4
Sobre ella se cernía un hombre furioso de algo más de metro ochenta de altura. Aunque no la tocó, Maggie se quedó inmóvil, como si le hubieran atado el cuerpo. La habitual simpatía de Michael desapareció y en su lugar apareció un aura peligrosa que tensó el ambiente. Lo había cabreado de verdad. Por desgracia, en vez de miedo, Maggie experimentó un hormigueo sensual. ¿Cómo sería en la cama?, se preguntó. Desnudo, musculoso y… exigente.
Por regla general, se mantenía alejada de los hombres que exhibían la menor tendencia dominante o controladora, pero Michael no la asustaba. Al menos, no en el sentido literal del término. Separó los labios de forma instintiva, invitándolo a que diera un paso más. Oscurecidos por el deseo, esos ojos negros como el azabache se clavaron en sus labios. Ansiaba descubrir el sabor de los besos de aquel hombre. Ansiaba sentir su lengua reclamando el interior de su boca, el roce de esos labios mientras capturaba los suyos sin darle opción a que fuera ella quien tomara la decisión.
Pasó un segundo. Y luego otro.
Antes de poder contenerse, Maggie dijo:
—¿Qué pasa, conde? ¿Te ha comido la lengua el gato?
Él se dio media vuelta al tiempo que soltaba una retahíla de palabrotas. Maggie se relajó al ver que se apartaba, pero su intimidante presencia le provocó un escalofrío en la columna. Decidió ignorar la desilusión que amenazaba con apoderarse de ella por haber perdido semejante oportunidad.
—Cuidado, cara. Tal vez te resulte divertido jugar conmigo, pero al final me cansaré y te obligaré a jugar tus cartas.
Maggie resopló.
—Hablas como los protagonistas de las novelas eróticas que tanto me gustan. Pero yo no soy sumisa, guapo, y tú no eres mi dueño. Me he salido con la mía. Suponía que si desafiaba a tu familia desde el principio, no tendría que adoptar un papel que me resultara incómodo. Porque al final se percatarían de que no soy una mujer dispuesta a contentar a los demás, ni tampoco una esposa italiana tradicional. —Sonrió—. Tu madre es la leche.
—Está enferma, así que ten cuidado, por favor.
—¡Oh, no, Michael! ¿Qué le pasa?
Michel soltó un largo suspiro mientras se pasaba las manos por la cara.
—Además de tener artritis en una rodilla, tiene el corazón muy delicado. No le conviene estresarse ni realizar mucha actividad física, así que lo que intento con esta visita es complacerla. —Frunció el ceño—. Y espero que tú también lo hagas.
—Puedo ser agradable durante una semana.
—Tengo que verlo para creerlo —murmuró él—. Ni se te ocurra intentar evitarme cuando trate de besarte. —Adoptó una expresión pensativa y Maggie estuvo a punto de tragar saliva por la inquietud—. De hecho, debería besarte ahora mismo. Sin más demora. Para practicar, por supuesto.
Ella siseó como una serpiente furiosa.
—Soy capaz de no dar ni un respingo cuando me toca un hombre.
—No acabo de creerte. —Se acercó a ella con actitud amenazadora, invadiendo su espacio personal. El calor de su piel la excitó—. Un desliz y adiós a la farsa. No puedo permitírmelo. Sobre todo cuando podemos solucionarlo con un beso previo.
—Fingir se me da estupendamente. —Maggie lo miró con una falsa sonrisa. Su delicioso olor almizcleño y masculino la invitaba a probarlo. El corazón se le aceleró ante la posibilidad de que él descubriera su farol, y eso la obligó a adoptar una actitud aún más engreída—. Nadie se dará cuenta de que no me interesan tus besos. No hace falta ni que ensayemos.
Michael la observó en silencio y ella comenzó a relajarse.
—Vamos a poner a prueba tu teoría, ¿qué te parece?
La aferró por los hombros y la acercó a él. Maggie chocó contra una dura pared de músculos, y levantó los brazos de inmediato para colocarle las manos en el torso a modo de protesta. Al percibir su resistencia a que lo apartara, se aferró al delgado tejido de su camiseta. Michael colocó los pies a ambos lados de los suyos, ayudándola a guardar el equilibrio. Sus labios se detuvieron a unos centímetros de los de ella.
—Quítame las manos de encima —le dijo mientras veía que el sudor hacía relucir su bronceado.
Oh, Dios, ¿y si se derretía y quedaba como una tonta? ¿Y si gemía cuando esos labios carnosos acariciaran los suyos? No podía zafarse de él. No podía reaccionar. No podía.
—¿Por qué estás tan nerviosa? —le preguntó con un brillo alegre en los ojos—. Lo has hecho un millón de veces, ¿recuerdas?
—No me gusta que me manoseen —le soltó.
Michael esbozó una sonrisilla y su voz se convirtió en un ronco susurro que le prometió placeres carnales increíbles.
—A lo mejor es porque no te ha manoseado el hombre adecuado.
—Venga ya. ¿De verdad hay mujeres que se tragan ese cuento? Porque, si es así, deben de ser tontas de remate. Quítame las manos…
Los labios de Michael cubrieron los suyos.
