdiendo el control a toda velocidad, y tal vez fuera a experimentar uno de los momentos más humillantes de su vida.
De repente, Michael clavó la mirada en su cara. Como si se hubiera percatado de su inminente ataque de pánico, de repente se inventó una excusa y la sacó de la habitación casi a rastras. Maggie temblaba a medida que las oleadas de adrenalina la asaltaban, robándole la cordura. Llegaron a su dormitorio y, una vez allí, Michael la condujo a la cama, la obligó a sentarse y le bajó la cabeza hasta que la tuvo entre las rodillas. El instinto que la llevaba a combatir el miedo de perder el control hizo que la reacción fuera todavía más extrema. Apretó los puños mientras intentaba respirar. Estaba a punto de gritar por la frustración cuando las fuertes manos de Michael y su voz se abrieron paso entre la neblina y la obligaron a prestar atención.
—Escúchame, Maggie. Respira. Despacio. Te pondrás bien. Estoy contigo y no voy a dejar que te pase nada malo. Tranquila, desahógate.
Michael le masajeaba la espalda con movimientos circulares, tras lo cual entrelazó sus manos para ofrecerle su fortaleza. Maggie se concentró en su voz y se aferró a la solidez de sus palabras. Cedió a las emociones que batallaban en su interior y por fin consiguió inspirar una honda bocanada de aire. Escuchó el tictac del reloj y su corazón fue calmándose poco a poco, permitiéndole respirar con normalidad. Mientras tanto, Michael siguió hablándole, siguió diciéndole tonterías en voz baja que la tranquilizaron y la alejaron del precipicio. Al cabo de un rato, levantó la cabeza.
—¿Estás mejor, cara? —le preguntó Michael al tiempo que pegaba sus frentes y le tomaba la cara entre las manos; esos insondables ojos negros se clavaron en ella con preocupación y una profunda emoción que no atinó a reconocer.
Asintió con la cabeza. Sintió una plenitud de sentimiento, una extraña mezcla de ternura y de anhelo que nunca antes había experimentado. Demasiado asustada como para hablar, disfrutó de la caricia de su mano en la cara y del cálido aliento que le rozaba los labios.
—Voy a traerte un vaso de agua. Tú quédate aquí tranquila. Vamos a solucionar esto.
Salió del dormitorio y volvió enseguida con un vaso de agua fresca, que ella bebió a sorbos. El agua bajó despacio por su dolorida garganta. La calma se apoderó de ella. Estaba a salvo. De alguna manera, por algún motivo, confiaba en él. Primero con su cuerpo.
Y en ese momento con su corazón.
—Supongo que la idea de casarte conmigo no te ha resultado muy agradable —comentó él con sorna.
Se le escapó una carcajada al escucharlo.
—No quería dañar tu ego, conde. Verás, es que la idea de casarme legalmente con mi falso marido delante de su familia me ha descolocado un poco.
Michael suspiró y se pasó una mano por la cara.
—La cosa no pinta bien.
—No me digas… Tengo la sensación de que tu madre es el matón de Ella siempre dice sí. ¿Te acuerdas de cuando el mafioso los obligó a casarse porque se habían acostado juntos? —Gimió—. No deberíamos habernos acostado. Creo que esto es un castigo. Tenemos que decirle la verdad a tu madre.
Esperó a que él le diera la razón; en cambio, la miró con expresión rara.
—No he visto la película y mi familia no es de la mafia.
Puso los ojos en blanco al escucharlo.
—¡Por favor! ¿Por qué tengo la sensación de que no estamos en la misma onda?
—¿Qué onda?
Por Dios, a veces se le olvidaba la cantidad de expresiones coloquiales de Estados Unidos que él desconocía.
—Da igual. ¿Por qué no estás espantado?
—¡Lo estoy! Me limito a considerar todos los puntos de vista. Mira, cara, mi madre está enferma. El médico ha dicho que le evitemos el estrés y que le concedamos todo lo que nos pida. Si le decimos la verdad ahora, podría acabar dándole un infarto.
A Maggie le dio un vuelco el corazón al pensar que era la responsable de la salud de mamá Conte. Se mordisqueó el labio inferior.
—Michael, ¿qué me estás pidiendo?
Él la taladró con la mirada. Cada palabra que pronunció a continuación no fue sino otro clavo en la tapa de su ataúd.
—Quiero que te cases conmigo. —Hizo una pausa—. De verdad.
Maggie se levantó de un salto.
—¿Qué? —preguntó—. No podemos hacerlo. ¿Te has vuelto loco? Estaríamos casados legalmente. Cuando volvamos a Estados Unidos, tendríamos que pasar por una anulación o un divorcio o algo así. Ay, Dios, esto es una locura. ¿Cómo es posible que esté sucediendo algo así? ¡Estoy atrapada en una dichosa novela romántica!
—Tranquilízate. —Michael atravesó la estancia y la cogió de las manos—. Escúchame, Maggie. Me ocuparé de todo. Nadie más tiene que saberlo. Pronunciaremos nuestros votos, celebraremos una fiesta y volveremos a casa. Yo me ocuparé del papeleo y de los gastos. Se hará todo de forma muy discreta. Te pido que lo hagas por mi madre, por mi familia. Sé que te estoy pidiendo mucho, pero te lo pido de todas maneras.
