Capítulo 18
La sombra del tapiz
En la sala de traducción del Consulado de Titania, Selene, completamente sola, observaba fascinada un holograma de grandes dimensiones que su terminal informática proyectaba en el aire. Se trataba de una estructura metálica formada por varios anillos engarzados entre sí que flotaban alrededor de una abertura en forma de ojo. Tan abstraída se hallaba la muchacha en su contemplación, que no advirtió la llegada de Martín.
—¿Qué es eso que estás mirando? —preguntó este, acercándose.
Selene, sobresaltada, se volvió hacia él. —Ah, hola— le saludó. —No sabía que ibas a venir—. Parecías muy concentrada… ¿Tan importante es esa cosa?
—Es lo que nos ha salido después de encajar todas las piezas del mensaje extraterrestre —repuso Selene, fijando la vista una vez más en el holograma—. Extraño, ¿a que sí?
Martín también observó la figura durante unos momentos.
—Es muy raro, sí. No se parece a nada que yo haya visto antes… ¿Para qué sirve?
—Nadie tiene ni idea. Lo único que sabemos es que se trata de una estructura gigantesca, y que habrá que construirla en el espacio.
Los dos se miraron.
—¿Crees que habrá alguien dispuesto a construirla? —preguntó Martín.
—Desde luego que sí —contestó Selene, encogiéndose de hombros—. Herbert está entusiasmado con la idea… Quiere empezar cuanto antes. Y creo que Diana va a invertir una parte de los beneficios de Uriel en el proyecto. Lo que no comprendemos todavía es la relación de esta cosa enorme con el otro mensaje extraterrestre, el que empezó a llegar primero, y que todavía sigue llegando…
—¿El del mapa estelar?
Selene asintió.
—Tiene que existir una conexión entre los dos mensajes, pero, por más que me rompo la cabeza, no consigo imaginar cuál.
Martín se sentó a su lado y continuó mirando el holograma flotante con aire distraído.
—¿Querías verme? —le preguntó Selene, observándolo con curiosidad.
—Sí —repuso el muchacho, volviendo bruscamente a la realidad—. Verás, después de todo lo que pasó con el virus, todavía no he vuelto a intentar conectarme al Tapiz de las Batallas… Quería preguntarte si resultará seguro, ahora que tengo el antivirus que tú me insertaste en mis implantes biónicos. ¿Crees que puede ser peligroso?
Selene hizo un gesto negativo con la cabeza.
—El virus de Aedh ya no puede hacerte ningún daño —explicó—. Me parece una buena idea que intentes hacer funcionar el tapiz… Si consigues que el antivirus salte de tus implantes a sus chips, habrás conseguido limpiarlo.
—Pero ¿cómo se hace eso? —preguntó su compañero.
La muchacha sonrió.
—Haz lo mismo que sueles hacer cuando quieres introducir un pensamiento determinado en la rueda neural de una persona. Ahora que has recuperado tus poderes, no te resultará muy difícil… Pero, si te encuentras con algún problema, avísame.
Martín se despidió con gesto preocupado y se encaminó lentamente a su habitación. Llevaba muchos días posponiendo aquel momento, pero no podía seguir haciéndolo… Necesitaba hacerle algunas preguntas al holograma de su padre respecto a la última misión de la llave. Todavía no conseguía entender del todo por qué se habían empeñado los ictios en enviarlos a la Ciudad Roja justo en las fechas de los Interanuales… Era cierto que, gracias a eso, habían podido liberar a Diana; pero ¿cómo sabían los ictios que iban a encontrar a la presidenta de Uriel en los sótanos del anfiteatro? Todo aquello resultaba bastante confuso.
Después de correr las cortinas de su espacioso cuarto, Martín desplegó el tapiz y lo colgó de la pared. A continuación se sentó en cuclillas delante de él. No llevaba su espada entre las manos.
