2

Anda, coge a la niña.

Maggie agarró de forma instintiva a su sobrina cuando su hermano se la dejó de sopetón en brazos, tras lo cual salió pitando. Típico. Ya había presenciado antes esa sutil treta de pasarle la niña a quien tuviera al lado y se negaba a ser la pardilla en esa ocasión. Normalmente lo hacía cuando su sobrina acababa de…

—¡Uf, qué asco!

El pestazo a caca la envolvió de golpe. Su sobrina sonreía, orgullosa, mientras las babas le caían por la barbilla y le manchaban a Maggie los pantalones de seda. El pañal de Lily estaba hasta arriba, y los tres pelos y medio de la niña estaban de punta, como si hubiera salido de una película de terror.

—Lo siento, Lily, la tía Maggie no cambia pañales. Cuando seas mayor, te enseñaré a montar en moto, a ligarte a un tío guapo para el baile de fin de curso y a comprarte tu primer carnet falso. Hasta entonces no cuentes conmigo.

Lily se metió un puño en la boca desdentada y se lo chupó con gusto.

Maggie contuvo una carcajada. Echó un rápido vistazo a su alrededor por si había algún familiar cerca al que colocarle la niña, pero la mayoría de los invitados se encontraba en la cocina y en el salón, cerca del bufet. Suspiró, se levantó del sofá, se colocó a Lily en la cadera y casi se dio de bruces con el hombre que más la irritaba del mundo.

Michael Conte.

Él la sujetó con firmeza antes de que pudiera tambalearse siquiera. El calor del contacto chisporroteó como el aceite al tocar una sartén hirviendo, pero Maggie mantuvo una expresión impasible, ya que estaba decidida a no dejarle saber cuánto la afectaba. Casi le había robado a su amiga del alma, y se había colado en la familia de Alexa con una simpatía y una facilidad que la cabreaban. Dado que su hermano había diseñado el proyecto de recuperación de la zona del río, Michael recibía invitaciones a las reuniones en las que se mezclaban los negocios y el placer. Se topaba con él en todas partes, y eso la obligaba a recordar su desastrosa cita a ciegas y le provocaba una constante humillación.

—¿Estás bien, cara?

Su voz aterciopelada le acarició las entrañas como un guante de seda. Lily esbozó una sonrisa babeante y soltó una especie de suspiro. ¿Quién no lo haría? Michael era guapísimo, era innegable.

Analizó su aspecto con el mismo ojo crítico que la había convertido en una de las fotógrafas de moda más solicitadas del sector. Llevaba la melena negra recogida en una coleta baja, en la nuca. Su cara era una extraña combinación de elegancia y de fuerza, con las cejas enarcadas, los pómulos prominentes y el mentón fuerte. Tenía la nariz un poco torcida, lo que aumentaba su encanto. Y la piel morena, lo que delataba su ascendencia italiana.

Sin embargo, eran sus ojos los que la mataban.

Oscuros e insondables, almendrados, y enmarcados por espesas pestañas. Esos ojos siempre tenían un brillo travieso, estaban llenos de buen humor e irradiaban una pasión ardiente que burbujeaba bajo la elegante superficie.

Se puso de mal humor. ¿Por qué la alteraba tanto? Su trabajo la obligaba a lidiar con hombres medio desnudos más guapos que Michael. Pero los veía como estatuas de mármol y nunca se excitaba lo más mínimo cuando tocaba sus extremidades desnudas para cambiarlos de postura. Había salido con unos cuantos modelos y siempre se mantenía distante; disfrutaba de su compañía, pero después pasaba al siguiente sin volver la vista atrás. Sin embargo, Michael la afectaba de tal manera que despertaba en ella un anhelo muy básico y femenino que jamás había sentido.

Se desentendió de la perturbadora idea y se colocó mejor a Lily en la cadera. Se aseguró de que su voz sonara distante.

—Hola, conde. ¿Qué te trae por aquí?

Él contuvo una sonrisa.

—Por nada del mundo me perdería la fiesta de cumpleaños de Alexa.

—No, claro que no. No pareces perderte muchos acontecimientos relacionados con Alexa, ¿verdad?

Michael enarcó una ceja.

—¿Estás poniendo en tela de juicio mis motivos, cara?

Maggie detestaba su acento, que se enroscaba como cálidas volutas de humo alrededor de sus sentidos. Aunque lo que más detestaba era su cuerpo. Sus sólidos músculos rellenaban la chaqueta de cuero Armani que llevaba. Se había puesto una camisa azul pavo real, unos vaqueros y unas botas Paciotti de piel de cocodrilo de color negro. Además de tener un estilazo tremendo, exudaba un poder masculino que la desestabilizaba, por no hablar de un encanto letal. El conde fingía no tener una sola preocupación en el mundo, pero Maggie percibía la aguda inteligencia que ocultaba tras esa fachada y que relucía en las profundidades de sus ojos negros.

Al fin y al cabo, ella también escondía lo mismo.

Maggie lo miró con la sonrisa agradable y simpática que había perfeccionado a su manera.

—Por supuesto que no. Solo comentaba la relación tan estrecha y personal que pareces mantener con la mujer de mi hermano.

Michael se echó a reír y le hizo cosquillas a Lily bajo la barbilla. La niña soltó una carcajada. Incluso su sobrina era una traidora cuando él estaba de por medio.

—Ah, pero Alexa y yo somos amigos, ¿no? Y sin tu hermano, mi pastelería nunca habría despegado. Ha hecho un trabajo magnífico con el diseño arquitectónico.

Gruñó al escucharlo.

—Qué conveniente, ¿no te parece?

Como si supiera que así la irritaría, Michael se inclinó hacia delante. Maggie captó un potente aroma a café, jabón y un leve indicio de un perfume de Christian Dior. Clavó los ojos sin poder evitarlo en esos labios esculpidos y voluptuosos que prometían placeres muy pecaminosos.

—¿Quieres decirme algo, Maggie? —le preguntó él con voz pausada—. Creo recordar que sueles ser más… directa.

¡Qué imbécil era! Intentó contener el rubor que sintió en las mejillas y lo miró con los ojos entrecerrados.

—Y yo creo recordar que sueles ser más… honesto.

Michael se apartó, dejándole espacio.

—Sí, tal vez los dos cometimos un error aquella noche.

Maggie se negó a replicar. En cambio, cogió a Lily y se la dejó en sus brazos. Lo vio sostenerla con tanta ternura y con tanta facilidad que se arrepintió de la decisión al momento.

—Tengo que ir a buscar a Alexa. Lily se ha hecho caca. ¿Te importa hacernos el favor de cambiarla? Por favor. —Esbozó una sonrisa dulce—. Al fin y al cabo, casi eres de la familia. Ya sabes dónde está su habitación.