Su boca suave y cálida detuvo el torrente de palabras y la distrajo de tal modo que perdió el hilo de sus pensamientos, porque lo único que importaba era disfrutar del beso.
Se le frieron las neuronas al instante. Le gustaba besar y ciertamente había besado a muchos hombres, pero con Michael todo parecía distinto. Su calor corporal le recordaba a los hombres lobo de las películas de Crepúsculo que tanto le gustaban en secreto. Sintió que le lamía los labios buscando la entrada a su boca y que después se introducía en ella sin esperar a que los separase. Podría debatirse contra él en caso de que se propasara, pero las caricias de su lengua la sedujeron y la invitaron a saborear el momento. Sintió la aspereza de su barba en el mentón. Michael bajó las manos y le aferró el trasero al tiempo que ladeaba la cabeza para besarla con pasión. La postura la hizo ser muy consciente de su erección.
Maggie gimió, pero el sonido quedó ahogado por el beso. El asalto continuó y al final acabó rindiéndose por completo.
Michael devoró su boca a placer, recordándole que atacaría su cuerpo con la misma pasión si se lo permitía. Intentó recuperar el control de la situación, pero su mente no reaccionaba y parecía haber perdido las fuerzas para moverse. Lo escuchó murmurar su nombre y le fallaron las rodillas, de modo que se vio obligada a apoyarse en él mientras le devolvía el beso.
¿Cuánto tiempo había pasado? ¿Minutos? ¿Una hora? Al final se separó de ella, despacio, como si le supusiera un gran esfuerzo. En ese momento Maggie se odió. En vez de abofetearlo o de soltarle un improperio, se limitó a mirarlo como un pasmarote. Se pasó la lengua por el labio inferior, que estaba hinchado.
Michael gimió. Respiraba con dificultad.
—Tienes razón —susurró—. Finges de maravilla.
Maggie retrocedió al instante, deseando no ponerse colorada. Se obligó a decir:
—Ya te lo he dicho.
Michael se dio media vuelta, colocó las maletas en un rincón del dormitorio y abrió la puerta del armario.
—Hay espacio de sobra para los dos. Este será nuestro dormitorio durante una semana.
La realidad la abrumó de repente. La estancia era acogedora y con toques masculinos, como las alfombras de color azul pavo real, los muebles de cerezo y la ausencia de detalles delicados. La cama, situada en el centro de la habitación, tenía un cobertor de un intenso color rojo. Maggie clavó la vista en ella. Era algo más pequeña de lo que esperaba y se percató de que no había ni sofá ni una alfombra mullida en el suelo. La certeza de que tendrían que dormir juntos le puso los nervios de punta. ¡Por Dios, si la había derretido con un simple beso! ¿Y si se abrazaba dormida a él? ¿Y si rozaba sin querer esos duros pectorales y acababa haciendo el tonto?
La ridícula situación la irritó, de modo que hizo lo que mejor se le daba. Atacar primero.
—Bonita cama.
Michael carraspeó.
—¿Es aceptable? Si no, puedo echar una manta al suelo.
Ella puso los ojos en blanco.
—Michael, no soy una niña, limítate a dormir en tu lado. Me quedo con el izquierdo.
—Como quieras.
—No roncarás, ¿verdad?
En sus ojos apareció un brillo guasón.
—Jamás he recibido quejas al respecto.
—Bueno, te lo confirmaré para que sepas si te mienten en el futuro.
Michael señaló con la mano el cuarto de baño y las cristaleras por las que se accedía al balcón.
—¿Por qué no te refrescas un poco y bajas cuando estés lista? Te enseñaré la propiedad y el resto de la casa. ¿Cuándo tienes que estar en Milán para la sesión de fotos?
—Mañana. Pasaré allí casi todo el día.
—Muy bien. Te recogeré por la tarde e iremos al consulado para presentar el Atto Notorio y la Nulla Osta. Ya tengo los testigos. Que no se te olvide la documentación… He tenido que mover unos cuantos hilos para que mi madre no sospechara que deseábamos cierto retraso.
Maggie tragó saliva.
—¿No dijiste que sería imposible conseguir un cura para que nos casara?
—Es difícil conseguir uno dispuesto a celebrar la ceremonia de hoy para mañana, y mi madre solo aceptará que sea una boda eclesiástica. Es imposible que el papeleo esté listo antes de una semana.
—Vale.
Se miraron unos momentos en silencio. Michael cambió el peso del cuerpo de un pie a otro y el movimiento hizo que se le ciñera el vaquero a la entrepierna, marcándole bien el paquete. La camiseta negra de manga corta que llevaba hacía bien poco por disimular la anchura de sus hombros y de su torso. Tampoco se podía decir que ocultara la musculosa presencia de sus brazos, cubiertos de vello oscuro. El cuerpo traicionero de Maggie respondió a esa actitud confiada excitándose al instante. Sintió un repentino ardor entre los muslos y se le endurecieron los pezones hasta un punto casi doloroso.
¿Cuándo fue la última vez que un tío la había puesto tan cachonda?, se preguntó. Tal vez fuera la emoción de lo prohibido. Las mujeres siempre deseaban a los hombres prohibidos. Sobre todo si estaban coladitos por otra mujer.
¿O no?
—¿Maggie? ¿Te pasa algo?