Cuando consiguió concentrar su mente en las figuras del tapiz, se dio cuenta de que estas comenzaban a agitarse con violencia, como si se encontrasen bordadas sobre la superficie de un mar embravecido. Notó, al mismo tiempo, que una gran cantidad de información fluía desde su mente hacia los chips electrónicos ocultos bajo la tela. El antivirus estaba instalándose… Si funcionaba correctamente, en pocos minutos podría conversar de nuevo con su padre.
Mientras esperaba, Martín se distrajo pensando en la esfera de Medusa, y en lo que los ictios esperaban que hicieran una vez completada su misión. Ahora que todo había terminado, se suponía que debían volver a la época de la que procedían… Jacob insistía continuamente en ello. Para convencer a los demás, había intentado en varias ocasiones ponerse en contacto con Saúl, pero sin resultado. Una vez más, el misterioso padre de su amigo había desaparecido, y ni siquiera los poderosos implantes biónicos de Jacob lograban localizarle. Pero, le encontraran o no, Martín era consciente de que Jacob tenía razón. Desde el punto de vista de los ictios, su misión en el pasado había concluido. Era hora de que regresasen a su tiempo… El problema era que Martín no quería volver. Ahora que Andrei Lem iba a ser liberado de Caershid, y que toda su familia se iba a reunir de nuevo, deseaba menos que nunca abandonar el mundo al que pertenecía… Además, no tenía ninguna intención de separarse de Alejandra.
De pronto, una intensa reverberación en la superficie del tapiz le sacó de su ensimismamiento. La instalación del antivirus había concluido, y en pocos segundos aparecería ante él uno de los guerreros cuyas imágenes se almacenaban en la memoria del objeto. Poco a poco, en efecto, el muchacho fue observando cómo se definía ante sus ojos el holograma de un Caballero del Silencio, con su túnica blanca y su brillante coraza. Pero, cuando el rostro del guerrero terminó de perfilarse, Martín se estremeció de pies a cabeza. La figura que tenía ante sí no era la de Erec de Quíos, como había esperado… sino otra mucho más conmovedora para él.
—Deimos —murmuró, ahogando un gemido—. No te esperaba…
—No soy Deimos, Martín —dijo el holograma—. Soy Aedh.
Martín lo observó con atención.
—Aedh… ¡Qué raro! Algo en tu expresión… me hizo pensar que eras Deimos…
—Supongo que, ahora, me parezco a mi hermano más que nunca. La experiencia de la muerte te transforma…
Martín sintió un escalofrío.
—Un momento ¿qué es esto? Tú no eres más que un holograma. ¿Cómo sabes tú que…?
—¿Qué tú me mataste? —dijo Aedh, completando la frase por él—. No te asustes, no tiene nada de sobrenatural. La mayor parte de los guerreros cuyos hologramas se almacenan en el tapiz llevan en sus implantes biónicos una conexión de actualización automática que se activa cada vez que lo desean. Siempre, claro está, que la distancia espacial o temporal no sea excesiva…
—¿Quieres decir que tú te conectaste al tapiz en el momento de tu muerte? —preguntó Martín en un susurro.
El holograma asintió.
—Recuerda que mi agonía fue bastante larga. Tuve tiempo de hacerlo… Era la única forma de reparar, hasta cierto punto, todo el mal que he causado.
Al oír aquello, Martín frunció el ceño.
—Eso no será fácil —repuso secamente—. ¿Te das cuenta de lo que hiciste poniendo en manos de Hiden ese virus que Selene introdujo en tus implantes? Le has dado un poder incalculable… A partir de ese programa, ha desarrollado nuevos navegadores para los juegos de Arena, compatibles con las ruedas neurales de esta época. Y eso es solo el comienzo. Quién sabe hasta dónde puede llegar…
—Tienes razón. Me equivoqué —admitió Aedh, sonriendo con tristeza—. Sabía que ese tipo era peligroso, pero subestimé su inteligencia. Y también puse en peligro tu vida, al introducir el virus en el tapiz… Lo siento, Martín. Lo siento de verdad.
El muchacho se encogió de hombros.