Su mundo se puso patas arriba. Michael esperaba su respuesta con expresión tranquila, como si la hubiera invitado a cenar en vez de pedirle que se casara con él. Intentó ordenar la vorágine de pensamientos que la aturullaban en busca de una respuesta.
Su madre estaba enferma. Sí, había accedido a fingir el matrimonio, pero contar la verdad llegados a ese punto podría resultar desastroso. Sus hermanas se sentirían traicionadas, deshechas. Venezia no podría casarse y a saber qué tragedia se desencadenaría a continuación. ¿Tan malo sería pronunciar unos votos y legalizar el matrimonio? Todo quedaría reducido a un trozo de papel. Nada cambiaría, y tampoco tenía que enterarse nadie. No tenía a nadie esperándola en casa, ni amante ni familiares aparte de Nick y de Alexa. Tal vez podría funcionar. Si se casaba con él en ese momento, podría subirse a un avión al día siguiente, regresar a Nueva York y pensar que nada de eso había sucedido.
Sí, estaba en modo negación total.
Michael le debería una bien gorda y ella se aseguraría de que se mantenía alejado de Alexa a partir de ese momento. Un minúsculo sacrificio en el gran esquema de la vida. Solo tenía que pronunciar unas ridículas palabras escritas en un libro. Un libro sagrado, cierto, pero redactado por el hombre. ¿No? No significaba nada.
«Amore mio».
El apelativo cariñoso le provocó un escalofrío. ¿A quién quería engañar? Le había pedido que se quedara. Se había comportado como si la quisiera para algo más que el sexo. Si accedía, se permitiría de algún modo enamorarse por completo de él y acabaría destrozada. Michael ya se estaba acercando a la verdad que ocultaba acerca de su pasado, pero se había jurado que nadie le tendría lástima. Se juró hacía muchísimos años que nadie se enteraría.
Sin embargo, había un modo de asegurarse de que nunca volverían a hacerle daño.
—Lo haré.
Michael se acercó a ella, pero lo detuvo meneando la cabeza.
—Con una condición, conde: vas a dejar de presionarme. Nos olvidamos de la farsa durante lo que queda de semana y nos separamos. Se acabó lo de acostarnos juntos. Se acabó lo de fingir que es algo más de lo que es.
Esos ojos negros la miraron fijamente, con una miríada de emociones en sus profundidades.
—¿Es lo que me pides a cambio?
Unas lágrimas tontas quisieron aflorar a sus ojos, pero las contuvo sin miramientos y alzó la barbilla. Acto seguido, mintió:
—Sí. Es lo que quiero.
—Siento que pienses así, cara —susurró él. En su cara atisbó arrepentimiento y algo más, algo peligroso—. Va bene.
Maggie se soltó de sus manos, cruzó la estancia y abrió la puerta de par en par.
—Carina, sube a ayudarme a ponerme el vestido de novia. Y descorcha el champán.
Se escuchó un chillido y aplausos por el hueco de la escalera. Michael asintió con la cabeza antes de pasar junto a ella sin pronunciar palabra.
Maggie notó otro nudo en la garganta mientras se preparaba para la mayor interpretación de su vida e intentaba fingir que no se sentía vacía.
El sol era una bola anaranjada sobre el horizonte. Maggie se encontraba delante del cura en la terraza trasera. En unas pocas horas las hermanas de Michael habían transformado el patio con una sencillez y una elegancia que la dejaban sin aliento. Entre los farolillos de papel, cuya luz le confería un aire íntimo al pasillo, colgaban varias cestas llenas de rosas de distintos colores. La madre de Michael estaba sentada en un sillón, recostada en varios cojines, con una colcha confeccionada a mano sobre el regazo. Sus hermanas lucían unos coloridos vestidos y llevaban diminutos ramilletes de azucenas mientras recorrían el pasillo delante de ella, pero no comprendió que su vida estaba a punto de cambiar hasta que reparó en el que iba a convertirse en su auténtico marido en breve.
Michael llevaba un esmoquin negro que resaltaba sus anchos hombros y su fuerte torso. Se había recogido el pelo en una coleta, y sus duras facciones se suavizaron cuando empezó a mirarla con admiración. El vaporoso vestido blanco se amoldaba a su figura, tenía un gran escote y las mangas largas se ceñían a sus brazos. También contaba con una pequeña cola. Michael le cogió la mano y le besó la palma. El gesto le provocó un escalofrío por el brazo. Michael esbozó una leve sonrisa al percatarse de la conexión. Después, se colocó la mano en el brazo, como si la creyera capaz de salir huyendo. El cura se volvió hacia ellos y dio comienzo a la ceremonia. Las palabras se mezclaron unas con otras, deprisa, hasta que comenzó a pronunciar sus votos.
«Para lo bueno y para lo malo…».
«En la salud y en la enfermedad…».
«Para honrarte y respetarte…».
«Hasta que la muerte nos separe…».
