1
Maggie Ryan se llevó la copa con el margarita a los labios y bebió un buen sorbo. La acidez del cóctel se mezcló con la sal, explotó en su lengua y le quemó por dentro. Por desgracia, no lo bastante rápido. Todavía le quedaba suficiente cordura como para plantearse lo que estaba haciendo.
El libro de tapas forradas con tela de color morado suponía una tentación y una burla al mismo tiempo. Lo cogió de nuevo, lo hojeó y acabó tirándolo a la mesa de cristal de estilo moderno. Era ridículo. ¡Por el amor de Dios, Hechizos de amor! Se negaba a caer tan bajo. Claro que, cuando su mejor amiga, Alexa, realizó su propio hechizo, ella la apoyó y alentó sus intentos por encontrar su alma gemela.
Su caso era totalmente distinto.
Maggie soltó un taco mientras miraba por la ventana. A través de los estores de bambú se filtraba un rayo de luna. Otra noche más. Otra cita desastrosa. Los demonios la acechaban y estaba sola para luchar contra ellos hasta el amanecer.
¿Por qué jamás sentía una conexión especial? El último tío con el que había salido era simpático, inteligente y afable. Aunque esperaba sentir un ramalazo de deseo sexual cuando por fin se tocaran, o al menos sentir la promesa de la pasión, no pasó nada. Nada de nada. Su cuerpo parecía entumecido de cintura para abajo. Solo sintió un doloroso vacío y el anhelo de… algo más.
La desesperación se cernió sobre ella como una ola gigantesca. El pánico le clavó las garras en las entrañas, pero se debatió y logró salir a la superficie. Al cuerno con todo. Se negaba a sufrir un ataque en su territorio. Se aferró a la irritación que sentía como si fuera un salvavidas y comenzó a respirar despacio y de forma rítmica.
Esos ataques de pánico eran ridículos. Detestaba la medicación y se negaba a tomarse las pastillas, convencida de que los episodios pasarían si se empeñaba en que así fuera. Posiblemente solo se tratara de una crisis temprana de mediana edad. Al fin y al cabo, su vida era casi perfecta.
Tenía todo aquello con lo que soñaba la mayoría de la gente. Fotografiaba a guapísimos modelos en ropa interior y viajaba por todo el mundo. Adoraba el moderno apartamento en el que vivía, decorado y amueblado para que fuera fácil de limpiar. La cocina contaba con electrodomésticos de acero inoxidable y estaba alicatada con relucientes azulejos de cerámica. La flamante cafetera expreso y la máquina para preparar margaritas confirmaban su divertido modo de vida, al más puro estilo de Sexo en Nueva York. Las mullidas alfombras blancas y los muebles tapizados a juego indicaban la ausencia de niños y ponían de manifiesto que le gustaba la decoración minimalista. Hacía lo que quería y cuando quería, pasando de todos los demás. Era una mujer atractiva, independiente desde el punto de vista económico, y saludable, sin contar con los esporádicos ataques de pánico. Sin embargo, la pregunta seguía torturándola con desquiciante insistencia, y cada día que pasaba la angustiaba un poco más.
«¿Esto es todo?».
Maggie se puso en pie y, tras colocarse bien la bata roja de seda que llevaba, introdujo los pies en las pantuflas a juego, de cuya parte superior sobresalían dos cuernos demoníacos. Estaba bastante borracha y nadie lo descubriría jamás. Tal vez el ritual la ayudaría a relajarse.
Cogió un trozo de papel y redactó una lista con las cualidades que buscaba en un hombre.
Después encendió una diminuta fogata.
Recitó el mantra.
Su mente imaginó que alguien se reía de ella a mandíbula batiente por la locura que estaba cometiendo, pero desterró esos pensamientos con otro sorbo de margarita mientras observaba el papel quemarse.
Al fin y al cabo, no tenía nada que perder.
El sol parecía enfadado.
Michael Conte se encontraba en la propiedad junto al río, contemplando el perfecto disco solar esforzándose por asomar tras las cumbres de las montañas. Los rayos anaranjados y rosáceos, con su intensa luz, vencían poco a poco a la oscuridad. Observó al rey de la mañana celebrar su victoria temporal y, por un breve instante, se preguntó si algún día volvería a sentirse así.
Vivo.