—Bueno, ahora ya no importa —contestó con aspereza—. Selene ha neutralizado ese virus en mi cabeza, así que vuelvo a ser el que era… Además, supongo que te interesará saber que hemos completado la misión de la llave del tiempo. Fuimos a la Ciudad Roja en las fechas señaladas por la llave, y rescatamos a Diana. El señor Yang, en combinación con Hiden, la había secuestrado, y la tenía prisionera bajo el anfiteatro conocido como «El Ojo del Dragón».
Aedh se puso muy pálido al oír aquellas palabras.
—Claro —musitó—. De modo que era eso… Ahora, todas las piezas del puzle encajan. Los ictios estarán satisfechos con vuestra labor.
Martín hizo un gesto de impaciencia.
—Oye, Aedh, las piezas encajarán para ti, pero no para nosotros… Por más vueltas que le damos, no encontramos el sentido de lo que ha pasado en Ki. ¿Cómo sabían los ictios que Diana estaba allí? No consigo comprenderlo…
—Sin embargo, es muy fácil. Te lo explicaré… Recordarás que Deimos y yo os hablamos del Libro de Uriel. Es un libro de contenido filosófico del que, durante la Edad Oscura, solo se conocían algunos fragmentos… Pero, al final de esa época, unos arqueólogos hicieron un hallazgo sorprendente en las ruinas de la Ciudad Roja. Encontraron una versión completa e intacta del Libro de Uriel, más antigua que todos los fragmentos conocidos. Ese hallazgo desencadenó un renacimiento cultural sin precedentes, y supuso el fin de la Edad Oscura. Hasta entonces, el areteísmo se había basado en otro libro, conocido como el Libro de las Visiones. Se trata de una obra de gran fuerza poética y moral, pero su contenido, de carácter profético, llevó al areteísmo a convertirse en una especie de religión. Gracias al libro de Uriel, sin embargo, el movimiento areteico recuperó su dimensión filosófica… Fue un gran avance, que cambió la historia de la Humanidad.
—Entiendo —dijo Martín lentamente—. ¿Y dices que ese libro apareció en las ruinas del anfiteatro de Ki?
Aedh asintió.
—Así es —dijo—. Y no solo eso; el fichero digital donde fue encontrado contenía la fecha de grabación de su última versión. Esa fecha es la que los ictios os indicaron a través de la llave del tiempo para que fueseis a la Ciudad Roja. Esperaban que descubrieseis quién era el autor del libro; y lo habéis logrado.
Martín se pasó una mano por la frente, tratando de serenarse.
—Diana —murmuró—. Ella le dijo a Alejandra que se había dejado olvidado dentro de su prisión un libro que estaba escribiendo. Eso significa que Diana es Uriel…
Aedh asintió con una extraña sonrisa.
—Me resistí a admitirlo durante mucho tiempo —reconoció—. Pero vosotros habéis encontrado la prueba definitiva de que Diana es la madre del areteísmo… Ella escribió ese maravilloso libro que cambió para siempre a los hombres.
—Y tú intentaste matarla…
—Lo sé —repuso Aedh sombríamente—. Estaba ciego… Pero tú me ayudaste a ver la luz en el último momento. Eso es lo que quería que supieras, Martín. Necesitaba explicarte por qué actué como lo hice… Y por qué, al final, cambié de opinión.
Martín observó al holograma en silencio.
—Te escucho —dijo por fin—. La verdad es que nunca he comprendido por qué tenías ese empeño en que nuestra misión fracasase, llegando incluso a poner en peligro nuestras vidas.
El holograma suspiró.
—Para que lo entiendas, es preciso que te cuente algo acerca de vuestro origen. Como sabes, los ictios querían convertiros en una especie de superhombres para que pudierais llevar a cabo vuestra misión con éxito… Lo que no sabéis es que, para lograrlo, confiaron el diseño de vuestros cerebros a las máquinas de Quimera. Fueron ellas las que, en el curso de vuestro desarrollo embrionario, os introdujeron todos esos extraños implantes biónicos… No sé si te das cuenta de lo que eso significa.