Trató de librarse de la reacción de su cuerpo y lo achacó al desfase horario.
—Nada, estoy bien. Voy a ducharme. Te veré abajo.
Michael asintió y cerró la puerta al salir.
Maggie gimió mientras buscaba en la maleta una muda de ropa. Solo tenía que aguantar una semana sin hacer el ridículo más espantoso y se libraría de Michael Conte para siempre. Ya no tendría que preocuparse por la posibilidad de encontrárselo en casa de Alexa, y podría tener a su familia para ella sola.
La amargura de la imagen fue una burla para la satisfacción que debía sentir, y le dejó bien claro que se estaba engañando. Se había acostumbrado a la presencia de Michael durante el último año. Demasiado. Y cada vez que miraba esos pícaros ojos oscuros, se retorcía a causa de la humillación.
El cuarto de baño era pequeño, pero contaba con una bañera profunda de mármol y una ducha. Decidió darse prisa y dejó el baño para más tarde. El agua a presión y el calor relajaron sus tensos músculos. Acostumbrada a sufrir citas a ciegas organizadas por sus colegas, Maggie ni se lo pensó cuando Alexa le juró que había encontrado al tío perfecto para ella. Recordaba muy bien el momento en el que entró al pequeño y exclusivo restaurante italiano, pensando que iba a encontrarse con cierto tipo de hombre. Un poco chulo. Muy zalamero. Demasiado atractivo.
Se equivocó.
Salvo por lo de atractivo.
Maggie se frotó la piel e intentó desterrar el recuerdo. Sin embargo, las imágenes siguieron pasando frente a sus ojos. La conexión instantánea que sintieron nada más tocarse, como si los hubiera atravesado un rayo recién caído del cielo. Estuvo a punto de apartarse de él con un brinco. A puntísimo. Los muros que la defendían eran firmes, pero la conversación de Michael la envolvió como si fuera un cálido abrazo. Sí, era un hombre zalamero, simpático y gracioso, pero no era una pose. Resultaba evidente que no fingía, y eso la atrajo muchísimo.
Cuando llegó el postre, pensó que no quería que la velada acabase, algo que hacía años que no sucedía. Y sintió que a él le pasaba lo mismo.
La experiencia había ayudado a Maggie a seguir un lema básico: «Controla la cita y controlarás el resultado». Por algún extraño motivo, se desnudó ante él y le mostró un atisbo de su alma. La atracción sexual era intensa, y la recorrió una especie de euforia. Tal vez estuviera preparada para algo más. Tal vez Alexa había estado en lo cierto desde el principio. Tal vez había descubierto el arcoíris o una cascada en ese camino oculto, o algo que por fin la había sorprendido y podría llenar el vacío de su interior.
—Me ha gustado la velada —dijo en voz baja—. A lo mejor lo podemos repetir.
Al escucharse pronunciar la impulsiva invitación mientras disfrutaban del delicioso tiramisú, estuvo a punto de morderse la lengua, pero ya era demasiado tarde.
Michael la observó en silencio.
—No creo que sea buena idea, Maggie.
Su nombre sonó como una caricia a sus oídos, pero sus palabras la hirieron como una dentellada. No esperaba el rechazo.
—Lo siento, cara. Eres una mujer guapa y me atraes muchísimo. Pero creo que esto podría acabar muy mal.
La euforia disminuyó hasta desaparecer por completo. Sí, sabía que la situación era un poco peliaguda, pero por primera vez en su vida había estado dispuesta a arriesgarse. Debía de haber malinterpretado todo. Se había equivocado al ver la química que se había producido entre ellos. Casi se echó a reír, pero se percató de que aquellos ojos negros la miraban con algo parecido al miedo, de modo que se contuvo. Michael sonrió, pero su incomodidad fue evidente por su modo de removerse en la silla mientras cogía la copa de vino. Parecía que algo le impedía acompañarla a casa. Como si…
En su mente se encendió una bombilla. Las piezas del rompecabezas encajaron al instante. Sintió una punzada dolorosa en lo más hondo y susurró a duras penas:
—Es Alexa, ¿verdad? Sientes algo por ella.
—¡No! Alexa es amiga mía, nada más.
Su negativa tenía un evidente tufo a mentira, sobre todo cuando lo vio desviar la mirada. Un rubor abrasador se extendió por su cuerpo, y la humillación la dejó al borde de las náuseas. Ansiaba salir corriendo del restaurante. Con razón Michael no quería quedar con ella. Su mente rememoró la conversación que habían mantenido durante la cena palabra por palabra, deteniéndose en los comentarios que había dejado caer sobre Alexa. Lo maravillosa que era. Lo cariñosa. Lo lista. Incluso le había preguntado a ver cómo se habían conocido y ella le había descrito su primer encuentro en el autobús escolar, con una discusión que acabó en pelea, si bien después se hicieron grandes amigas. Michael no estaba interesado en ella. La cita era un medio para conseguir información sobre otra mujer.
Estaba enamorado de Alexa.
Se desentendió de la humillación y se juró que saldría de ese sitio con el orgullo intacto.
—De acuerdo —replicó, con un deje gélido en la voz; consiguió apartar el plato sin que le temblaran las manos y se levantó.