Y tras esa frase, dio media vuelta y se alejó caminando sobre sus tacones de aguja.

Maggie deambuló por la fabulosa cocina de estilo toscano en busca de una copa de vino. ¿Por qué nadie se daba cuenta de que ese hombre deseaba a su mejor amiga? En otro tiempo su hermano lo odiaba, pero Nick había pasado del odio a invitarlo a las reuniones familiares, lo que le ofrecía muchas oportunidades para estar con su mujer. Aunque se lo había comentado a Alexa en un par de ocasiones, esta se había echado a reír y le había asegurado que entre ellos no había química sexual.

«¡Y una mierda!».

Sabía que Alexa ni se lo planteaba porque estaba enamoradísima de Nick y solo veía lo mejor de los demás. Maggie confiaba en Alexa.

Pero no confiaba en el simpático italiano que se había infiltrado en su familia.

Llevaba todo el año investigándolo, convencida de que descubriría una debilidad infalible por si tenía que chantajearlo para que se mantuviera lejos de Alexa y de su hermano.

No había encontrado nada, salvo un único detalle condenatorio.

Las mujeres.

Michael era un donjuán reconocido. Estaba segurísima de que en Italia las mujeres babeaban por él, algo que no había cambiado en Nueva York. Era uno de los solteros más cotizados del valle del Hudson. Aunque era imposible encontrar un comentario que censurase su comportamiento, ni siquiera en las revistas de cotilleos, era una verdad innegable.

Jamás había mantenido una relación seria.

La relación más larga que se le había conocido durante el último año había durado dos semanas. Maggie contuvo una amarga carcajada. En cierto modo, había conocido a su clon masculino. Sin embargo, solo se le ocurría un motivo por el que se negaba a comprometerse.

Alexa.

Estaba tan enamorado de Alexa que se negaba a entregarse a otra mujer por completo. Gracias a Dios que no había aceptado cuando ella le propuso que tuvieran otra cita. El recuerdo todavía la avergonzaba. Era la primera vez que la rechazaba un hombre de esa forma, y para colmo un hombre que había despertado su deseo.

Se sirvió una copa de cabernet antes de entrar en el elegante comedor. Se percató de que habían quitado algunas antigüedades y objetos con esquinas peligrosas. Eran los primeros indicios de que la mansión de su hermano estaba preparada para albergar a un bebé.

Alexa se acercó a ella con un plato lleno de comida.

—¿Por qué no estás comiendo? Necesito que me apoyes. Intento perder el peso que he ganado con el embarazo, pero estos aperitivos están buenísimos.

Maggie miró a su mejor amiga con una sonrisa.

—Estás genial. Por Dios, tienes las tetas enormes. Me muero de la envidia.

El vestido negro de Alexa resaltaba su voluptuosa figura con el pronunciado escote y el corte a la altura de la rodilla.

Alexa le sacó la lengua.

—Las ventajas de la lactancia materna. Ojalá que no empiecen a echar leche y arruinen mi efecto sexy. ¿Dónde está Lily?

Maggie hizo un esfuerzo por no sonreír con satisfacción.

—Con Michael. Le está cambiando el pañal.

Alexa gimió.

—¿Por qué le has hecho eso? Insistes en ponerle las cosas difíciles. Tengo que ir a ayudarlo.

Soltó el plato de comida, pero Maggie la agarró del brazo.

—Vale, vale, voy a ver cómo le va. Seguro que se la ha pasado a tu madre. No es tonto, Al, y es un hombre. Los hombres no cambian pañales.

—Nick lo hace.

Maggie puso los ojos en blanco.

—Muy pocas veces. Me ha dado a Lily porque sabía que se había hecho caca.

Alexa fulminó con la mirada a su marido, que se encontraba en el otro extremo de la estancia.

—¿Por qué será que no me sorprende? La otra noche me pidió que la cogiera solo un momento y, cuando fui a buscarlo, había salido. Me refiero a que se había marchado de casa. Estaba en el coche. ¡Por favor!

Maggie asintió con la cabeza.

—Te llamaré un día de estos para ir de compras y le haremos pagar por todo. Literalmente.

Alexa se echó a reír.

—Ve a rescatar a Michael. Y sé amable con él, por el amor de Dios. No sé qué os ocurre a los dos. Ha pasado casi un año desde que fuisteis a esa cita a ciegas. ¿Hay algo que no me has contado?

Maggie se encogió de hombros.

—No. Ya te he dicho que creo que está enamorado de ti en secreto. Pero nadie me cree.

—¿Otra vez con esas? —Alexa meneó la cabeza—. Maggs, solo somos amigos. Es como de la familia. Créeme, incluso Nick lo ha entendido. No hay nada entre Michael y yo. Nunca lo ha habido.

—Lo que tú digas.

Maggie miró a su amiga, a la que quería como a una hermana. Alexa nunca sabría lo guapísima que era en realidad, por dentro y por fuera. Nick por fin se había ganado su corazón y Maggie no quería que olvidaran jamás lo importantes que eran el uno para el otro. Habían recorrido un duro camino, pero nunca había visto a una pareja más radiante. Su hermano por fin había encontrado su final feliz. No había dejado que su familia disfuncional afectara su futuro, y se enorgullecía de él por haberse arriesgado.

Al menos una persona de la familia había encontrado la paz.

Abrazó a Alexa.

—Disfruta de la comida, cumpleañera, y no te preocupes. Iré a rescatarlo.

Se tomó su tiempo, ya que esperaba encontrarse a Michael con un vaso de whisky en la mano y sin niña. Subió la escalinata de caracol y recorrió el pasillo en silencio. Escuchó una ronca carcajada y una especie de murmullo. Se asomó por la puerta y se quedó de piedra al ver la escena que se desarrollaba delante de ella.

Michael estaba meciendo a Lily mientras le cantaba una nana en italiano, una versión de Brilla, brilla, estrellita. La niña lo miraba con adoración y hacía pompitas al ritmo de la música. La habitación infantil le confería a la escena un aire casi místico, ya que había enormes lunas y estrellas dibujadas en el techo, y las paredes estaban pintadas de color amarillo, como si fueran el sol.

Se le paró el corazón. Un anhelo feroz la recorrió por entero y entrecerró los ojos para combatir la tormenta emocional. Michael se había quitado la chaqueta, que descansaba sobre el respaldo de una silla. Lily llevaba un vestido distinto, uno con rosas amarillas, y sus diminutos leotardos y los zapatitos también amarillos se encontraban limpísimos y sin rastro de babas. La habitación olía a vainilla.

Tragó saliva y apretó los puños.

Michael levantó la vista.