Los pájaros trinaban en los árboles. Dante, que estaba sentado junto a ella, la miró con cara aburrida mientras se lamía una pata y esperaba a que la humillante escena acabara. Soplaba una brisa cálida que parecía burlarse de sus palabras y las arrastraba hacia las montañas. Se hizo un profundo silencio en el patio mientras la familia Conte esperaba.
—Sí, quiero.
El beso fue muy breve, pero cuando Michael levantó la cabeza, se quedó sin aliento al ver la satisfacción que brillaba en sus ojos negros. No tuvo tiempo para meditar al respecto, porque la empujaron a sus brazos y le dieron una copa de champán mientras la verdad resonaba por todo su cuerpo.
Lo quería.
Estaba enamorada de Michael Conte. De verdad.
Venezia chilló de alegría, aferrada a la mano de Dominick.
—¡Estoy contentísima! Y ahora vamos a daros otra sorpresa. Os vamos a enviar a nuestra segunda residencia en el lago Como para la noche de bodas. Necesitáis un poco de intimidad, no tener que preocuparos por los familiares que duermen en la planta baja. —Le ofreció las llaves a Michael con los ojos brillantes—. Marchaos. No esperamos veros hasta mañana por la noche.
Michael frunció el ceño y miró a su madre.
—Creía que la habíamos alquilado este año. Además, no me parece bien dejar aquí a mamá sin la certeza de que se encuentra bien.
De alguna manera, el agudo oído de la mujer seguía funcionando como de costumbre. Fulminó a su hijo con una mirada tan intensa que debería haberlo chamuscado.
—Ah, tenéis que ir, Michael y Margherita. La casa va a estar vacía durante este mes, así que bien podéis aprovecharla. Las niñas me cuidarán y os llamarán de inmediato si hay algún cambio. No vais a privarme de la satisfacción de ofreceros una noche de bodas.
Por increíble que pareciera, Maggie sintió que se ruborizaba. Se había bañado desnuda, había manejado a hombres desnudos en su trabajo y había visto a Alexa dar a luz a su sobrina sin el menor asomo de recato. En ese instante, la mera idea de acostarse con su marido disfrutando del total beneplácito de su suegra la ponía colorada. ¿Qué narices le pasaba?
Venezia le susurró algo a Dominick antes de llevar a Maggie a un aparte. Sus ojos, tan parecidos a los de su hermano, brillaban con una luz interior que la dejó sin aliento. Venezia entrelazó sus dedos y le besó la mano.
—Gracias, Maggie.
—¿Por qué?
—Por lo que has hecho —le dijo con seriedad—. Sé que seguramente habías soñado con casarte con Michael en el futuro, y también creo que Michael aceleró el compromiso por mi culpa. Lo has cambiado. Cuando se disculpó conmigo, admitió que nunca se había percatado de su comportamiento hasta que tú se lo advertiste. Ojalá puedas apreciar lo mucho que significas para esta familia. Me has dado un regalo: la oportunidad de casarme con Dominick este verano. Y nunca lo olvidaré. Me alegro muchísimo de que ahora seas una de los nuestros.
Mientras Venezia la abrazaba, una parte del alma de Maggie se rompió. El dolor lacerante de las mentiras y de los anhelos la abrumó por completo, pero consiguió desterrarlo gracias a la práctica de incontables años de estar sola.
En cuestión de una hora Maggie se encontró sentada en el Alfa Romeo de Michael, volando por las estrechas y serpenteantes carreteras que llevaban al lago. Michael se había cambiado de ropa y llevaba unos vaqueros desgastados y una camisa negra. El pelo se agitaba en torno a su cara y de vez en cuando ocultaba su expresión, confiriéndole el aire de un pirata muy sexy que despertaba sus más bajos instintos. Notó un hormigueo en el estómago y se sintió húmeda. Cambió de postura en el asiento e hizo un esfuerzo por dejar de pensar en esas cosas.
—¿Qué vamos a hacer? —le preguntó sin rodeos—. ¿Te has parado a pensarlo siquiera? ¿Vamos a contárselo a mi hermano y a Alexa? ¿Y si tu familia va a Estados Unidos? ¿Qué me dices de la boda de Venezia?
Michael soltó un hondo suspiro, como si se estuviera preocupando de tonterías y no de un matrimonio.
—No pensemos en eso ahora, cara. Creo que necesitamos pasar la noche a solas para arreglar algunos asuntos entre nosotros —dijo dirigiéndole una elocuente mirada que iba cargada de una sensual tensión.
Maggie intentó contener un estremecimiento. Se enfadó con él porque sabía que la controlaba con el sexo. Siempre había sido la que manejaba las riendas, y eso era lo que le gustaba. Tal vez había llegado el momento de que se volvieran las tornas.
—Lo siento, es que soy una cabeza de chorlito. ¿Por qué preocuparme por algo como un voto ante Dios y un divorcio? Vamos a pasárnoslo en grande. Ah, conozco un tema estupendo para hablar. Tu madre me dijo que habías sido piloto de carreras.
Lo vio apretar las manos en el volante. Había dado en el clavo. Se sintió un poco culpable al ver que Michael tenía problemas para replicar.