—Maggie, vamos a aclarar este tema. No quiero que te vayas con una impresión errónea.
Ella rio entre dientes, aunque el sonido tal vez fue un tanto brusco.
—No seas ridículo. Soy una mujer hecha y derecha, capaz de asimilar un rechazo. Eso sí, ten presente que no voy a quitarte la vista de encima. Especialmente cuando estés cerca de Alexa.
Él resopló, pero Maggie lo había calado.
—Te he dicho…
—¡Una gilipollez! —Cogió su bolso de Coach y se lo colocó al hombro, tras lo cual lo miró con los ojos entrecerrados—. Nos vemos, conde.
Michael la llamó de nuevo, pero ella hizo oídos sordos y salió del restaurante.
Maggie cerró el agua de la ducha y cogió una toalla. Todavía le dolía su rechazo, aunque pudiera resultar ridículo. Porque por su culpa se había visto arrastrada a la pesadilla de su juventud.
«Nunca era lo bastante buena».
Furiosa con sus pensamientos y con sus terribles recuerdos, se puso unos vaqueros, una camiseta verde de tirantes y unas sandalias de cuero. Rememorar el pasado no tenía sentido. Ella controlaba sus relaciones personales, su sexualidad y sus decisiones. Y jamás era el segundo plato de nadie.
Mucho menos de Michael Conte.
Se pasó un cepillo por el pelo húmedo y se aplicó brillo de labios. Después, tras desterrar los inquietantes pensamientos al fondo de su mente, bajó para encontrarse con su nueva familia.
Al llegar a la parte posterior de la casa, los encontró a todos sentados a la mesa de hierro forjado, con sus sillas a juego. El lugar estaba rodeado por un jardín con setos llenos de flores amarillas, rojas y moradas que competían por llamar la atención. Su aroma dulzón flotaba en la cálida brisa, acariciándole la nariz. El jardín contaba con una recargada fuente de piedra rematada por un ángel tallado que derramaba el agua sobre una charca cubierta de verdín. El sol relucía sobre las baldosas de terracota. La paz que reinaba en ese lugar la relajó de inmediato. Le picaban los dedos por el deseo de fotografiar el momento casi místico de tranquilidad, aun con la familia charlando en italiano a la mesa.
—Margherita, siéntate con nosotros.
Escuchar su nombre completo la dejó al borde de un respingo, pero la madre de Michael lo pronunció como si fuera mágico, así que lo dejó pasar. «Regla número uno: jamás se critica a la matriarca de la familia política», pensó.
—Grazie.
Michael le sirvió una copa de vino tinto, tras lo cual entrelazó los dedos con los suyos y sonrió. Aunque el corazón le dio un vuelco, Maggie se las arregló para devolverle una sonrisa afectuosa. Las hermanas de Michael parecían ansiosas por escuchar los detalles más sórdidos de su relación. Maggie tomó una decisión crucial. Cuanto antes soltara la historia, antes tratarían el tema de la boda de Venezia.
Bebió un sorbo de vino y preguntó:
—¿Os gustaría saber cómo nos conocimos?
Vio que Michael enarcaba las cejas, sorprendido. El sí fue clamoroso. Maggie contuvo una sonrisa. Esa era fácil.
—Mi mejor amiga, Alexa, nos concertó una cita a ciegas. Veréis, es que mi amiga está casada con mi hermano. Y cuando conoció a Michael en una cena de negocios, pensó que formaríamos la pareja perfecta. —Maggie le regaló a Michael una sonrisa edulcorada y él la miró con un brillo de advertencia en los ojos—. Nada más verme, me dijo que yo era la mujer que estaba esperando. Por regla general, jamás me creo nada de lo que los hombres me dicen en la primera cita, pero Michael me cortejó hasta conquistarme.
Carina suspiró mientras apoyaba su sonrosada barbilla en las manos.
—¡Qué romántico! Parece obra del destino.
—Sí, del destino. —Maggie le dio un apretón a Michael en los dedos—. Estábamos a punto de ponerle fecha a la boda, pero nos enteramos de que Venezia también se había comprometido y decidimos fugarnos. Espero que no os moleste que no hayamos celebrado una boda por todo lo alto. Es que detesto ser el centro de atención y pensamos que esto sería lo mejor.
Michael se llevó su mano a los labios y le besó el dorso. El roce le provocó un hormigueo.
—Sí, Maggie es una persona muy reservada —dijo él.
La penetrante mirada de su madre no acababa de encajar con la fragilidad de su cuerpo. Maggie sintió cierto desasosiego en el estómago. Una persona capaz de criar a cuatro hijos sin soltar las riendas del negocio familiar debía de ser muy espabilada, y Maggie se recordó que tendría que ser muy cuidadosa cuando estuviera a solas con ella. Puesto que sabía que había muy pocas cosas en la vida de las que uno se podía fiar, había decidido que jamás faltaría a su palabra. De modo que ella también corría un gran riesgo.
—Maggie, ¿a qué te dedicas? —le preguntó Julietta; sus largos dedos sostenían la copa de vino con una delicadeza que quedaba desmentida por la seriedad de su mirada.
Maggie recordó que ella se encargaba del negocio de La Dolce Famiglia en Italia. Julietta era una mujer elegante y refinada, prudente y con los pies bien plantados en el suelo.