Sus miradas se encontraron. El deseo fue instantáneo y provocó una especie de descarga eléctrica entre ellos. Pero desapareció al instante, y Maggie se preguntó si se habría imaginado la expresión ardiente que había visto en su cara.

—¿Qué haces? —le preguntó ella con sequedad.

Michael ladeó la cabeza al escuchar el tono acusatorio.

—Estoy cantándole una nana.

Maggie suspiró con impaciencia y señaló el cambiador.

—Me refiero al pañal. ¿Se lo has cambiado? Y ¿por qué lleva ese vestido?

Michael parecía estar pasándoselo en grande.

—Por supuesto que se lo he cambiado, como tú me pediste, cara. Tenía el vestido manchado, así que he cogido otro. ¿Por qué te sorprendes tanto?

—Supuse que te habías criado a la antigua usanza. Ya sabes, los hombres sois los que mandáis y no cocináis, ni limpiáis ni cambiáis pañales.

Michael echó la cabeza hacia atrás y se empezó a reír a mandíbula batiente. Lily parpadeó antes de empezar a balbucear en respuesta.

—No conoces a mi madre. Crecí con tres hermanas pequeñas. Cuando había que cambiar un pañal, me tocaba a mí, y no había posibilidad de pasárselo a otro. Lo intenté una vez y lo pagué muy caro.

—Ah. —Se apoyó en la cómoda blanca—. ¿Tu familia está en Italia?

—Sí. La primera tienda de La Dolce Famiglia se abrió en Bérgamo, nuestra ciudad natal. Después el negocio se expandió a Milán, donde hemos tenido bastante éxito. Yo decidí continuar con la tradición en Estados Unidos y mi hermana se encarga de la sede central.

—¿Qué me dices de tu padre?

Una emoción descarnada se apoderó de sus facciones.

—Mi padre murió hace unos años.

—Lo siento —dijo ella en voz baja—. Parece que sois una familia muy unida.

—Sí. Lo echo de menos todos los días. —La miró con curiosidad—. ¿Qué me dices de ti? ¿Debo suponer que nunca has cambiado un pañal?

Maggie sonrió, desentendiéndose del vacío que la invadió.

—Mi infancia fue muy cómoda. Nick es mayor que yo y no tenía hermanos pequeños de los que ocuparme. No tuve que levantar un dedo jamás porque vivíamos en una mansión con criadas, cocineras y niñeras. Me mimaron a más no poder.

Se hizo un breve silencio. Maggie cambió el peso del cuerpo al ver que Michael la observaba sin disimulo en busca de algo que ella no alcanzaba a entender. Al final, le dijo:

—No, cara, tú lo tuviste peor que la mayoría de nosotros.

Se negó a replicar, ya que detestaba ese intento por colarse tras sus defensas y adivinar lo que pensaba. Como si Michael sospechara que ocultaba algo tras la fachada.

—Piensa lo que te dé la gana —le soltó—. Pero deja de llamarme «cariño».

Michael respondió con un guiño travieso mientras observaba su ajustado top metalizado. Como si estuviera sopesando la idea de bajarle la prenda e inclinar la cabeza para lamerle los pezones. Como era de esperar, sintió que se le endurecían, preparados para la acción. ¿Por qué la afectaba tanto?

—Vale, tigrotta mia —dijo con fuerte acento que la desnudó por completo y la envolvió en terciopelo.

Maggie masculló en voz baja:

—Muy gracioso.

Él enarcó una ceja.

—No quería ser gracioso. Me has recordado a una pequeña tigresa desde que nos conocimos.

Maggie se negó a empezar una discusión por algo tan ridículo. Pasó del término cariñoso y se dirigió a la puerta.

—Será mejor que bajemos. Alexa estaba buscando a Lily.

Michael la siguió con Lily bien sujeta entre los brazos. Se toparon con la madre de Alexa.

—Maggie, cariño, ¡te estaba buscando! —Maria McKenzie la besó en ambas mejillas y la miró con una ternura que siempre conseguía clavársele en el corazón—. Y aquí está mi preciosa nieta. Ven con la abuela, cariño. —Cogió a Lily en brazos y le dio más besos a Michael—. Me han dicho que necesitaba que le cambiaran el pañal, pero parece que formáis un buen equipo.

¿Por qué toda la familia estaba convencidísima de que eran perfectos el uno para el otro? Maggie contuvo un suspiro mientras Michael se echó a reír.

—Ah, señora McKenzie, ya sabe lo bien que cuida Maggie a su sobrina. Yo no he movido un solo dedo, me he limitado a mirar.

El sentimiento de culpa la golpeó con fuerza. Aunque sonrió, miró a Michael echando chispas por los ojos. ¿Por qué siempre tenía que quedar como el bueno?

—Voy a celebrar una pequeña cena para todos este viernes e insisto en que asistáis los dos —anunció Maria.

Esas cenas familiares solían ser coto exclusivo de Alexa, de Nick y de ella. Casi se mareó por el alivio al recordar sus compromisos.

—Lo siento, señora McKenzie, esta semana vuelo a Milán. Tengo que irme dentro de dos días para una sesión de fotos.

—En ese caso la pospondré hasta que vuelvas. Y ahora vamos a llevar a esta pequeña de vuelta a la fiesta. Nos vemos luego.

La madre de Alexa desapareció por el pasillo y de repente Maggie se percató de la extraña expresión de Michael.

—¿Vas a Milán? ¿Cuánto tiempo?

Se encogió de hombros antes de contestar:

—Seguramente una semana. Me tomaré un tiempo para crear nuevos contactos e ir de compras.

—Ajá.

Por algún motivo, ese sonido indiferente le resultó siniestro. Michael la miraba como si la estuviera analizando desde una nueva perspectiva por primera vez. Observó su rostro y después hizo lo mismo con su cuerpo, como si buscara algo oculto bajo el elegante atuendo.

—Oye, ¿por qué me miras así?

Cambió el peso del cuerpo sobre los pies, consciente de que el deseo le había provocado un repentino ardor entre los muslos. Ni de coña iba a pensar en eso. Si había un hombre sobre la faz de la tierra con el que no se acostaría ni aunque los zombis se apoderasen del planeta y ellos fueran los únicos supervivientes para procrear, era Michael Conte.

—Creo que tengo una proposición para ti —murmuró él.

Se desentendió del recuerdo de su primer encuentro y se obligó a sonreír con sorna.

—Lo siento, guapo. Pero ese barco zarpó hace mucho.

Se negó a mirar atrás mientras se alejaba.

Michael bebió un sorbo de brandy mientras observaba que la fiesta iba perdiendo fuelle. Habían servido tarta de cannoli con trocitos de chocolate y café bien cargado, y el ambiente distendido se había apoderado de la casa mientras los familiares y los amigos empezaban a despedirse.