—Así que te lo dijo, ¿eh? Ya nunca hablamos del tema —murmuró él—. Era piloto de joven. Mi padre enfermó y llegó el momento de dirigir el negocio familiar, así que lo dejé. Fin de la historia.
Parecía muy tranquilo, pero el repentino distanciamiento que sintió le indicó que sus emociones estaban a flor de piel. Continuó en voz más baja:
—Eras bueno. Podrías haber sido profesional.
—Seguramente. Nunca lo sabremos.
El viento le azotaba el pelo mientras el paisaje pasaba volando a su lado.
—¿Te arrepientes de haber tenido que dejarlo? —le preguntó con curiosidad—. Nunca quisiste dirigir La Dolce Famiglia, ¿verdad, Michael?
Su perfil le recordó a una estatua de granito. Tenía un tic nervioso en la barbilla.
—¿Importa mucho? —replicó él—. Hice lo que tenía que hacer. Por mi familia. No me arrepiento de nada.
Sintió que se le partía el corazón. Sin pensar en lo que hacía, deslizó la mano por el asiento para darle un apretón a Michael, que la miró, sorprendido.
—Sí, importa. ¿Alguna vez has reconocido y llorado la pérdida de algo que querías? No me refiero a tu padre. Sino a tu sueño. Estabas a punto de conseguir algo que siempre habías deseado y de repente te lo arrancaron. Yo me habría cabreado un montón.
Consiguió que Michael soltara una carcajada, aunque siguió con la vista clavada en la carretera.
—Mi padre y yo teníamos una relación complicada —admitió—. Creía que mis carreras eran un pasatiempo peligroso y egoísta. Llegado el momento, me obligó a elegir entre mi profesión y la pastelería familiar. Elegí los circuitos, así que me echó de casa. Empaqueté mis cosas, cogí la carretera e intenté labrarme un nombre. Pero, cuando me llamaron para decirme que había tenido un infarto y lo vi tan débil y enfermo en el hospital, me di cuenta de que mis deseos no eran tan importantes como había creído en un principio. —Se encogió de hombros—. Me di cuenta de que a veces había que dar prioridad a los demás. Como me dijo mi padre en una ocasión, un hombre de verdad toma decisiones para todo el mundo, no solo para él. En mi caso, estaba en deuda con mi familia y debía lograr que el negocio triunfara, y lo hice. En ese sentido no me arrepiento.
Maggie lo miró en silencio un buen rato.
—¿Lo echas de menos?
Michael ladeó la cabeza como si estuviera meditando la respuesta antes de mirarla con una sonrisa.
—Joder, sí. Echo de menos correr todos los días.
Por el amor de Dios, ese hombre la iba a destrozar. No solo era sincero, sino que no consideraba que su sacrificio fuera algo negativo. Muchos de los hombres con los que había salido se quejaban de cualquier cosa que no les gustara o que no encajara a la perfección con sus deseos o sus necesidades. Michael no lo hacía. Se guiaba por un código que nunca había encontrado en otro amante.
—Tu familia tiene suerte de contar contigo —susurró.
Michael no contestó. Se limitó a darle un apretón en la mano como si no quisiera soltarla jamás.
Llegaron a la residencia de vacaciones al cabo de unas horas. Maggie se echó a reír al ver lo que los Conte consideraban una segunda residencia. La magnífica mansión contaba con un helipuerto privado, un lago, jardines y varios jacuzzis. Las enredaderas tapizaban los gruesos muros y la torre del reloj, y una jungla de vegetación y jardines rodeaba la edificación. El camino de piedra conducía a una enorme escalinata a través de la cual se accedía a una terraza abierta con mecedoras y un mueble bar completo. La paleta cromática era muy variada gracias al blanco del mármol, a los distintos colores del solado y a los tonos marrones y dorados. Una cálida brisa se colaba en las habitaciones a través de las ventanas abiertas, y el olor a lila le inundó los sentidos.
Sus tacones resonaron en el suelo mientras Michael cogía una botella de vino y dos copas antes de guiarla hasta la planta alta. Una puerta abierta conducía a un enorme dormitorio con una cama de matrimonio situada sobre una plataforma. La puerta del balcón estaba abierta, como si su llegada se hubiera preparado de antemano. En una de las cómodas había un ramo de rosas rojas que llamaba la atención de inmediato. Maggie cruzó la estancia, pisando la lujosa alfombra oriental, mientras admiraba las antigüedades dispuestas por la habitación y las diáfanas cortinas de encaje. Entonces fue cuando se dio cuenta de que su marido estaba a un lado, apoyado en la cómoda, observándola desde el otro extremo de la habitación.
Maggie tragó saliva. De repente, la asaltó un pánico atroz. Todo eso era demasiado, la cama, la boda y el descubrimiento de sus verdaderos sentimientos por el conde. La tierra se sacudió bajo sus pies, dejándola temblorosa. Se clavó las uñas en las palmas, como si estuviera buscando un buen asidero. Antes muerta que dejar que le temblara la voz como si fuera una novia virginal. Se reprendió por su comportamiento y enderezó la espalda.
—¿Quieres que cenemos? —preguntó.
—No.