—Me dedico a la fotografía. Mañana tengo una sesión en Milán, así que estaré fuera casi todo el día.
—¡Qué maravilla! ¿Qué fotografías? —quiso saber Julietta.
—Hombres. En ropa interior. —El silencio se hizo a su alrededor, de modo que acabó encogiéndose de hombros—. Ropa interior de diseñador, por supuesto. La sesión de mañana es con prendas de Roberto Cavalli.
Venezia se echó a reír.
—¡Me encanta! ¿Me puedes conseguir un descuento? A Dominick le encantaría tener un par de Cavalli nuevos.
Carina rio entre dientes. Mamá Conte suspiró, resignada.
—Venezia, no tenemos por qué saber qué lleva Dominick debajo de los pantalones. —La miró echando chispas por los ojos—. Y tú tampoco deberías saberlo hasta que te cases con él. Capisci?
—Maggie es una fotógrafa con mucho talento —les aseguró Michael—. Estoy seguro de que esta visita a Italia, con todo lo que hay que ver, la ayudará a ampliar sus horizontes.
Maggie frunció el ceño. El comentario, casi una disculpa hacia su familia, le había escocido, pero disimuló bebiendo un sorbo de chianti. El hecho de que no fotografiara bebés y cachorros preciosos no desmerecía su trabajo. Tenía la impresión de que Michael había adivinado que en el fondo ansiaba algo más. Irritada por sus pensamientos, siguió atenta a la conversación.
Venezia hablaba gesticulando con las manos, como si quisiera enfatizar sus palabras. Maggie supuso que en la familia era la reina del drama. Sin embargo, sus ojos castaños relucían con un intenso brillo y con un gran entusiasmo. Su ropa, unos carísimos vaqueros, un top con estampado floral atado tras el cuello y unos Jimmy Choo, le dejó bien claro que adoraba la moda. Al parecer, Michael no aprobaba que Venezia no quisiera trabajar en el negocio familiar, pero ella parecía satisfacer su vena creativa trabajando como asistente de un reconocido estilista. Maggie era incapaz de imaginarla decorando cupcakes, encargándose de la publicidad o lidiando con la contabilidad.
—Nos gustaría celebrar la boda aquí, en la propiedad —siguió Venezia y su expresión se suavizó—. Por supuesto, la tarta y los postres serán de nuestro negocio. Septiembre es un mes precioso.
Julietta exclamó:
—Pero ¡solo faltan tres meses!
Su hermana le dirigió una mirada furiosa.
—No quiero esperar ni un minuto más para empezar mi vida con Dominick. Ahora que Michael se ha casado, podremos seguir con nuestros planes. Ya habíamos decidido casarnos el día quince. Maggie, ¿te viene bien la fecha? Además, serás una de mis damas de honor.
Maggie tragó saliva. De repente, se sentía culpable por estar mintiéndoles. Bebió otro sorbo de vino para librarse de la sensación.
—Por supuesto. Haré hueco en mi agenda.
Venezia chilló, encantada, y se llevó las manos al pecho.
—Genial. Ah, ¿por qué no compramos los vestidos esta semana?
Julietta puso los ojos en blanco.
—Detesto salir a comprar ropa.
—Pues te aguantas. Eres mi dama de honor y, como lo arruines todo con tus quejas, no te hablaré más en la vida.
—Ojalá…
Maggie hizo girar el anillo de diamantes que llevaba en el dedo como si de repente le quemara. Intentó controlar el pánico que le provocaba la situación.
—Esto… voy a estar muy ocupada con el trabajo y sé que Michael quiere llevarme a conocer algunos lugares históricos. —Sonrió, pero tuvo la impresión de que el gesto se quedaba en una mueca—. Tal vez podáis ir vosotras. Si encuentras algo, te daré mi talla y así puedes encargarlo también. Estoy segura de que veré los vestidos en nuestra próxima visita.
—Ni hablar —replicó Venezia, con un brillo decidido en los ojos—. Ahora también eres mi hermana y debes venir. Además, me niego a ponerte algo que no te siente bien. Echaría por tierra mi reputación de estilista.
Julietta resopló.
—Maggie y yo estamos de luna de miel, y necesitamos pasar tiempo a solas. Ir de tienda en tienda para comprar vestidos no me parece romántico —dijo Michael, que le sonrió con dulzura.
Maggie sintió que se le derretían las entrañas.
Carina la miró con expresión suplicante.
—¡Por favor, Maggie, acompáñanos! —le dijo—. Ahora somos familia y nos hemos perdido toda la emoción de vuestra boda. Solo será una tarde.
Los muros se cerraron sobre ella. ¿Cómo iba a probarse un vestido de dama de honor y a fingir que asistiría a la boda? Michael abrió la boca para hablar y en ese momento Maggie se percató de la expresión que lucía su madre.
Recelo.
Los estaba mirando con el ceño fruncido. Su descontento era evidente y estaba claro que se olía que había gato encerrado. Lo cual era cierto. Sin embargo, Maggie había hecho una promesa y debía fingir.
Colocó los dedos sobre los labios de Michael para silenciarlo. El suave roce le provocó el doloroso anhelo de sentir de nuevo esos labios sobre los suyos, besándola con pasión y exigiéndoselo todo en respuesta.