Martín lo miró, pensativo.
—¿Fuimos diseñados por las máquinas de Quimera? He conocido a algunas de las inteligencias artificiales que viven allí. Tiresias, el Bakú… Me ayudaron a ganar los interanuales.
—Supongo que, a su manera, sienten un especial cariño por vosotros. En cierto modo, sois también sus hijos… Sospechaba que viajaban siempre que querían a través de la esfera. Después de todo, la información tiene muchos menos problemas para viajar que las personas, y ellos no son más que información… Pero no te fíes de ellos, Martín.
Martín alzó las cejas, sorprendido.
—¿Por qué dices eso? —preguntó—. Me han ayudado, y, gracias a ellos, mi padre, Andrei Lem, va a ser liberado de Caershid…
—Te sientes en deuda con ellos —asintió Aedh, comprensivo—. Ese es el problema… Cuando volváis al futuro, quizá quieran cobraros esa deuda utilizándoos para sus propios fines. Ellos no están de nuestro lado, Martín. Ni del lado de los perfectos, ni del lado de los ictios… Forman su propio bando. Aceptaron el encargo de los ictios y os diseñaron para servirse de vosotros cuando llegue el momento. Eso es, al menos, lo que cree el príncipe Asura, una de las máximas autoridades de los perfectos… Y eso es, también, lo que creo yo.
—¿Por eso querías impedirnos que regresásemos al futuro? —preguntó Martín.
—En efecto. El príncipe Asura temía que, si lograbais completar vuestras misiones, al llegar al futuro se os recibiese como grandes héroes, casi como a profetas de Uriel. Después de todo, seríais los únicos seres humanos que habrían conocido de primera mano al ángel fundador del areteísmo… ¿Te imaginas el prestigio que eso puede conferiros? El temor de Asura, y el mío, era que utilizaseis ese prestigio para servir a los intereses de las máquinas de Quimera. Esas máquinas ya pusieron en peligro la continuidad de nuestra especie una vez, Martín, y tenemos motivos para pensar que podrían intentar hacerlo de nuevo. Las diferencias entre ictios y perfectos pueden ser la excusa perfecta para una nueva guerra… Los perfectos no queremos eso, Martín. Apreciamos la paz por encima de todas las cosas. No queremos ver a la Humanidad entera en peligro por culpa de esas criaturas… Tienes que comprender que se trata de un peligro real, y no de una fantasía.
Martín recordó el inhumano rostro de Tiresias y se estremeció.
—Sí, lo comprendo —musitó—. Es decir, comprendo tus razones… Aunque espero que te equivoques. Aedh asintió gravemente.
—Yo también lo espero —coincidió—. Además, ahora que vosotros ya sabéis lo que hay, confío en que nadie consiga manipularos. Para eso me conecté al tapiz antes de morir, Martín. Ese es el mensaje que quería haceros llegar: Cuando lleguéis al futuro, no os fieis de nadie… Debéis formar vuestro propio partido, y guiaros por vuestro criterio, sin dejaros influir por los prejuicios de los demás. Hasta ahora, creíais que esta era una historia de buenos y malos —añadió, no sin cierta ironía—. Para vosotros, los ictios eran los buenos y los perfectos los malvados, y vosotros, por supuesto, estabais del lado del bien… Espero que, en adelante, comprendáis que las cosas no son tan sencillas. Aquí no hay buenos ni malos, solo facciones diferentes con intereses y prioridades distintas. Y no hay únicamente dos facciones, sino tres, como mínimo… Hacerme caso, las criaturas de Quimera solo son leales consigo mismas. Cuando regreséis, no creáis todo lo que os digan… Observad, y sacad vuestras propias conclusiones.
Martín se quedó en silencio durante un buen rato, observando distraído las botas de Aedh.