La tensión le formaba un nudo en el estómago y luchaba contra el agradable calorcillo del alcohol. Estaba metido en un lío. En uno muy gordo. Después de la conversación que había mantenido por teléfono con Venezia y con Dominick, decidió enfrentarse a su madre con un buen plan de acción.

Sabía que ceñirse a la tradición familiar era imposible. También era consciente de que su madre se aferraba a las reglas y casi nunca las quebrantaba. De modo que optó por un plan alternativo que le parecía brillante. Le contaría un cuento acerca de una novia formal, con visos de boda inminente, e incluso le prometería una visita. Después insistiría con tranquilidad en que Venezia se casara antes por su historia con Dominick, y citaría la bendición celestial de su padre. Tal vez le dijera que lo había visto en un sueño, algo con lo que calmar las dudas de su madre.

Hasta que Julietta, su otra hermana, le destrozó el cuento con una sola frase.

En ese momento recordó la breve conversación.

—Michael, no sé qué te han contado, pero empleando uno de tus americanismos, la mierda está a punto de salpicar el techo. —Julietta nunca se mostraba sensible ni dramática, sino que actuaba conforme a un plan establecido, lo que la convertía en la persona perfecta para dirigir La Dolce Famiglia—. Mamá le prometió a papá en su lecho de muerte que continuaría con las tradiciones familiares. Por desgracia, eso incluye que tú te cases en primer lugar, por ridículo que parezca.

—Estoy seguro de que puedo convencerla de que cambie de idea —replicó él al tiempo que desterraba las dudas que serpenteaban en su cabeza.

—No vas a conseguirlo. Creo que Venezia está pensando en fugarse. Si lo hace, el desastre está asegurado. Nos enfrentaremos a la familia de Dominick, y mamá ha amenazado con desheredarla. Carina lo está pasando mal ahora mismo, no deja de llorar porque cree que su familia se está desintegrando. Mamá llamó al médico y le dijo que creía que le estaba dando un infarto, pero el médico le diagnosticó indigestión severa y la mandó a la cama. Por el amor de Dios, dime que estás saliendo con alguien en serio y que puedes encargarte de esto. Dichosa sociedad patriarcal. No puedo creer que papá se tragara estas chorradas.

La verdad lo golpeó con fuerza. Jamás podría ganar a una promesa hecha por su madre a su padre en el lecho de muerte. Su padre le había tendido una trampa y su madre le había cerrado la puerta de la jaula. Necesitaba una esposa y la necesitaba ya si quería solucionar este follón. Al menos, una esposa temporal.

¿Qué alternativas tenía? Puso a trabajar su cerebro con brutal eficiencia hasta que solo le quedó una solución posible: convencer a su madre de que estaba legalmente casado, conseguir que Venezia acelerase la boda y esperar unos cuantos meses para transmitir la triste noticia de que su matrimonio no había funcionado. Podría soportar las consecuencias. Lo primordial era solucionar el desaguisado. Al fin y al cabo, arreglar los dramas familiares era su trabajo.

—Estaré casado antes de que termine la semana —dijo.

El siseo que dejó escapar su hermana se escuchó con claridad al otro lado del teléfono.

—Dile a Venezia que no cometa una locura. Llamaré a mamá y le contaré las noticias más tarde.

—¿Lo dices en serio? ¿De verdad te vas a casar o es un truco?

Michael cerró los ojos. A fin de que su plan funcionara, todos tenían que creer que era verdad. Empezando por Julietta.

—Llevo un tiempo saliendo con alguien y solo estaba esperando el momento oportuno para hacerlo oficial. Ella no quiere alborotos ni una boda de postín, así que seguramente iremos al juzgado y después se lo contaremos a todo el mundo.

—¿Me estás diciendo la verdad, Michael? Mira, puede que sea un lío muy gordo, pero no por eso tienes que casarte a toda prisa para tranquilizar a Venezia. No tienes que arreglarlo todo siempre.

—Sí tengo que hacerlo —replicó en voz baja. La pesada responsabilidad lo aplastó, dejándolo sin aliento. Aceptó su peso sin cuestionarlo y continuó—: Te daré todos los detalles en cuanto hable con mi prometida.

—Mamá insistirá en conocerla. No va a aceptar tu palabra sin más.

Las palabras de su hermana le echaron el cerrojo a la jaula con un chasquido definitivo.

—Lo sé. Organizaré una visita a casa para finales de verano.

—¿Qué? ¿Quién es? ¿Cómo se llama?

—Tengo que dejarte. Te llamaré después.

Colgó.

La situación era un campo de minas con limitadas posibilidades y poquísimo tiempo. Decidió probar uno de esos servicios de acompañantes para grandes ocasiones. Tal vez, y con un poco de suerte, encontraría a alguna mujer dispuesta a hacerse pasar por su esposa. Por supuesto, retrasar el momento en el que conocería a su madre implicaría mucha planificación y, dado que la inauguración del proyecto del río se aproximaba, tal vez le saliera una úlcera antes de que acabara la semana.

A menos que…

Escudriñó la multitud con la mirada y la clavó en unos felinos ojos de color verde. El deseo le provocó una descarga en el estómago como respuesta automática al desafío. La vio enarcar una ceja perfecta y apartarse el pelo de la cara con gesto indiferente antes de darle la espalda. Tuvo que contener una carcajada. Esa mujer era una mezcla muy peligrosa de sexo y sarcasmo. Si escondía una rosa, la tenía protegida con cientos de espinas para mantener a raya a cualquier caballero con brillante armadura.

Maggie Ryan era perfecta para el puesto.

¿Y si se aprovechaba del pájaro en mano y solucionaba el problema de golpe? ¿Qué posibilidades había de que otra mujer a la que conocía fuera a Milán una semana? Confiaba en ella. Al menos, un poquito. Si Maggie accedía, podría adelantar el encuentro, aducir que tendrían que marcharse pronto por cuestiones de trabajo y así conseguir que Venezia se casara ese verano. El rechazo que Maggie sentía por él era un punto a su favor, no tendría ideas románticas cuando conociera a su familia y fingiera formar parte de ella. Por supuesto, a su madre le daría un pasmo al conocer a la mujer que había escogido, ya que seguramente esperaría una más tradicional y sumisa. Aun así, conseguiría que funcionara.

Si ella accedía.