—No, Michael, tus hermanas tienen razón. —Intentó aparentar que era feliz—. Me encantará pasar una tarde probándome vestidos. Será divertido.
La madre de Michael apoyó la espalda en el respaldo de la silla y cruzó los brazos por delante del pecho con actitud satisfecha. Maggie dejó de prestar atención a la cháchara de los demás. Calculó rápidamente las horas que faltaban hasta que pudiera acostarse para dormir. Más tarde disfrutaría de una cena temprana, se acostaría pronto aduciendo que estaba agotada y el primer día estaría liquidado. Al día siguiente tendría que trabajar en la sesión fotográfica, después se ocuparían del papeleo en el consulado y… ¿qué acababa de decir Julietta?
—¿Qué fiesta? —preguntó Maggie; la palabra relucía ante sus ojos como un letrero de neón.
Michael también parecía sorprendido.
Mamá Conte se incorporó y apoyó el bastón en el suelo.
—Sí, la fiesta será esta noche, Michael. No me creerías capaz de no organizar una celebración en honor de la boda de mi hijo y su mujer, ¿verdad? Debemos empezar a preparar la cena.
—¿Vendrá Max? —preguntó Carina con voz trémula.
—Sí, por supuesto. Y tus primos.
Michael hizo una mueca y después miró a Maggie para reconfortarla. «¡Por Dios!», pensó ella. Se estaba ahogando y su falso marido se limitaba a lanzarle un salvavidas pinchado. Primero lo del vestido de dama de honor y luego lo de la fiesta.
—Mamá, no estamos listos para celebrar una fiesta esta noche. Hemos hecho un viaje muy largo y Maggie tiene que trabajar mañana.
Su madre rechazó las protestas con un gesto de la mano.
—Tonterías. Solo serán unas cuantas personas ansiosas por felicitaros. No es nada. ¿Por qué no traes algunas botellas de vino de la bodega y te pasas por la pastelería? Trae tiramisú y cannoli, blancos y negros. Julietta te acompañará.
Maggie tragó saliva.
—Quizá debería…
Mamá Conte le pasó una mano por el brazo. Su fragilidad parecía haberse evaporado. Esos delicados dedos la aferraron con una fuerza innegable, como si fueran una trampa mortal.
—Niente. Margherita, tú te quedas conmigo. Me ayudarás a preparar la cena.
Michael negó con la cabeza.
—Mamá, Maggie no cocina. En Estados Unidos casi todas las mujeres trabajan y muchas no saben cocinar.
Eso sí que la enfureció de verdad. Maggie volvió la cabeza y lo miró echando chispas por los ojos.
—Que te den, conde. Sé cocinar. —Hizo un falso puchero—. Solo finjo que no sé hacerlo para que me lleves a cenar más a menudo.
Mamá Conte soltó una orgullosa risotada y la acompañó al interior, dejando a un asombrado Michael tras ellas.
Maggie sintió que cada paso que la acercaba a la gigantesca y reluciente cocina le arrancaba una gota de sudor. Un solo pensamiento animaba su mente.
Si salía con vida de esa, mataría a Michael Conte.
Maggie ansiaba ceder al deseo de salir corriendo de esa casa a grito pelado. Detestaba las cocinas. Cuando era pequeña, el personal de la cocina le hablaba de forma desagradable si entraba en su santuario, de forma que los relucientes electrodomésticos acabaron provocándole escalofríos. Sin embargo, mantuvo la cabeza alta y la actitud positiva. Era una mujer de recursos, capaz de seguir las instrucciones de una receta. Tal vez el menú para la cena fuera algo sencillo, así podría demostrarle a Michael sus habilidades culinarias y cerrarle la boca.
La madre de Michael ya había colocado una serie de cuencos y de tazas medidoras en la larga y amplia encimera. También vio una hilera de recipientes que contenían ingredientes en polvo. No se parecía al programa de televisión Iron Chef, con todo el caos y la locura que rodeaban la preparación de la comida.
Maggie era de la opinión de que se cocinaba por supervivencia, no por placer. Puesto que ganaba mucho dinero, se gastaba gran parte de su sueldo en pedir comida a domicilio. Frunció el ceño y trató de fingir entusiasmo por la tarea que tenía por delante. ¡Por Dios, necesitaba más vino! Si se emborrachaba hasta el punto justo, estaría mucho más relajada durante la tortura.
—¿Qué vamos a preparar? —preguntó con fingida alegría.
—Pasta. Disfrutaremos de una cena rápida antes de que llegue la familia, y después serviremos café con dulces. ¿Sabes preparar pasta, Margherita?
El alivio relajó sus tensos músculos. ¡Gracias a Dios! Mamá Conte había elegido la única comida que se le daba de maravilla. Muchas noches se preparaba un plato de pasta y le tenía pillado el punto exacto para dejarla al dente. Asintió con la cabeza.
—Por supuesto.
La expresión de la mujer se tornó satisfecha.
—Bien. Necesitamos preparar varias tandas. Ya he preparado los ingredientes.