La sangre comenzó a correr más rápido por sus venas. Vio que Michael esbozaba una media sonrisa, como si se hubiera percatado de su repentina incomodidad.
Alzó la barbilla y se negó a apartar la mirada.
—¿Quieres dar un paseo por los jardines?
—No.
—¿Darte un baño?
—No.
Cruzó los brazos por delante del pecho para ocultar que se le habían endurecido los pezones.
—Pues ¿qué quieres hacer? ¿Quedarte ahí de pie como un pasmarote haciéndome ojitos?
—No. Quiero hacerle el amor a mi mujer.
El dolor la asaltó. «Su mujer», se dijo. Por Dios, se moría por que fuera de verdad.
—No digas eso —masculló. Se aferró con gratitud a la rabia que le corría por las venas—. No soy tu mujer de verdad y los dos lo sabemos. Prometiste que me dejarías tranquila. Nada de sexo.
Michael acortó la distancia que los separaba y la abrazó. La preocupación y la ternura que vio en su cara la destrozaron.
—Tigrotta mia, ¿qué pasa? Jamás haría algo que no quisieras —comentó mientras le apartaba el pelo de la cara y la instaba a levantar la barbilla.
—Esto es mentira. —Parpadeó para contener las lágrimas, furiosa por mostrarse débil delante de él—. Lo nuestro es una mentira.
El aliento de Michael cayó sobre sus labios cuando la besó despacio, introduciéndole la lengua en la boca con ternura. Se moría por pelear con él, pero su cuerpo se debilitó con cada envite de su lengua, con su olor. Se abrió a él y se entregó, clavándole los dedos en los hombros mientras disfrutaba del roce de esos duros músculos.
Despacio, él levantó la cabeza. Sus ojos negros relucían con una pasión arrolladora que la abrasó y que destruyó todas sus defensas.
—No, Maggie —la contradijo él con brusquedad—. Ya no es una mentira. Lo nuestro no es una mentira. Quiero hacerte el amor, quiero hacerle el amor a mi mujer. Ahora mismo. ¿Me dejas?
Su honor era lo primero, y Maggie sabía que bastaba con que negara con la cabeza para obligarlo a retirarse a su rincón. Por Dios, ¿qué le pasaba? ¿Por qué deseaba tantísimo a ese hombre cuando hacía pocas horas que había estado en sus brazos? La destruiría.
Michael aguardaba su decisión.
Aunque su cuerpo y su mente querían cosas distintas, al final triunfó una vocecilla en su interior: «Vive el momento y guárdate los recuerdos para después». Había superado cosas mucho peores. Pero no se creía capaz de sobrevivir si lo apartaba de su lado esa noche.
Lo obligó a besarla. Michael se dejó atrapar por el beso, acariciándola con la lengua mientras la llevaba a la cama. Cada movimiento se fundía con el siguiente a medida que la desnudaba y exploraba cada recoveco de su cuerpo con las manos, con la boca y con la lengua. Gimió cuando Michael la condujo al borde del orgasmo, se detuvo, se desvistió y comenzó de nuevo. Se retorció y le suplicó hasta que por fin él le separó las piernas y se detuvo sin penetrarla.
Como si se percatara del miedo que la consumía, rodó con ella sin decir nada hasta dejarla a horcajadas sobre él, la cogió por las caderas y la penetró.
Michael la llenó por completo y ella gritó antes de empezar a moverse, ansiosa por alcanzar la liberación. Sintió las manos de Michael en los pechos, acariciándole los pezones, y tras otra embestida que rozó su clítoris, estalló en mil pedazos.
Lo oyó gritar su nombre mientras disfrutaban del orgasmo, hasta que ella se desplomó sobre su torso. Michael la rodeó con los brazos y le susurró al oído:
—Esto es real.
No le contestó. Tenía el corazón destrozado y le temblaban los labios por el deseo de pronunciar las palabras que llevaba dentro y que clamaban por liberarse: «Te quiero». Pero una vocecilla burlona le recordó la única realidad que ella conocía: «No existen los finales felices. Nadie puede quererte eternamente».
De modo que permaneció callada. Cerró los ojos y se durmió sin más.
Michael estaba sentado junto a la cama con dos copas de champán, observándola mientras dormía. Se le hacía raro que la hubiera reclamado como suya el día anterior. Por regla general, cuando se acostaba con una mujer por la que sentía algo, el anhelo iba disminuyendo con cada encuentro hasta que solo quedaba una tibia amistad que no les satisfacía a ninguno de los dos. Sin embargo, mientras miraba a su flamante esposa, lo recorría una sensación de paz. Era la misma sensación que había experimentado en la pista de carreras, era la llamada de lo desconocido, mezclada con la certeza de que estaba destinado a conducir un coche de competición.
Maggie estaba destinada a ser suya.
Por fin lo sabía. Lo aceptaba. Era consciente de que tenía que ir con pies de plomo si quería convencerla de que podían disfrutar de un verdadero matrimonio. Resultaba curioso que el amor siempre pareciera algo distante y mágico que llegaría en el futuro y que incluso a veces se deseara con tanta desesperación que se fingían sentimientos que no existían.