Había salido con muchas mujeres guapas, pero Maggie poseía algo misterioso que golpeaba a un hombre con fuerza en el estómago. Su pelo rubio oscuro, con reflejos cobrizos, brillaba con la luz; era una melena sedosa y lisa con un corte muy moderno, que le enmarcaba las mejillas y le llegaba hasta los hombros. El flequillo acentuaba sus ojos rasgados, que le recordaban con su color a los interminables prados verdes de la Toscana cubiertos por el rocío, unos prados que invitaban a un hombre a perderse en su inmensidad. Tenía unas facciones definidas y fuertes: una buena barbilla, pómulos afilados y nariz elegante. El tejido elástico de su top resaltaba sus marcados hombros y sus pechos firmes. Los pantalones de color bronce relucían al andar y se ceñían a su glorioso trasero y sus magníficas y largas piernas, haciendo que un hombre se las imaginara en torno a su cintura. Su olor era una mezcla de aromas terrenales, de sándalo y de ámbar, e inundaba las fosas nasales de un hombre, prometiéndole el paraíso en la tierra.

No era una tímida florecilla. Era una mujer hecha y derecha, segura de sí misma, que no aguantaba tonterías de nadie. Era la personificación del sexo, y cualquier hombre se daba cuenta al estar cerca de ella. La vio echar la cabeza hacia atrás para soltar una carcajada. Su cara reflejaba una alegría manifiesta que rara vez veía en ella, salvo cuando estaba con Alexa y con Nick. Incluso en su primera y única cita, se percató de que un muro impenetrable impedía que Maggie mostrara cualquier emoción real, algo que se reflejaba en su vivo ingenio, su vibrante sexualidad y su mirada distante.

Maggie era justo lo que quería ser, y no le importaba la opinión de los demás. Admiraba y apreciaba a las mujeres como ella, ya que eran muy escasas. Sin embargo, Maggie tenía algo que lo instaba a ver más allá, a traspasar la superficie. Un atisbo de dolor y un anhelo inmenso refulgían en las profundidades de esos ojos verdes, retando a un hombre a matar al dragón y a reclamarla.

Esa idea lo sobresaltó de repente. Se burló de la ridícula imagen, pero eso no impidió que se le pusiera dura de repente. Por Dios, justo lo que necesitaba, la errónea fantasía de una damisela en apuros. Jamás sería un príncipe ni quería serlo. Mucho menos con una mujer que seguramente le robaría el caballo para salvarse ella sola.

Sin embargo, por un breve periodo de tiempo, la necesitaba. Solo tenía que convencerla de que interpretara el papel.

—Vaya, me pregunto qué ha hecho que pongas esa cara. O mejor dicho, quién.

Alzó la vista y se topó con unos risueños ojos azules. Se alegró al ver la sonrisa de Alexa. Se puso en pie y le dio un breve abrazo.

Buon giorno, bella signora. ¿Te has divertido en tu fiesta?

Algunos mechones rizados de pelo se le escapaban de la coleta y le rozaban las mejillas. La felicidad irradiaba por todo su cuerpo.

—Me ha encantado. Mira que le dije a Nick que no quería una fiesta, pero ya sabes cómo se pone.

—Por eso es tan bueno en su trabajo.

Alexa puso los ojos en blanco.

—Sí, estupendo para los negocios pero mortal en casa. —Esbozó una sonrisa traviesa—. A veces.

Michael se echó a reír.

—¿Cómo es eso que se suele decir en Estados Unidos? ¿Demasiada información? —Al ver que se ruborizaba, le dio un tironcito de uno de los tirabuzones—. Lo siento, no he podido evitarlo. Te he traído un regalo.

Alexa frunció el ceño.

—Michael, con la tarta había de sobra. Casi me has matado, estaba buenísima.

—Es uno pequeñito. Has significado mucho para mí durante este último año y me encanta verte feliz. —Se sacó una cajita del bolsillo de la chaqueta—. Ábrela.

Alexa suspiró, dividida entre el deseo de abrirla y la razón. Al final, la curiosidad pudo con ella y la abrió. Sobre un cojín de terciopelo descansaba un colgante con forma de patuco y con una esmeralda en el centro. Se quedó sin aliento mientras su cara reflejaba el placer que sentía.

—Es la piedra que corresponde al horóscopo de Lily —explicó—. Nick me dijo que te había comprado una nueva cadena de oro, así que esto será el complemento perfecto. ¿Te gusta?

Alexa se mordió el labio inferior y parpadeó.

—Me encanta —respondió con voz ronca. Se inclinó hacia delante y le dio un beso en la mejilla mientras él le daba un apretón en las manos—. Es perfecto. Gracias.

—Prego, cara.

Sintió que lo invadían la admiración y el amor. Nada más conocerla durante una cena de negocios, supo que Alexa era una mujer excepcional. Por suerte, desde que descubrió que estaba casada, no hubo la menor chispa de atracción entre ellos. Nick era su media naranja. En cuanto a él, estaba convencido de que Alexa y él eran amigos del alma, que estaban destinados a ser buenos amigos pero nunca amantes. Al principio, Nick había mirado con malos ojos su amistad, pero con el tiempo también se había convertido en su amigo, además de su socio. Desde que Lily nació, Michael había disfrutado del título de tío honorífico, un hecho que remediaba en parte los brotes de añoranza por su hogar que lo asaltaban.

Sin embargo, a Maggie no le gustaba la situación.

De repente, ella se colocó a su lado, como si detectara los momentos en los que estaba cerca de Alexa. Lo miró de arriba abajo con expresión penetrante.

—¿Un regalo, Al? —le preguntó a su amiga—. Qué atento.

Su voz era gélida, tanto que se congeló al instante. Su instinto protector y su lealtad hacia Alexa siempre lo habían fascinado. ¿Cómo era posible que alguien con tanto potencial para amar estuviera tan sola? A menos que tuviera a un amante escondido en alguna parte. Sin embargo, jamás había aparecido acompañada en los eventos sociales. Michael observó su cuerpo, pero no captó suavidad ni satisfacción, solo la intensa energía que siempre irradiaba.

De repente, recordó la cita que habían tenido hacía casi un año. Alexa le rogó que se reuniera con Maggie, aduciendo que su instinto femenino le decía que serían perfectos el uno para el otro. En cuanto sus ojos se encontraron, Michael supo que la química nunca sería un problema. Maggie pareció sorprenderse tanto como él por la conexión inmediata, pero le fue quitando hierro al asunto con una naturalidad increíble, hasta que se dio cuenta de que era una mujer llena de emociones contradictorias, una tigresa sin su rugido. La conversación estimulante e ingeniosa incrementó su deseo, pero sabía que Maggie nunca sería una aventura de una noche, por más que ella quisiera fingir que eso era todo lo que podrían tener.