—Quizá lo mejor sería que no regresásemos, como tú querías —dijo por fin—. Así, nadie podrá utilizarnos para sus propios fines, ni tergiversar la información que hemos reunido sobre los orígenes del areteísmo. Además, yo no deseo volver… Quiero a Alejandra, y, después de muchos años, estoy a punto de recuperar a mi padre… Creo que lo mejor que podemos hacer es quedarnos en esta época, ¿no te parece?
—No, Martín —repuso Aedh, mirándolo casi con solemnidad—. No puedes hacerlo… Ahora sé que debes regresar al futuro, y que es de capital importancia que lo hagas.
Martín clavó sus ojos en los del holograma, que le observaba con una mezcla de tristeza y admiración.
—¿Por qué has cambiado de opinión respecto a nosotros? —preguntó en voz baja.
Aedh tardó unos segundos en responder.
—Por lo que ocurrió en la Doble Hélice —dijo por fin—. Ahora sé cosas que antes no sabía, que ni siquiera había imaginado… Yo nunca me he tomado muy en serio las leyendas de la Edad Oscura, Martín. Las encontraba bonitas, pero si ninguna relación con la Historia. Incluso pensaba que, algún día, podría utilizarlas para manipular la credulidad de la gente y conseguir que se pusieran del lado de los perfectos. Había elaborado un fantástico plan para hacerme pasar por el Auriga del Viento… Pero ahora sé que eso habría sido un gran error. Ahora sé que, detrás de la leyenda, se oculta un héroe real. Y ese héroe eres tú, Martín… Lo comprendí mientras luchaba por respirar, con tu espada clavada en el pecho. Tú eres el Auriga. Tu espada es la que domina al resto de las espadas: por eso me venciste… Además, regresó del vacío con la empuñadura rota, cumpliendo la profecía: «Se ha roto lo irrompible…». Todo encaja, Martín. Eres el verdadero Auriga del Viento, que, algún día, preparará el regreso de Uriel a la Tierra. No sé cómo va a ocurrir, pero sé que ocurrirá. Por eso debes volver… Has cumplido con tu misión en el pasado, pero la misión que te espera en el futuro es mucho más importante. Tienes que ofrecer todo lo que has averiguado sobre el origen del areteísmo a las gentes del futuro. Y tienes que hacerlo con independencia, sin dejarte manipular por nadie. Tienes que volver, Martín. Tienes que volver… Y, cuando lo hagas, debes buscar a mi madre, Dannan. Ella es una experta en las leyendas de la Edad Oscura, y te ayudará a comprender mejor los elementos que integran la Leyenda del Auriga. Quizá eso te sirva de guía… Hazme caso, Martín. Todo esto puede parecer una locura, pero no lo es. Cuando los hombres viajan en el tiempo, las causas de sus actos pueden estar en el futuro, y no en el pasado. Reflexiona sobre lo que acabo de decirte… Es complicado, lo sé. Pero, ocurra lo que ocurra y decidas lo que decidas, tienes que ser consciente de la gran responsabilidad que ha recaído sobre ti.
Martín notó que los ojos se le nublaban, y, un instante más tarde, dos gruesas lágrimas rodaron por sus mejillas. Cuando su vista se aclaró de nuevo, comprobó que Aedh había desaparecido. Entonces oyó una suave tos a sus espaldas. Al mirar hacia atrás, vio a Alejandra de pie en la penumbra, con la espalda apoyada en la pared.
—¿Lo has oído? —preguntó, acercándose a ella.
—Sí —murmuró la muchacha.
Los dos se abrazaron.
—¿Y qué opinas? —preguntó Martín en un susurro. Alejandra tardó un momento en contestar—. No puedes darle la espalda a lo que eres —repuso por fin—. Ni yo tampoco…
—Entonces, ¿crees que debo volver al futuro? La muchacha asintió con la cabeza.
—Pero no quiero hacerlo —murmuró Martín, sintiendo la humedad de las lágrimas de Alejandra sobre sus propias mejillas—. No quiero separarme de ti…
—Yo iré contigo —le dijo su amiga al oído—. Viajaré contigo a través de la esfera… Pero no voy a engañarte: ¡Tengo mucho miedo, Martín!