Pero por fin lo tenía claro. Había estado esperando a Maggie Ryan durante todo ese tiempo.
Había sentido la conexión la noche de su cita a ciegas. Su ingenio y su irreverente sexualidad lo habían golpeado como un gancho en el estómago. Lo fascinaba en todos los aspectos, pero percibió la ilusión de algo más profundo y permanente, de modo que retrocedió por el pánico. Supo nada más verla que en cuanto le hiciera el amor, no querría dejarla marchar. Y ella representaba todo lo que creía no querer en una esposa. Estaba seguro de que le pisotearía el corazón y no se recuperaría jamás.
Había pensado en ella muchas veces a lo largo del año que había transcurrido desde entonces, pero siempre había desterrado su imagen a lo más recóndito de su cerebro, convencido de que formarían una pareja imposible. En ese momento parecía que todos los caminos le conducían a Roma.
Era su alma gemela.
Solo tenía que convencerla.
Sin embargo, para conseguirlo necesitaba derribar algunas barreras. Inspiró hondo al pensar en la tarea que le esperaba. Había estado reflexionando sobre el mejor plan de acción, pero era arriesgado. Quería llegar a ella de un modo más profundo, y la continua incomodidad de Maggie cada vez que él la controlaba en la cama ponía de manifiesto que tenía que contarle unos cuantos secretos. ¿Llegaría a confiar en él lo suficiente como para compartirlos? ¿Se rendiría por completo?
Estaba a punto de descubrirlo.
Maggie abrió los ojos.
Michael sonrió al ver la expresión soñolienta y satisfecha de su cara mientras se desperezaba entre las almohadas. La sábana se deslizó, ofreciéndole una tentadora visión de sus pechos perfectos. Maggie sonrió.
—¿Has visto algo que te guste?
Esa mujer iba a matarlo, pero llegaría al paraíso con una sonrisa pintada en la cara. Meneó la cabeza al tiempo que le ofrecía la copa de champán.
—Con la letra C empiezan las cosas más imprescindibles de la vida: café, chocolate y champán.
Maggie suspiró, encantada, y aceptó la copa.
Michael se sentó en el sillón de estampado floral y esbozó una sonrisa socarrona.
—¿No te estás olvidando de la mejor letra?
—¿Y cuál es?
—La S. De sexo.
La sonrisa de Maggie se ensanchó, más satisfecha si cabía. Se le puso durísima al instante, tanto que tuvo que cambiar de postura.
—Ay, conde, a ver si mejoramos el vocabulario —replicó con sorna—. Con la C también empieza clímax.
Se echó a reír al escucharla y meneó la cabeza.
—Cara, eres increíble. Tanto dentro como fuera de la cama.
—Lo intento.
Michael la observó beber un sorbo de champán, consciente de que estaba levantando sus defensas. Tenía que moverse con calma para seguir descolocándola.
—Maggie, ¿te gusta tener el control?
—¿Te parece algo malo?
La miró fijamente, pero ella se negó a alzar la mirada.
—En absoluto. Eres una mujer fuerte y no habrías llegado tan lejos en la vida sin esa cualidad. Es que me preguntaba qué te parecería la idea de que te dominara en la cama.
Maggie suspiró y levantó la cabeza al instante.
—¿Por qué? ¿Te va la dominación? —Se estremeció—. No me va ese rollo de la sumisión, conde. He leído novelas del género, pero los látigos no me ponen.
Por Dios, estaba loquito por ella.
—No, cara, a mí tampoco me pone el dolor. Es que me parece que prefieres mantener el control cuando hacemos el amor, cosa que está bien, pero me preguntaba si te someterías alguna vez.
La vio entrecerrar los ojos.
—Me someto cada vez que llego al orgasmo. ¿Adónde quieres llegar?
Michael fue al cuarto de baño, cogió los cinturones de los dos albornoces blancos y regresó junto a la cama.
—¿Qué haces? —preguntó ella—. ¿Te va el morbo?
Se sentó junto a ella.
—¿Confías en mí, Maggie?
—¿Por qué? —preguntó con expresión inquieta.
—¿Confías en mí?
Ella titubeó antes de contestar.
—Sí, confío en ti.
Un gran alivio lo inundó al captar la indiscutible sinceridad de su voz.
—Gracias. Te estoy pidiendo que me dejes hacerte algo.
—¿El qué?
—Atarte.
Maggie soltó una carcajada estrangulada y carente de humor.
—Dime que estás de coña. ¿No podemos hacerlo a la antigua usanza?
—Sí, pero quiero algo más contigo. Quiero darte tanto placer que explotes. Quiero que seas capaz de dejarte llevar, sin presiones. Te pido que confíes en mí lo suficiente como para cederme el control por esta noche. Si te sientes incómoda, solo tienes que decirme que pare. ¿Lo harás por mí?
Maggie se sentó y clavó la mirada en los cinturones mientras se mordía el labio con fuerza.
—No sé si seré capaz de renunciar al control —admitió.
—Creo que puedes. —Sonrió mientras agitaba los cinturones con gesto travieso a fin de calmar sus nervios—. Podemos pasárnoslo bien. Siempre he soñado con atar a mi mujer. Tú puedes convertir esa fantasía en realidad.