Durante un breve instante anheló ser el hombre que desafiara sus límites y le ofreciera más. Sin embargo, la íntima relación con Alexa y la posibilidad de una ruptura espantosa evitó que la noche diera paso a otra cita. Él buscaba una mujer que encajara en su familia, no una que se mantuviera aparte. Maggie era todo lo contrario a lo que él creía necesario en una compañera. No era aburrida, cierto. Pero era un amasijo de contradicciones, de emociones y de mucho trabajo. Si se peleaban, Alexa y Nick serían sus víctimas, y dado que los consideraba como parte de la familia, jamás los pondría en peligro. Al menos no por sus necesidades egoístas.

Era algo que llevaba haciendo casi toda la vida.

Aun así, metió la pata. La tímida invitación que Maggie le hizo para concertar otra cita le provocó un miedo que ninguna otra mujer le había provocado.

La cruda vulnerabilidad que vio en su cara al recibir su rechazo lo sorprendió. Sin embargo, no habría una segunda oportunidad con Maggie Ryan. Ella jamás se permitiría volver a esa posición, algo que le encantaba recordarle a todas horas.

Alexa levantó el colgante con forma de patuco.

—¿A que es bonito, Maggie?

—Precioso.

Michael reprimió la carcajada al ver la mirada que le echó Alexa. Maggie se contuvo, tal como haría una niña enfurruñada.

—Tengo que irme, guapa —dijo en cambio—. Me voy a Milán en breve y todavía me quedan un montón de cosas que hacer.

Alexa gimió.

—Dios, lo que daría por ir a Milán y comprarme ropa nueva —dijo mirándose el elegante vestido y frunció la nariz.

—Los kilos que has ganado en el embarazo han merecido la pena —sentenció Maggie—. Te traeré unos zapatos de tacón de esos que vuelven loco a Nick. —Miró directamente a Michael, como si quisiera dejar algo claro—. Aunque tampoco tenéis que esforzaros mucho.

—¿Esforzarnos para qué? —preguntó Nick, que apareció de repente y le pasó un brazo a su mujer por la cintura.

—Da igual —replicó Alexa a toda prisa.

—El sexo —respondió Maggie—. Voy a Milán y pienso traerle a Alexa unos tacones de vértigo.

A Nick pareció intrigarle la idea.

—¿Y qué me dices de uno de esos picardías de seda?

—¡Nick!

El aludido hizo caso omiso de la vergüenza que sentía su mujer y sonrió.

—¿Qué pasa? ¿Va a la capital de la moda y tú no quieres lencería? Joder, pues yo sí. Te queda… divina.

Maggie se echó a reír.

—Hecho. Estará genial de rojo.

—Os odio.

Nick le dio un beso a su mujer en el cuello. Michael volvió la cara un instante y vio la expresión que lucía Maggie.

Anhelo.

La emoción le provocó un nudo en la garganta al asimilar la tristeza que vio en la cara de Maggie mientras observaba a su hermano, pero se recuperó al instante y el momento desapareció.

Michael se enderezó y decidió mover ficha.

—Maggie, ¿puedo hablar contigo antes de que te vayas?

La vio encogerse de hombros.

—Claro. ¿Qué pasa?

—En privado, por favor.

Nick y Alexa se miraron. Maggie puso los ojos en blanco.

—Dejadme un momento, chicos. Ni que fuera a pedirme que me casara con él o algo parecido.

Michael dio un respingo. Nick meneó la cabeza por el chiste de su hermana, pero esta se limitó a sacarle la lengua antes de dirigirse por el pasillo hacia una de las habitaciones de la parte posterior. Una vez dentro, se sentó en la alta cama y comenzó a balancear las piernas. Como tenía los brazos apoyados por detrás, sus pechos se pegaban al ceñido top, exigiendo que los liberasen. Por Dios, ¿llevaba sujetador o no?, se preguntó.

Intentó mantener una actitud relajada mientras se inclinaba hacia uno de los postes de madera del dosel. En respuesta a su curiosidad pudo ver los dos pezones claramente marcados en el tejido. Cambió de postura en un intento por sentirse cómodo, molesto con Maggie por no haber escogido el despacho para mantener esa conversación. Le resultaba muy fácil imaginársela tumbada sobre la colcha de color champán mientras él le bajaba el top con los dientes. Estaba seguro de que sus pezones eran del color de los rubíes y muy sensibles. Daba la impresión de que bastaba con el roce de la tela para que respondieran. Contuvo un escalofrío y se obligó a centrarse en el tema.

—Quiero proponerte una cosa.

Maggie echó la cabeza hacia atrás y soltó una carcajada. El ronco sonido parecía propio de una bruja mientras lanzaba un hechizo.

—Vaya, vaya, has acudido a la mujer apropiada. —Se lamió los labios con mucha intención y la luz se reflejó en ellos—. Adelante, proponme lo que quieras.

Se mordió la lengua para no soltar un taco y decidió ser sincero.

—Necesito una esposa de mentira.

La vio parpadear.

—¿Cómo?

—Lo que acabas de oír. —Detestaba el rubor que su ridícula admisión le había provocado, de modo que continuó—: Han surgido unos problemas familiares y tengo que casarme. Necesito a alguien que me acompañe a Italia una semana, que finja ser mi mujer, que pase un tiempo con mi familia y que después me deje.

—¿Por qué tengo la sensación de que he caído en una de esas pelis de sobremesa que ponen los fines de semana?

—¿A qué te refieres?

Ella le quitó importancia a la pregunta.

—Da igual, cosas de chicas. A ver, déjame pensarlo un momento. ¿Necesitas que finja estar casada contigo, que me relacione con tu famiglia, que me quede en su casa y que luego vuelva como si no hubiera pasado nada?

—Sí.

—Gracias, pero no.

Se levantó de un salto de la cama y se dirigió a la puerta.

Michael se plantó delante de ella y cerró la puerta de una patada, un gesto al que Maggie reaccionó enarcando una ceja.

—Lo siento, no me va el rollo de la dominación.

—Maggie, por favor, escúchame.

—Joder, no, ya he oído bastante. En primer lugar, voy a Milán a trabajar, no a ser una novia a la carta. Segundo, ni siquiera nos soportamos, así que tu familia se dará cuenta enseguida. Y por último, ni siquiera somos amigos, lo que hace que no te deba favores. Seguro que tienes por ahí a alguna amiguita guapa que se muere por interpretar el papel, ¿no?

Michael contuvo un gemido. ¿Por qué había pensado que sería fácil?

—La verdad es que todo eso te convierte en la candidata perfecta para el puesto. Necesito a alguien que no tenga ideas raras. Además, ahora mismo no salgo con nadie.

—¿Qué pasa si yo sí lo hago?

—¿Es así?

Maggie se apartó. La tentación de mentir relucía en sus ojos, pero desapareció al cabo de un segundo.

—No. Pero no voy a hacerlo.