Meneó la cabeza, burlándose de sus propios pensamientos. No tenía motivos para quejarse. Su vida era casi perfecta. El proyecto de la zona del río estaba casi concluido y la inauguración de la primera tienda en Estados Unidos de la cadena familiar de pastelerías sería todo un éxito. O eso esperaba.
Su mirada pasó sobre el río, deteniéndose en los cambios producidos en la zona. La propiedad del valle del Hudson había sido hasta entonces un lugar deteriorado y plagado de maleantes, pero había sufrido una transformación digna de la Cenicienta, y él había sido uno de los artífices. Junto con otros dos inversores, habían logrado reunir el dinero suficiente para llevar a cabo el sueño, y el trabajo del equipo había sido un éxito, tal como él esperaba. Habían creado senderos pavimentados que serpenteaban entre los rosales, y las embarcaciones por fin habían vuelto al embarcadero, tanto los yates como el popular ferry que llevaba a los niños a dar paseos por el río.
Al lado de su pastelería había un spa y un restaurante japonés, que atraían a una clientela muy variopinta. La inauguración se celebraría al cabo de unas semanas, tras un largo año de construcción. Un año que había supuesto sangre, sudor y lágrimas.
Y La Dolce Famiglia por fin llegaría a Nueva York.
La satisfacción lo embargó al pensarlo, pero también sintió un extraño vacío. ¿Qué le pasaba de un tiempo a esa parte? Dormía menos y las mujeres con las que se permitía salir de vez en cuando para pasárselo bien lo dejaban aún más inquieto por la mañana. A simple vista, parecía tener todo lo que un hombre podía desear. Dinero. Una profesión que adoraba. Familia, amigos y salud. Además, podía conseguir a la mujer que quisiera. No obstante, el italiano que llevaba dentro gritaba pidiéndole algo más profundo que el sexo, si bien dudaba de que ese algo existiera de verdad.
Al menos para él. Tenía la impresión de que en su interior había algo que no funcionaba.
Molesto por el patético rumbo de sus pensamientos, se volvió y comenzó a pasear. En ese momento lo llamaron al móvil, y, tras sacarlo del bolsillo de su abrigo de cachemira, miró el número.
«Mierda», pensó.
Titubeó un instante, pero al final suspiró, resignado, y contestó la llamada.
—¿Sí, Venezia? ¿Qué pasa ahora?
—Michael, tengo un problema —contestó una voz que hablaba rapidísimo en italiano.
Michael se concentró en la parrafada de la mujer, desesperado por comprender lo que le decía entre sollozos y pausas para respirar.
—¿Que vas a casarte?
—¡Michael! ¿Es que no me estás escuchando? —La mujer abandonó el italiano—. ¡Tienes que ayudarme!
—Más despacio. Primero respira hondo y después me cuentas la historia desde el principio.
—¡Mamá no me deja casarme! —estalló—. Y es todo culpa tuya. Sabes que Dominick y yo llevamos años juntos, y yo tenía muchas ganas de que me pidiera matrimonio. Al final lo hizo. ¡Ay, Michael! Me llevó a la piazza Vecchia, se arrodilló y me enseñó el anillo. ¡Es precioso, divino! Por supuesto, le dije que sí, y después fuimos corriendo para anunciárselo a mamá y a la familia, y…
—Espera un momento. Dominick no ha hablado conmigo para pedirme tu mano en matrimonio. —La irritación se apoderó de él—. ¿Por qué me habéis dejado al margen de todo esto?
Su hermana soltó un sentido suspiro.
—¡Estás de coña! Esa costumbre es antiquísima y tú ni siquiera estabas aquí. Además, todo el mundo sabe que teníamos intención de casarnos. Era una cuestión de tiempo. En todo caso, esto no importa porque acabaré convertida en una solterona y perderé a Dominick para siempre. ¡Porque no me esperará y todo por culpa tuya!
Los gimoteos de Venezia le provocaron un palpitante dolor de cabeza.
—¿Cómo es posible que yo tenga la culpa?
—Mamá me ha dicho que no puedo casarme hasta que tú te cases. ¿Te acuerdas de esa tradición tan ridícula en la que creía papá?