En la enorme encimera había harina, huevos gigantescos, aceite, rodillos de amasar y varias cosas más. Maggie echó un vistazo en busca de la bolsa de macarrones y de una olla para hervir el agua mientras mamá Conte le pasaba un delantal. Maggie hizo un mohín, extrañada por el uso de la prenda si solo iban a cocer pasta, pero, qué narices, se dijo, pensando en el refrán: «Donde fueres… haz lo que vieres».
—Estoy segura de que en Estados Unidos preparáis la pasta de otra forma, así que es mejor que me observes primero antes de ponerte manos a la obra.
La confusión le provocó un aturdimiento momentáneo, pero Maggie se negó a dejarse llevar por el pánico. ¿Dónde estaba la bolsa de macarrones? ¿De qué estaba hablando esa mujer? Con creciente espanto, observó que las arrugadas manos de la madre de Michael comenzaban a cascar huevos, a separar las claras de las yemas y a mezclar distintos ingredientes en un cuenco a la velocidad del rayo. Tras echar un montón de harina sobre una tabla de madera, abrió un hueco en el centro y se dispuso a verter los ingredientes húmedos como si fuera un ritual. O más bien magia, porque de repente apareció la masa y comenzó a amasarla, a estirarla y a manipularla durante incontables minutos. Completamente fascinada e hipnotizada por el ritual, Maggie apenas podía creer que de esa masa pudiera salir algo comestible. Sin romper el ritmo en ningún momento, mamá Conte la miró.
—Empieza cuando estés lista.
«¡Mierda!», pensó Maggie.
La realidad la golpeó con fuerza al mirar los ingredientes que tenía delante. ¡Pasta casera! ¿Tenía que preparar la masa y todo? No había bolsa de macarrones ni un bote de salsa que calentar. Las apuestas eran mucho más altas de lo que había imaginado, y sintió los primeros indicios de un ataque de pánico. Respiró hondo. Podía hacerlo. No iba a permitir que un poco de masa fresca y una italiana dispuesta a saltar sobre ella la derrotaran. Los sorprendería a todos.
Acercó el cuenco. La parte de la harina era fácil, pero los huevos le ponían los pelos de punta. Bueno, solo había que darles un buen golpe en el centro, separar la cáscara y el contenido salía solo. Con fingida seguridad, estrelló el huevo contra el borde del cuenco.
El viscoso contenido se derramó entre sus dedos y la cáscara blanca se rompió y cayó por todos lados. Miró de reojo a mamá Conte y comprobó que no le estaba prestando atención, ya que confiaba en que preparara su tanda de pasta. La mujer seguía amasando mientras tarareaba una canción por lo bajo.
Maggie sacó los trozos más grandes de cáscara que habían caído al cuenco y dejó los demás. Unos cuantos huevos más y consiguió una cantidad aceptable de líquido. Más o menos. ¡Joder, tenía que darse prisa antes de que la madre de Michael mirara lo que estaba haciendo! Echó un montón de harina sobre la encimera, le abrió un agujero en el centro y procedió a verter los ingredientes húmedos en él.
El líquido se derramó por los bordes y se extendió sobre la encimera. Mientras intentaba respirar con normalidad, se secó la frente con el antebrazo y pasó el delantal por la encimera para limpiar un poco el desaguisado. Como el dichoso tenedor de madera no era de gran ayuda para mezclar los ingredientes, decidió meter las manos tras tomar una honda bocanada de aire.
«¡Qué asco!», exclamó para sus adentros.
La harina se le metió por las uñas. Comenzó a estrujar la harina, rezando para conseguir algo que se pareciera remotamente a una masa. Al cabo de un instante la rodeó una nube de polvo blanco. La rapidez de sus movimientos se acrecentaba a medida que crecía el pánico. ¿Y si echaba un poco más de harina u otro huevo más? La cocina se convirtió en un lugar borroso hasta que un par de manos firmes detuvieron sus movimientos. Cerró los ojos, sintiéndose derrotada. Los abrió despacio.
Mamá Conte observaba la asquerosidad que debería ser la masa. Había trozos de cáscara e hilillos de líquido que goteaban por el borde de la encimera y caían al suelo. La harina flotaba en una nube a su alrededor. Tenía el delantal manchado con una sustancia pegajosa y la supuesta masa le cubría los brazos hasta los codos.
Maggie supo que el final había llegado. Michael jamás se habría casado con una mujer incapaz de preparar pasta casera. Su madre jamás aprobaría semejante matrimonio y ni siquiera creería que dicha posibilidad fuera real. Levantó la barbilla con los restos de su orgullo y se enfrentó la mirada de la mujer.
—He mentido —confesó.
Mamá Conte enarcó una ceja con gesto interrogante y Maggie se apresuró a añadir:
—No sé cocinar. Normalmente uso pasta seca y la cuezo con agua. Después caliento la salsa en el microondas. Casi todas las noches como platos preparados de algún restaurante con servicio de entrega a domicilio.
Ya estaba. Lo había hecho. Se preparó para el ridículo y las acusaciones. En cambio, la madre de Michael sonrió.
—Lo sé.
Maggie retrocedió con brusquedad.
—¿Cómo?
—Quería ver hasta dónde eras capaz de llegar. Estoy impresionada, Margherita. No demuestras miedo. Una vez que te comprometes a hacer algo, intentas llegar al final aunque te creas incapaz. Eso es exactamente lo que mi hijo necesita.