—Te pagaré.

Ella sonrió con desdén.

—No necesito tu dinero, conde. Gano de sobra yo solita, gracias.

—Tiene que haber algo con lo que podamos negociar. Algo que desees.

—Lo siento, soy una chica muy feliz. Pero gracias por la proposición —concluyó extendiendo el brazo para coger el pomo de la puerta.

Era su única candidata y no creía que Estados Unidos contara con una tienda en la que conseguir una esposa falsa. La opción final se le ocurrió de golpe. Jamás funcionaría, por supuesto, y Nick no accedería. Pero si Maggie creía que era una posibilidad, tal vez acabara cediendo a lo que él quería. Desterró la voz de su conciencia y jugó la única carta que tenía:

—Vale, tendré que pedírselo a Alexa.

Maggie se quedó inmóvil. Su melena trazó un arco cuando volvió la cabeza a toda prisa para mirarlo con la expresión asesina de un perro de presa.

—¿Qué has dicho?

Michael suspiró con fingido arrepentimiento.

—No quería pedirle que se separase de Lily tan pronto, pero estoy seguro de que me ayudará.

Maggie temblaba por la tensión que irradiaba todo su cuerpo. La vio apretar los dientes y mascullar:

—Ni se te ocurra, conde. Vas a dejarlos tranquilos a los dos, a Alexa y a Nick. Arregla tus putos problemas solo.

—Es lo que estoy intentando hacer.

Maggie se puso de puntillas y se acercó a su cara. Sintió que su aliento se derramaba sobre sus labios, una potente combinación de café, brandy y emoción.

—Te juro por lo más sagrado que, como se te ocurra contarles semejante locura, te…

—¿Qué vas a hacer? En cuanto les explique la situación, Nick lo entenderá. Alexa siempre ha querido visitar Italia y solo serán unos cuantos días. Es una emergencia familiar.

—¡Tú no eres de la familia!

Las palabras de Maggie resonaron en sus oídos con un siseo furioso cargado de resentimiento, y después dijo:

—Deja de inmiscuirte en sus vidas y búscate una familia propia.

Chasqueó la lengua.

—Qué humorcito, tigrotta mia. ¿Estás celosa?

Maggie extendió las manos para sujetarlo por los brazos. El dolor que le provocaron sus uñas acrecentó la sensual tensión que crepitaba entre ellos.

—No, estoy cabreada porque sigues corriendo detrás de Alexa como un cachorro perdido y porque mi hermano ni siquiera se da cuenta. Ojalá pudiera librarme de ti. Ojalá…

Maggie cerró la boca de golpe. Le quitó las manos de los brazos muy despacio y retrocedió un paso. El cuerpo de Michael acusó la pérdida de su calidez mientras observaba con nerviosismo acentuarse el brillo de sus ojos. Intuyó que las próximas palabras de Maggie no serían buenas. Tuvo el presentimiento de que podrían ser un pelín peligrosas.

—Si accedo a ayudarte en esta locura, ¿me darás todo lo que te pida?

El repentino cambio de opinión hizo que el estómago le diera un vuelco.

—Sí.

Los perfectos labios pintados de rojo esbozaron una sonrisa. Contempló absorto esa sensual boca, creada para placeres carnales que escapaban a su imaginación. Por Dios, le ardía todo el cuerpo de una forma casi dolorosa que le impedía mantener una conversación racional. Se obligó a pensar en las monjas que asistían a la iglesia católica a la que él acudía de pequeño y parte de la excitación desapareció.

—Vale. Lo haré.

No celebró el triunfo. Se limitó a mirarla con suspicacia.

—¿Qué quieres?

La expresión triunfal de la cara de Maggie se adelantó a sus palabras.

—Quiero que te mantengas alejado de Alexa.

Michael dio un respingo. Al final, le había salido el tiro por la culata. Se puso de vuelta y media en silencio por haberle dado el pie necesario para realizar ese ataque tan sibilino. La insistencia de Maggie al pensar que estaba enamorado en secreto de Alexa le hacía gracia, pero en ese momento se enfrentaba a algo más importante. Decidió malinterpretar sus palabras.

—De acuerdo —convino—. Mantendré las distancias si es lo que quieres.

Maggie entrecerró los ojos.

—Creo que no entiendes el acuerdo, conde. Cuando te inviten a cenar los domingos, estarás siempre ocupado. Se acabaron las visitas a Lily. Se acabó lo de asistir a las reuniones familiares. Puedes relacionarte con Nick en el ámbito profesional, pero de ahora en adelante ya no te considerarás un amigo íntimo de Alexa. Capisci?

Sí, claro, por supuesto que lo entendía. Se irritó mucho más por el hecho de que ella fuera incapaz de pronunciar su nombre de pila. El título nobiliario se convertía en una burla salida de sus labios, de modo que lo asaltó la dominante necesidad de obligarla a pronunciar su nombre. A ser posible mientras la tuviera tumbada de espaldas, con las piernas abiertas y loca de deseo por él. Adoptó una actitud distante a modo de defensa y rezó para que ella no se fijara en el bulto de sus pantalones.

—¿Por qué te sientes tan amenazada, cara? ¿Qué temes que pase entre Alexa y yo?

Maggie levantó la barbilla.

—Sé lo fácil que es estropear algo bueno —contestó ella con un deje amargo—. Alexa y Nick son felices. No necesitan que un hombre los acose. Puede que ellos se fíen de tus intenciones, pero yo no. —Hizo una pausa y susurró con sequedad—: He visto la forma en que la miras.

Michael se quedó sin respiración mientras esas palabras se le clavaban como aguijones. Tenía una pésima opinión de él. Aun así, pese a la rabia y el dolor que le provocaba lo que ella creía, admiraba su audacia. En cuanto Maggie se comprometiera con una persona, le sería fiel toda la vida. Tal vez por ese motivo evitaba las relaciones duraderas.

Se percató de que Maggie temblaba por la tensión y la emoción.

—Estoy harta de que todos me digan que estoy loca. Por una vez, admite que la quieres. Si me dices la verdad y prometes mantenerte alejado de ella, fingiré ser tu mujer.

La observó en silencio un buen rato mientras reflexionaba. Discutir con ella era inútil. Alexa le recordaba a sus hermanas, a las que había dejado en Italia, y calmaba la necesidad de sentirse querido en un mundo que a veces podía ser muy solitario. Alexa tenía la impulsividad de Venezia, el sentido de la responsabilidad de Julietta y la dulzura de Carina. Era evidente que el cariño con el que la miraba había sido malinterpretado por su mejor amiga.

Tal vez fuera lo mejor.