El terror le atenazó las entrañas. Imposible. La antigua tradición familiar no tenía cabida en la sociedad moderna. Sí, el legado de que el primogénito de la familia fuera el primero en casarse aún se estilaba en Bérgamo y, puesto que él poseía el título de conde, todos lo miraban como el ejemplo a seguir. Sin embargo, a esas alturas de la vida no era necesario casarse por obligación.
—Estoy convencido de que todo es un malentendido —le aseguró con voz relajada—. Yo lo aclararé todo.
—Le ha dicho a Dominick que puedo llevar el anillo, pero que no habrá boda hasta que tú no te cases. Dominick se enfadó y le dijo que no sabía cuánto tiempo podrá esperar para empezar una nueva vida conmigo, y mamá se puso furiosa y lo acusó de ser un insolente. Al final tuvimos una pelea y ahora yo estoy al borde de la muerte, ¡me muero! ¿Cómo ha podido hacerme esto mamá?
Acto seguido, estalló en sollozos.
Michael cerró los ojos. El palpitante dolor de cabeza estaba alcanzando dimensiones insoportables.
Decidió interrumpir el llanto de su hermana, demostrando una impaciencia que ni se molestó en disimular.
—Cálmate —le ordenó. Venezia lo hizo de inmediato, acostumbrada a su autoridad—. Todo el mundo sabe que Dominick y tú estáis destinados a vivir juntos. No quiero que te preocupes por esto. Hoy mismo hablaré con mamá.
Su hermana tragó saliva.
—¿Y si no consigues que cambie de idea? ¿Y si me deshereda si me caso con Dominick sin su consentimiento? Lo perderé todo. Pero ¿cómo voy a renunciar al hombre al que quiero?
Michael sintió que el corazón le daba un vuelco antes de que comenzara a latir a toda pastilla. ¡Por el amor de Dios! Tenía delante un nido de víboras y no estaba dispuesto a caer en él. Si el drama familiar empeoraba, se vería obligado a volver a casa. Además, el asunto era preocupante, ya que su madre padecía del corazón. Sus otras dos hermanas, Julietta y Carina, tal vez no fueran capaces de resolver el problema de Venezia sin ayuda. Primero debía conseguir que su hermana recuperara el control. Apretó el teléfono con fuerza.
—No hagas nada hasta que yo hable con ella. ¿Me has oído, Venezia? Yo me encargo de todo. Tú dile a Dominick que espere hasta que yo lo solucione.
—Vale —replicó su hermana con la voz trémula.
Michael sabía que, pese a los exabruptos dramáticos de su hermana, Venezia amaba a su prometido y ansiaba empezar una nueva vida con él. A los veintiséis años, casi todas sus amigas se habían casado y ella estaba a un paso de sentar la cabeza con un hombre al que él mismo le había dado su aprobación.
Puso fin a la llamada sin pérdida de tiempo y caminó hasta su coche. Volvería al despacho y analizaría el problema a fondo. ¿Y si de verdad necesitaba casarse para resolver este follón? Solo de pensarlo comenzaron a sudarle las palmas de las manos. Sin embargo, reprimió el impulso de secárselas en los pantalones, perfectamente planchados. Puesto que el trabajo le reclamaba hasta el último segundo de cada día, había relegado la tarea de buscar a su alma gemela al final de la lista de temas pendientes. Por supuesto, tenía muy claro qué cualidades debía tener su futura esposa. Quería una mujer afable, de carácter agradable y simpática. Inteligente. Fiel. Una mujer con la que pudiera tener hijos y crear un hogar, pero que fuera lo suficientemente independiente como para proseguir con su propia carrera profesional. Una mujer que encajara con su familia.
Se sentó en el interior de su Alfa Romeo y pulsó el botón que ponía en marcha el motor. El inesperado dilema parecía brillar como un letrero de neón frente a él. ¿Y si no tenía tiempo para encontrar a la esposa perfecta? ¿Sería capaz de hallar a una mujer con la que pudiera llegar a un acuerdo práctico que satisficiera a su madre y le permitiera a Venezia casarse con el amor de su vida? Y de ser así, ¿dónde narices iba a encontrarla?
El tono del móvil interrumpió sus pensamientos. Una mirada le bastó para confirmar que Dominick se negaba a esperar a que lo tranquilizaran y que estaba dispuesto a luchar con uñas y dientes para poder casarse con Venezia.
El dolor de cabeza empeoró según cogía el teléfono.
El día tenía visos de ser muy largo.