Esperó con paciencia mientras ella sopesaba el escenario. Vio que sus emociones luchaban por hacerse con el control. A la postre, Maggie asintió con la cabeza.
—Lo intentaré. —Soltó el aire, irritada—. Pero solo porque creo que tienes un fetiche con las ataduras y hay que quitártelo.
Soltó una carcajada al escucharla. Con movimientos precisos le ató las muñecas con uno de los cinturones mientras que usaba el otro para atarlo a uno de los postes del cabecero de la cama. Maggie dio unos tirones, pero él se había asegurado de que tenía bastante holgura como para que no se sintiera atrapada. Lo suficiente para permitirle que se liberase. Ver su cuerpo desnudo le provocó un deseo abrasador.
—Y ahora ¿qué?
Maggie sopló para apartarse el pelo de la cara y frunció el ceño. Michael sonrió al ver su expresión enfurruñada, se sentó a horcajadas sobre ella y la miró.
El buen humor lo abandonó de golpe. Era guapísima y tenía un cuerpo de infarto con esas curvas. Despacio, se inclinó sobre ella y se apoderó de su boca, introduciéndole la lengua e imitando lo que pensaba hacerle con otra parte de su cuerpo. Cuando se apartó de sus labios, Maggie respiraba de forma entrecortada y el deseo le enturbiaba la mirada.
Se tomó su tiempo. Le mordisqueó y le lamió los pezones mientras sus manos le recorrían el abdomen, las caderas y se apoderaban de su trasero a fin de instarla a separar las piernas. Sus dedos se detuvieron sobre ese punto que se moría por sus caricias antes de penetrarla.
Maggie gritó y tiró de las ataduras, pero él la llevó más allá, utilizando dos dedos para penetrar su húmeda calidez mientras le acariciaba el clítoris con el pulgar. Sintió que empezaba a estremecerse y la vio retorcerse en la cama.
—¡Joder, desátame! Quiero tocarte.
—Todavía no, cara. Me estoy divirtiendo demasiado con mi fantasía.
Cuando Maggie lo insultó, se echó a reír y acto seguido bajó la cabeza para saborearla.
Maggie se corrió al instante. Soltó un grito ronco y él siguió acariciándola para que disfrutara al máximo. Cuando se recuperó, su cuerpo temblaba. Él le separó los muslos todavía más y penetró en ella de una sola embestida.
Apretó los dientes y rezó en busca de control. Maggie lo acogía como un guante, apretándolo con los espasmos que aún sacudían su cuerpo. La llenaba por completo, y el placer explotó en su interior. Despacio, la aplastó contra el colchón.
—Michael. —De repente, el pánico veló sus ojos mientras se retorcía en la cama y tiraba de las ataduras—. No.
Verla así lo hizo dudar.
—Mírame, amore mio. Mírame a los ojos. Soy yo.
Maggie se concentró en sus ojos. Sus pupilas se dilataron al reconocerlo y poco a poco la tensión desapareció. Tenía los ojos llenos de lágrimas, de modo que la besó con ternura y le secó con el pulgar la solitaria lágrima que se deslizó por su mejilla.
—Te quiero, Maggie. Nunca ha sido Alexa ni nunca lo será. Estoy enamorado de ti.
Comenzó a moverse. Con cada envite la reclamaba como suya, le dejaba claras sus emociones y la necesidad que sentía de poseerla. Al final, la resistencia abandonó por completo el cuerpo de Maggie y salió al encuentro de sus embestidas, clavándole los talones en los muslos cuando llegó al orgasmo. Maggie explotó bajo su cuerpo y él se dejó llevar. El increíble placer lo estremeció, se apoderó de él y lo lanzó al precipicio. Cuando por fin amainó la tormenta, Michael se dio cuenta de que su vida jamás sería la misma.
Y de que no quería que lo fuera.
La quería.
Las palabras se repetían sin cesar en su cabeza. A veces con la belleza de una ópera. A veces con una carcajada socarrona y traviesa. Fuera como fuese, tenía que pensar en eso, pero de momento estaba demasiado aturdida.
Movió las manos, que ya tenía libres. Michael la abrazaba con más ternura de la que ningún hombre le había demostrado hasta la fecha. Le había hecho el amor con menos incidencia en el morbo y más a la hora de darle placer, y de exigirle el mismo placer a cambio.
Tragó saliva para no pronunciar las palabras que tenía en los labios y permanecer callada. Dos palabras muy cortitas, pero no se le ocurrían unas más difíciles de pronunciar. Sentía su piel sudorosa contra ella, sólida y real. Le había dado un regalo que no tenía precio. Confianza. De alguna manera, al atarla y obligarla a someterse, había aprendido a confiar en otro ser humano.
Michael la besó en el pelo enredado con ternura.
—Gracias por confiar en mí. Quiero saberlo todo de ti, cara, pero puedo esperar.