El delicioso cuerpo de Maggie y su agudo intelecto ya lo atraían. No necesitaba una situación que los llevara a la cama y que hiciera las cosas… incómodas. No mientras estuvieran rodeados de su familia y fingieran estar casados. Si ella seguía creyendo que estaba enamorado de su mejor amiga, habría una barrera extra de protección entre ellos. Por supuesto, su sacrificio sería mayor de lo que había imaginado. Perdería a una buena amiga que significaba mucho para él, y también podría hacerle daño a Alexa en el proceso.

Tenía una elección que hacer. Pensó en la posibilidad de no volver a abrazar a Lily, de que la niña no lo llamara «tito». Y después pensó en Venezia, en sus nervios y en su dolor, en su deseo de comenzar una nueva vida. Su prioridad era ocuparse de la familia a toda costa. Había aprendido esa lección cuando era muy joven y no pensaba olvidarla. No, en cierta forma no le quedaba otra alternativa.

Se obligó a pronunciar la frase que Maggie necesitaba oír:

—Quiero a Alexa como a una amiga, pero accedo a tus condiciones si me haces este favor.

Maggie dio un respingo, pero no desvió la mirada mientras asentía con la cabeza para aceptar el trato. Un extraño brillo angustiado iluminó su mirada, pero desapareció al momento. El instinto le dijo que alguien había traicionado la confianza de Maggie de forma irreparable, tanto que ningún hombre había podido recuperarla. ¿Un antiguo amante? ¿Un antiguo prometido? Fascinado, ansió averiguar más cosas, pero Maggie ya había recuperado la compostura.

—Vale. Dame tu palabra de honor de que te mantendrás lejos de ella cuando volvamos. Sin excepciones.

—¿Cómo propones que desaparezca de su vida sin herir sus sentimientos?

La vio encogerse de hombros.

—Pasaremos una semana en Italia y después estarás muy liado. Finge que estás saliendo con alguien y que no tienes tiempo para nadie más. Con el paso de los días Alexa dejará de hacer preguntas.

No estaba de acuerdo, pero supuso que Maggie ayudaría en esa parte. Sintió un ramalazo de dolor antes de pronunciar las palabras en voz alta.

—Acepto tus condiciones. —Después, dio un paso al frente—. Ahora tú vas a oír las mías.

Disfrutó al verla abrir los ojos mientras invadía su espacio personal. La tensión crepitó entre ellos, aunque ella se negó a amilanarse y se mantuvo firme.

—Un momento. ¿Cómo sé que no romperás tu promesa?

Extendió una mano y la cogió de la barbilla. Su pregunta era un dardo lanzado a una parte esencial de su persona, de modo que respondió con voz gélida:

—Porque yo no rompo mis promesas. Capisci?

La vio asentir con la cabeza.

—Sí.

Le soltó la barbilla, no sin antes acariciarle la mejilla con un dedo. Su piel sedosa y cálida lo tentó a continuar la caricia. Carraspeó y retomó el tema en cuestión.

—Las reglas son muy sencillas. Llamaré a mi madre esta noche para darle la noticia, pero sonará sospechoso a menos que lo tenga todo preparado. Necesito que accedas a casarte conmigo en Italia.

—¿Qué? Joder, no. ¡No pienso casarme contigo de verdad!

Le restó importancia a la protesta con un gesto de la mano.

—Pues claro que no vamos a casarnos. Pero tenemos que fingir que queremos hacerlo. Mi madre es muy lista y seguirá albergando dudas a menos que estemos dispuestos a pronunciar nuestros votos matrimoniales delante de ella y de un cura. Le diré que nos hemos casado legalmente aquí, pero que pediremos que se legalice el matrimonio en Italia para que ella pueda asistir a una segunda boda.

—¿Y qué hacemos cuando aparezca el cura para casarnos?

Michael esbozó una sonrisa al presenciar su ataque de pánico.

—Los curas tardan en aceptar casar a una pareja cuando no conocen a la novia, sobre todo cuando no es católica. Es imposible que suceda durante nuestra breve visita. Le diré a mi madre que vamos a quedarnos dos semanas, pero nos iremos tras la primera aduciendo una emergencia ineludible.

Maggie se relajó y adoptó una vez más su actitud segura y sarcástica.

—No me has dicho por qué necesitas una mujer de repente. ¿No encuentras a tu Julieta, Romeo?

Michael le resumió rápidamente la historia familiar y el deseo de su hermana de casarse. Se preparó para recibir sus burlas por mantener una tradición tan anticuada, pero ella asintió con la cabeza como si lo entendiera por completo… y consiguió desequilibrarlo en el proceso.

—Admiro a tu madre —dijo Maggie—. Cuesta mantener las propias creencias cuando los demás se ríen de ti. Al menos tu familia cree en algo. En la tradición. En mantener las promesas. En la responsabilidad…

Fascinado por sus palabras, Michael observó que las emociones cruzaban por su rostro antes de que pudiera desterrar los recuerdos.

—Solo espero que tu plan funcione tal como quieres —terminó ella.

—¿A qué te refieres?

Maggie enarcó las elegantes cejas.

—Puede que no le caiga bien a tu familia. Me gano la vida fotografiando a modelos en ropa interior. Y no voy a fingir que me someto a tus opiniones, así que no te hagas ilusiones.

Sonrió al escucharla.

—¿No te he dicho que las mujeres obedecen a sus maridos en todo? Parte del trato consiste en que me trates a cuerpo de rey. Me prepararás la cena, atenderás todas mis necesidades y te amoldarás a mis deseos. No te preocupes, solo será una semana.

La mueca espantada que vio en su cara arruinó el efecto. Se echó a reír y vio a Maggie bajar el puño. Estaba casi seguro de que se había librado de un ojo morado por los pelos. ¿Lo excitaría tanta emoción en la cama? De ser así, ¿sobrevivirían sus hombres a una noche con ella o quedarían reducidos a una sonrisa bobalicona y a las ganas de repetir?

Maggie contuvo una sonrisa.

—Muy gracioso. Me alegra ver que tienes sentido del humor, conde. Así la semana se hará más corta.

—Y yo me alegro de que lo apruebes. Lo organizaré todo para marcharnos mañana por la noche. Te pondré al día de mi familia durante el viaje y tú puedes contarme los puntos más relevantes de la tuya.

Maggie asintió con la cabeza antes de dirigirse a la puerta. La evidente incomodidad que ella sentía al tenerlo tan cerca lo tranquilizaba. Al menos no era el único que percibía la química que había entre ellos. Maggie parecía obsesionada por no sentirse atraída por él, algo que le facilitaría la labor de evitar la conexión física y de sobrevivir a esa semana.

Tal vez Maggie Ryan fuera una mujer explosiva, pero él podía aguantar siete días.

Sin problemas.