Con movimientos rápidos, mamá Conte tiró el desastre a la basura, vertió más harina sobre la encimera y se volvió hacia ella.
—Empezaremos de nuevo. Observa lo que hago.
Maggie observó con atención todos los pasos del proceso. A medida que se esfumaba el temor de haber sido pillada, se relajó y se entregó a la lección de cocina, amasando con tanta fuerza que no tardó en cansarse. Las pesas del gimnasio no eran nada comparadas con el ejercicio que se hacía al amasar, y los músculos de las manos y de las muñecas de mamá Conte no parecían cansarse mientras buscaba la consistencia perfecta de la masa. Maggie se dejó llevar por la alegre melodía de la canción que tarareaba la mujer y se sintió embargada por una extraña paz. Era la primera vez que cocinaba con otra mujer, ya que jamás le habían permitido adentrarse en un espacio tan acogedor y doméstico. Mamá Conte le pasó un trozo de masa y siguió trabajando con su rodillo, estirando la masa con delicadeza.
—El sabor casero de la pasta es el elemento esencial de un buen plato de comida. Hay que estirar la masa hasta que quede muy fina, pero que no se rompa. Trabaja bien los bordes.
Maggie se mordió el labio inferior.
—Mamá Conte, ¿y si lo preparas tú todo?
—No. Margherita, tu marido comerá esta noche un plato de pasta preparada con tus propias manos. Y no se trata de que tengas que servirlo o de que él deba verte como un ser inferior. Al contrario, lo haces porque eres más que eso. Muchísimo más. Capisci?
La belleza de dicha afirmación la rodeó y de repente comprendió que era cierto. Levantó las manos y se enjugó la frente, manchándosela de harina y masa. Y sonrió.
—Vale.
Siguieron trabajando sin hablar, tarareando canciones italianas y escuchando el relajante sonido del rodillo y de los distantes trinos de los pájaros. Los tallarines de Maggie no paraban de romperse, pero perseveró hasta que consiguió una hebra bien larga. Bastante irregular de grosor, pero transparente y sin una sola grieta.
Mamá Conte se la quitó de las manos y la colocó con las demás para que se secara tras inspeccionarla con sumo cuidado. Su risa resonó por toda la cocina.
—Perfetto!
Maggie sonrió y se preguntó por qué se sentía como si acabara de escalar hasta la cima del Everest en pleno invierno.
Horas después, Maggie estaba sentada a la larga mesa, con un humeante cuenco de pasta aderezada con una salsa de tomate natural. Olía a albahaca y a ajo. Tres botellas de vino descansaban en tres esquinas de la mesa y los platos de los comensales estaban dispuestos entre las bandejas de comida, cual personajes secundarios de una novela. Maggie miró nerviosa a Michael. ¿Se reiría? ¿Se burlaría de ella por su incapacidad de cocinar y por sus patéticos esfuerzos de preparar algo complicado?
A su alrededor se escuchaban risas, gritos y algunas discusiones que la desorientaban. Se había acostumbrado a cenar en la encimera de su cocina mientras veía la tele o en algún restaurante elegante donde se conversaba en voz baja y con discreción. Cuando era pequeña, comía sola o con su hermano, en silencio. Pero Michael era diferente.
Se burlaba de sus hermanas y parecía más relajado en el acogedor ambiente familiar. Maggie comprendió que afrontaba la vida con tanta seguridad porque sabía perfectamente quién era. En su opinión, se trataba de una cualidad muy respetable en un hombre, aunque fuera de lo común. Michael disfrutaba de la vida, tenía sentido del humor y se preguntó cómo sería cenar con él todas las noches. Beberían vino, hablarían de lo acontecido durante el día, cocinarían juntos y comerían juntos. Como una pareja de verdad.
Michael enrolló los tallarines y se los llevó a la boca.
Maggie contuvo el aliento.
Lo escuchó gemir, encantado.
—¡Mamá, está buenísimo!
Su madre sonrió, satisfecha, mientras se sentaba.
—Puedes darle las gracias a tu mujer, Michael. Todos los tallarines de tu plato los ha preparado ella a mano.
Michael la miró, asombrado. Después frunció el ceño y clavó la vista en el plato, tras lo cual la miró de nuevo. Maggie reconoció una extraña mezcla de emociones en esos ojos oscuros. Una llamarada de pasión. Un destello de orgullo. Y un brillo de gratitud. Acto seguido, inclinó la cabeza con una sonrisa.
Maggie sintió una oleada de euforia y le devolvió la sonrisa. Saberse el objeto de su atención hizo que olvidara incluso el bullicio reinante en la mesa.
—Grazie, cara. Me siento honrado por poder comer algo que has preparado tú. Está delicioso.
Maggie asintió con la cabeza, aceptando el cumplido. Venezia dijo algo sobre los vestidos de las damas de honor y las bodas. Carina comenzó a hablar de arte. Julietta les describió la nueva campaña publicitaria que iban a lanzar para promocionar la empresa familiar. Michael siguió comiendo, orgulloso de la comida preparada por su esposa ficticia.
Durante un ratito, Maggie fue más feliz de lo que lo había sido en toda su vida.