Su paciencia la descolocó por completo. ¿Por qué quería conocer algo más que su cuerpo? Le había parecido sincero cuando le confesó que nunca había querido a Alexa. Tal vez siempre había sospechado la verdad, pero no quería deshacerse del último obstáculo. En ese momento ya no tenía adónde huir, pero tampoco podía pronunciar las dos palabras que él necesitaba oír.
Cerró los ojos y le dio el único otro regalo que le quedaba por dar. Su verdad.
—Tenía dieciséis años. Y estaba coladita por el tópico más manido, el capitán del equipo de fútbol americano. Por supuesto, él ni se había fijado en mí, pero yo hacía todas las tonterías típicas para llamar su atención. Un día se me acercó y me habló. Días más tarde me pidió salir. Yo estaba loca de alegría y creía que por fin seríamos novios.
Michael dejó de acariciarle el pelo y se apartó despacio de ella para poder mirarla a la cara. Maggie sintió su mirada como una caricia, pero clavó la vista en el techo, como si todo estuviera sucediendo delante de ella.
—Me maquillé como una puerta. Me puse una falda cortísima y un escotazo para enseñar lo poco que tenía. Por aquel entonces no tenía a nadie que me acompañara, así que iba y venía a mi antojo, sin reglas. Me llevó a ver una película y después fuimos al campo de fútbol del instituto. Nos sentamos en la hierba y contemplamos la luna. Me sentía muy feliz. Hasta que me tiró sobre la hierba y me metió mano por debajo de la camiseta. La verdad era que se me iba la fuerza por la boca. Nunca había salido con un chico. Ni siquiera me había dado un morreo. Dejé que me hiciera ciertas cosas porque creía que era lo correcto. Hasta que me subió la falda.
Tragó saliva, y Michael le cogió la mano y esperó en silencio. Le costaba seguir, pero su ternura la reconfortó poco a poco.
—Me violó. Después se apartó, se puso en pie y me dijo que se había llevado un chasco. Que tenía muchas ganas de hacerlo conmigo por mi ropa y mi actitud. Que si se lo contaba a alguien, me convertiría en el hazmerreír del instituto. Me vestí y me llevó a casa. Cuando llegamos, me dio las gracias por el buen rato que había pasado y me dijo que lo repitiéramos. Salí del coche y al entrar vi que mi madre estaba viendo la tele en el salón. Fui derecha a ella y se lo conté todo.
Los acontecimientos de aquella espantosa noche la abrumaron, pero en esa ocasión tenía a alguien al lado. En esa ocasión contaba con alguien que la quería lo bastante como para escucharla.
—Mi madre se echó a reír y me dijo que tenía lo que me había buscado. Me dijo que empezara a tomar la píldora, que espabilara y que me aguantara. Después me dejó sola. —Apartó la mirada del techo y se volvió hacia él—. No sabía qué hacer. Creía que me iba a volver loca. Estuve unos cuantos días sin ir a clase y después volví al instituto. Y cuando me lo crucé por el pasillo, me limité a saludarlo con un gesto. La prueba de embarazo salió negativa. Empecé a tomar la píldora. Y de repente me di cuenta de que podía elegir entre dos caminos: podía ocultar mi sexualidad con ropa ancha y no sentirme cómoda físicamente con otro chico; o podía olvidarme de todo y sobreponerme. De alguna manera descubrí que podía sentir placer con el sexo, pero que tendría que hacerlo con mis condiciones. Así me aseguraría de que no volvía a pasarme nada parecido.
Le latía tan rápido el corazón que estaba a punto de darle un infarto.
—Decidí que no iba a permitir que ese cabrón me arrebatara mi forma de ser. Así que me puse la ropa que me daba la gana y a partir de ese momento empecé a controlar con quién me acostaba. Cuando yo quería, donde yo quería y como yo quería. Pero a veces, cuando un hombre está sobre mí… a veces algo me devuelve a aquel momento y me entra el pánico. Lo detesto, pero parece que soy incapaz de controlar esa parte de mi mente. O lo era hasta ahora.
Michael extendió un brazo y la instó a apoyar la cabeza en su pecho. La fuerza, la calidez y la sensación de seguridad que la envolvieron con tanta facilidad la dejaron sin aliento.
—Lo siento muchísimo, cara. De haberlo sabido, no te habría presionado tanto.
Meneó la cabeza.
—No, me alegro de que lo hicieras. Ahora ya no tengo miedo.
Michael siseó, y ella se dio cuenta de que estaba temblando. Muy despacio, levantó la cabeza para mirarlo a la cara.
En sus ojos relucían un intenso orgullo y una rabia feroz. Sin embargo, sus manos fueron tan delicadas como las alas de una mariposa cuando le apartó el pelo de la cara.
—Que alguien te hiciera daño de esa manera hace que me pregunte si existen el bien y la justicia en este mundo. Pero tú, amore mio, conseguiste fortalecerte tras ese suceso. Tú te labraste una vida con tus propias reglas, sin la ayuda de nadie. Eres digna de admiración.
Maggie se mordió el labio y volvió a apoyar la cabeza en su pecho. Las palabras de Michael resonaron por la estancia y derribaron el último muro que protegía su corazón. Él no dijo nada de la lágrima que cayó sobre su torso.
Y eso hizo que Maggie lo quisiera todavía más.